Centro de Espiritualidad Paulina de México Pautas del retiro para el mes de septiembre de 2014 LA VOCACIÓN DE LA MUJER ASOCIADA AL CELO SACERDOTAL 0. Introducción Es universalmente admitido, incluso por quienes no comparten la visión cristiana del mundo, que la situación de la mujer cambió radicalmente con la llegada de Jesucristo. En toda la actuación de Jesús y en sus enseñanzas, se advierte un talante con respecto a la mujer que contrasta, a veces de modo escandaloso, con las costumbres al uso. Es cierto que, ya en las primeras páginas del Génesis así como en otros lugares del Antiguo Testamento, se ofrece una visión de la dignidad de la mujer que la hace en todo igual al hombre: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gen 1, 27). Ambos están llamados a amarse mutuamente a semejanza del Amor que se da en seno de la Trinidad de Dios. “En la ‘unidad de dos’ el hombre y la mujer son llamados desde el origen no solo a existir “uno al lado del otro”, o simplemente juntos, sino que son llamados también a existir recíprocamente; el uno para el otro”1. Sin embargo, el pecado del primer hombre y de la primera mujer introdujo una perturbación en esta armonía original y la mujer sufre, desde entonces, a lo largo de los siglos, y aún hoy en tantos sitios, el dominio por parte del hombre, rompiéndose así esa igualdad original querida por Dios. Fue con la llegada de Jesucristo, cuando esta dignidad de la mujer es proclamada sin paliativos. En esta atmósfera en que el varón dominaba sin tener en cuenta a la mujer y su dignidad, Cristo recuerda esa comunión y ese mutuo respecto que Dios quiso al principio. Él pone el acento en esa igualdad original oscurecida por el pecado, provocando el estupor y hasta el escándalo incluso entre sus propios discípulos (cf. Jn 4,27). Cristo es el Redentor, el restaurador de un orden alterado por el pecado. “Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer” 2. Para Jesús, el hecho de ser hombre o de ser mujer no comporta ninguna limitación, como no dificulta la acción del Espíritu Santo el hecho de ser judío o griego, esclavo o libre, como recuerda san Pablo, todos somos iguales, todos somos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28). Esta igualdad no anula la diversidad. El hombre y la mujer conservan sus propias características a la hora de recibir el mensaje de salvación y a la hora de difundirlo. I. La Palabra de Dios La vocación “llamar” representa la primera manifestación explícita de la relación de elección que el amor eterno de Dios va a establecer con Israel y –en función del mismo misterio de amor y de salvación– con los diferentes personajes de la historia bíblica: “Cuando Israel era niño, yo lo amaba, y 1 2 JUAN PABLO II, Carta Apostólica, Mulieris dignitatem (M.D.), 1988, N° 7. M.D., N° 12. de Egipto llamé a mi hijo. Yo los he llamado. (…) Yo enseñaba a Efraín a caminar” (Os 11,1ss; cf. Dt 14,1). La vocación intenta ante todo colocar al hombre en la esfera de la salvación, la ligada a Cristo y a su obra: Dios “os llamó por nuestra predicación del Evangelio para que alcancen la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2Tes 2,14). Nuestra primera preocupación debe ser comprender lo que nos transmiten los Evangelios cuando dicen que las mujeres “seguían” a Jesús. Dos cuestiones se plantean: Qué es “seguir a Jesús” (la acción) y quiénes integraban “el seguimiento” de Jesús (los actores). En Marcos 15,40-45 precisa que seguían a Jesús y le servían “cuando él estaba en Galilea”, lo que impide pensar que sólo se habrían unido a Él al salir de Galilea, porque sólo las habría necesitado a partir de ese momento. Marcos elimina toda ambigüedad: las mujeres ya estaban con Jesús. Las mujeres no son, efectivamente, objeto de ninguna escena de llamada, como Simón y Andrés, Santiago y Juan, y también Leví (Mt 4,18-22; Mc 1,16-17; Lc 5,1-3.10.11). De la multitud que acompañaba frecuentemente a Jesús, sin duda fueron destacando poco a poco los que estaban más cerca de Él, los más estables, los que le “seguían” sin interrupción: los doce y las mujeres, pero probablemente también otros (Mt 4,25; 8,1; Mc 2,15, cf. Lc 6,17), entre todos ellos, Jesús va a elegir a los que enviará en misión. Es importante captar correctamente el sentido de esta “elección”. La misión que Jesús confía a sus discípulos consiste en: “pescar hombres” (Mt 4, 18-20), “predicar con poder para echar demonios” (Mc 3,13-14), “ser apóstol” (término probablemente pos pascual de Lc 6,12-13). Jesús, con el trato a la mujer, supera el “umbral de intolerancia” de los varones de su época. Él si era capaz de hacerse acompañar de mujeres, no se lo podía imponer a sus contemporáneos ni exigir de ellos que dieran fe al testimonio de mujeres: “Los mismos discípulos tratarán a las mujeres de ‘delirantes’ cuando vengan a comunicarles que han visto a Jesús vivo” (Lc 24, 11). Jesús no rechaza la ayuda de las mujeres para su misión (Jn 4; 11,27; 20,17-18). El rechazo no es de Jesús, es de una sociedad androcéntrica. Sólo durará mientras los varones no se desembaracen por entero de los esquemas patriarcales y no se convenzan de su igualdad básica con las mujeres. La primera carta a Timoteo señala la existencia de mujeres “diáconos”. El término diakonos, servidor es impreciso en todo el Nuevo Testamento, porque los “servicios” (ministerios) todavía no estaban netamente diferenciados. Pablo designa a Jesús con este término, porque vino para “servir” (Rom 15,8). Pablo, en la carta a los Filipenses, se dirige a la Iglesia “con sus epíscopos y sus diáconos” (1,1). Se piensa que estos diáconos debían ayudar al epíscopo en el servicio de la caridad, papel tribuido en los Hechos a los “Siete”, encargados del servicio de las mesas, de la ayuda mutua (Hch 6). II. Magisterio3 1. La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia muy particular. Esto lo demuestran, entre otras cosas, las intervenciones del Magisterio de la Iglesia, reflejadas en varios documentos del Concilio Vaticano II, que en el Mensaje final afirma: “Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga”. Las palabras de este Mensaje resumen lo que ya se había expresado en el Magisterio conciliar, especialmente en la Constitución Pastoral Gaudium et spes y en el Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares. Posiciones similares se habían manifestado ya en el período preconciliar, por ejemplo, en varios discursos del Papa Pío XII y en la Encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII. Después del Concilio Vaticano II, mi predecesor Pablo VI expresó también el alcance de este signo de los tiempos, 3 M.D., N° 1 y 2. 2 atribuyendo el título de Doctoras de la Iglesia a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena, y además instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en relación con la efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres. Pablo VI, en uno de sus discursos, decía entre otras cosas: “En efecto, en el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual el Nuevo Testamento da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos (...); es evidente que la mujer está llamada a formar parte de la estructura viva y operante del cristianismo de un modo tan prominente que acaso no se hayan todavía puesto en evidencia todas sus virtualidades”. Los Padres de la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos (Octubre de 1987), que fue dedicada a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II, se ocuparon nuevamente de la dignidad y de la vocación de la mujer. Entre otras cosas, abogaron por la profundización de los fundamentos antropológicos y teológicos necesarios para resolver los problemas referentes al significado y dignidad del ser mujer y del ser hombre. Se trata de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón. Solamente partiendo de estos fundamentos, que permiten descubrir la profundidad de la dignidad y vocación de la mujer, es posible hablar de la presencia activa que desempeña en la Iglesia y en la sociedad. Esto es lo que deseo tratar en el presente Documento. La Exhortación postsinodal, que se hará pública después de éste, presentará las propuestas de carácter pastoral sobre el cometido de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, sobre las que los Padres sinodales han hecho importantes consideraciones, teniendo también en cuenta los testimonios de los Auditores seglares —tanto mujeres como hombres— provenientes de las Iglesias particulares de todos los continentes. 2. El último Sínodo se ha desarrollado durante el Año Mariano, lo cual ofrece un particular impulso para afrontar este tema, como lo indica también la Encíclica Redemptoris Mater. Esta Encíclica desarrolla y actualiza la enseñanza del Concilio Vaticano II contenida en el capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia. Dicho capítulo lleva un título significativo: La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia. María —esta mujer de la Biblia (cf. Gén 3,15; Jn 2,4; 19,26) — pertenece íntimamente al misterio salvífico de Cristo y por esto está presente también de un modo especial en el misterio de la Iglesia. Puesto que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento (...) de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, la presencia especial de la Madre de Dios en el Misterio de la Iglesia nos hace pensar en el vínculo excepcional entre esta mujer y toda la familia humana. Se trata aquí de todos y cada uno de los hijos e hijas del género humano, en los que, en el transcurso de las generaciones, se realiza aquella herencia fundamental de la humanidad entera, unida al misterio del principio bíblico: “creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gén 1,27). III. Palabra del Fundador4 La mujer tiene en sí una huella de la potencia de Dios. ¿Pero por qué este Dios, que todo lo hace bien, que todo lo dispone rectamente en peso y medida, según sus altísimos fines, por qué este Dios ha sido tan generoso con la mujer? No caben dudas en la respuesta: porque la había destinado a una nobilísima vocación; los dones concedidos a la mujer no son sino medios necesarios para su misión. Remontémonos al origen del mundo: allí se verá la verdad de esta aserción. Una vez que Dios hubo creado al hombre, dice la Sagrada Escritura, lo miró y, compadeciéndose de su corazón al ver su soledad, pronunció esta palabra, una de las más tiernas salidas de sus labios: No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde. Y creó a la mujer para ayuda del hombre. Para ayudarlo, ¿en qué? En sus trabajos, en sus angustias: ¡es tan agrio el dolor cuando se sufre solos! En las alegrías, en los sueños de felicidad: ¡se goza tan poco, cuando se goza solos! Y 4 Cf. ALBERIONE Santiago, La mujer asociada al celo sacerdotal, Roma 2001, 61-64. 3 como el hombre no ha sido creado para la tierra, sino para el cielo; como Dios puso en él esperanzas celestiales, anhelos y deseos sublimes; como el mundo es destierro y el cielo en cambio la patria… sostener al hombre en este camino, conducirlo a la eternidad, ir con él constituye la altísima misión de la mujer: el auxiliar que le corresponde (Gen 2,18). El hombre, curvo sobre la tierra que debía labrar, frecuentemente hubiera perdido de vista el cielo; y Dios le dio un ángel, un apóstol, un amigo íntimo, persuasivo, amable que iba a conservarle la luz y el gusto del cielo. Eva, no puede negarse, se valió de este dulce ascendiente sobre Adán para arrastrarlo consigo a la culpa; pero Dios, al castigarlo, no cambió la misión de la mujer, por desconfianza del hombre, cayó esclava bajo el dominio brutal del paganismo, oprimida o al menos alejada por el hombre, Dios se ocupó de levantarla de tal estado, pues diversamente ella n hubiera podido ejercer su misión. María fue el sublime modelo de la mujer cristiana: Ella cumplió su cometido de elevar al hombre, de arrancarlo de la tierra, de conducirlo al cielo. La mujer rehabilitada por Jesucristo fue readmitida con paciente trabajo en su puesto primitivo. Tras veinte siglos, la mujer cristiana goza nuevamente de aquel santo y universal respeto, aquel tierno y religioso amor, aquel honor y aprecio llenos de delicadeza que hacen posible su misión. Ese cierto espíritu de caballerosidad que, no obstante las consabidas exageraciones, tanto dominó durante el medioevo y que aún hoy forma como el encanto y el perfume de la sociedad civil, es un espíritu y un producto de las doctrinas cristianas sobre la mujer. De nuevo encontramos en ella aquella pureza, aquella aureola de modestia, aquella belleza grave, aquella amable libertad, aquella virtud generosa y aquel deseo intenso de atraer el corazón del hombre para elevarlo al cielo y conducirlo consigo allá arriba. ¡Cuántos hombres, especialmente en el turbión presente de la vida, olvidarían quizás a Dios, el alma, la eternidad, si no tuvieran una hermana, una esposa, una madre, una hija! Son estos misterios que se nos revelarán sólo en la eternidad. El hombre, más dotado de dones y de lo presente y lo caduco, fácilmente olvida la idea del futuro; lo visible le sofoca, su rostro se abaja. Es éste un hecho que hoy tantos se esfuerzan en explicar y que mientras tanto coloca al hombre en un estado de inferioridad respecto a la mujer, no obstante que él estaría por encima de ella en fuerza de su inteligencia. Lo que el hombre olvida es precisamente lo que la mujer más fácilmente recuerda, porque lo siente siempre vivamente. Ella no cuida tanto la lógica, pero si se trata de las cosas espirituales las intuye mejor, las saborea mejor, más fácilmente se inclina a ellas. Alguien ha dicho: “la religión es para las mujeres”. No es para ellas en el sentido de excluir a los hombres; pero sí en cuanto que la mujer es naturalmente más religiosa. También la Iglesia, dijo el papa a las mujeres católicas, os reconoce este honor y os llama el sexo devoto. Ustedes deben, con la religión y por la religión, ser la ayuda del hombre. Quien pone a la mujer fuera de tal misión, la pone fuera de su vocación, la vuelve enajenada. La mujer que no hace esto es inútil, si no ya perjudicial, en el mundo. A la mujer que se ensorbece o se lamenta de tener que trabajar en la conversión del marido, se le podría decir: “No haces sino cumplir tu deber”. IV. Actualización A pesar del progresivo proceso de emancipación de la mujer en los últimos siglos, hay todavía camino por hacer. En la actual sociedad, influenciada por la cultura del machismo, la mujer sufre aún de alguna discriminación, marginación y explotación. Podemos reconocer situaciones de más apertura, atención y respeto hacia ella, pero todavía se necesita conversión para romper con los esquemas tradicionales y las estructuras cerradas del pasado. También en la Iglesia se pide que el papel y el aporte específico de la mujer sean mayormente reconocidos y apreciados. Es necesario ver la diferencia como riqueza y no amenaza; dejar a un lado las rivalidades para entrar en una dinámica de reciprocidad; trabajar en comunión y mutua corresponsabilidad. El Padre Alberione en el breve período en que ejerció el ministerio pastoral parroquial, intuye el valor y la complementariedad del ministerio pastoral de la mujer asociada al celo sacerdotal. Cree en las potentes energías de la mujer, de la mujer cristiana, de la mujer consagrada, y la promueve como 4 una potencia en la Iglesia, considerándola como la primera cooperadora del sacerdote. Ánima a la mujer a ser apóstol en todos los campos posibles, a ser activa y propositiva. Nuestro Fundador da el protagonismo a la mujer, valorando su fuerza para comunicar el Evangelio: todas las riquezas y potencialidades de su feminidad, de su extraordinaria capacidad de amar para anunciar y difundir el Evangelio, para educar y formar a la vida cristiana, para una re sanación moral de la sociedad, para reconducir el hombre a Dios a través de las diferentes formas de apostolado (de la prensa, social y pastoral). Me pregunto: 1. ¿En mis relaciones en el ámbito familiar, eclesial y de apostolado que papel de la mujer transmito y fomento? ¿De servicio o de servidumbre? 2. ¿Qué puedo hacer concretamente para combatir cualquier forma de discriminación y menosprecio de la mujer?¿Cómo promover, en la sociedad y en la Iglesia, una autentica emancipación de la mujer, que respete, valore y promueva todas las riquezas y la peculiaridad de su feminidad? 3. ¿Cómo cultivo y hago crecer una nueva y liberadora mentalidad de igual dignidad de género, en la reciprocidad y complementariedad entre femenino y masculino? 4. ¿Cómo crecer en la misión evangelizadora, que nos compete a todos, valorando las diferentes características de cada uno y promoviendo los carismas específicos para la común edificación y para el anuncio? 5. ¿En este camino me dejo inspirar da la Virgen María, Madre del Señor, primera discípula de Jesús, consejera de los apóstoles? V. VI. 1. 2. 3. 4. 5. VII. 3 4 12 5 Oración5 Jesús Maestro divino sea para ti: la verdad que ilumina; el camino de la salvación; la vida gozosa y eterna. Él te guarde, te defienda, colme de todo bien tu alma y la de tus seres queridos vivos y difuntos. AMEN. Bibliografía SAGRADA BIBLIA JUAN PABLO II, Carta Apostólica, Mulieris dignitatem, 1988. ALBERIONE Santiago, La mujer asociada al celo sacerdotal, Roma 2001. SÁNCHEZ DE ALBA Justo Luis, Jesucristo y la mujer, Ediciones Palabra, Madrid 2005. TUNC Suzanne, También las mujeres seguían a Jesús, Sal Terrae, Santander 1999. Efemérides del mes de septiembre María Madre del Buen Pastor Venerable HNO. ANDRÉS BORELLO († 1948) El P. ALBERIONE, en el santuario de la Virgen de la Moretta, en Alba, recibe el mandato de ocuparse de la Buena Prensa. Este breve texto augural está al final de las Oraciones de la Pía Sociedad de San Pablo, edición de 1946. 5