Los poderes públicos y el bienestar social

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Los poderes públicos
y el bienestar social
Antonio García Lizana
Departamento de Política
Económica de la Facultad
de Ciencias Económicas
y Empresariales
Universidad de Málaga
La preocupación de los poderes públicos por el bienestar so­
cial posiblemente sea tan vieja como la existencia misma de aqué­
llos, aun cuando pueda haber sus excepciones, así como, en cual­
quier caso, sus diferencias en cuanto al grado de preocupación, al
contenido asignado a dicho bienestar (qué aspectos de la vida hu­
mana incluye, etc.), a su mayor o menor universalidad (en cuanto
al número y condición de las personas consideradas en relación
con el mismo), a los instrumentos y medios, en general, utilizados
al servicio de dicho bienestar social, etc.
En la medida en que los poderes públicos se hayan constituido
con la finalidad de contribuir al buen funcionamiento de la socie­
dad, obviamente debe haberles preocupado, en mayor o menor
medida, el bienestar de la misma. En la medida en que se hayan
constituido como defensores de una determinada clase o facción,
muy posiblemente o habrán identificado los fines sociales de su
ejercicio público con los de su clase o facción (convirtiendo el
bienestar de ese grupo concreto en la imagen de bienestar social
defendible), o habrán tratado de justificarse, o de ser aceptados,
preocupándose en alguna medida del bienestar de toda la colecti­
vidad.
De hecho, todas las sociedades han venido adoptando a lo lar­
go de la historia medidas encaminadas a mejorar la situación de
sus miembros, más allá del plano individual o familiar inmediatos.
Bien en relación con aquellos miembros del colectivo más desfavo­
recidos, bien con relación a objetivos comunes de interés general
o recíproco. Aunque ciertamente, dichas responsabilidades no han
sido siempre asumidas prioritariamente
por los poderes públicos,
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aun cuando éstos no hayan estado del todo ausentes (1). De algún
modo puede considerarse que la intervención creciente de los po­
deres públicos en el campo del bienestar social, sobre todo a partir
de determinados momentos históricos, se ha debido a la conver­
gencia de diversas circunstancias. Entre ellas, el aumento de la
complejidad de la vida social (en dimensión, interrelaciones, pro­
blemática, etc.); la secularización progresiva de la misma (con la
asunción de responsabilidades por parte del poder civil, que antes
estaban asumidas por instancias religiosas); la pauperización cre­
ciente de amplios colectivos de población; la difusión de una con­
ciencia social cada vez más extendida acerca de la injusticia que
significan la desigualdad y la pobreza; la aparición de tensiones so­
ciales ligadas a dicha conciencia y a la existencia efectiva de desi­
gualdades; el convencimiento de que el bienestar del individuo es
demasiado importante para confiarlo a la costumbre o a mecanismos
informales e interpretaciones privadas y de que, por consiguiente,
es competencia del gobierno (2); la justificación teórica y la elabora­
ción de soportes científico-técnicos que faciliten la intervención del
Estado; la liberación de recursos suficientes a disposición de los
poderes públicos para que puedan intervenir; la valoración creciente
de cuestiones tales como la calidad de vida, la mejora de las condi­
ciones generales de la existencia humana, etc.; la consideración de
que los asuntos relativos al bienestar social tienen una repercusión
importante sobre la vida colectiva en su conjunto y sobre las relacio­
nes dentro de cada colectivo y entre colectivos diferentes, etc.
Si en unos primeros momentos las preocupaciones fundamen­
tales inherentes al bienestar social han estado unidas a los grupos
primarios (familia, vecindario), para pasar después a comprometer
a instituciones sociales más formalizadas (Iglesias, gremios, cofra­
días y hermandades, etc.) (3), cuando nos acercamos a la Edad
(1) Ver, por ejemplo, H . HAZLITT (1974): La conquista de la pobreza, Unión
Editorial, Madrid, págs. 71 y ss.; E. S. KlRSCHEN (ed.) (1977): Nueva política econó­
mica contemporánea, Oikos-Tau, Vilassar de Mar, pág. 66; P. CULBOIS (1974): La
política coyuntural, ICE, Madrid, pág. 11.
(2) H. K. GlRVETZ (1979): «Estado de Bienestar», en Enciclopedia Internacio­
nal de las Ciencias Sociales, Aguilar, Madrid, tomo I, pág. 767.
(3) Ello se correspondería, por otra parte, con las que Seraphim considera
«formas económicas fundamentales» durante la Antigüedad y la Edad Media: la
forma basada en la «vinculación genealógica (estirpe) y familiar» y la forma de
«vinculación corporativa», respectivamente. (Ver H. J . SERAPHIM, 1961: Política
Económica General, Ed. El Ateneo, Buenos Aires.)
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Moderna, la consolidación de los Estados nacionales y la afirmación del poder real, con sus objetivos e intereses propios, el proceso de secularización creciente que se inicia en la sociedad, la importancia cada vez mayor concedida a la racionalización de los
procesos e intervenciones sociales... van a ir reforzando paulatinamente el compromiso de los poderes públicos con la mejora de las
condiciones ae vida de la población, en particular con la situación
de aquellos grupos de la misma más desfavorecidos.
LA RESPONSABILIDAD SOCIAL D E LOS P O D E R E S
PÚBLICOS
En su obra De subventione pauperum, Luis Vives (1492-1580)
«afirma vigorosamente la responsabilidad de las autoridades en lo
que concierne a la situación y atención de los pobres», provocando
una fuerte polémica en España, cuya expresión más conocida es el
debate entre Domingo de Soto y Juan de Medina, a propósito de
la nueva ordenación de atención a los pobres, aprobada por el Consejo Real en 1540 y publicada en Medina del Campo en 1544 (4),
siguiendo las recomendaciones de Vives.
De todos modos, posiblemente sea en Inglaterra donde la nueva situación puede observarse de una manera más diáfana. La expropiación de los monasterios y la desaparición de los señoríos
forzarán al Estado a asumir la responsabilidad de atender las necesidades de los grupos marginados. Así, aun cuando hay algunas
actuaciones anteriores (en 1572 y 1576), la promulgación en 1601
de la «Oíd Poor Law» supone la aceptación definitiva del principio de la responsabilidad de los poderes públicos en la asistencia
a los necesitados, aun cuando su alcance práctico fuera aún muy
limitado (5).
Durante el siglo XVII (mercantilismo) y XVIII (despotismo ilustrado) existió, pues, un amplio consenso favorable a la interven(4) D. CASADO y E. G U I L L E N (1987): Introducción a los Servicios Sociales, Acebo, Madrid, págs. 92-94. Aunque el libro de Luis Vives Encierra no pocos aspectos
discutibles y en determinados aspectos puede considerarse una obra de transición,
«no parece arriesgado afirmar que... sienta los fundamentos de lo que después sería
la política social de los Estados capitalistas» (V. MARTÍN, 1988: «El socorro a los
pobres. Los opúsculos de Vives y Soto», en Información Comercial Española, número 656, pág. 9).
(5) H. K. GIRVETZ (1979), cit., pág. 768.
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ción de los poderes públicos en la mejora de las condiciones de
vida de la población y en el logro de la felicidad pública (otra
manera, salvando las distancias, de hablar de bienestar social). Hacia 1760, un alemán, J . H. G. von Justi (1717-1771), profesor,
economista y administrador de empresas públicas, edita una obra
cuyo título es altamente sugerente: «Firmes fundamentos del poder y la felicidad de los Estados, o detallada exposición de toda la
ciencia política».
Según señala Schumpeter (6): «El tema de la investigación de
Justi es lo que los historiadores alemanes llaman Estado del bienestar (Wohlfahrtsstaat), o Estado-providencia, en su individualidad
histórica y en todos sus aspectos. Esto es: Justi estudia los problemas económicos desde el punto de vista de un gobierno que acepta responsabilidad por las condiciones de vida morales y económicas —exactamente igual que los gobiernos modernos—, en particular por el empleo y la subsistencia de cada cual, por una oferta
suficiente de materias primas y productos alimenticios, y así sucesivamente a lo largo de una prolongada lista de conceptos entre los
que se cuentan el embellecimiento de las ciudades, el seguro contra incendios, la educación, la higiene y casi todo lo ciernas. La
agricultura, las manufacturas, el comercio, la moneda, la banca,
todo se discute desde ese punto de vista, prestando gran atención
a los aspectos tecnológicos y organizativos.»
Sin embargo, frente a tales fórmulas, proclives al intervencionismo estatal, Justi va a postular «como principio general la idea
de que todo lo que la industria y el comercio necesitan en realidad
es una situación de libertad y de seguridad», lo que supone abrir
las puertas a un sistema de laissez-jaire, aunque sea matizado (7).
Por supuesto que tales matices van a desaparecer en gran medida
en autores posteriores. Pero ni siquiera en Adam Smith (17231790), el padre de la economía clásica, encontramos un Estado
absolutamente maniatado, aunque sí esté en las antípodas de ser
(6) J . A. SCHUMPETER (1971): Historia del Análisis Económico, Ariel, Esplugues de Llobregat, pág. 213.
(7) Justi, en consonancia con ello, defenderá el sistema de libre empresa, aceptando las consecuencias que de ahí puedan derivarse. Sólo que su opción por el
intervencionismo estatal supondrá un elemento compensador de tales consecuencias. «Por ejemplo: Justi aceptaba como cosa obvia que la introducción de maquinaria que ahorrara trabajo causaría desempleo; pero eso no era un argumento contra la mecanización de la producción, porque también, obviamente, su gobierno
hallaría buen empleo para los parados» (ver J. A. SCHUMPETER, op. cit., pág. 214).
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un Estado absoluto. Smith señalaba tres capítulos en el quehacer
del Estado:
«1) ... El deber de proteger a la sociedad de la violencia y de
la injerencia de otras sociedades independientes...
2) ... El deber de proteger en lo posible a todo miembro de
la sociedad ante la injusticia o la opresión de cualquier otro miembro de ella...
3) ... El deber de construir y de mantener ciertas obras y
ciertas instituciones públicas que no pueden ser construidas ni
mantenidas por el interés privado, tanto individual como colectivo...» (8).
Los puntos 2) y 3) pueden permitir, en teoría al menos, la
intervención pública en el campo del bienestar social. D e hecho,
los gobiernos del siglo X I X mantuvieron algunas competencias en
este sentido, que incluso obtuvieron reconocimiento a nivel constitucional. Por ejemplo, en la Constitución Española de 1812. Pero
el problema queda más nítidamente resuelto en otros economistas
clásicos como Stuart Mili (1806-1873), testigo de los costes sociales
generados por la revolución industrial y los primeros desarrollos
del capitalismo. Este autor, tras señalar que dejar hacer —es decir,
la no intervención— debería ser la norma general, de manera que
cualquier desviación de la misma, a menos que un gran bien lo
exigiese, sería un mal cierto, alude a diferentes excepciones que
deben tenerse en cuenta: educación, protección a la infancia, propiedad o administración estatal de los monopolios como canales y
Ferrocarriles, regulación de las horas de trabajo, ayuda a los necesitados, desarrollo de las colonias..., así como obras públicas de interés social (puertos, regadíos, hospitales...) que no sean emprendidas por particulares, a pesar de que el Estado intente su fomento (9).
A medida que avanza el siglo X I X y nos adentramos en el X X ,
está cada vez más clara la necesidad de introducir serios cambios
en las preocupaciones sociales de los poderes públicos, dada la
magnitud de los problemas ligados a las lamentables condiciones
(8) A . SMITH ( 1 7 7 6 ) : An inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of
Nations, libro I V , cap. I I , Caanan Edition (Modern Library), pág. 6 5 1 ; cit. por
D . S. W A T S O N ( 1 9 6 5 ) : Política Económica, Gredos, Madrid, pág. 3 4 .
(9)
D . S. WATSON ( 1 9 6 5 ) , cit., pág. 6 5 .
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de vida de amplias capas de la población, y a las tensiones de todo
tipo derivadas de ello. Las reformas de Bismarck (1881) en Alemania y Lloyd.George (1911) en Inglaterra suponen un punto y aparte en la concepción del interés de los poderes públicos por el
bienestar colectivo, si bien no puede decirse que alteren de manera
significativa los postulados básicos de la filosofía político-económica vigente. Será precisa la crisis de 1929 y la subsiguiente depresión de los años treinta —con sus enormes secuelas de paro masivo
e insatisfacción de las necesidades humanas en amplios colectivos
sociales, unido a los cerrados horizontes de superación de tal situación— para que se asistiera a una modificación cualitativa de las
concepciones sociales acerca de la intervención pública. De la
mano de J . M. Keynes, la acción estatal que espontáneamente había comenzado a producirse no ya en el terreno puramente asistencial o como eventual prevención de determinados problemas sociales (algo que venía de atrás), sino en relación con el propio proceso
productivo, va a encontrar justificación teórica y apoyo científico
sobre los que asentarse.
LOS F U N D A M E N T O S T E Ó R I C O S D E LA I N T E R V E N C I Ó N
PUBLICA R E C I E N T E Y SUS LIMITACIONES
La obra de J . M. Keynes (1883-1966) será, en efecto, el espaldarazo teórico que necesitaba la acción estatal, al mismo tiempo
que el soporte científico que sirva de guía y orientación a sus actuaciones.
Con independencia de que existan problemas humanos que,
desde un punto de vista sentimental o moral, sea preciso atender;
con independencia de que los ciudadanos que padecen dichos problemas sean sujetos titulares de un derecho concreto a ser atendidos; con independencia de que la actuación estatal venga impuesta
por razones de orden público, de convivencia social, de exigencias
jurídicas o intereses electorales, la intervención estatal queda acreditada en sí misma, en tanto que permite superar las limitaciones
económicas y favorecer el funcionamiento del sistema productivo,
que de otra manera parece verse conducido al caos, o al menos a
una situación de estancamiento en la miseria (paradójicamente, en
medio de la prosperidad), cuya permanencia en el tiempo no es en
modo alguno deseable.
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No se trata, pues, de remediar tal problema puntual, sino de
intervenir activamente en la vida económica, facilitando su más
adecuado funcionamiento y procurando el mayor crecimiento po­
sible de la producción, lo que debe tener indudables consecuen­
cias de carácter social, que se traducirán en reducir la intensidad
e incluso, en ocasiones, la existencia de tal problema. Y viceversa,
la preocupación por determinados problemas puntuales adquiere
un nuevo sentido, en la medida en que el mayor o menor gasto
público que su resolución suponga, la incidencia de ésta sobre los
niveles de consumo y sobre la mayor o menor inclinación al mis­
mo, o sobre la redistribución de la renta, etc., van a influir en la
dinámica general de la economía, contribuyendo a su mejor desen­
volvimiento, muchas veces de manera automática (10).
Así pareció ocurrir cuando, con posterioridad a la Segunda
Guerra Mundial, las teorías keynesianas comienzan a aplicarse a
los países occidentales, penetrando al mismo tiempo —como Keynes diría de las teorías clásicas— hasta los últimos repliegues de
nuestro pensamiento (11), convirtiéndose en elementos paradigmá­
ticos de nuestra concepción del funcionamiento social. La prospe­
ridad y el éxito marcaron el ritmo de las economías occidentales.
Los abundantes recursos generados permitieron diversificar y am­
pliar las prestaciones sociales del Estado, el cual, en su horizonte
político, conjugaba — o pretendía conjugar— la realización de ob­
jetivos tales como la estabilidad económica, el empleo y la distribu­
ción de la renta con la satisfacción de diferentes necesidades socia­
les, como la educación y la sanidad, sin olvidar la reducción de la
marginalidad y la pobreza. Bien es verdad que, en términos gene­
rales, unos y otros objetivos merecían un tratamiento diferente, ya
que mientras algunos —como el crecimiento económico y la lucha
contra la inflación, pero sobre todo el primero— se convertían en
la clave del sistema, los demás se consideraban simples consecuen­
cias derivadas de los anteriores, elementos complementarios ane­
xos a los mismos, o meros objetivos consumidores de recursos,
compitiendo con otras finalidades públicas.
( 1 0 ) Así, por ejemplo, si aumenta el desempleo aumentarán los subsidios de
paro, lo que permitirá mantener la demanda, y cíe este modo evitar que caiga aún
más la producción, o incluso estimular y favorecer de nuevo la contratación de
trabajadores, lo que reducirá el paro.
(11)
Ver J . J . K E Y N E S ( 1 9 8 3 ) : The General Theory of Employment, Interest
and Money, Macmillan Press Ltd.-Cambridge University Press, Cambridge,
pág. xxiii.
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Sin embargo, a medida que el tiempo ha ido transcurriendo,
un conjunto de problemas han ido ensombreciendo cada vez más
el horizonte. Así, a pesar de las políticas públicas, tanto de carácter
general como específico, determinados colectivos de la población
y a veces áreas territoriales enteras han subsistido como islotes de
miseria relativa, dentro de la prosperidad general. Con todo, el
problema posiblemente más grave ha estado planteado por la desigualdad creciente entre los países ricos del Norte y los pobres del
Sur, dándole a la cuestión social una dimensión planetaria (12).
Al mismo tiempo, el crecimiento sostenido general y la afirmación progresiva del Estado de bienestar resultante de todo el referido proceso, se han visto acompañados de la aparición de nuevos
problemas: contaminación, congestión urbana, agotamiento de
ciertos recursos, masificación, conflictos interpersonales, etc., convertidos todos ellos en amenazas serias a la calidad de vida y al
mismo crecimiento.
Pero lo realmente decisivo han sido, en última instancia, las
contradicciones detectadas en la dinámica del propio proceso de
crecimiento, que han venido a cuestionar sus fundamentos teóricos
y su viabilidad futura. Así, cuando finalizada la década de los sesenta, hoy bautizada como «década prodigiosa», comenzó a observarse que determinados problemas económicos eran cada vez más
resistentes a las medidas conocidas y de éxito anteriormente probado. Al mismo tiempo, problemas que se suponían incompatibles
—como el paro y la inflación— convivían juntos, creciendo al mismo tiempo. La crisis del petróleo de 1973 y la subsiguiente de
1979 contribuyeron a hacer más patente la situación y amplificaron
sus efectos. Pero las mismas crisis tenían su caldo de cultivo en la
situación señalada.
A partir de aquí, el panorama es conocido: el aumento de las
necesidades sociales insatisfechas y la caída del proceso de crecimiento económico, y, por consiguiente, de la generación de recursos para atender a dichas necesidades. Zonas geográficas tradicionalmente ricas se convierten en demandantes de ayudas públicas
para atender a sus nuevas limitaciones y dificultades. Enfrentarse
con la reestructuración del aparato productivo compite con las
necesidades que generan un número creciente de parados, de ju-
(12) Pueden verse al respecto, y como vía de ejemplo, las encíclicas: Populorum Progressio, de Pablo VI, y Sollicitudo rei socialis, de Juan Pablo II.
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bilados prematuros y de jóvenes que ven retrasada su incorporación al mundo del trabajo.
En estas circunstancias es fácil hablar de crisis del Estado de
Bienestar (una crisis más a anotar en los anales de los años setenta,
la, por tantos motivos, «década crítica»), de dificultades de los
poderes públicos para continuar realizando su labor... Obviamente, la situación es tal que dichos poderes se ven desbordados cuando no incapaces para actuar, toda vez que las herramientas que
venían manejando (gasto público, saldo presupuestario...) se han
convertido en los problemas inmediatos que deben resolver.
El problema social, como ocurrió a mediados del XIX, o en los
años treinta, ha adquirido así una nueva dimensión, y exige nuevas
respuestas. Sin que ello quiera decir que el Estado de Bienestar
(en cuanto resultado institucional concreto de la adopción por parte de los poderes públicos, a través de los mecanismos políticos
correspondientes, de aquellas medidas que ayudan al bienestar básico de todos los miembros de la sociedad) haya desaparecido. A
juzgar por los hechos, continúa vivo, incluso creciendo, al menos
en cierto sentido, aunque tenga dificultades o esté sufriendo reajustes. Que necesita ser interpretado de otra manera, modificado
en sus soportes teóricos o en su estructura, etc., es otra cuestión.
La cuestión aún no está resuelta, pero constituye, sin duda, uno
de los retos pendientes en esta «década indecisa», y que tal vez
tenga respuesta en la inmediata «década de los descubrimientos»,
¿o será «de las desilusiones», tanto se está apostando por ella?
E L C O N T E N I D O D E LA I N T E R V E N C I Ó N PUBLICA
E N E L ÁMBITO D E L B I E N E S T A R SOCIAL
A tenor de cuanto hasta el momento hemos señalado, parecen
dibujarse dos grandes apartados en el campo de las preocupaciones de los poderes públicos con relación al bienestar social.
a) Actuaciones generales, tendentes a conseguir un impacto
global, que mejore la situación colectiva, en aspectos tales como el
empleo, recursos disponibles, distribución de dichos recursos, etc.
b) Actuaciones específicas dirigidas a resolver determinados
problemas concretos (pobreza, paro, una catástrofe...), organizar
la satisfacción de determinadas necesidades (educación, vivienda,
sanidad, información...), atender a colectivos de población carac-
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terizados por alguna circunstancia (edad, sexo, etnia, situación la­
boral, minusvalía...) o incidir en determinados ámbitos territoriales
(sea una barriada con problemas, una comarca, etc.).
Ambas aproximaciones no tienen por qué ser excluyentes y
mucho menos contradictorias, aunque en la práctica puede ocurrir
que lo sean por falta de coordinación entre los responsables de
cada una de ellas, por falta de explicitación y comprensión de las
variables afectadas en cada caso, o de los impactos cruzados (en
ámbitos de la otra actuación) que puedan producirse, etc.
En uno y otro caso, pero particularmente en el segundo, la
intervención pública puede tener un carácter esporádico, circuns­
tancial, aislacfo..., o por el contrario responder a una preocupación
sistemática y continuada que puede estar, a su vez, incorporada
—o no— a un esquema político orgánico más general, como un
elemento particular dentro del mismo. En el proceso de afirmación
de las competencias de los poderes públicos en relación con el
bienestar social (como en relación con la vida económica en gene­
ral), se ha ido evolucionando desde las iniciativas esporádicas y
circunstanciales, al tratamiento sistemático y continuado de deter­
minados problemas, pasando posteriormente por su consideración
dentro de programas o planteamientos más globales y comprensi­
vos, que pretenden atacar diferentes frentes, de una manera más o
menos conexa, hasta confluir en la incorporación o al menos coor­
dinación de las políticas específicas —a su vez debidamente siste­
matizadas— en estructuras más amplias que suponen la presencia
de actuaciones generales, de carácter macroeconómico y macrosocial, que las vertebran.
Quizá en estos momentos es esto último lo que se echa en
falta, posiblemente por la inexistencia de una explicación teórica
precisa y generalmente admitida de la situación actual y de las
dificultades de la actuación pública para dominarla. De ahí la im­
portancia concedida a las actuaciones puntuales, aun cuando se
trate de darles una cierta configuración orgánica, siquiera sea con
relación a la estructura del ente público encargado de darles vida.
Pero podría ocurrir que tales actuaciones vengan a ser, a pesar de
todos los esfuerzos y buenas voluntades, cajas de resonancia vacías,
campanas sin badajo, que podrán sonar, pero a fuerza de golpear­
las, y sin garantías de conseguir un sonido armonioso, preciso y
continuado. Por supuesto que, desde el punto de vista del bienes­
tar social, podría ser peor un badajo sin campana, una política
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general no acompañada de un conjunto de instrumentaciones concretas, debidamente fundamentadas y coordinadas, que permitan
adaptar dichas actuaciones generalistas a las situaciones concretas
y atender a problemas específicos, determinados y reales.
Posiblemente, buena parte de lo ocurrido en estos años tenga
su raíz aquí. Las políticas de carácter macro, apoyadas en el manejo de la demanda, se convirtieron en los elementos poderosos del
sistema de intervención pública. Eran la clave del arco del Estado
del Bienestar. El bienestar, esto es —y prescindiendo de elaboraciones teóricas «a posteriori»—, la prosperidad, la «abundancia
de cosas necesarias para vivir a gusto» (Larousse), «el estado del
que está bien, sin padecimiento, con salud, energías, etc.» (María
Moliner), el «estado o situación de estar sano, feliz, próspero»
(American Heritage Dictionary)..., se supone que va a depender
fundamentalmente del crecimiento económico, rápido y sostenido,
del aumento de la producción, en definitiva, que puede lograrse
mediante un hábil manejo de la demanda agregada de la colectividad a través de las políticas fiscal y monetaria. Lo demás, la vivienda, la salud, la educación..., incluso el empleo..., serán meras consecuencias de dicho proceso..., aun cuando necesiten ser instrumentadas, como algo complementario, mediante políticas concretas. Políticas que, incluso a veces, adquirirán un carácter vergonzante. Se hablaba de desarrollo económico y (luego) social. Las
políticas sociales venían a ser —muchas veces— como las hermanas pobres de las políticas económicas. Políticas «blandas», llenas
de hermosura moral, pero despojadas de un ropaje científico y
una trabazón sólida y consistente. Eran otra cosa. Pero como Benjamín Higgins señalaba, no hay ninguna razón seria, de carácter
técnico, que justifique la distinción entre políticas económicas y
sociales, salvo la dependencia de diferentes departamentos ministeriales o su asignación a unos organismos u otros, dentro del sistema de Naciones Unidas, etc. (13).
A estas alturas, posiblemente en «lo social» puede estar la clave
de muchos problemas actuales (14), y se necesiten reinvertir no
pocos procesos políticos (15), pero sin olvidar que los procesos
de distribución y producción están estrechamente interrelaciona(13) B. HlGGINS (1970): Desarrollo Económico, Gredos, Madrid.
(14) Ver CEBS (1985): Acción Social y Crisis Económica, Marsiega, Madrid.
(15) Ver A. GARCÍA LIZANA (1982): Crisis, política económica y participación,
Universidad de Málaga, Málaga.
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dos (16), por lo que tampoco debe perderse de vista que la mejora
de las condiciones de vida para todos exige ir más allá de lo mera­
mente paliativo, pero también de lo simplemente preventivo, bus­
cando incidir en la propia estructura del proceso productivo-distributivo-consuntivo, como un todo, intentando buscar las causas
más profundas de los problemas. Así las cosas, políticas puntuales
deslavazadas (aunque puedan disfrazarse pomposamente con
nombres diversos) no sólo no permiten definir sólidamente lo que
pueda ser un Estado del Bienestar, sino que incluso podrían estar
contribuyendo simplemente a una reproducción de los problemas.
(16) Ver G. Ruiz (1982): Igualdad humana y realidad económica, Pirámide,
Madrid.
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