YA NO HABÍA VUELTO a pensar en la Ciudad Invisible. O quizás

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YA NO HABÍA VUELTO a pensar en la Ciudad Invisible. O quizás, sólo en sueños.
Y entonces, hace unas semanas, recibí un sobre sin remitente que contenía la copia de un largo
documento manuscrito cuya letra ondulada, una elegante sucesión de curvas y lazos, llamó
enseguida mi atención. Al hacer una primera y lenta incursión, pues no estoy acostumbrado a la
caligrafía, me di cuenta de que se trataba de una suerte de memorias de un arquitecto del siglo
XVIII, un tal Andrea Roselli. Están escritas en italiano y llevan un título que no puedo asegurar
que sea de la misma mano que el resto del texto: Memorial de la Ciudad Invisible. Dios mío, ¡la
Ciudad Invisible! Una llamarada ilumina en el recuerdo la primera vez que oí pronunciar esas
palabras.
Íbamos a jugar a la Pedrera, el colosal zarpazo abierto en la colina que desde la sierra del
Montsià se asoma indecisa al mar, a la bahía. Correteábamos empequeñecidos entre las rocas y
las regueras de tierra limosa y nos deteníamos en los charcales húmedos, verdosos, enfangados,
donde recogíamos arcilla con las manos para transformarla en piezas de mueca bestial. A veces,
alguien del grupo resbalaba barrizal abajo y si no se partía el espinazo en ese preciso momento,
por lo menos su abrigo se volvía de color óxido.
—Hemos encontrado otra entrada a la Ciudad Invisible —saltaba uno.
—¡No! Con estas rocas se tenía que construir la Ciudad Invisible, pero al final las lanzaron al
mar, hicieron el puerto.
—¡Mentira! La Ciudad Invisible existe. Mi hermano me ha dicho que una vez unos amigos de
unos amigos suyos la encontraron: está debajo del pueblo, y hay un túnel que va desde el Palacio
del Canal hasta la plaza, y otro que...
—¡Eso son patrañas!
—¡Imbécil! —Y volaba una informe masa arcillosa en dirección a la cara del incrédulo, que de
esta forma se sumaba a la tropa sin volver a poner palos en las ruedas.
—A mí el profesor me ha enseñado los planos de la Ciudad Invisible —dijo en voz baja el hijo
del farmacéutico, las gafas pringosas y descompensadas como si fueran la balanza que venía
cada año por las ferias.
Al llegar a casa, le repetí la afirmación a mi abuelo, que levantó la mirada de la quiniela el
tiempo justo para indicarme:
—Si me vuelves a hablar de la Ciudad Invisible se te ha acabado ir a jugar con esos amigotes.
¡No tuviste suficiente con lo del canal!
Y en casa no volví a hablar de la Ciudad Invisible, aunque con la pandilla continuásemos
encontrando indicios de su existencia, o de su desaparición. Con el tiempo he sabido que
solamente existe lo que se pierde, sean ciudades o amores o padres.
Como un día en que nos alejamos a pie por la playa en dirección sur, hacia los roquedales y las
grutas, contraviniendo la normativa familiar, y, hurgando bajo la hojarasca de un palmeral, detrás
del baile de manos de una higuera, descubrimos la boca de una cueva en la que no pudimos
adentrarnos más de una docena de metros, prueba suficiente para llegar a la certeza de que se
trataba de otro de los accesos a la Ciudad Invisible, la entrada del pasadizo que conducía desde la
playa hasta la Casa del Huerto del Rey, nunca construida o quizás demolida, quién sabe, todo eso
había sucedido en tiempos del Rey, la era ignota.
Y también debía de llegar hasta el Palacio del Canal, donde Jonàs y yo desvelamos el gran
hallazgo de la Ciudad Invisible. Atravesábamos el canal que separa el barrio marinero de los
arrozales y avanzábamos entre paredes de piedra calcárea, blanca, de ladrillos de un pálido color
naranja. Los muros eran ciclópeos o nosotros enanos. Seguíamos por el borde del canal hasta
llegar a un lugar donde la tierra se combaba en una panza disimulada por los matorrales y el
cañaveral. De la oquedad agrietada emergían ramas de higuera, de palmera, de agave, que
esquivábamos para adentrarnos en el vientre del mundo: descendíamos por las aberturas de la
bóveda que cubría un almacén escondido por la vegetación, construido en paralelo al trazado del
canal. Metros y metros de silencio opaco, denso, sólo los rayos de luz que filtraba el follaje de
los árboles que habían reventado algunos tramos del techo.
El descubrimiento se difundió con ecos de misterio entre nuestros compañeros y empezó a correr
el rumor de la Ciudad Invisible. Jonàs y yo acompañábamos uno por uno a los elegidos a
conocer aquella guarida de proporciones descomunales, formidable nave abandonada. Y crecía la
leyenda: durante la guerra construían y escondían aviones; no está claro, decía otro: aquí se
hacían los barcos que iban a América; nacían los pasadizos kilométricos que unían los puntos
principales de la Ciudad Invisible.
Las galerías casi subterráneas yacían a los pies del elegante edificio de aduanas, de estilo
neoclásico, que presidía el recinto, también ruinoso y olvidado, bella imagen de un sueño
desbaratado antes de llegar a ser una realidad. Jugábamos en las ruinas de un sueño.
En los días de lluvia, cuando se hacía imposible jugar al fútbol en la calle, reuníamos a los
elegidos y corríamos hacia la Ciudad Invisible, donde nuestros gritos y los golpes de la pelota
contra las paredes y los pilares resonaban en la penumbra como en una escena bestial,
cavernaria. En ocasiones, una vez consumida la tarde, para ganar tiempo a la hora de volver a
casa desatábamos el pontón que un pescador tenía amarrado cerca y dejábamos que la barca se
deslizase canal abajo con toda la tropa dentro, enmudecida por el cansancio. Al llegar a la orilla
del mar, a las aguas poco profundas de la bahía, la escondíamos en el cañizal y supongo que en
uno u otro momento el marinero acababa por encontrarla.
Pero un día el dueño se dio cuenta y nos descubrió. Las familias se espantaron e, indagando, lo
descubrieron todo; desde entonces quedó prohibido acercarse al Palacio del Canal, y de este
modo nuestra hermandad se quedó sin su signo de identidad, sin su feudo, aunque sin perder por
ello el halo de misterio que la había envuelto; al contrario, sólo con pronunciar las palabras
secretas se dibujaba en nuestra mente un contorno prometedor y amenazante. El Palacio del
Canal. La Ciudad Invisible.
¿Por qué no continuamos explorando? ¿Por qué el profesor no nos enseñó el mapa o el plano que
el hijo del farmacéutico decía haber visto? ¿Por qué los mayores callaban o nos obligaban a
callar? Al final, el tiempo volvió a realizar su silenciosa labor, la que opera a través de las
generaciones: llega una edad en que aquello que se había enseñoreado de tus días en forma de
miedo o de desasosiego o de deleite se desvanece y se desploma hacia el territorio de los sueños.
Donde pervive.
En la adolescencia ya sólo me acordaba cuando me zambullía en el mar. Al compás de las
brazadas, cavilaba planes para volver a rastrear los vestigios de la Ciudad Invisible, pero al
acabar, ya fuera del agua, me olvidaba o quizás lo dejaba porque me daba vergüenza persistir en
aquel juego de chiquillos.
De vez en cuando, mi propio abuelo, o mi madre o las tías, o un maestro, después de advertirnos
que no frecuentásemos la Pedrera o los silos soterrados del Palacio del Canal o una cala alejada,
añadían entre murmullos: «Claro, el Huerto del Rey», «Sí, la Playa del Rey», «Allá en la Casa
del Rey». Como si fuera una letanía, como una palabra que tampoco ellos entendían y cuyo
significado habían dejado de buscar muchos años atrás. ¿Qué rey y qué ciudad, en un pueblo
costero lleno de vida pero ajeno a los grandes episodios de la historia, sin rastro del pasado? Si
nosotros más bien parecíamos los sin rey y sin nada.
ALGUNOS AÑOS MÁS TARDE, Armand Coll se reía por los pasillos luminosos y gélidos del
colegio, el latigazo escurridizo del viento silbando entre el griterío adolescente, cuando sin venir
a cuento comencé a hablarle de la Ciudad Invisible.
Conocí a Armand el día de mi llegada al internado. Yo tenía doce años y mi abuelo y mi madre
me acababan de dejar en la puerta de un severo edificio que imitaba El Escorial, antes de
volverse al pueblo. El colegio estaba construido en una de las colinas que circundan la capital
regional y sede episcopal, Tortosa. Lejos de las familiares calles de Sant Carles, que a partir de
ahora tan sólo visitaría los fines de semana, y más lejos aún de la Ciudad Invisible, desvanecido
gigante de la infancia. Me había quedado a solas con la tarde callada y el cielo goloso, pero
afortunadamente no sabía lo que un muchacho todavía no puede saber: que crecerá y tendrá
nuevos amigos, jugará a fútbol, aprenderá la tabla periódica y las declinaciones latinas, viajará y
se enamorará, mas con todo correrá el peligro de estar solo para siempre, de despertarse una
noche tumultuosa en una ciudad desconocida, con un cuerpo joven yaciendo a pocos centímetros
del suyo y, no obstante, sentirá que está solo y se recordará a sí mismo solo frente a la puerta del
colegio aquella tarde del verano extinguido.
Pero ese día de septiembre, las alargadas nubes rojizas anunciando ventisca en la montaña,
mientras disimulaba ante la puerta del edificio inabarcable y me esforzaba en no saber lo que aún
no debía saber, Armand Coll cruzó por delante de la portalada botando una pelota de baloncesto,
como si no se diera cuenta de mi presencia; y cuando casi había salido de mi campo visual, se
detuvo, sujetó un momento la bola, la hizo botar una vez más, me la lanzó con fuerza y señaló
una canasta.
—Vamos, ¡te reto a un veintiuno! —gritó, inapelable. Y también incomprensible: la moda del
baloncesto no pasaba de ser incipiente en el pueblo y yo desconocía lo que era un veintiuno.
Coll se convertiría en mi guía por aquel palacio de arquitectura cartesiana, por la solemnidad
vacía de los grandes pabellones. Él era mayor y, por el hecho de pertenecer al denominado
Seminario Menor, una institución alojada en el mismo edificio que el colegio, tenía cierta mano
para facilitar que me librara de las consecuencias de alguna de las fechorías colectivas, no
infrecuentes en el internado.
En una ocasión, los de mi curso accedimos al desván que formaban las dos aguas del tejado,
justo sobre la sala donde dormíamos la treintena de bestezuelas que parecían despertarse tan
pronto como se apagaban las luces para hacer un experimento incendiario consistente en prender
fuego a la emisión gaseosa de un insecticida. Con la llamarada, nuestras caras se iluminaban
maravilladas. Y todo fue como una seda hasta que uno de los pequeños canallas pisó mal y, en
vez de poner el pie en la viga, como debía, lo puso en el suelo de cañizo que hacía de falso techo
de la habitación comunitaria y a punto estuvo de bajar un piso entero por la vía directa. El
revuelo fue de los gordos. Recuerdo la sala de profesores donde nos hacían pasar uno a uno para
que confesáramos los detalles de la insurrección.
Y eso que aún no habíamos llegado al extremo de sujetar y zarandear cabeza abajo desde la
ventana del primer piso a uno de los compañeros más brillantes de la promoción. Era valenciano
y se sabía todos los detalles del itinerario seguido por Aníbal y sus elefantes para atravesar los
Alpes y plantarse ante las puertas de Roma; conocía las causas exactas del desmoronamiento de
los ejércitos napoleónicos tras la inenarrable batalla de Borodino, cerca ya de Moscú; y las
escaramuzas más truculentas de nuestras guerras carlistas. Quizás por esto último lo apodamos el
Tigre del Maestrazgo, a pesar de sus maneras suaves y afables. Pero aquel día el Tigre colgaba
cabeza abajo, con tan mala fortuna que la boca y los brazos podían divisarse desde el interior del
aula situada en la planta inferior, donde el director del colegio examinaba de Química en ese
mismo momento. El Tigre braceaba indómito y profería una variada gama de tacos, blasfemias y
amenazas, hasta que de golpe enmudeció: se había encontrado cara a cara, si bien en inferioridad
de condiciones, con la mirada entre conminatoria y asustada del director. Justo cuando lo
habíamos vuelto a izar al interior de la habitación, ya casi lívido y sin ganas de continuar
renegando, apareció por la puerta, primero rojo de cólera y seguidamente a punto de lipotimia, la
figura vociferante y temblorosa del máximo responsable de la institución.
De aquélla difícilmente hubiéramos salido sin la intervención atenuante del seminarista Armand.
Y debía de ser por la época en que, sin venir a cuento, le mencioné la Ciudad Invisible de mis
juegos infantiles:
—Vuestra Ciudad Invisible, o la parte que no os habéis inventado, se esconde tras los pocos
vestigios que quedan de la Real Ciudad de Carlos III. Es decir, Sant Carles. La Ràpita, como
decís. ¡Sant Carles de la Ràpita! —exclamó entre risas Armand Coll.
—El Rey, claro. Pero ¿qué tiene que ver?
—Es un misterio histórico: lo que queda es como si de un inmenso mosaico sólo pudiéramos ver
unas cuantas teselas, y además dispersas, y tuviéramos que adivinar el resto. ¡Vía libre a la
imaginación!
—No sé de qué hablas, pero quizás tenga algo que ver con la Ciudad Invisible.
Armand se rió de mi insolencia, como siempre; yo jugaba a fingirme más ignorante de lo que en
realidad era y él jugaba a creerse más magistral de lo que le correspondía. De esta manera nos
íbamos alejando del bullicio y, sin que me diera cuenta, entusiasmado por sus explicaciones,
penetramos en el área del seminario vetada a los colegiales como yo. Pero parecía que Armand
no se percatara, a pesar de que los otros seminaristas que lo saludaban me miraban con cara de
extrañeza. Y así llegamos a su estudio, caldeado por una estufa, y con el hornillo a punto para
calentar la leche o el agua para el té.
Bebimos un poco y entonces mi amigo comenzó a buscar volúmenes enciclopédicos que
hablasen del siglo XVIII, de la Ilustración, del reinado de Carlos III, de su ministro
Floridablanca, del arquitecto e ingeniero Sabatini. Buscaba una página y me la leía en voz alta, o
me pasaba el libro abierto por una entrada determinada mientras él se dedicaba a localizar otra. Y
al acabar, ya hablaba como si fuera uno de aquellos libros.
—En resumen: hace doscientos años, Carlos III, llegado de Nápoles, donde había reinado en
razón de la herencia de su madre, Isabel de Farnesio, y rey de España al morir su hermano
Fernando VI, proyectó sobre el territorio español un ambicioso plan de obras públicas, un
aspecto más de su ideal ilustrado. Algunas de sus obras fueron llevadas a buen puerto y otras se
quedaron por el camino, entre ellas la construcción de una nueva ciudad al final del Ebro que
tenía que favorecer el desarrollo del interior peninsular que riega este río e impulsar el comercio
con América de una zona importante del país hasta entonces excluida de ese negocio... Para todo
ello, además, era necesario construir un canal que comunicase el Ebro con el mar de una manera
controlada...
—¿Y qué pasó?
—Lo que te decía, Sant Carles de la Ràpita constituye un misterio de los proyectos ilustrados
fallidos. Ideada como una nueva y gran ciudad, hay un momento en que el proyecto se detiene,
no se sabe muy bien por qué, y lo que aún no era una realidad se convirtió en poco tiempo en una
ruina. La ruina donde tú y tus amigos jugabais y hacíais volar la imaginación. Pero queda poca
cosa: el trazado urbanístico de una parte del pueblo; la enorme plaza porticada, al estilo del Real
Sitio de Aranjuez, que da perfecta idea de la dimensión del proyecto; el canal, que parece que no
acabó de funcionar, y las construcciones portuarias; la Iglesia Nueva, que es un magnífico
templo neoclásico inacabado...
—Es decir, que la Ciudad Invisible existe, no nos inventamos gran cosa... —afirmo, no sé si
reconfortado o desencantado, como si me despertara de un hechizo.
—Lo más sorprendente de todo es que apenas haya quedado memoria popular de lo que pasó —
elucubra Armand—. Piensa que tan sólo estamos hablando de los bisabuelos de tus bisabuelos,
no tiene sentido que nada haya perdurado entre la población, aunque sea muy transformado, muy
distorsionado.
Fue entonces cuando le hablé de los comentarios que hacían los mayores en voz baja después de
habernos advertido que nos alejáramos: el Huerto del Rey, la Casa del Rey, el Palacio del Canal,
la Playa del Rey.
—Esto podría constituir una pista. No lo sé. Los que se quedaron una vez suspendidas las obras
eran los más desinformados, los obreros, mientras que los arquitectos, responsables, delegados,
ingenieros, etc., se marcharon. Y hasta hoy, únicamente se ha conservado un eco mitificado, o ni
eso, un rastro de palabras y de rumores que parecen carecer de sentido.
A PESAR DE QUE LOS INTERNOS sólo podíamos abandonar el colegio entre semana en
casos excepcionales, Armand me conseguía un permiso para que pudiera acompañarlo un par de
veces al mes a una filatelia de la ciudad adonde se acercaba para adquirir las últimas novedades
destinadas a su colección de sellos, que comenzaba a ser impactante. Aquel día, cuando
empujamos la puerta al unísono, tintineó como siempre la campanilla e ingresamos en el cálido
espacio del establecimiento, enmoquetado, de paredes claras y armarios de madera. El dueño se
llevó las gafas hasta la punta de la nariz mientras la figura ligera, bellísima, de su hija se
escabullía detrás de él, como un ciervo, hacia la trastienda. El aire parecía electrizado,
expectante, habitado por el perfume de la chica. El hombre introdujo en un pequeño sobre de
papel de cebolla, con la ayuda de unas pinzas bien pulidas, los sellos encargados por mi amigo.
Y fue entonces cuando el filatélico me miró socarrón y me dijo:
—¿Sabes que tengo un plano de la Ciudad Invisible?
Lo miré sin comprender.
—Tu amigo me ha contado que llamáis así a las ruinas de Sant Carles. ¿Lo quieres ver?
Sin esperar a que le contestara, desapareció, para volver al cabo de un minuto con una carpeta
enorme, desatar las cintas y abrirla encima del mostrador. En la lámina que nos mostró reconocí
enseguida la silueta de la bahía de los Alfaques, la Punta de la Banya, y el filatélico iba
señalando y explicando el resto de detalles: el trazado del Canal de Navegación desde el río hasta
la ciudad proyectada, la batería defensiva junto al puerto, la gran plaza rematada en forma de
herradura... En ese momento la chica volvió a salir de la trastienda, esta vez con el cabello
recogido en una cola, la piel blanquísima, los ojos húmedos, los labios amplios y rosados, de un
tono pálido, el andar altivo, y la campanilla tintineó mientras ella se perdía en la calle y nos
dejaba con el perfume de limón, con el dolor que me causaba no haber sido capaz de preguntarle
su nombre siquiera, no haber sido capaz de hacerme visible, como si el mundo entero hubiera
desfilado parsimoniosamente ante mí y nadie hubiera hecho la mínima demostración de haberme
visto.
Cuando recuperé el dominio de mis sentidos, el señor se había vuelto a calar las gafas y cerraba
la carpeta que contenía el plano del sueño, de lo imposible. Me miró un poco contrariado y
pesqué tan sólo una palabra de lo que le decía a Armand, un nombre que escuché por primera
vez y que el seminarista no debía de juzgar importante para nuestras pesquisas, ya que no lo
mencionó más: Tiepolo. Giambattista Tiepolo.
Eso es todo. No volví nunca más a la filatelia, que hace ya años que dejó de existir, ni he vuelto a
ver a la chica, que quizás exista en algún lugar y quizás conserve aquella belleza que me dejó
herido. Ariadna aún no había aparecido.
En aquellos días, las conversaciones con Armand habían avivado mi interés por la Ciudad
Invisible, pero de una manera muy diferente a como había encendido mi fascinación infantil.
Casi a la inversa. De niño había estado en la Ciudad Invisible, la hice mía; había corrido y
gritado, la había poseído, mientras que ahora me aproximaba a ella desde lejos, daba vueltas
elípticas como si fuera un satélite en la órbita de un planeta desconocido: leyendo artículos y
libros que me devolviesen el ambiente político, cultural, artístico en que había germinado la idea
de fundar una ciudad desde cero; buscando precedentes y equivalentes; analizando por qué
escogieron ese lugar y no otro; tratando de conocer a las figuras que habían intervenido;
rastreando cualquier referencia en la historiografía.
Una calentura de la cual también participaba el Tigre, ya rehecho del episodio de la ventana, y
eufórico al comprobar que no era el único habitante de la rama histórica. Le recuerdo en los
últimos tiempos del colegio, paseando los dos por el exterior abruptamente ajardinado, bajo la
noche que nos envolvía y nos invitaba al futuro cercano e inédito de la universidad. El Tigre,
cigarrillo en los labios, la mandíbula pronunciada, las pupilas ocultas debajo de unas cuadradas
gafas de miope, el pecho hundido, se apasionaba relatándome el Motín de Esquilache, los
avatares hispano-británicos de Menorca, la figura única del peruano Pablo de Olavide. Y se daba
un fenómeno curioso: todo, en los libros y en las explicaciones de Armand o del Tigre, era de lo
más elocuente hasta que nos acercábamos demasiado al asunto concreto de Sant Carles. Entonces
se sucedía la parálisis, el espejismo, la ausencia de documentos o de noticias, el silencio
histórico. Me imagino que esta aproximación fracasada, mi interés defraudado, debía de ser la
causa de que progresivamente me desentendiera o me apartara, o que otras fijaciones acabasen
dominando mi tiempo y mi mente.
De aquellos últimos paseos nocturnos con el Tigre, terreno abonado para la confidencia, me
vuelve ahora una pregunta que quedó en el aire, como un relámpago entrevisto y enseguida
olvidado en medio de una noche plácida: «¿Y no has tenido nunca interés en averiguar quién
pudo ser tu padre?»
PERO ESO FUE mucho más tarde. Desde aquel primer día en que Armand y yo nos
encontramos en la puerta del colegio, se convirtió en el hermano mayor que no había tenido. Con
él a mi lado encontré una salida al maremágnum de la adolescencia: el sol que incendia el mar de
la aurora, un valle silencioso dominado por los pinos, la cima ganada tras caminar seis horas, la
fuerza de un torrente que golpea tus piernas al cruzarlo, el canto común que se eleva en la noche
llena de estrellas. Soy pez, soy ave, soy gacela. Soy hijo del viento, de Dios. Toda esa energía
exaltada de mi pubertad tiene a Armand cerca. Gracias a la protección con que me obsequió
desde el principio, conocí el calor familiar que parecían negarme las gélidas paredes del
encumbrado edificio, los cristales de las mil ventanas que vibraban con el nocturno mistral de
desconsolado aullido.
Una buena paradoja, ya que en casa, en el pueblo, yo no sabía lo que era el calor familiar. Estaba
acostumbrado a la ternura de mis tías y a los cariños de mis vecinas, siempre rodeado de mujeres
dispuestas a hacerme pasteles de requesón, boniatos al horno o zumo de granadas, como si una
conspiración silenciosa se hubiera puesto en marcha para que yo no me diera cuenta de lo que
pasaba. Mientras mi madre reemplazaba cualquier respuesta a mis preguntas con una retahíla de
instrucciones interminables, como si siempre fuera urgente acabar alguna tarea pendiente a cuyo
final siempre surgía otra o se acababa el día, y no llegara nunca la hora de detenerse a reflexionar
si había algo mejor que hacer o incluso si era posible no hacer nada, si era posible contemplar las
nubes o la cara de tu hijo que te mira. Y por otra parte, la presencia de mi abuelo en el mundo
parecía exclusivamente justificada por la misión de advertir, sin casi llegar a pronunciarlas, las
normas que debían regir la existencia, emanadas de unos principios que se podían resumir de la
siguiente forma: las cosas son como son y han de continuar siendo así. Unos y otros, en cualquier
caso, tardarían en revelarme la causa de los silencios, de la frialdad, de la severidad. Y cuando se
decidieron, ya no me hacía ninguna falta.
Muchos años antes, tantos como yo tenía, a finales de agosto de un verano extrañamente
lluvioso, mi madre se había desmayado detrás del mostrador de la vinatería familiar, donde
ayudaba a su padre desde que una enfermedad fulminante se había llevado a su madre, chica a
punto de comenzar un bachillerato que se le escaparía sin remedio. Era el temor popular del
momento para los padres con una hija joven: que «la dejasen» embarazada. En este caso, la
familia, que constaba de padre e hija, se amuralló y decidió que llevaría el estigma en solitario.
Imposible localizar al forastero francés, o quizás belga —con esta vaguedad me fue llegando la
música—, que había bailado en la playa con la chica una noche de agosto. [...]
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