el hombre del agujero

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EL HOMBRE DEL
AGUJERO
LARRY NIVEN
***
Larry Niven es un escritor que siempre aporta nueva y
consistente vida a los temas habituales de la ciencia ficción. En
este relato –titulado The Hole Man –, por ejemplo, se incluye la
aventura de un equipo explorador de Marte que descubre la
estructura de algo extrahumano abandonado mucho tiempo
atrás. Nada sorprendente hay en eso, dirán ustedes. He aquí lo
que el capitán Childrey tiene que decir al respecto.
***
Un día Marte volará.
Andrew Lear dice que todo comenzará con violentos terremotos para terminar horas o días después. De
todos modos, el fin será súbito. Él sabrá. Y suya ha de ser la culpa.
Lear dice también que lo que suceda puede ser cuestión de años o de centurias. De modo que en eso
estamos, Lear y el resto de nosotros. Estudiamos la base de operaciones extrahumana para ver qué puede
decirnos, mientras el centro del mundo en que nos hallamos desaparece gradualmente. La cosa es
suficiente para provocarnos pesadillas.
Fue Lear quien halló la base no humana.
Llegamos a Marte. Éramos catorce en el apiñado recinto acondicionado para respirar y vivir de la nave
Percival Lowell. Dábamos vueltas en círculo, siguiendo una órbita y, sin prisas, corregíamos nuestros
mapas mientras buscábamos algo que treinta años de exploraciones con los Mariner hubiesen podido
pasar por alto.
Entre otras cosas, señalábamos los mascones. Esas concentraciones de masa bajo el lunarmaria habían
sido casi seguramente causadas por asteroides de gran tamaño; por montañas de roca que cayeron
silenciosamente del cielo hasta llegar al suelo con la energía de miles de bombas nucleares. Marte ha
venido cruzando hasta ahora un cinturón de asteroides. Y eso, desde los últimos cuatro billones de años.
Acaso su superficie muestre mayores y mejores mascones. Podrían afectar nuestras órbitas.
Andrew Lear trabajaba sin descanso y estudiaba continuamente la aguja que iba haciendo sus marcas
sobre el papel diseñado a propósito, mientras circundábamos Marte. Un pequeño aparato a un costado del
Percival Lowell daba vueltas. Dentro de su delgada caparazón había un sistema de pesas con doble
palanca engañosamente simple. Se trataba de un detector de masas situadas ante la nave. La aguja
registraba sus oscilaciones.
Cuando pasábamos por encima de Sirbonis Palus, la aguja comenzó a señalar extrañas curvas.
Otro hombre hubiese soltado una maldición y tratado de arreglar el aparato. Andrew Lear reflexionó y por
fin movió el mando que interrumpía la rotación del aparato exterior.
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Tenía que dar vueltas para señalar una masa estática.
Pero lo que ahora enviaba eran simples ondas sinoidales.
Lear salió disparado hacia el lugar en que se hallaba el capitán Childrey
Bueno, «disparado» es un modo de decir. Su carrera se parecía más bien a una exhibición de atletismo en
trapecio. Se agarraba a las manecillas que sobresalían de las paredes de la nave espacial, ayudándose con
violentos movimientos de las manos y los pies. Moverse con rapidez es difícil cuando no hay gravedad y
Lear era un astrofísico de cuarenta años, no un atleta. Al llegar a la cabina de control respiraba con
dificultad.
Childrey, que si era un atleta, esperó a que Lear recobrase el aliento, mientras le contemplaba con sonrisa
paciente y un poco desdeñosa.
Hacía tiempo que tenía a Lear por algo chiflado y las palabras de éste sirvieron para remachar su idea.
–¿Qué, hay señales dadas por la gravedad? Doctor Lear, ¿me hará usted el favor de no molestarme con
sus ridículas ideas? Estoy ocupado.
Sus palabras no eran enteramente descorteses: algunos de los entusiasmos de Lear eran peculiares.
Hablaba de generadores de gravedad y de agujeros negros; pensaba que era preciso buscar las esferas
Dyson, que eran estrellas completamente encerradas en un caparazón artificial; sostenía que masa e
inercia eran dos cosas diferentes; que era posible extraer la inercia de una nave espacial y así acentuar la
velocidad de vuelo, etcétera. Era un soñador de ojos abiertos y cuando se excitaba tenía tendencia a vagar
en torno a los puntos concretos.
–Usted no entiende –le explicó a Childrey –, la radiación de la gravedad es más difícil de eliminar que las
ondas electromagnéticas. El modelo de las ondas de gravedad sería fácil de detectar. Las civilizaciones
más avanzadas de la galaxia se están acaso comunicando mediante la gravedad. Algunas de ellas incluso
modulan tal vez pulsars o estrellas de neutrón rotativo. Es en ese sentido que el Proyecto Ozma estaba
equivocado: de acuerdo con el proyecto sólo se han venido buscando señales en el espectro
electromagnético.
–Childrey soltó la carcajada.
–Por cierto. Sus amiguitos están empleando estrellas de neutrón para enviarle a usted mensajes. Pero ¿qué
tiene que ver eso con nosotros?
–Pues bien, mire –Lear puso ante los ojos del capitán un trozo de papel pautado que había arrancado de la
máquina –. He obtenido este registro mientras pasábamos sobre Sirbonis Palus. Mi opinión es que
debiéramos tomar tierra ahí.
–La tomaremos en Mare Címmerium, como lo sabe usted perfectamente. La unidad de descenso ya está
preparada y lista para que la ocupen mis hombres. Hemos pasado cuatro días escrutando y tomando
registros sobre esa zona, doctor Lear. Es plana y de color marrón verdoso. Al llegar la primavera, el mes
que viene, descubriremos si hay alguna forma de vida allí. Y todo el mundo lo quiere así, con excepción
de usted.
–Lear mantenía aún en la mano su papel pautado y lo apretaba contra sí como si fuese un escudo.
–Se lo pido como un favor especial: haga otro círculo sobre Sirbonis Palus.
Childrey terminó por acceder y ordenó dar otra vuelta en la misma órbita. Tal vez las ondas sinoidales le
convencieron. Tal vez no. Acaso quisiera demostrarnos a todos lo rematadamente loco que estaba Lear.
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Pero al pasar de nuevo sobre Sírbonis Palus apareció en el papel una pequeña marca circular. Y el
indicador de masa de Lear marcaba de nuevo ondas sinoidales.
Los extraterrestres se habían marchado. Durante los primeros cinco meses siempre esperábamos que
estuviesen de vuelta en cualquier momento. Todo el equipo de la base funcionaba sin pausa y a la
perfección, como si sus dueños acabasen de salir de allí.
La base tenía la forma de un plato hondo invertido. Constaba de dos pisos y carecía de ventanas. El aire
de dentro era respirable, como el de la tierra a tres millas de altura, aunque más rico en oxígeno. El aire de
Marte es mucho más inconsistente y, además, venenoso. De modo que era evidente que aquellos seres no
eran marcianos.
Los muros eran gruesos y se encontraban profundamente erosionados – Se inclinaban hacia adentro,
contra la presión interna. El techo era algo más delgado pesaba tan sólo lo suficiente para que la presión
lo soportara. Tanto los muros como el techo estaban hechos de polvo de Marte derretido a altas
temperaturas.
El sistema de calefacción aún estaba en funcionamiento, como también el de luz, que consistía en unos
puntos que daban un resplandor color rojo ladrillo. La calefacción era excesiva: algo más de diez grados
por encima de lo normal. Durante casi una semana buscamos infructuosamente los mandos para reducir
aquel calor, pero al fin pudimos encontrarlos. Estaban detrás de unos paneles cerrados herméticamente. El
sistema de aire dejó entrar verdaderos vendavales hasta que logramos controlarlo.
Pudimos extraer una serie de conclusiones sobre ellos, partiendo de los indicios que al marcharse habían
dejado. De seguro provenían de un mundo más pequeño que la tierra, el cual rotaba en torno a una estrella
insignificante y muy roja, dentro de una órbita cercana. Estaban cerca del calor porque el planeta se
hallaba inmovilizado por corrientes, lo cual le permitía presentar siempre una cara a la estrella. Los
extraterrestres debían haber desarrollado una civilización bajo una luz invariable; un día no interrumpido,
alumbrado de luz roja. Los vientos soplarían constantemente desde las fronteras que daban a la oscuridad.
Carecían de todo sentido de intimidad. Los únicos corredores que tenían puertas eran conductos de aire.
La segunda planta tenía forma hexagonal y su piso era una estructura metálica. No aislaba a quienes
estuviesen en ella de aquellos que se encontraran en la planta inferior. El sótano era un inmenso
recipiente, lleno de mercurio que lo cubría de pared a pared. Las habitaciones resultaban
extraordinariamente pequeñas y abigarradas. Como los muebles y los aparatos estaban junto a las puertas,
al principio no hacíamos sino golpearnos codos y rodillas contra ellos. Los techos estaban a menos de seis
pies de altura en ambos pisos, de modo que la mayoría de nosotros teníamos que movernos por allí
agachados, actitud que se contagió a quienes eran lo bastante bajos como para permitirse circular
derechos. Cuestión de habituarse. Pero Lear era alto y, cuando decidía ponerse rápidamente de pie, se
golpeaba a menudo la cabeza, se hallase donde se hallase.
Pensamos que debían ser de talla más baja que los humanos, pero que en otros aspectos debían parecerse
a nosotros, porque sus asientos acolchados parecían destinados a los habitantes de la tierra por su tamaño
y proporciones. Acaso fuesen sus mentes las que eran distintas.
–Ya habíamos tenido bastante con la permanencia en la nave espacial. Y ahora había que quedarse metido
en aquellos recintos estrechos y bajos. A todos se nos agriaba el carácter y nos tornábamos susceptibles.
Dos de nosotros no podíamos soportar aquello.
Lear y Childrey no parecían del mismo planeta.
Para Childrey, el orden era algo fundamental. Como la limpieza. Y hacía en esos sentidos todo lo
imaginable; tanto que lo realizado por él solo bastaría para todos. Durante los largos meses pasados a
bordo de la Percival Lowell nos obligaba a practicar ejercicios gimnásticos. Terminantemente rehusaba
aceptar que alguien omitiese sus instrucciones en la materia y renunciase a la calistenia diaria. Al fin
optamos por no discutir más con él sobre ello.
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De acuerdo. La gimnasia nos mantuvo en buena forma. Pero, ahora no podíamos llevar a cabo el
saludable ejercicio diario dando vueltas por la sala agachados.
Pasado un mes desde el momento en que llegáramos a Marte, Childrey era el único hombre totalmente
vestido que se encontraba en la base; el único que seguía desafiando aquel calor. Verle sonaba a reproche
y acaso eso era lo que Childrey quería al sacrificarse de aquel modo. Lear había sido el primero en
quitarse la camisa.
En la tierra, las costumbres de Lear no eran más que rasgos un poco caprichosos del carácter. A veces,
llevado por la prisa, se detenía a observar si sus calcetines eran iguales. No era raro tampoco que olvidara
meter sus platos en el lavavajillas durante dos o tres días. De hecho, era lo que casi siempre le sucedía
cuando estaba interesado en algún caso intrincado. Dios ayude a la mujer que trate de poner orden y
limpieza en su estudio. Si todo estaba en desorden, se disculpaba diciendo a eventuales visitas que le
gustaba vivir en una casa «donde se vivía».
Andrew Lear era un hombre brillante, pero de los que carecen de ductilidad y miran al mundo a través de
un solo ángulo. Fuera de los problemas espaciales, nada le atraía en especial. Una expedición a Marte, por
ejemplo, suponía algo que él no podía de ninguna manera pasar por alto. Un problema, porque su
desorden era un inconveniente. En estos viajes, la limpieza y el cuidado son vitales.
Por ejemplo, no se ha de dejar la «mosca» abierta en el traje espacial.
Sin embargo, un mes después del aterrizaje, Childrey cogió a Lear con la «mosca» abierta.
La «mosca» en el traje que mantiene al cuerpo a la presión adecuada es un caño blando de caucho que se
coloca mediante un dispositivo especial sobre los genitales. Lleva una vejiga y tiene una llave de
interrupción. Se ha de abrir la llave para orinar; y al término de la micción, debe cerrarse. Luego se afloja
una válvula y se evacua el contenido de la vejiga artificial en el espacio.
Se fabrican aparatos similares para las mujeres. Son un poco más complicados, pues están provistos de
una sonda, que es extraordinariamente incómoda de llevar. Supongo que quienes diseñan esos aparatos
mejorarán tarde o temprano sus modelos, porque parece injusto que se pongan obstáculos a la mitad de la
raza humana que pretende alcanzar su destino final, es decir, el que nos espera a todos nosotros.
A Lear le agradaban los largos paseos. Le gustaba enormemente el paisaje desértico de Marte, con su
cielo violeta oscuro y la suave pantalla de polvillo anaranjado que baila ante la luz. Le gustaba la línea del
horizonte, nítida y cercana. Se sentía atraído por el infinito paisaje muerto. Pero no podía dedicar mucho
tiempo a su afición, porque necesitaba llevar a cabo mucho trabajo de laboratorio dentro de la base.
Siempre que podía, permanecía ante su comunicador, destinado a entrar en contacto con seres
extraterrestres. Allí se pasaba las horas, bajo un techo muy bajo, cercano a su cabeza inclinada sobre los
aparatos, y todo lo demás llenando incómodamente la habitación de tal manera que siempre se estaba
golpeando los codos y las rodillas.
Cuando volvía cierta vez de dar un paseo se encontró con Childrey que precisamente salía a dar el suyo.
Childrey advirtió que la válvula del traje de Lear estaba abierta y que el resorte que la cerraba se
encontraba roto. Lear había permanecido varias horas fuera de la base y con ello corrido el riesgo de
desangrarse hasta morir, pues el vacío podría haberle desgarrado la carne.
Nunca supimos con exactitud lo que Childrey le dijo a Lear aquel día; pero éste penetró en la base
murmurando entre dientes y con las orejas enrojecidas. No quiso hablar con nadie del episodio.
Los psicólogos de la NASA tendrían que haber evitado que ambos hombres se embarcasen en la misma
nave y conviviesen en el mismo planeta. Sí. Ya se sabe. Hablar es fácil. Pero Lear y Childrey eran dos
hombres insustituibles. Los mejores en sus respectivas especialidades. Y gozaban, además, de la salud
óptima para emprender este tipo de viajes y sobrevivir. No faltaban, por cierto, astrofísicos tan
competentes y célebres como Lear; pero eran muchos años mayores que él. En cuanto a Childrey, tenía en
su haber mil horas de vuelo espacial. Se había encontrado entre los últimos hombres que dejaron la luna.
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En realidad, cada uno en su campo, todos nosotros éramos los hombres más competentes.
Los extraterrestres habían dejado el comunicador en funcionamiento, así como el resto del instrumental
de la base.
Debía ser algo extraordinariamente pesado, a juzgar por los pilares que había sido preciso colocarle
debajo y el gran bulto que, con el fin de darle cabida, se notaba bajo el techo.
Ni el propio Lear podía explicar por qué el comunicador estaba en el segundo piso; pero, tras estudiar
durante unos días el aparato, fue capaz de saber cómo funcionaba. En seguida envió un jubiloso mensaje
desde Marte hasta el detector de masas que se hallaba en el Lowell.
Lear instaló poco después un detector de masas junto al comunicador, haciéndolo colocar sobre una
plataforma extremadamente complicada, para prevenirlo contra toda vibración. El detector producía
ondas de puntas tan agudas que algunos de nosotros pensábamos ser capaces de sentir la radiación
gravitacional que llegaba del comunicador.
Lear estaba enamorado del cacharro.
Olvidaba comer hasta que sentía tal apetito que se lanzaba sobre la comida, devorándola con las ansias de
un lobo hambriento.
–Hay una masa muy pesada ahí –nos dijo un día, hablando con la boca llena.
Hacía dos meses que vivíamos en la base.
–La máquina usa campos electromagnéticos y vibra a altas velocidades. Mirad. –Tomó un tubo de
dentífrico y, colocándolo ante él, lo sacudió rápidamente con un movimiento vibratorio. Todos los ojos de
los presentes se volvieron hacia él a través de la mesa en zigzag dejada por los extraterrestres, la cual
estaba extraordinariamente desordenada –. ¿Veis? Ahora estoy haciendo ondas gravitacionales; pero son
demasiado groseras porque este tubo de pasta de dientes es muy gordo. De modo que la amplitud es
prácticamente cero. Esa máquina es muy amplia y pesada. Requiere una cantidad muy grande de fuerza
proveniente de algún campo para permanecer donde está.
–¿De qué fuente saldrá esa fuerza? –preguntó alguien –. ¿Del neutronio, como en el núcleo de una estrella
de neutrones?
Lear movió la cabeza mientras engullía otra cucharada de alimento.
–A esa escala el neutronio no daría seguridades de estabilidad. Personalmente pienso que se trata de un
agujero negro de quantum. Sin embargo, aún no sé cómo arreglármelas para calcular su masa.
–¿Un agujero negro de quantum? –dije yo.
Lear asintió con alegría.
–Tuve suerte. Tú sabes que yo era contrario al proyecto de viaje a Marte. Desde un punto de vista
económico, pensaba que hubiésemos logrado mucho más dedicándonos a explorar los asteroides. Entre
otras cosas, era probable que averiguásemos de ese modo si realmente había por ahí agujeros negros de
quantum. ¡Y resulta que hemos conseguido dar con uno!
–Se puso de pie, cuidando de no golpearse la cabeza–. ¡Como lo oís!
De inmediato se volvió a trabajar. Recuerdo que nos quedamos mirándonos interrogativamente a través
de la mesa en zigzag. Luego tiramos a suertes... y perdí.
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El día en que Lear olvidó cerrar su válvula, Childrey impartió una orden: Lear no podría dejar la base sin
ser escoltado.
Malo para Lear, que apreciaba muchísimo el paseo en solitario. Pero no paraba ahí la cosa. Childrey le
había dado una nomina de posibles integrantes de la escolta, que constaba de hombres en quienes él
depositaba toda su confianza, seguro de que se cuidarían escrupulosamente de que Lear no hiciese algo
que resultara peligroso para él o para los demás integrantes de la expedición. Como es natural, se trataba
en todos los casos de hombres especialmente adiestrados en las rutinas de supervivencia espacial. Pero
todos ellos se sentían más cercanos a la prolijidad de Childrey que a las extravagantes maneras de Lear, lo
cual no podía dejar de molestar a éste. Era como si el propio Childrey se hubiese autodesignado para
acompañarle.
–Vistas las circunstancias, casi no asomó más las narices fuera de la base. Ahora siempre era posible
saber dónde se hallaba.
Me dirigí al comunicador, quedándome debajo de él y mirándole a través de la reja que formaba el piso
de la segunda planta, donde él se hallaba ante el aparato.
Había terminado casi de desmantelar los paneles protectores situados en torno al comunicador de ondas
gravitacionales. Lo que podía verse dentro era una especie de computadora, con bobinas
electromagnéticas en la mayor parte de los casos y una mesa cuadrada con una serie de botones, que, –
diría, era la idea que los extraterrestres tenían de una máquina de escribir. Lear estaba tratando de
manipular un inductor sensorial magnético con el fin de averiguar si podía hallar unos cables sin tener que
arrancar la aislación.
–¿Qué ha podido sacar en limpio? –le pregunté.
–Poco que valga la pena. La aislación parece absolutamente perfecta y tengo miedo de abrirla. Vete a
saber la fuerza que hay ahí dentro, si necesita semejante protección. –Sonrió mirándome –. Te mostraré
algo.
–¿Qué?
Puso una palanca en forma de codo sobre una bandeja circular de color gris.
–Esto es un micrófono. Me llevó bastante tiempo advertirlo Aquí está Andrew Lear hablando a cualquiera
que pueda oírle. –Cerró la palanca y arrancó una tira de papel pautado del indicador de masa. En él
podían verse unas líneas anguladas que interrumpían las suaves ondas sinoidales –. Ya ves: el sonido de
mi voz enviado a través de una radiación gravitacional. Y no desaparecerá hasta que alcance los límites
del universo.
–Lear, usted mencionó unos agujeros negros de quantum hace un rato. ¿Qué es eso?
–Hum... Ya sabes lo que es un agujero negro.
–Así lo creo.
Lear nos había dado extensas clases sobre este punto durante los meses que durara el viaje del Lowell.
Cuando un astro no demasiado pesado ha agotado su combustible nuclear se transforma en una masa
blanca pequeña. Un astro más pesado –digamos ciento cuarenta y cuatro veces más pesado que el sol y
también más grande que éste –puede agotar su combustible, también. En tal caso, lo que sucede es que se
transforma en una masa de diez kilómetros de diámetro, compuesta tan sólo de neutrones aglutinados. Tal
es la materia más densa en este universo.
Pero un gran astro va más allá de eso. Cuando un astro muy macizo ha llegado al final de su carrera...
cuando el gas y la presión radiactiva de dentro ya no tienen fuerzas suficientes para preservar a las
paredes exteriores contra la propia y feroz gravedad del astro... puede destrozarse por completo hasta que
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la gravedad resulta más fuerte que cualquier otra cosa y la masa queda comprimida más allá del radio
Swarzschild. Así queda excluido del universo. Lo que entonces sucede es un enigma. El radio
Swarzschild marca las fronteras más allá de las cuales nada es capaz de contrarrestar el pozo
gravitacional. Ni siquiera puede hacerlo la luz. Todo queda engullido.
De modo que el astro se ha marchado, pero la masa permanece y se transforma en agujero sin luz perdido
en el espacio, o tal vez en otro universo.
–Un astro que se apaga puede dejar un agujero negro –dijo Lear –. Acaso haya muchos agujeros negros y
algunos muy grandes. Es posible incluso que formen verdaderas galaxias. De todos modos, lo que
importa es que tal es la única forma en que pueden formarse agujeros negros hoy.
–¿Hoy?
–Hubo un tiempo en que podían formarse agujeros negros de todos tamaños. Era durante la época anterior
al Gran Estallido, es decir, la explosión que iniciara la expansión del universo. La fuerza emanada del
Gran Estallido podría haber comprimido pequeños vórtices locales de materia más allá del radio
Swarzschild. Lo que quedó, que fue de todas maneras pequeño en tamaño, es lo que ahora llamamos
agujeros negros de quantum.
Escuché detrás de mí una risa y al volverme advertí que capitán Childrey había penetrado en el recinto. El
comunicador había impedido a Lear verlo y yo no le había oído entrar.
–¿De qué temas trascendentales estáis hablando? –preguntó.
–De un agujero negro de cuyo diámetro la masa del globo terráqueo sólo será la centésima parte. Estoy
hablando de cosas que pesan 10e-5 gramos por lo menos, una de las cuales podría hallarse en el centro del
sol.
–¡Eh!
–Sí –Lear estaba probando al capitán. No le agradaba que rieran de él –. Digamos 10e17 gramos de masa y
10e-11 centímetros de diámetro. Podría comerse unos cuantos átomos
–Bueno, al menos sabe usted dónde buscarlo –repuso Childrey –. Ahora, todo cuanto ha de hacer es
hallarlo.
Lear asintió con seriedad.
–Podría haber agujeros negros de quantum en los asteroides. Un pequeño asteroide podría capturar un
agujero negro de quantum con bastante facilidad. En especial si está cargado. Un agujero negro podría
contener una carga que...
–B... b... bien.
–Todo cuanto debiéramos hacer es localizar a un pequeño asteroide mediante el detector de masas. Si la
masa es mayor lo normal, podemos hacerla a un lado y ver si deja un agujero negro.
–Precisará usted ojos muy aguzados para ver algo tan pequeñito. Pero si lo consigue, ¿qué hará con él?
–Se ha de poner una carga en él, si es que no la tiene ya, luego manipularlo con ayuda de campos
magnéticos. Se hacer vibrar a éstos con el fin de producir radiación gravitacional. Creo poder conseguirlo
con esto –dijo Lear dando palmadas al comunicador extraterrestre.
–B. –. b. .. bien –contestó Childrey. Cuando se marchó seguía sonriendo.
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Una semana después de aquel episodio, todos en la base se referían a Lear llamándole «El hombre del
agujero». Se le consideraba un hombre que tenía un agujero negro entre ambos oídos.
Yo no había encontrado nada que fuese precisamente cómico en lo que él me narrara sobre aquel asunto.
La rica variedad del universo... Sin embargo, cuando Childrey hablaba del agujero negro en la caja de no
sé qué estudiada por Lear, hacía realmente reír a cualquiera.
Será preciso tener en cuenta algo importante: Childrey no había echado en saco roto lo que dijera Lear.
No tenía nada de tonto. Simplemente creía que Lear estaba chalado y le gustaba reír a su costa.
Entretanto, nuestro trabajo seguía adelante.
Sobre la superficie de Marte habían hondonadas cubiertas de polvo finísimo. Un material fascinador que,
de tan tenue, se movía como un aceite viscoso. Llegaba hasta las rodillas, en general. Atravesar esas
zonas no era peligroso; pero, como resultaba fatigante, lo evitábamos. Cierta vez Brace se metió en la
hondonada más cercana a la base y comenzó a introducir la mano bajo el polvillo. Decía tener una
corazonada. Al volver a la base llevaba consigo unos recipientes erosionados que parecían hechos de
algún material plástico. Los extraterrestres, por lo que se veía, usaron aquello para tirar su basura mientras
permanecieron en la base.
Al analizar los hallazgos químicamente tuvimos poca fortuna. El material de que estaban hechos era
prácticamente indestructible. Supimos algo más sobre la química de uso entre aquellos seres, aunque no
mucho.
En cuanto al resto, pudimos localizar algo en las huellas que dejaran sobre los bancos y también en el
gran lecho común. Dichas huellas contenían la mayor parte de los componentes del protoplasma; pero
Arsvey no pudo encontrar señales de DNA, lo cual, según él, no era de extrañar. Tendrían que haber otras
moléculas orgánicas que explicaran su código genético.
Los extraterrestres habían dejado tras de sí varios volúmenes con notas, escritas con caracteres que,
naturalmente, eran indescifrables; pero, al estudiar las fotografías y los diagramas, nos llevamos la gran
sorpresa. Muchas de aquellas notas se referían a temas antropológicos.
Aquellos seres habían llevado a cabo un estudio detallado de la tierra durante la primera era glacial.
Ninguno de nosotros era antropólogo, lo cual era una verdadera desventaja. Por ejemplo, no pudimos
averiguar si habían encontrado algo insólito. Lo único que pudimos hacer fue fotografiar todo el material
encontrado y radiarlo al Lowell. Algo era seguro: los extraterrestres se habían marchado de aquel lugar
hacía muchísimos años, dejando en funcionamiento sus sistemas de luz y de aireación y el comunicador
en condiciones de enviar ondas.
Pero, ¿para quiénes? ¿Para nosotros? ¿Para otros?
Había otra posibilidad. Acaso la base hubiese permanecido sin funcionar durante unos seiscientos mil
años, para ponerse nuevamente en marcha cuando, mediante algún detector, advertía que algo se
aproximaba a Marte. Pero Lear no creía en esa posibilidad.
–Si la energía hubiese sido interrumpida en el comunicador –sostuvo – la masa ya no se encontraría aquí.
Los campos energéticos han de funcionar de manera continua si se desea que la base permanezca donde
está. Haciendo un símil con nuestro sistema de proporciones, esto es más pequeño que un átomo.
De modo que el sistema energético de la base había estado en funcionamiento durante seiscientos mil
años. ¿Qué diablo podría ser aquello? ¿De dónde provenía el sistema energético? Hallamos algunos
cables y, siguiéndolos, pudimos comprobar que venían de debajo de la base. Se hundían en el polvo
marciano transformado en lava. Ni siquiera intentamos excavar. La fuente era probablemente de raíz
geofísica. El hoyo y los canales de conducción sugerían que la energía era tomada al núcleo del planeta.
Acaso los extraterrestres habían querido excavar un gran túnel para tomar elementos en el núcleo que les
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sirviesen para la experimentación. Luego habían colocado un generador que se servía de la diferencia de
temperaturas existente entre el núcleo y la superficie.
A todo esto, Lear continuaba buscando las fuentes de energía en el comunicador. Encontró el medio de
interrumpir las ondas. La masa –si es que la había – descansaba: era curioso constatar que el detector de
masas marcaba ahora una línea recta y no las ondas muy quebradas de antes.
Carecíamos del equipo necesario para sacar partido de aquellas riquezas científicas. El que llevábamos
era el normalmente necesario para efectuar una exploración por Marte; de ninguna manera el requerido
para estudiar pruebas de una civilización procedente de otros astros. La única excepción estaba dada por
Lear. A él se le veía a sus anchas. Casi nada conseguiría arruinar su felicidad.
No sé cómo se las arregló para proseguir con su trabajo, porque se me destinó a otra tarea.
El aterrizador que tocó tierra en Marte aún tenía combustible. La NASA nos había provisto de mucho
porque el proyecto incluía un estudio de las superficies, destinado a localizar con exactitud un lugar
propio para el aterrizaje de grandes naves. Tras largas discusiones que llegaron a ser airadas, decidimos
coger el vehículo, elevarnos en él y planear por el lugar. Así llegamos a una hondonada cubierta de
finísimo polvo y dejamos que el aterrizador descendiese.
Los resultados fueron sorprendentes. El polvillo se elevó como si fuese una nube inmensa y tenue y se
alejó en el horizonte. En ese momento, la hondonada nos reveló su fondo. Que estaba literalmente
cubierto de objetos y materiales de otro mundo. Arsvey comenzó a gritar, llamando a Brace.
Afortunadamente éste no perdió la cabeza. Inclinó un poco la pequeña nave y describió una vuelta suave,
de modo que el movimiento brusco de ésta no dañara de algún modo el hallazgo.
Trabajamos horas y horas en el lugar, aunque no muy delicadamente, puesto que también en este caso nos
encontrábamos con que ninguno de nosotros poseía los conocimientos y el instrumental necesarios para
sacar pleno partido del descubrimiento. Sin embargo algo sabíamos de lo cuidadosos que han de ser los
arqueólogos e hicimos cuanto pudimos. Vestigios de agua habían tenido tiempo para transformar en
cemento parte del polvo, de modo que la estructura de algo que debió ser de mucha importancia estaba
sujeta al suelo en gran parte. Sin embargo, cogimos lo que no lo estaba, lo colocamos en unas parihuelas
y lo transportamos a la base.
Los extraterrestres no tenían por costumbre tomar baños, de modo que tuvimos que instalar una ducha en
un recinto de altos muros que ellos reservaban para llevar a cabo tareas que no comprendíamos bien.
Acaso rituales. Cuando acababa de quitarme el traje espacial y me dirigía al baño sintiéndome muy
cansado, ansiaba hallarlo desocupado.
Oí sus voces antes de verlos.
Lear hablaba a gritos.
Childrey no le imitaba del todo; pero su voz era airada a veces y otras, burlona. Estaba de pie entre dos
pilares, con las manos en la cintura. Sus blancos dientes despedían destellos blancos y su cabeza estaba
vuelta hacia arriba para poder mirar de frente a su interlocutor.
Terminó de hablar y por un momento reinó el silencio. Entonces Lear dejó escapar un sonido de fastidio y
se volvió para tocar uno de los botones del cuadro que parecía una máquina de escribir.
Childrey mostró una expresión de asombro. Se llevó rápidamente la mano a un muslo, para retirarla
enseguida ensangrentada. Miró su pierna y elevó la mirada donde se encontraba Lear. Se dispuso a hacer
una pregunta.
Pero antes de hablar se desplomó lentamente por causa de la escasa gravedad. Gracias a eso pude llegar
antes de que su cabeza tocase el suelo. Dando un tirón desgarré su ropa y me las arreglé para atarle un
pañuelo por encima de la herida, destinado a evitar la hemorragia. La herida parecía causada un punzón y
no era grande. Estaba como fruncida en la parte superior. Se hallaba a la altura de la ingle.
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Childrey quiso hablar, pero sus ojos estaban semicerrados se le veía malo. Tosió y pude ver sangre en su
boca.
Una sensación de frío me recorrió el cuerpo. ¿Cómo acertaría a hacer algo si no sabía siquiera lo que
había sucedido?
Vi una mancha de sangre en su hombro derecho y, al desgarrar la camisa del capitán, me encontré con
otra herida, muy similar a la que tenía en el muslo.
El medico acudió.
Childrey tardó una hora en morir, aunque el facultativo había abandonado toda esperanza mucho antes.
Aparte de las dos heridas que yo llegara a ver, el examen mostró que su carne estaba abierta por una línea
fina que le corría por un pulmón y seguía hasta el vientre interesándole parte de los intestinos.
La autopsia reveló; además, un pequeño orificio muy preciso que le atravesaba los huesos de la cadera.
Escudriñando el piso a la altura del lugar donde Childrey se encontraba una hora antes, encontramos una
perforación debajo mismo del comunicador. Presentaba el tamaño de una mina de lápiz y aparecía
cubierto de polvo.
–Cometí un error –dijo Lear al resto de nosotros durante la audiencia que se llevó a cabo –. Nunca debí
tocar aquel botón. Acaso interrumpí la energía que mantiene a la masa en su lugar. Cayó y el capitán
Childrey, que se hallaba en el lugar exacto, fue alcanzado.
–Los efectos seguramente le atravesaron, arrebatándole la masa.
–No, no es eso –rectificó Lear ante aquella teoría –. Yo pensaba que tenía un efecto de 10e14 gramos; pero
la suma real a de ser de 10e-6. El daño le fue causado a Childrey por una corriente que le atravesó. Podrán
ver cómo ha quedado pulverizado el material que forma el piso.
No podía sorprender a nadie que surgieran especulaciones sobre un posible asesinato.
Lear se encogió de hombros.
–¿Asesinato mediante el uso de qué arma? Childrey no creía en absoluto que hubiese allí un agujero
negro. Y tampoco lo creíais así la mayor parte de vosotros. –Esbozó una amplia sonrisa –. ¿Os imagináis
un proceso criminal por un caso como éste? Pensad en el fiscal tratando de explicar al jurado lo que él
pensaría que sucedió. Tendría que comenzar por explicar lo que es un agujero negro y luego lo que es un
agujero negro de quantum. Debería seguir exponiendo por qué no existe el arma homicida o, lo que es lo
mismo, explicar que ésta se halla en Marte. ¡Si llega hasta ahí sin recibir como respuesta la hilaridad
general, tendría que proseguir, desarrollando la tesis de que algo más pequeño que un átomo es capaz de
matar a alguien!
Pero, ¿no sabia el doctor Lear que aquel aparato era peligroso? ¿No había sido capaz de calcular su
enorme masa por las apariencias que mostraba?
Lear extendió ambas manos.
–Caballeros, no sólo estamos tratando con masas, sino también con otros parámetros. La fuerza del suelo,
por ejemplo. Podría haber calculado la masa partiendo de la cantidad de fuerza que mantiene al aparato en
su lugar; pero, ¿hubiese alguno de vosotros pensado ingenuamente que los extraterrestres acaso usaran el
sistema métrico decimal para hacer marcas en sus medidores? Aún no he podido descifrar lo que indican
éstos.
Lo conveniente hubiese sido establecer seguridades que los circuitos de energía no pudiesen cerrarse por
accidente. Lear podría haberlas omitido premeditadamente.
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–Sí; probablemente no lo tuve en cuenta. Estaba demasiado ocupado en la tarea de hallar el modo gracias
al cual eso podía funcionar.
Y así quedaron las cosas. Resultaba obvio que ningún proceso criminal tendría lugar. Ni el juez ni el
jurado estarían en condiciones de comprender de qué estaba hablando el fiscal, en el supuesto caso de que
éste llegase a explicar algo adecuadamente.
Pero un par de cosillas nunca llegaron a ser mencionadas.
Por ejemplo, las últimas palabras del capitán Childrey. Tal vez yo las repitiese si me interrogaran sobre el
punto. Aunque quizá no lo hiciera. Fueron éstas: «Muy bien. ¡Muéstreme eso! Muéstremelo o admita que
ahí no hay nada!»
Mientras la audiencia se dispersaba dije a Lear en voz baja:
–Ese ha sido sin duda el asesinato más extraño que jamás aya ocurrido.
–Si sostienes eso públicamente te demandaré por difamación –me susurró.
–¿Lo dice en serio? ¿Irá usted a explicar al jurado por qué lo que sostengo no es cierto?
–No. Me bastaría callarme.
–De todos modos, si usted ha hecho algo no saldrá impune tampoco: no se a qué se va a dedicar ahora.
¿Qué estudiará? Se le ha escapado de entre los dedos el único agujero negro que se conoce en el universo.
Lear frunció el ceño.
Tienes razón. En parte, al menos. El agujero negro ya no esta donde estaba. Pero puedo calcular su masa
partiendo de la masa del comunicador.
–Oh...
–Y también puedo ahora abrir el comunicador y ver qué hay dentro de él. Averiguar cómo lo controlaban.
Demonios, quisiera tener seis años.
–¿Qué? ¿Para qué?
Bueno.. – Aun no he conseguido medir los tiempos. Sólo puedo hacer cálculos un poco a la ligera. Por lo
tanto ignoro si dentro de unos años o dentro de unas centurias aparecerá un agujero negro entre la Tierra y
Júpiter... Y tendría que ser lo suficientemente grande como para dejarse estudiar. Creo que la aparición
podría tener lugar, más o menos, dentro de cuarenta años.
De pronto comprendí de qué estaba hablando y no supe si echarme a reír o ponerme a gritar.
.Lear, ¡usted no puede estar pensando que algo tan pequeño como eso podría tragarse a Marte!
–Oh, recuerda que es capaz de engullir cuanto se le pone a tiro. Un núcleo por aquí, un electrón por allá...
Por otra parte no necesita esperar que los átomos se le acerquen. Su gravedad es colosal y se dedica a
bombear el centro del planeta con cuya sustancia se alimenta. Cuanto más come, más fuerte se siente. Y
más grande. Si. Creo que terminará absorbiendo a Marte.
–¿Podría suceder eso en los próximos trece meses?
–¿Antes de que abandonemos Marte, dices? Hum... –Los ojos de Lear asumieron una expresión ausente –.
No lo creo, pero tendré que hacer más cálculos. Sólo puedo hacer pronósticos a la ligera...
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FIN
©Terry Carr, 1975
De Viajeros del Tiempo
Ciencia-ficción 3
Luis de Caralt Editor S. A. 1976
Edición electrónica de diaspar. Málaga Marzo de 1999
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Esta edición esta dedicada a mi ciberamigo el "Gran Igor" Cantero... etcétera, etcétera, etcétera.
Buen degustador de este autor y de las pilas alcalinas... pues.
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