SAVATER COMENTA LA GENEALOGÍA DE LA MORAL En sus

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SAVATER COMENTA LA GENEALOGÍA DE LA MORAL
En sus orígenes griegos, la moral no distinguía entre “obrar bien” y “ser feliz”, ambas
cosas se expresaban con la misma palabra (eu-pratein). La felicidad no era recompensa
o mérito, sino más bien cuestión de hado venturoso: eu-daimonía, dios propicio, buen
hado. Sócrates invierte el papel del “daimon” convirtiéndolo en la actividad negadora de
la conciencia: es feliz quien piensa, quien conoce adecuadamente, quien tiene una
conciencia ilustrada correctamente. La deliberación consciente sustituye el papel antes
desempeñado por el azar o por el dios. Por otro lado “eu-pratein” que en un principio
significaba ser dichoso, pasarlo bien y por tanto obrar bien, fue convirtiéndose en: obrar
bien y por tanto ser feliz. La virtud, que en un principio era la acción del dichoso, se
convirtió en la práctica que la conciencia adecuada dicta para llegar a ser dichoso. Pero
¿quién era el dichoso? Para los griegos, como para los antiguos germanos y
prácticamente todos los pueblos primigenios, el feliz era el noble, el poderoso, el rico.
Virtud proviene de “vir”, fuerza varonil. A partir de Sócrates y Eurípides, el pesimismo
nihilista, racionalizador y debilitador, comienza a ganar a los griegos. La virtud se va
convirtiendo cada vez más en la renuncia: renuncia a las pasiones, a las riquezas, a las
ambiciones, a lo goces predatorios del guerrero, a los honores y orgullos de la vida
pública. Los goces de la conciencia sustituyen a todos los otros y se convierten en el
único bien del sabio harapiento y descalzo, que rechaza hasta la última escudilla y bebe
agua clara en el cuenco de la mano. Pero todavía y siempre es la fuerza lo que se busca
a través de esta renuncia: el sabio cínico se compara a Hércules matador de monstruos,
ve su cayada como la maza titánica y su zurrón como la piel del león de Nemea; el
estoico, el epicúreo, son más orgullosos y altivos que el más distinguido aristócrata, al
que desprecian por sus debilidades de apasionado. Los griegos no conocieron el
resentimiento, sino distintos caminos para alcanzar la altivez y el poder.
El resentimiento fue un invento típico del sacerdote y más exactamente del sacerdote
judío: aquí encuentra Nietzsche la clave genealógica de la moral. Alejado de la guerra,
de la caza, del disfrute de las mujeres, de todas la alegrías de la energía corporal, el
sacerdote descubre en el espíritu una fuente de poder adecuada a su general impotencia;
pero para utilizarla al máximo debe realizar por medio del resentimiento una inversión
radical del Ideal ético vigente, no ya sólo de los caminos para alcanzarlo. Un estoico,
por ejemplo, renuncia a los placeres y disciplina su carne porque de este modo aspira a
tener un cuerpo más realmente fuerte que el del más feroz y disipado guerrero, pero en
modo alguno se le ocurriría elogiar como valores éticos la debilidad o la enfermedad.
En cambio,
“los judíos han sido los que, con una lógica aterradora, se han atrevido a invertir la
identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = feliz = amado de
Dios) y han mantenido con los dientes del odio más profundo (el odio de la impotencia)
esta inversión, a saber: que los únicos buenos son los miserables, los que sufren, los
abstinentes, los enfermos, los deformes” (Genealogía de la moral).
Esta es la inversión que recoge el cristianismo paulino y mezcla con las doctrinas de la
renuncia del helenismo tardío para producir el ideal abstinente, compasivo e igualitario
que ha presidido la moral occidental durante casi dos mil años. La voz del Dios
cristiano decreta: “Sólo los miserables son los buenos; los que sufren, los necesitados,
los enfermos, los deformes, son también los únicos piadosos, los únicos bendecidos por
Dios; sólo a ellos pertenecerá la beatitud. Y, al contrario, a vosotros, los que sois nobles
y poderosos, sois desde la eternidad los malos, los crueles, los ávidos, los insaciables,
los impíos, y eternamente seguiréis siendo también los reprobados, los malditos y
condenados” (Gen. Moral) Apoteosis del resentimiento: Tertuliano prometiéndoselas
muy felices cuando desde el cielo viese sufrir a los paganos en el infierno…
Acerquémonos más a la psicología del resentimiento. El resentimiento reprocha como
moralmente malo la posesión de cuanto él no posee, los dones de que carece, los riesgos
que no se atreve a correr, los placeres que sería incapaz de compartir. Es la articulación
moral de la envidia, la expresión ética de la impotencia. Como no sería capaz de quitarle
al otro lo que tiene ni de disfrutarlo, sea juventud, salud, energía, riqueza, pretende al
menos envenenarlo con sus reproches; para que esos reproches no sean puramente
particulares, los formula en leyes éticas generales y universalmente válidas y promueve
un Dios de justicia para garantizar su sanción eterna. El resentido siempre opina que le
han quitado algo y sólo se lo puede haber quitado el que lo tiene, el feliz. Es el otro el
que tiene la culpa de su miseria, quien es culpable por no ser miserable. El noble, el
fuerte, aquel que mereció ser llamado feliz, valora de manera agresivamente directa:
“Yo soy bueno –equivale a “yo soy lo que soy”- luego tú, que te me opones, que eres
mi contrario, eres malo”. En cambio el resentido valora de manera indirecta, por
negación, por reacción: “Tú eres malo, libidinoso, fuerte, rico, luego yo que carezco de
todo lo que tú tienes, soy bueno”. En el uno, la crítica es el ataque jubiloso en que se
expresa el propio ser, el apasionado querer, cuyo potente crecimiento destroza
frontalmente lo que se opone: es la tarea alegre del demoledor que niega porque se
afirma.
(F. Savater. Idea de Nietzsche, pág. 133 ss.)
LA MUERTE DE DIOS
EL LOCO. ¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió
al mercado gritando sin cesar: ¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!”. Como precisamente
estaban allí reunidos muchos que no creían en dios, sus gritos provocaron enormes
risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño?,
decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá
emigrado? - así gritaban y reían alborozadamente. El loco saltó en medio de ellos y los
traspasó con su mirada. ¿Qué a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo
hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos su asesino. Pero ¿cómo hemos podido
hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar
el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde
caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos
caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes?
¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?
¿No nos roza el soplo del espacio vació? ¿No hace más frío? ¿No viene de contiuno la
noche y cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No oímos
todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún
olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Y
nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos?
Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo
nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos?
¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza
de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros
mismos dioses para parecer dignos de ella? Nunca hubo un acto tan grande y quien nazca
después de nosotros formará parte, por mor de ese acto, de una historia más elevada que
todas las historias que hubo nunca hasta ahora. Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su
auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al
suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó. Vengo demasiado pronto -dijo
entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y
no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz
de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo, incluso después de realizados, a
fin de ser vistos y oídos. Este acto está todavía más lejos de ellos que las más lejanas
estrellas y, sin embargo son ellos los que lo han cometido. Todavía se cuenta que el loco
entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternan deo. Una
vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: ¿Pues, qué son
ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?
(La gaya ciencia)
CAMBIO DE RUMBO EN LA MORAL GRIEGA
Mientras que en todos los individuos productivos el instinto es precisamente la fuerza de
afirmación y de creación, y la conciencia la facultad de crítica y de negación, en Sócrates
es el instinto el que se hace crítico y la conciencia creadora. ¡Es una monstruosidad per
defectum! (Nacimiento de la Tragedia)
SAVATER. ETERNO RETORNO
Lo mismo que el simulacro de doctrina que es la voluntad de poder tuvo como centro el
enigma de la fuerza, ahora el enigma de la voluntad de poder se convierte a su vez en
corazón de otro simulacro doctrinal: el eterno retorno de los idéntico. Nietzsche llamó a
éste “mi pensamiento más profundo” y sin duda lo es: como hemos dicho, pertenece a un
rango diferente que el enigma de la fuerza. Pero precisamente por ello su grado de
elaboración teórica es infinitamente menor, el balbuceo y lo incoativo son características
casi forzosas del tema: al pensamiento le falta potencia estructural, al menos hoy, para
afrontar suficientemente este enigma. Si pudiésemos pensarlo del todo, el politeísmo
volvería a ser una realidad. Por ello es divertido y patético ver la facilidad con que algunos
exegetas resuelven sin resquicios ni perplejidades, ésta la más ardua cuestión, con la que se
debatió Nietzsche hasta la locura. (F. Savater. Idea de Nietzsche. Pág. 108)
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