marcelino legido, un hombre real

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MARCELINO LEGIDO
Carlos Díaz
Miembro del Instituto E. Mounier
MARCELINO LEGIDO,
UN HOMBRE REAL
M
arcelino Legido ha significado todo para mí, mis dos maestros en esta tierra han sido Emmanuel
Mounier y él. Cuando el primero murió yo tenía menos de cinco años, y ahora al morir el segundo tengo
setenta y dos. Siguen siendo dos influencias capitales, y lo serán hasta mi último aliento.
Un niño de diecisiete años descubre a un ángel que le toma en sus alas, le enseña a leer las primeras letras de
filosofía bajo una buhardilla en la Universidad de Salamanca a la sombra de don Miguel de Unamuno, y queda
tocado ya en este primer vuelo. El niño iba para lenguas clásicas, pero sobre el aire, aún tocado por el plomo, la
influencia del maestro deshizo su vuelo para volar más alto hacia la filosofía; como la paloma kantiana, aún así
tocado, volvió a su palomar en München, Alemania, año 1968. Ahí estuve otra vez con el Marcelino Legido de
los emigrantes españoles pobres de la Bundesbahn gracias a una beca de la Fundación Oriol.
Había dos Marcelinos, el que fue mi profesor irrepetible, el doctor en lenguas clásicas con una tesis doctoral sobre El Demiurgo en Platón, el que ya en Alemania entraba el primero en la Staatsbibliotek de Munich para
de allí salir el último con los ojos cegados por tanta bibliografía sobre la mesa del Señor (La Iglesia en san Pablo),
el gran intelectual, el que sabía tantos idiomas (hablaba incluso griego moderno con los emigrantes), aquel al
que Hans Küng, levantándose ante este patriarca idumeo de los humildes, saludaba con un reverente Herr Professor. Si se me permite una verdad en el marco de la hagiografía inevitable —yo no sabría hacer otra cosa— en
mi opinión ha sido el teólogo más profundo e interesante de Occidente en la segunda mitad del pasado siglo, y
desde luego el que la ha vivido hasta la locura, locura real, porque en Marcelino todo ha sido real. Sabiduría y
locura, Marcelino como lúcida ingenuidad. Un hombre real cuyas dos primeras publicaciones fueron Wir bauen
auch im Leib Christi (también nosotros construimos el cuerpo de Cristo) y un densísimo artículo de título En
torno al bien común entre los personalistas, aquellas polémicas que arrancaban de Maritain y que él desde la remota
Salamanca dorada conocía como nadie. Este era el Marcelino intelectual, aunque caminara con una cuerda a
modo de cíngulo, como arrastrado por su carterón inevitable, la mitad de su personalidad, y por norma hablase
el último, sólo y exclusivamente cuando se le pedía: él, que comía el duro pan de los pobres, se creía el más
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tonto del pueblo, o al menos yo creía que él lo creía,
aunque siempre me costó creerlo. Siendo Marcelino
el hombre de lo real, éralo también el de lo posible y
lo imposible, quién sabe.
Coincidiendo con él, en la emigración española de
entonces, finales de los sesenta, se perfilaban dos tipos
de curas-estudiantes: los demás, los que abandonaron
después y los que no (es decir: misa a las monjitas,
cuello duro y conciertos en la Hörersaal traducidos
luego en tesis de derecho canónico con elevadísimo
futuro eclesiástico) y —además de esos demás— pasaba por allí un tal Marcelino Legido López: olor a
pobre, vestimenta remendada a la enésima, formación
de militantes en la escuela de la justicia, y eucaristía al
inicio de la noche, ya derrengado y casi en solitario,
entre los cubos de la basura de aquella torre en la que
vivía por opción propia. Para los obreros en realidad
Marcelino no pasaba de ser en el fondo otra cosa
que el chico de los recados, pues ellos no veían sus
varices ni su cuerpo desgastado lavando sus pies con
una apabullante servicialidad.
¡Esas torres de puro Babel, estratificadas lingüísticamente por turcos, españoles, griegos, alemanes,
polacos y demás emigrantes! ¡Había que haber visto a
aquellas pobres prostitutas que intentaban colarse por
alguna empinada ventana para satisfacer el hambre
hormonal de los dos veces pobres, como los llamaba
Marcelino! Más que para contar, es para haber sido
visto y vivido, como lo vivían junto a él Luis Blanco
y unos pocos más. Alguien debería escribirlo y describirlo.
Marcelino regresó de Alemania a España tocado
aunque con la segunda Tesis Doctoral concluida,
pues las cosas no le salieron bien por muchas razones,
bastando con una: porque es imposible salir airoso
en la tierra. Extenuado físicamente, con intensísimos
dolores de cabeza, viendo a los militantes a los que
él enseñó a leer la justicia convertidos a su regreso a
España en «grises» orangutanes con porras golpeadoras sobre el lomo de los sin trabajo, hubo de reposar
contra su voluntad en el Cubo de don Sancho en la
casa de su hermana —su principio de realidad— porque Marcelino no era capaz de leer nada relativo a los
signos de su propio cuerpo.
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Tan identificado como lo estaba con el cuerpo
de Cristo —que es la Iglesia, sí, pero no siempre la
Curia, ni los cristianos de a pie tan «inocentes», paja
en el ojo ajeno—, ya superada aquella situación valetudinaria, tuvo que litigar después, con don Mauro,
el obispo de Salamanca, y con las propiedades agrarias que la Iglesia salmantina administraba de modo
feudal a costa de los salarios de los propios braceros…
¡Todos los enanos te crecían, Marcelo! También nosotros, la barahúnda de universitarios progres que te
deificaba según la Orden del Bla Bla Blá, y que en
lugar de arrimar el hombro para construir el Reino
de Dios y su justicia construíamos por nuestra parte
chaletitos, residencias, bandas de honores cum laude,
cátedras y socialismo de garrafón, todo honor y toda
gloria…
Allí te quedaste, hermano y maestro mío, por decisión propia, lo más cerca que pudiste de los pobres,
en la raya de Portugal, en El Cubo de Don Sancho,
uno de aquellos pueblecillos emparedados entre la
nada y la más absoluta miseria, aunque no te dejaron
ir a morir a Latinoamérica como solicitaste, donde
suponías se abrían los infiernos para los más desgraciados de la Tierra. Ni siquiera sentías, sentidor ajeno,
que tú también habitabas in hac lacrimarum valle, tierra
sin tierra apenas en el mapa, junto a niños, locos, y
locales que te fueron haciendo a un lado a ti, el más
radical y radicalmente loco de atar. ¡Pero tú, genio y
figura, ultrabaturro abulense! Tú me habías prohibido
ir a verte después de Alemania por aquello de que «a
los pobres nadie los visita», aunque sé que tenías mi
nombre escrito en tu Biblia en griego, la que manejabas. Desgraciadamente yo te hice caso mientras se
organizaban peregrinaciones turísticas en autobuses
para ver por debajo de la puerta la patita del santito. Pese a todo, muy al final, en un viaje a Coimbra,
ante un letrero de madera que apenas anunciaba El
Cubo de don Sancho, mi esposa dio un volantazo a la
derecha a petición mía. Nos enseñaste el templo, era
Semana Santa y habías preparado para la catequesis
dibujos, guirnaldas y colores en el ruinoso templo,
al que ahora ni las pompas del Templo de Jerusalén
podían compararse; recuerdo los textos que para
niños y loquitos tenías preparados sin renunciar al
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griego, con aquella profundidad elegante antítesis de
cualquier ritualismo académico y de toda divulgación barata. Sobre un crucifijo desvencijado, al que
en ese momento iluminaba un rayo de luz, musitaste
con voz inaudible: «Del cuello del Señor estamos
aquí colgados». Reactivamente, conforme a mi poca
fe, pensé para mis adentros: «¡Como colgara yo de
este crucifijo mis pecados íbamos él y yo al suelo!».
Nunca pude llegar más lejos y más bajo. Mi error más
grande: ya que no puedo confiar en Cristo, imitaré a
Marcelino. Y de ahí mis desvaríos…
Ya apuradas las heces de aquel amargo cáliz, se las
vomité a Marcelino y armándome de valor le dije
que él no amaba a ninguna persona sino a través de
Cristo, y le regañé como un niño enfadado reprende
a su mamá. Fue fantástico, genial: ni el menor esbozo
de autodefensa por parte suya, sólo presencia amorosa, sólo petición de perdón. Y entonces dije para
mí: «Señor, hagamos tres tiendas, ¿dónde mejor que
aquí, Señor?». Entre tantas vivencias al menos relato
una: el bueno de Marcelino, el tonto del pueblo, el
que renunció a impartir cátedra en la Universidad
Pontifica pese a haberse arrodillado ante él un gran
teólogo para que se incorporase a la Academia en la
cual hacían grande falta personas como la suya, ese
hombre no se dejó convencer. Sin embargo, lejos
de renunciar a la enseñanza, organizaba anualmente
unas increíbles aulas de verano en su pueblo, a las
cuales ningún intelectual de renombre osaba negarse,
¿quién iba moralmente a rehusar una invitación de
Marcelino? Recuerdo que invitó a aquella Real Academia del Cubo de Don Sancho a Pedro Laín Entralgo
y gentes así, y allá que fue Diego Gracia a hablar de
Zubiri, y otros de la misma talla a perorar sobre lo
suyo. A mí me tocó también la pedrea, y jamás olvidaré aquella anécdota tan sorprendente para un no
vegano: en el diálogo posterior a la charla, la cabrera
del pueblo, con todas sus ovejas balando allí mismo, y
no es broma, manifestó rotundamente que me había
entendido muy bien porque, lo mismo que Cristo
conoce a cada una de las ovejas, ella también conocía
uno a uno el rostro de las suyas.
¿Cómo será en el futuro inmediato el recuerdo
en esta tierra de Marcelino? ¿Habrá recuerdo? ¿Qué
dirán los que oyeron de él a los curas del Duero, los
Ángel Nistal, los Ángel Barahora y otros ángeles
que le acompañaron cada año en aquellos ejercicios
espirituales?, ¿qué conservarán en sus memorias los
ahora catedráticos emperifollados que bebieron de
sus aguas bautismales?, ¿qué pensarán los ortodoxos
de un cura que como Francisco de Asís corría desnudo y loco dentro de la residencia de sacerdotes en
que pasó sus últimos años?, ¿quién apartará con los
propios dientes la tierra que le estercola?, ¿qué dirá
la iglesia repolluda, casta y castólica?, ¿faltará quien le
sitúe en los infiernos de Dante por no haber sabido
fructificar sus talentos, sino sólo su propio talante? Yo
sinceramente, y esta es mi opinión, creo que tantos
obispos en su funeral no le harán jamás justicia, pues
resulta demasiado fácil una beatífica despedida, y
mejor hubiera sido haberse acercado a Jesús a través
del sufrimiento y de la lucha contra la injusticia. No
sé si cambiarán mucho las cosas entre los creyentes
católicos, pero si siguen como hasta ahora, lo lógico
será que —por supuesto sobre un monolito— su
memoria sea borrada de la faz de la tierra.
A quienes conocimos y amamos a Marcelino, indignos discípulos suyos, y esta vez hablo exclusivamente por lo que mí me toca, nos parece la historia
de nuestro señor maestro Marcelino la vida más profunda jamás contada, y lo digo porque en mi propia
autobiografía en realidad de quien más hablaba era de
Marcelino y, apenas vendidos doscientos o trescientos
libros, hubo que guillotinar el papel y venderlo al
peso. Pero al menos quienes te amamos más allá de
la muerte, al menos mientras nosotros vivamos tú no
morirás, Marcelo.
Ha muerto Marcelino y le he dado gracias a Dios
con una alegría profunda. Estaba sufriendo demasiado,
no sé si —entre otras cosas— por culpa y gracia de su
propio rigorismo de la gratuidad (contradicción más
aparente que real, al menos en él) y ya era hora de
que viera a Dios. Ahora sabrá si se había equivocado
o no, pues Dios es el único teólogo que sabe desde
dentro la verdad sobre Dios, y que nosotros conocemos a través de la biografía de Jesucristo.
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