[Este texto ha servido de base para el desarrollo de la ponencia

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[Este texto ha servido de base para el desarrollo de la ponencia marco del IV Foro
de Educación en Valores “Educación: Aeropuerto Intercultural” , organizado por
Entreculturas y Cáritas el 12 y 13 de noviembre de 2004. Se publicó en Vida
Nueva, nº 2.441, 2 de octubre de 2004, págs. 23-30, con el título: “Diversidad
cultural, ciudadanía del mundo”.]
PEDRO SÁEZ ORTEGA
LA DIVERSIDAD CULTURAL, HERRAMIENTA EDUCATIVA
PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ
[1] PARA EMPEZAR CON ALGUNOS PROBLEMAS
Comenzar este pliego afirmando que uno de los más complejos desafíos de nuestro
tiempo es la presencia de múltiples realidades humanas y culturales en las diversas
escalas de nuestro entorno más inmediato puede parecer una obviedad, una de esas
frases tópicas tan manidas, que al final acaban por no significar nada en concreto. Sin
embargo, no parece que este auténtico reto de dimensiones planetarias haya sido
asumido, a veces ni siquiera percibido con cierta profundidad, por el conjunto de la
sociedad -desde las instituciones representativas del poder político o económico hasta
la gente corriente-, salvo como reacción defensiva ante la percepción del “peligro” que
anuncian sus manifestaciones externas: por ejemplo, la presencia visible de seres
humanos procedentes de muchos países y culturas distintas en los barrios, las calles,
los parques y las plazas que hasta hace bien poco considerábamos de “nuestra”
propiedad - y que, no está de más decirlo, tan poco cuidábamos, aunque ahora ciertos
ciudadanos de pro se quejen de la suciedad y el desorden que provocan los extranjeros
que ocupan sin permiso los espacios públicos a que tienen derecho-; la incorporación
masiva de escolares foráneos de “bajo nivel cultural” y acusada conflictividad a
“nuestros” centros educativos, lo que, según la opinión de algunos, degrada la “calidad”
del sistema hasta extremos insoportables -de ahí la práctica de evitarlos en la medida
de lo posible-; o la identificación del trabajador emigrante como un competidor
aventajado -acepta sin protestar las condiciones salariales y laborales más duras,
debido a su precaria situación legal- en la dura pugna por el acceso al empleo.
Conviene, pues, trazar un conjunto de reflexiones que ayuden a leer este extraordinario
y difícil “signo de los tiempos” en sus dimensiones más interpelantes y transformadoras,
en primer lugar, para evitar que las mencionadas falacias, y otras de similar fuste, se
impongan como “verdades”indiscutibles y amparen conductas individuales, prácticas
sociales e incluso leyes indeseables; en segundo lugar, para generar “desarmes
culturales” que faciliten los encuentros y los diálogos con las nuevas realidades.
Iniciaremos nuestro recorrido analizando el sentido de la diferencia en las sociedades
occidentales, para después situarnos a caballo entre el pasado y presente, indagando
acerca de las causas y las consecuencias de los movimientos migratorios como
factorías de producción de las realidades multiculturales que vivimos a diario.
Valoraremos después las distintas actitudes con las que se encara esta situación, para
finalizar recapitulando algunas conclusiones sobre el papel de la diversidad cultural en
la construcción de una cultura de paz para el siglo XXI. El punto de partida y el de
llegada de nuestro discurso se fundamenta en un análisis crítico de la realidad social,
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pero no pierde de vista la perspectiva educativa desde la que escribimos. De ahí que
las referencias a la escuela sean continuas, no sólo como reflejo de los problemas que
acarrea el multiculturalismo, sino como herramienta, posiblemente decisiva, para
afrontar dichos problemas. La educación intercultural, sus posibilidades y sus
dificultades es, pues, un eje transversal, que recorre de principio a fin las cuestiones
abordadas en estas páginas.
[2] EL VALOR DE LA DIFERENCIA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD
Las relaciones entre diversidad y homogeneidad han formado parte de la historia de la
humanidad desde que el mundo es mundo. Cada época y cada cultura presentan su
propia lectura de tales relaciones. Por lo que respecta al mundo occidental y al pasado
más inmediato, podemos apuntar algunas cuestiones que servirán para situarnos
adecuadamente en el presente. Desde las revoluciones del siglo XIX -y aún antes,
desde la formación de las monarquías absolutistas-, el lento pero inexorable proceso de
implantación del estado-nación supuso la creación de una serie de instrumentos para
hacer coincidir dicha construcción política con la sociedad sobre la que se edifica: el
servicio militar obligatorio, el sufragio universal, o la enseñanza obligatoria, se conciben
a un tiempo como mecanismos de control, factores de uniformidad y condiciones
mínimas para el ejercicio de la ciudadanía y la adquisición de la nacionalidad legal y
(senti)mental, por encima de las existencias individualizadas y culturalmente diferentes
de los habitantes del territorio que se organizaba y administraba. Esto explica la
exclusión inicial de las mujeres -cuestión relativamente resuelta en las leyes, pero no en
la cultura, como podemos comprobar a diario-.
Entre la intención de despersonalizar y someter al orden vigente a todos sus súbditos y
el proyecto de igualdad efectiva para todos sus ciudadanos, esta tensión llega hasta
hoy, con rasgos nuevos. Lo que distingue el momento presente de los anteriores es
que, si bien en otros tiempos las diversidades -por lo general, recluidas en el espacio
privado-, aparecían en un entramado de comunidades de sentido que afectaban a
todos los miembros de la sociedad, entramado que se desarrollaba con inusitada fuerza
y coherencia en ámbitos como la familia, la iglesia o la escuela, en la actualidad dichas
socializaciones o brillan por su ausencia o no son comunes a todos. Además, han
abandonado el ámbito de la intimidad individual, se han hecho públicas y reclaman un
reconocimiento social o un poder político, que suscita numerosos conflictos.
Protagonizan la vida en común mostrando la posibilidad de una convivencia basada en
el respeto y la tolerancia; en este sentido, son un verdadero test para la democracia;
pero también pueden adquirir formulaciones aberrantes, generadoras de violencia,
como el fundamentalismo terrorista o el integrismo étnico.
Esto explica la incertidumbre en que se debaten no sólo las instituciones políticas,
sociales o religiosas, sino también los ámbitos domésticos o escolares. No está claro
qué debe transmitir y cómo hacerlo, puesto que nadie ofrece una oferta de sentido
coherente y común, un para qué aceptable por todos, pero sobre todo deseable como
meta o destino que justifique el camino recorrido. Semejante crisis, sin embargo, no
tiene por qué ser asumida recurriendo a la resignación apesadumbrada o al
catastrofismo desesperanzado -y mucho menos mediante la huida hacia la identidad
pura excluyente y genocida. También es posible interpretarla como una manifestación
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explícita de los tiempos actuales, portadora de posibilidades y desafíos que no admiten
rechazos ni marchas atrás.
En medio de este debate, en el que la escuela ocupa el centro -por un lado
desprestigiada por el resto de los agentes de socialización, por otro lado acuciada
perentoriamente a asumir cualquier problema generado por la sociedad en que vivimos, aparecen los resultados humanos de los procesos migratorios, impregnados de
distintos referentes culturales y vitales, que buscan incorporarse a la sociedad de
acogida, incluso si su respectiva tradición cultural la cuestiona o la niega independientemente de sus justificaciones, los prejuicios no son patrimonio exclusivo
de Occidente-, y que plantean desafíos incluso a la hora de formularlos
adecuadamente.
¿Qué hacer frente a esta crisis multicultural? Continuemos dentro de la escuela, fiel de
este maremagnum planetario que hemos descrito. Frente a la peligrosa e inútil
tentación de cerrar filas y defender una idea de enseñanza anclada en el pasado -la
transmisión vertical de saberes académicos-, se abre paso una concepción de la misma
mucho más, y mucho más consecuente con el mundo en que vivimos: la propia escuela
sería así una encrucijada de diversas culturas: la académica, que parece interesar sólo
a los profesores-; la crítica -secuestrada en el espacio de los valores formales-; la social
-mediatizada por los poderosos medios de masas-; la institucional -monopolizada por el
poder y sus estadísticas-; y la de la experiencia -progresivamente degradada por sus
simulacros posmodernos-. ¿A cuál dar la máxima prioridad, cuando la presencia de
alumnos de procedencias e intereses dispares crece sin parar?¿Es posible no elegir,
bajo el pretexto de la pretendida “neutralidad” cultural de los servicios educativos?
Parece, pues, que la presencia de los otros genera o agrava la conflictividad escolar
existente, por muchas razones que sería prolijo enumerar ahora, y que irán
apareciendo en las páginas siguientes: la interacción asimétrica entre la cultura del que
llega y la cultura del que recibe -a menudo, de forma nada hospitalaria o acogedora-,
produce modificaciones en ambas, a veces traumáticas o no del todo asimiladas por las
dos partes; igualmente, obliga a modificar ritmos de enseñanza y aprendizaje,
estableciendo programas de diversificación y compensación educativa, por lo general
insuficientes incluso como paliativos; propicia tensiones y enfrentamientos que
deterioran la convivencia entre iguales; o pone en evidencia las limitaciones de la
transmisión de los currículos disciplinares establecidos.
Estos problemas, por supuesto, son reflejos, a veces anecdóticos, de la cuestión
central: el sentido educativo que tienen las realidades multiculturales que crecen a
diario en las aulas, y especialmente las múltiples actitudes que suscita la diversidad
vital que genera, es decir, su valor como “signo de los tiempos”, tal como hemos
indicado al principio: ¿Se trata de asimilar a las minorías, eliminando cualquier
diferencia? ¿Integrar de manera subordinada, a través de la adaptación funcional de las
minorías a la posición mayoritaria? ¿Adaptar la cultura dominante a las nuevas
realidades que llegan a los centros educativos? ¿Qué ocurre entonces con las
identidades y los valores de unos y otros? ¿Cómo se establecen los mínimos comunes
para sostener una sociedad plural en la que las diversas culturas puedan convivir en
igualdad y respeto mutuo -no mediante la recíproca e imposible ignorancia, sino a
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través de la siempre complicada interacción mutua? Para tratar de encontrar
respuestas, sumerjámonos por un momento en la historia reciente de nuestro mundo.
[3] LA FORMACIÓN DE LAS SOCIEDADES MULTICULTURALES
CONTEMPORÁNEAS
Como tenemos ocasión de percibir a diario, el mundo globalizado en que vivimos
aparece recorrido por fenómenos migratorios de carácter masivo y generalizado que
están transformando el paisaje del planeta nuestra sociedad a una enorme velocidad -al
menos, así es percibido por la mayoría-. Dichos fenómenos migratorios se asocian a
otros problemas mundiales, desde la transnacionalización financiera al terrorismo
internacional, y se interpretan como conflictos o choques de civilizaciones. Una vez
más, la dicotomía cristiano/musulmán, sinónimo de occidente/oriente, vuelve a aparecer
como la clave que explica todo: hordas integristas que se instalan en las ciudades
europeas y van avanzando en el control social de los barrios; ejércitos de fanáticos
suicidas que tejen sus redes de muerte por el mundo y amenazan la paz y la seguridad
de todos; mafias organizadas que multiplican los delitos en aquellos lugares donde se
instalan.
Lo que dice la Historia:
Es preciso desmantelar este tinglado ideológico, tan peligroso o más que los peligros
reales que pretende conjurar. Para ello, establezcamos, en primer lugar, qué significa lo
que muchos describen como “irrupción del otro”, como si fuera algo violento, molesto o
novedoso, pero que, en realidad, constituye lo más característico en cualquier tiempo y
lugar. ¿En qué nos basamos para sustentar semejante afirmación?
Los fenómenos migratorios han existido siempre, de tal manera que sin ellos no
habría historia. Forman parte, pues, de la “larga duración” del devenir de las
sociedades humanas en distintas intensidades: pueden verse afectados por
algún acontecimiento, perteneciente a un país y a un momento concreto de su
historia -la hambruna en Irlanda, a mediados del siglo XIX; la guerra civil en
España, entre 1936 y 1939-, o más extendidos desde el punto de vista
cronológico y geográfico -la expansión colonial europea del siglo XIX como
precedente inmediato de la “respuesta” de los pueblos colonizados al comenzar
el siglo XXI-.
Los procesos migratorios generan complejas crisis en las sociedades que se ven
afectadas, tanto las expulsivas como las receptoras: en ambos casos, estas
alteraciones producen transformaciones profundas e irreversibles en su seno,
verdaderos “saltos cualitativos” que se traducen en cambios políticos -la
democracia ateniense del siglo V a.C. como resultado de las colonizaciones
griegas a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo-; construcciones nacionales EE.UU., entre el último tercio del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX-;
modificaciones económicas y sociales de largo alcance -el renacimiento urbano
de los siglos centrales del medievo-, y fisonomías culturales nuevas -el mundo
helenístico como contexto de la aparición del cristianismo en el siglo I d.C.
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Estas transformaciones no consistieron -ni consisten-, ni única ni principalmente,
en cataclismos violentos. Los intercambios “silenciosos”, tanto vitales como
materiales, han sido y son mucho más intensos y duraderos que los choques o
enfrentamientos dramáticos: es cierto que la coexistencia de judíos, cristianos y
musulmanes en la Edad Media estuvo llena de hechos violentos -campañas
militares, destrucción de juderías, oleadas de fanatismo religioso-, pero no
puede reducirse a ocho siglos de batallas, cruzadas y hogueras.
Las migraciones se deben a múltiples causas, que son al mismo tiempo
diferentes para cada etapa histórica y comunes a todas las civilizaciones. De
una u otra manera, aunque las circunstancias varíen en el correr de los siglos,
existe un marco universal que afecta al conjunto de la especie humana, por
encima de las culturas concretas en que se expresa: la tensión entre el
nomadismo y la sedentarización, entre el viaje (Odiseo, Moisés) y el destino
(Ítaca, la Tierra Prometida), ha sido y es una de las narraciones míticas mas
comunes de cualquier pueblo, de cualquier individuo. A veces, este componente
atemporal se evoca de manera parcial e interesada -así, en el momento
presente, las incómodas alteridades presentes en calles y plazas se explican
como asaltos al paraíso de prosperidad de Occidente por parte de los bárbaros
del Sur-, sin reflexionar sobre la propia historia de cada pueblo o lugar.
Lo que muestra el presente:
Al examinar el contexto histórico, social y cultural de este siglo XXI que ha iniciado su
andadura, vemos que el hecho migratorio afecta -y en muchas ocasiones interrumpe de
forma abrupta y sin sentido- el periplo vital de millones de personas: el peregrinaje de
Ulises hacia su añorada patria no es hoy motivo para hacer poesía, sino crónica diaria
de pateras a la deriva; cuerpos ahogados en el mar o sofocados en los huecos
clandestinos de los camiones; playas donde los náufragos yacen agotados, sin
Nausicaas que los descubran y se apiaden de su fragilidad, sin feacios que los acojan
hospitalarios, ayudándoles a reposar y proseguir su aventura.
¿Cuáles son las causas que permiten indagar en el entramado de esta tragedia? El
tratamiento de la diversidad cultural exige referirse al "contexto histórico-existencial",
que caracteriza la época que nos ha tocado vivir. Dicho contexto es el resultado del
entrecruzamiento de una serie de fenómenos demográficos, políticos, sociales y
culturales, presentes de manera recurrente y tópica en los medios informativos, que
enumeramos sin establecer ninguna jerarquía entre ellos, atendiendo, eso sí, a los
aspectos menos llamativos o espectaculares de los mismos, con el fin de valorar
críticamente las imágenes configuradas a su alrededor:
Comenzamos por aquello sobre lo que parece existir un consenso generalizado:
vivimos en un planeta “mundializado” e interdependiente en el que, tras la guerra
fría, los referentes ideológicos generadores de significado en el terreno político,
social y cultural han perdido su simplicidad -comunismo frente a capitalismo-,
haciéndose más difíciles de afrontar: el mercado, en el plano económico, con
sus intereses centrados en la búsqueda del máximo beneficio a lo largo y a lo
ancho de todo el planeta, y los medios de comunicación social, que a diario
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difunden a través de sus canales audiovisuales una cultura uniforme y
descontextualizada, buscando su aceptación universal en términos de niveles de
audiencia, parecen ser los dos grandes símbolos transnacionales del nuevo
orden mundial.
A este respecto, se suele decir que los medios de masas son los responsables
directos de la supresión de las diferencias culturales, no mediante una síntesis,
sino a través de la imposición de un modelo -el varón blanco occidental, mejor si
es anglosajón-, considerado como la referencia óptima a imitar por los demás; si
bien, por otro lado, la difusión de los mensajes audiovisuales supone una
garantía para favorecer el encuentro con el otro -por ejemplo, a través de
Internet-. En todo caso, los productos audiovisuales e informáticos de hoy son
poderosísimas factorías de construcción de imágenes y estereotipos difíciles de
cuestionar, y que aún esperan ser abordados con la importancia que merecen
en los ámbitos educativos formales, dominados todavía por el academicismo
decimonónico incluso cuando tratan de usar los denominados “medios
audiovisuales”. Pongamos un ejemplo del poder de esta “cultura del
espectáculo”: la mayoría de la población española calcula la presencia
extranjera en España con cifras que están espectacularmente por encima de la
realidad, de la misma forma que ignora que el número de emigrantes españoles
en el extranjero es aún muy importante, y hasta hace poco era incluso superior
al de emigrantes foráneos en España. ¿No será que la frecuencia con que
aparecen noticias que asocian la llegada o la presencia de extranjeros con
diversas amenazas -paro, droga, delincuencia-, influye en el error de
apreciación, contribuyendo, por tanto, a consolidar una opinión pública
profundamente desinformada, en la medida en que vive saturada de
información?
Esta mencionada globalización financiera y audiovisual, que muchos califican de
caótica, se enfrenta cotidianamente a una serie de conflictos que los actores
clásicos de las relaciones internacionales -estados nacionales, instituciones
supranacionales-, no son capaces de gestionar de acuerdo con los principios
teóricos de paz, justicia y seguridad. El creciente abismo de la pobreza arroja a
las personas, los pueblos y los países perdedores a la búsqueda desesperada
de soluciones que a menudo pasan por los enfrentamientos armados o la
adhesión a fundamentalismos culturales o religiosos de diverso signo. Frente a
los que califican estos movimientos como herencias feudales contrarias a la
modernidad, otros prefieren situarlos en el contexto del vacío social, político y
cultural que se ha ido proclamando como la única alternativa al triunfo del
mercado La ideología economicista -casi es mejor hablar de "teología"
economicista, y, en este sentido, nos encontraríamos con otro rostro más del
fundamentalismo-, con su patente de corso para unificar el planeta de acuerdo
con la ley del máximo beneficio en el menor tiempo, recibe la contestación de
ciertas identidades culturales, que pretenden salvaguardar lo que de específico
tiene cada grupo humano frente al peligro de la disolución de su "lugar en el
mundo". Pero dicha contestación no sólo se manifiesta en forma de protesta
pacífica, de alternativa practicable al desorden mundial. Puede llegar a adquirir
unas dosis de violencia nihilista tan difícil de comprender y soportar como la que
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arrasó el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, y después ha
continuado su periplo de muerte y destrucción por Bagdad, Madrid o Beslán.
Los fenómenos migratorios Sur-Norte son otra de las opciones frente al callejón
sin salida del hambre y de la exclusión social. En realidad, estos procesos
actuales son una respuesta de largo plazo a la expansión demográfica, política,
económica e ideológica de los europeo-occidentales desde el siglo XVI -pero,
sobre todo, desde finales del siglo XIX-. Tras la Segunda Guerra Mundial, la
necesidad de mano de obra no especializada para recuperar el nivel de
productividad anterior al conflicto -en competencia con el bloque del Este- se
hizo acuciante, y encontró una solución en los habitantes de los países europeos
pobres y las naciones afroasiáticas recién descolonizadas. La crisis económica
global del capitalismo a comienzos de los años setenta provoca una nueva
oleada migratoria desde el Sur, a pesar de que las dificultades para obtener un
empleo estable y a largo plazo son ahora mucho mayores Recientemente, los
procesos migratorios Este-Oeste, tras la descomposición de los regímenes
comunistas del antiguo bloque soviético, se han unido a los procedentes de los
países tradicionalmente situados dentro del denominado Tercer Mundo. Estas
migraciones coinciden con el proceso de integración europea, que pretende
construir un espacio común para los estados del viejo continente, que a su vez
se constituyeron mediante procesos de intercambio y conflicto entre diferentes
culturas, lo que pone en evidencia, una vez más, la debilidad interesada de la
memoria histórica a la hora de entender el presente. La edificación de la
“fortaleza europea” frente al “asalto de los bárbaros” no augura nada bueno en el
futuro inmediato.
De todas formas, conviene precisar que las migraciones masivas se producen,
sobre todo en el interior de los países del Sur -así, las macrocefalias urbanas
debidas a la llegada de gentes procedentes del medio rural en África, Asia y
América Latina-, y entre dichos países, a causa de las guerras, las hambrunas,
o las epidemias, características de los denominados estados frágiles, bien
distintas a las sociedades multiculturales del Norte -si bien las ciudades de la
periferia de Paris o los guetos de Nueva York presentan situaciones igualmente
dramáticas, que tienen mucho que ver con los conflictos étnicos y sociales-. Así,
pues, por mucho que se hable de “invasión”, “marea” o “avalancha”, el
porcentaje de emigrantes del Sur que logra llegar al mundo occidental es
pequeño, si lo comparamos con estas otras realidades menos presentes en los
medios de comunicación de masas, y se ve igualmente favorecido por la
demanda laboral de los mercados desrregularizados de los países ricos
La aparición de sociedades multiétnicas y multiculturales coincide, por tanto, con
una época de incertidumbres e inseguridades generalizadas, que se refleja
claramente en las grandes aglomeraciones urbanas y en sus poblaciones
periféricas. Como ya hemos señalado, la ausencia de respuestas a las
manifestaciones más inmediatas de esta crisis -desempleo, desmantelamiento
del tejido industrial, degradación de la vida cotidiana-, está en la base de la
aparición de un malestar social y cultural, manifestado en la extensión de una
cultura de la violencia, que tiene como objetivos inmediatos de su furia irracional
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y compulsiva todo lo que ponga en peligro la identidad, tribal y alienante, de los
grupos que la practican.
Es cierto que existen también factores endógenos en esta abundancia de
integrismos ultranacionalistas y fundamentalismos pseudoreligiosos: conflictos
como el yugoslavo o el ruandés se nutren de componentes internos amasados
por la historia de las comunidades y etnias que ocupan sus respectivos
espacios. De la misma manera, la proliferación de bandas juveniles
extremadamente violentas en las ciudades industrializadas europeas presenta
causas específicas en cada país o en cada zona. Pero, por encima de la
superposición de situaciones diferentes, existen algunas claves comunes que
permiten clarificar el sentido general del proceso.
Esta oleada de intolerancia étnica se dirige en las sociedades occidentales hacia
los emigrantes extraeuropeos, que, según los estereotipos socializados
intelectual y popularmente, cumplen todas las condiciones para convertirse en
los chivos expiatorios del malestar social y cultural mencionado: quitan puestos
de trabajo a los nacionales; sus pautas de conducta son bárbaras, peligrosas o
inasimilables a los valores cívicos de la modernidad; están relacionados con las
prácticas sociales más degradadas, como la delincuencia organizada, el tráfico
de drogas y la prostitución; suponen un gasto extra para los limitados
presupuestos de los gobiernos, que apenas garantizan el mantenimiento del
estado de bienestar para los de aquí. En este contexto aparecen las nuevas /
viejas ideologías y actitudes racistas y xenófobas, que se refugian en una
pretendida “identidad” exclusiva y excluyente, constituida a base de seudomitos
históricos, prejuicios sociales y discursos retóricos. Las respuestas-refugios
frente a los conflictos provocados por las realidades multiculturales presentan
diversas manifestaciones: desde las mencionadas acciones violentas de grupos
organizados con ese fin hasta la consolidación de fuerzas políticas que basan su
éxito en la socialización populista de dichas bases ideológicas, pasando por un
abanico de actitudes individuales y políticas menos fáciles de identificar y
cuantificar.
Dentro de éstas entraría lo que se ha denominado racismo light, que actúa por
omisión, reaccionando con pasividad e indiferencia -lo que habitualmente quiere
decir oculta simpatía- ante los actos de violencia dirigidos hacia la población
extranjera; o el racismo cultural, que enmascara las viejas argumentaciones
biologicistas con otros razonamientos -incluso formulados (a)científicamente-,
acerca de la superioridad blanca-occidental, mediante razones ambientales y
educativas. En este sentido, los argumentos de aquellos que defienden la
presencia de extranjeros en las sociedades occidentales por razones
estrictamente utilitarias -su precariedad legal permite mantener a la baja los
salarios y las condiciones laborales; contribuyen a sufragar las pensiones y otros
gastos de la Seguridad Social que garantizan “nuestro” bienestar; pueden usarse
como soldados para ejércitos que, como el español, no andan sobrados de
personal; “rejuvenecen” la población, lo que asegura la supervivencia de la
escuela pública-, constituyen otra perversión bien urdida -porque no está exenta
de propósitos saludables- del entramado ideológico descrito.
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A pesar de todo, estos funestos "(contra)signos de los tiempos" generan unas
respuestas comprometidas con su tratamiento desde la justicia, la cooperación y
la solidaridad, de la que son buena muestra la eclosión movimientos sociales de
nuevo cuño, como las organizaciones no gubernamentales, los grupos y
plataformas ecologistas, feministas y pacifistas, que ahora están centrados en
las protestas a favor de una globalización alternativa, de rostro humano, o la
aparición de ciertas tendencias sociológicas que contrastan con las apuntadas
más atrás -así, por ejemplo, la necesidad de proteger el medio ambiente, o la
contestación mundial frente al discurso de la “guerra preventiva”-.
En resumen, el modelo de globalización provoca -además de ingentes beneficios
económicos y estratégicos para quienes lo controlan- la aparición de un mundo
fragmentado, escindido entre una minoría de privilegiados y una inmensa mayoría de
excluídos: el resultado es un planeta en el que malviven millones de “náufragos” -dos
tercios de la humanidad-, sometidos al incierto destino de las frágiles embarcaciones en
las que apenas se sostienen en pie. Mientras los transatlánticos de lujo navegan
poderosos e indiferentes, dejando un rastro de residuos físicos y humanos que, como
anuncian algunos, pronto bloqueará sus sistemas de propulsión y les dejará varados en
medio del océano de la pobreza. ¿Qué sucederá entonces? En las posibles respuestas
a esta cuestión clave está en juego el futuro del planeta. De ahí que el tratamiento de
las migraciones y sus consecuencias resulte decisivo como palanca de cambio social y
cultural. Por eso es necesario revisar las distintas posturas con las que se encara un
acontecimiento de tanta trascendencia.
[4] ACTITUDES FRENTE A LA DIVERSIDAD: DEL EXTERMINIO AL DIÁLOGO
El otro, identificado de manera discriminatoria por el color de la piel o por sus
costumbres y prácticas religiosas, aparece, pues, en un tiempo marcado por la
incertidumbre -no sabemos dónde vamos: el crecimiento material duda entre el suicidio
hacia adelante o el reconocimiento de sus límites ecológicos-, el caos -no sabemos
quiénes somos y qué estamos haciendo aquí: la sociedad no busca horizontes de
sentido, que conformen unos valores éticos para caminar por la vida y por el mundo-, y
el riesgo -no sabemos qué queremos ni qué va a ser de nosotros: el dogma del
mercado, sintetizado en el beneficio a corto plazo, se ha convertido en una religión
universal-.
Se enfrenta, además, a un mundo gestionado desde el miedo, la ignorancia interesada
y el poder, cuyo modelo más preclaro parece ser el gobierno ultraderechista de EE.UU.,
regido por un fundamentalismo pseudorreligioso, espejo y contrario del integrismo
terrorista que dice combatir. La apología de la violencia bélica como medio para
afrontar los problemas de la humanidad se alimenta de la permanente confusión entre
las manifestaciones de los conflictos y las raíces de los mismos. Como ya sabemos, los
atentados del 11 de septiembre de 2001 constituyeron una grave advertencia acerca de
la deriva de la política y la sociedad mundial: ¿Comprendió el gobierno de George W.
Bush el trasfondo de esa barbarie cuando atacó Afganistán y ha invadido Iraq, o se
está guiando por la simple venganza, por la afirmación de su incontestada hegemonía
militar?¿Han resuelto las guerras emprendidas en Afganistán e Iraq la amenaza del
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terrorismo internacional?¿Estamos ahora en un mundo más seguro y justo y con un
porvenir más razonable?
Volvamos de nuevo a la escuela. Todas las cuestiones mencionadas se reflejan de
alguna forma en sus aulas, constituyendo un haz de problemas que estallan de forma
esporádica o se enquistan de manera más o menos velada en el ritmo diario de los
procesos de enseñanza y aprendizaje. La existencia de alumnos de diversa
procedencia cultural que no sólo conviven entre sí, sino que participan juntos en un
determinado modelo educativo que a largo plazo resulta decisivo para su crecimiento
como personas, obliga a plantearse una serie de acciones, que reflejan otras tantas
actitudes vitales a la hora de construir una pedagogía que sea capaz de responder al
reto de la multiculturalidad.
El tema de las relaciones entre escuela y diversidad cultural es tan antiguo como
la escuela misma, pero, para el caso concreto que nos ocupa, estas cuestiones
comenzaron a debatirse tras el final de la 2ª Guerra Mundial, en el contexto de la
descolonización, cuyos procesos provocaron un importante trasvase de
población indígena a sus antiguas metrópolis, así como una serie de
movimientos dentro de los nuevos estados independientes, debido a las
continuas redefiniciones de fronteras políticas. Según el modelo clásico
impuesto en la colonia, se trata, en primer lugar, de incorporar a los grupos
étnicos minoritarios, tradicionales o procedentes de migraciones recientes, a la
sociedad receptora, mediante la asimilación, es decir, el abandono forzado y
completo de su propia cultura, que queda sometida y subordinada a la cultura
dominante, manteniendo solamente aquellas características que resulten
inofensivas, marginales y periféricas al sistema impuesto -por ejemplo, las
manifestaciones folklóricas gitanas durante el franquismo-.
Posteriormente, en los años setenta y ochenta, las nuevas circunstancias
históricas -mayo de 1968; crisis económica, conflictos armados en el Tercer
Mundo, distensión Este-Oeste, hasta la 2ª Guerra Fría-, modifican los objetivos:
ahora se trata de favorecer y reforzar la convivencia entre las distintas culturas,
como medio para garantizar la cohesión social y la estabilidad política, a través
de, a) la atención a la diversidad étnica y el respeto distanciado por los
aprendizajes característicos de cada cultura, lo que propiamente constituiría la
"pedagogía multicultural", afín al relativismo cultural; y b) la integración de los
diferentes grupos culturales en espacios de reconocimiento e intercambio
recíproco, lo que ya podemos definir como "pedagogía intercultural".
Cada uno de estos modelos se reproduce hoy, tanto dentro como fuera de las aulas,
aunque ninguna de estas actitudes -asimilación, separación, encuentro, incluso
marginación o persecución genocida-, se presenta de forma pura y perfectamente
definida. Así, por ejemplo, la asimilación a la cultura dominante y sus modelos de
excelencia, se presenta para algunos como un valor positivo, e incluso necesario en
algún momento, para evitar situaciones de exclusión que el mismo grupo minoritario no
desea. Al contrario, el reconocimiento de la multiculturalidad no siempre trae consigo
una propuesta de verdadero diálogo activo. A menudo se escuchan o se leen -en
estudios seudocientíficos, en artículos periodísticos, en programas electorales-,
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afirmaciones del estilo de ésta: "Todas las culturas son respetables, aunque no
asimilables entre sí; pueden cohabitar en un espacio común, pero con la condición de
no mezclarse e ignorarse mutuamente". Dejando aparte la imposibilidad material de
que las culturas que coexisten en escenarios físicos próximos puedan vivir
recíprocamente de espaldas, tales tesis abonan la legitimación del racismo cultural al
que aludíamos antes, ya que, al insistir en su irreconciabilidad, favorecen su colisión.
En definitiva, podemos apuntar cinco posibles actitudes a la hora de abordar la
multiculturalidad desde el punto de vista educativo: desde el sinsentido de la negación
de las diferencias culturales hasta la apología de la diversidad humana, el recorrido
pasa por las siguientes etapas:
El exterminio, que busca como objetivo la aniquilación de otra cultura que no sea
la que tiene el poder físico o simbólico para realizar esta tarea, no solamente en
el terreno material, sino, sobre todo, en el plano psicológico, mediante el
ninguneamiento de las diferencias hasta alcanzar la invisibilidad total: la
experiencia biográfica de Rigoberta Menchú es un buen ejemplo de cómo fueron
y han sido tratadas las comunidades indígenas latinoamericanas de acuerdo con
este objetivo.
La separación del otro es la siguiente posibilidad. Por lo menos en este caso se
distinguen sus rasgos, aunque se consideren inferiores, atrasados, indignos de
convivir con la cultura dominante, que los aísla en espacios acotados y
supuestamente impermeables, para evitar un contagio considerado degradante.
La segregación es el resultado de esta actitud, que tiene en el apartheid
surafricano y en la historia lejana y cercana de la población negra
estadounidense algunos ejemplos significativos.
La asimilación de las culturas diferentes, mediante su progresiva disolución en la
oficial es una actitud muy frecuente. Se considera eficaz como medio para
resolver los conflictos culturales, e incluso se razona en términos positivos:
aumenta la cohesión del grupo y garantiza la igualdad de todos sus
componentes entre sí. Por lo que respecta a las culturas disueltas, pueden
incorporar de manera subordinada a la dominante alguno de sus rasgos más
externos, lo que, por lo general, conduce a la pérdida de su sentido originario: la
manera en que se “cristianizaron” algunos ritos paganos en la evangelización del
continente americano, o, viniendo a una época mucho más reciente, la
apropiación de la cultura flamenca por parte del franquismo, hasta convertirla en
un seña de identidad para todo el país, son otros tantos ejemplos de
asimilacionismo cultural.
Las realidades multiculturales pueden afrontarse a través de la integración, que
incorpora las distintas culturas dentro de un espacio común que se parece más
a un supermercado mercado que a una plaza; es decir, que presenta cada
cultura por sí misma, sin relación con las demás, porque 1) dicha relación
acabaría por pervertirlas y contaminarlas, y 2) cada rasgo cultural, sea la
prohibición ritual de comer carne de cerdo o la ablación del clítoris, tiene sentido
y por lo tanto está justificado dentro la propia cultura, tal como a menudo
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señalan los relativistas culturales. Una sociedad basada en la agregación de
culturas tendría graves problemas para funcionar, dada la inexistencia de un
código de valores y normas compartido. Por lo demás, ¿Cuánto tiempo pude
sobrevivir -siquiera nacer- una cultura que conviva sin relacionarse con las
demás?
Finalmente, hay otro modelo de integración, que busca el encuentro, la puesta
en marcha de un proceso que facilite la posibilidad de que las culturas se
conozcan y comprendan, dialoguen entre sí en busca de los marcos de
convivencia más adecuado para respetar sus expresiones singulares, y traten
los conflictos que surjan de su relación continua a través de la cooperación y el
respeto a las reglas de juego establecidas por todos y para todos. ¿Hasta qué
punto estas condiciones rompen el orden vigente y suscitan una dinámica de
transformación social profunda y complicada de llevar a la práctica? La actitud
señalada , a) no resuelve los conflictos que introduce la presencia del otro en
nuestra sociedad; en todo caso, produce otros nuevos, en la medida en que
enfoca los ya conocidos a través de herramientas alternativas; b) en segundo
lugar, no puede justificarse por las “virtudes naturales” del otro, ya que dichas
virtudes innatas no existen: el otro es un ser humano sometido a las mismas
limitaciones y contradicciones, grandezas y bajezas que yo, y su cultura
presenta quizá tantos aspectos criticables y negativos como la mía -según el
criterio que adoptemos para juzgarla, claro está-. No se trata de idealizar
culturas ajenas, hasta el punto de ennoblecerlas (y falsificarlas ) con todos los
atributos positivos imaginables, al tiempo que se condena sin remisión a la
propia, como síntesis perfecta de todos los males y perversiones. El compromiso
solidario en favor del otro -de la misma manera que el trabajo con los pobres y
contra la pobreza- no proviene de su bondad intrínseca, sino de su condición, de
su circunstancia vital; c) no es un proyecto cerrado, en el sentido de que tenga
un final predeterminado: el objetivo no es únicamente integrar al otro o
incorporar sus manifestaciones culturales a las nuestras, sino organizar un
escenario para que el intercambio sea posible. ¿Qué realidades saldrán de ese
mestizaje? Lo ignoramos - y está bien ignorarlo-, aunque trabajemos a diario
para conseguirlo: nuestra tarea no es, por tanto, fijar una meta, sino establecer
un procedimiento.
[5] EL OTRO, ORIGEN, HERRAMIENTA Y DESTINO DE UNA CULTURA DE PAZ
Pero el valor de la diversidad, como condición y posibilidad para construir otra mirada
sobre el mundo en que vivimos, no terminará nunca de hacerse visible si solamente lo
referimos al ámbito educativo formal o reglado. Necesitamos sembrar estos
argumentos en la entraña misma de la sociedad en que vivimos, en las raíces que da
sentido a su conciencia colectiva, como condición básica para la construcción de una
cultura de paz desde la apertura al otro. ¿En qué nos apoyamos para hacerlo? Vamos
a recapitular las ideas que hemos esbozado en los epígrafes anteriores, con el fin de
establecer una suerte de currículo social acerca de la diversidad, que plantee las
cuestiones fundamentales para su activación como valor de referencia:
La diversidad recorre todas las escalas de las relaciones sociales, desde los
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reductos de la intimidad cotidiana en el ámbito familiar o comunitario hasta los
espacios de socialización escolar o laboral. Su defensa o su aniquilación
constituye el trasfondo de muchas decisiones estratégicas, políticas y
económicas a lo largo y a lo ancho de este mundo supuestamente globalizado.
La invocación de lo diverso, ya sea para afirmar identidades de todo tipo -étnico,
sexual, lingüístico- frente a estructuras, por lo general estatales o
supraestatales, que las niegan o las silencian; ya sea para justificar los ideales
cosmopolitas planetarios, más allá de fronteras y los códigos audiovisuales
uniformadores, resulta un poderoso imaginario social y cultural generador de
sentido para la mayoría de las acciones humanas. La diversidad, pues, dinamiza
la historia, la grande y la pequeña, al poner en cuestión las pertenencias
convencionales y los valores establecidos, suscitando así transformaciones
materiales y mentales de largo alcance.
El reconocimiento de la pluralidad existencial, social y cultural ha seguido una
trayectoria atormentada y dramática, al compás de los grandes cambios que
jalonan el devenir histórico de la humanidad. El otro ha expresado siempre el
referente contrario, el espejo desde el que se han construido mentalidades
colectivas, formas de conocimiento y comprensión del mundo para pueblos y
civilizaciones: los bárbaros, a uno y otro lado del limes de los viejos imperios; los
herejes frente a las formas religiosas dominantes; los nómadas, en los
márgenes o en el interior de sociedades progresivamente sedentarizadas; las
mujeres, los esclavos, los metecos y otros grupos invisibles a su reconocimiento
por parte de los ciudadanos de las antiguas -y de algunas recientesdemocracias. En todos los casos mencionados, la idea de diversidad, como un
componente de la realidad social, no como una patología o una disfunción, o
como algo reducido al espacio privado u oculto, se ha ido imponiendo de manera
lenta y problemática, con algunos hitos señalados, como las cruzadas, el
descubrimiento del Nuevo Mundo, las guerras de religión del siglo XVII o los
totalitarismos del siglo XX, apólogos de la disolución en el Estado o en el Partido
del individuo, depositario último de una vida única e irrepetible, y de la
liquidación genocida del otro.
Por lo común, la existencia de lo diverso ha sido frecuentemente percibida como
un problema o una dificultad que había que superar: el poder político, para
organizar y controlar mejor a los habitantes del territorio bajo el que ejerce su
acción; la institución escolar, para aumentar la eficacia reproductora del orden
social establecido; la autoridad eclesiástica, para afianzar su autoridad
dogmática y trascendente; los medios de comunicación social, en busca del
espectador medio, de una opinión pública relativamente homogénea. Sin
embargo, la plasmación de las ideas de tolerancia, democracia y solidaridad en
el Declaración Universal de Derechos Humanos parecen haber alcanzado un
consenso generalizado, al menos en Occidente. Otra cuestión es su verificación
real, en un momento en que el planeta se ha convertido verdaderamente en una
“aldea global”: el impacto audiovisual de los atentados del 11 de septiembre de
2001 y de sus secuelas posteriores; la marea fundamentalista procedente del
mundo islámico, vanguardia del “choque de civilizaciones” tantas veces
augurado; la vuelta al espíritu de las guerras santas de la época de las
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cruzadas; la proclamación solemne del “eje del mal”, generalizan los tópicos, los
estereotipos, los prejuicios y tópicos asociados al otro, en un contexto de miedo,
incertidumbre y caos, poniendo en cuarentena la tan necesaria “globalización”
de los Derechos Humanos como garantía del respeto a la diversidad.
En medio de esta compleja encrucijada del inicio del nuevo milenio, la diversidad
cultural se presenta, pues, como un fenómeno que ofrece varias lecturas
opuestas: por un lado, puede ser un pretexto para sostener identidades
excluyentes, basadas en la afirmación metafísica y ahistórica del nosotros como
negación de los otros, sacralizadoras de la pertenencia étnica como única
manera de ser y estar en el mundo, al viejo estilo de los totalitarismos del siglo
pasado; por otro lado, puede describirse como la suma posmoderna de
diferencias aisladas entre sí; un mosaico de pertenencias recíprocamente
ignorantes; la manifestación más inútil y hueca de la multiculturalidad, justificada
por una burda interpretación del relativismo antropológico -toda cultura es válida
desde el interior de ella misma y sin referencia a las otras-, que, a lo más
produce una tolerancia pasiva y prejuiciada, positiva o negativamente,
alimentada por el desconocimiento mutuo: un frágil e inestable tejido social que
se rompe y fragmenta con suma facilidad (Yugoslavia, Ruanda). En ambos
casos, las diferencias culturales son percibidas como inconvenientes que vienen
de fuera y alteran el orden, que deben tratarse y corregirse mediante la
liquidación, la discriminación o la invisibilidad.
Pero la diversidad cultural puede ser también comprendida como un
acontecimiento deseado, un proyecto necesario -por obvio: no podemos vivir sin
interactuar con los demás-, y por ético; una ocasión privilegiada para el
encuentro con el otro en el territorio común de la vida social, tanto en su
vertiente privada como en la pública. Porque, en efecto, el reconocimiento de la
diversidad supone una garantía -la única garantía- de la individualidad, de ese
proceso de transformarse en persona que describe Octavio Paz en su poema
Piedra de sol (1957): “para que pueda ser he de ser otro /salir de mi, buscarme
entre los otros, / los otros, que no son si yo no existo, / los otros que me dan
plena existencia”. Además, los individuos -sumas de identidades diferentesconfluyen en un territorio sociopolítico común, el cual les confiere su condición
de ciudadanos, su pertenencia a un entramado simbólico y material que les
reconoce y admite, otorgando sentido a sus disidencias en un especio de
encuentro compartido: la necesidad de amparar y proteger esta pluralidad de
proyectos y biografías, estas alteridades y desacuerdos, a menudo encarnados
en minorías étnicas y sociales se convierte así en el patrimonio esencial de
cualquier sociedad que aspire a la condición de plenamente democrática.
En efecto, la presencia visible de los otros, la manifestación consciente y
cotidiana de lo diverso, es una herramienta necesaria para revisar la propia
cultura: primero, en lo que tiene de común con las demás; segundo, en las
dificultades y bloqueos que impiden la relación con las demás -por ejemplo, las
visiones eurocéntricas de la historia y del presente-; terecero, en los recorridos
que facilitan el descubrimiento de la necesidad de encontrarse con las demás
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(vamos juntos), para mezclarse y generar nuevas identidades (somos juntos),
mediante una acción que pasa por hacerse cargo, cargar con y encargarse de la
realidad del otro de manera recíproca y constante (cambiamos juntos).
Este proceso no adviene de manera natural o inconsciente. Como cualquier otro
valor social urgente, necesita ser conquistado, a partir de unas mínimas
garantías legales que establezcan reglas de juego y oportunidades comunes a
todos; activado, mediante la movilización social generadora de una conciencia
colectiva y un desarme cultural que afecte a la mayor cantidad de los habitantes
de un país, una comarca, un barrio o una casa de vecinos; y también enseñado /
aprendido, mediante procesos educativos dentro y fuera de la escuela, que
susciten conocimientos significativos en torno a la diferencia y a los diferentes.
Tales tareas no pueden verificarse más que de manera interdependiente y
simultánea, si queremos que afecten y consoliden ese otro mundo posible que
proclaman los movimientos sociales por una globalización alternativa.
¿En qué medida los procesos educativos deben organizarse de acuerdo con una
determinada cultura, especialmente cuando dicha cultura constituye el
aglomerado fundamental de una identidad política? Y, por otro lado, ¿Cómo
puede construirse una educación no sólo universal, sino también
universalizadora -globalizadora se suele decir en estos momentos-, que rompa
con las visiones escolares cerradas sobre sí mismas e ignorantes de otras
realidades, que tanto contribuyen a dificultar el diálogo intercultural y que son el
sedimento de tantas actitudes y prácticas racistas y xenófobas? No existen
respuestas precisas a estos interrogantes, puesto que la opción por la diversidad
cultural como eje para la configuración de una ciudadanía del mundo está aún
pendiente de ser elaborada.
Parece claro que la necesidad de la diversidad cultural como garantía de paz no libera
al proceso de conflictos; al contrario, intensifica muchos problemas y hace presentes
otros que permanecían al margen, relegados al olvido o desactivados de manera
interesada. La cuestión estará entonces no en los mencionados conflictos, sino en la
metodología que utilicemos para afrontarlos, en el desafío de convertir la diversidad en
mezcla real, en intercambio consciente, en el territorio del porvenir.
ALGUNOS MATERIALES DE CONSULTA Y REFERENCIA
PARA EMPEZAR:
Dolores Juliano, Educación intercultural. Escuelas y minorías étnicas, Madrid,
EUDEMA, 1993; Barnabas Kindersley, Anabel Kindersley, Niños como yo, Madrid,
Bruño, 1995; Tahar ben Jelloun, Papá, ¿qué es el racismo?, Madrid, Alfaguara, 1998;
Graciela Malgesini, Carlos Giménez, Guía de conceptos sobre migraciones, racismo e
interculturalidad, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2000; José Ignacio Ruiz de
Olabuénaga, Inmigrantes, Madrid, Acento, 2000; Francesc Mas, Rompiendo fronteras.
Una visión positiva de la inmigración, Barcelona, Intermón-Oxfam, 2001; Sami Naïr, La
inmigración explicada a mi hija, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2001; Ignasi Riera,
Emigrantes y refugiados. El derecho universal de la ciudadanía, Barcelona, Plaza &
16
Janés / Intermón-Oxfam, 2002; Pedro Sáez Ortega, Educar en la escuela multicultural,
Madrid, CCS / ICCE, 2002; Margarita García O’Meany, Yo no soy racista, pero...
Justificando la discriminación, Barcelona, Intermón-Oxfam, 2002.
PARA PROFUNDIZAR:
Javier de Lucas, El desafío de las fronteras. Derechos Humanos y xenofobia frente a
una sociedad plural, Madrid, Temas de Hoy, 1994; Michael Wieviorka, El espacio del
racismo, Barcelona / Buenos Aires, Paidós, 1994; Emmanuel Todd, El destino de los
inmigrantes. Asimilación y segragación en las democracias occidentales, Barcelona
Tusquets, 1996; Alain Touraine, ¿Podemos vivir juntos? Iguales y diferentes, Madrid,
PPC, 1997; Adela Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía,
Madrid, Alianza, 1997; Xabier Etxeberria, Ética de la diferencia. En el marco de la
Antropología Cultural, Bilbao, Universidad de Deusto, 1997; Colectivo IOÉ, Inmigrantes,
trabajadores, ciudadanos. Una visión de las migraciones desde España, València,
Universitat de València/Patronat Nord-Sud, 1999; Joe L. Kincheloe, Shirley R.
Steinberg, Repensar el multiculturalismo, Barcelona, Octaedro, 1999; Xavier Besalú,
Diversidad cultural y educación, Madrid, Síntesis, 2002; Giovanni Sartori, La sociedad
multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Madrid, Taurus, 2002.
PARA CAMBIAR LA MIRADA:
1) LECTURAS:
Tuiavii de Tiavea, Los papalagi, discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano, reunidos
por Erich Scheurmann, con dibujos de Jaost Swarte, Barcelona, Oasis, 1977; Marvin
Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura, Madrid, Alianza,
1980; Marc Ferro, Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero, México,
FCE, 1981; Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, México,
Siglo XXI, 1987; Günter Wallraff, Cabeza de turco. Abajo del todo, Barcelona,
Anagrama, 1987; Nigel Barley, El antropólogo inocente. Notas desde una choza de
barro, Barcelona, Anagrama, 1989; Tomás Calvo Buezas, El racismo que viene. Otros
pueblos y culturas vistos por profesores y alumnos, Madrid, Taurus, 1990; Emilio
Temprano, La caverna racial europea, Madrid, Cátedra, 1990; AA.VV., La
interculturalidad que viene. El diálogo necesario, Barcelona, Icaria / Fundació Alfonso
Comín, 1998; Pierre Bordieu (Dir.), La miseria del mundo, Madrid, Akal, 1999.
2) PELÍCULAS:
El festín de Babette (G. Axel, 1988); Bagdad Cafe (Percy Adlon, 1987); Haz lo que
debas (S. Lee, 1989); Las cartas de Alou (M. Armendáriz, 1990); Lamerica (G. Amielo,
1994); Un verano en La Goulette (F. Boughedir, 1995); Flores de otro mundo (I.Bollaín,
1999); Oriente es Oriente (D. O’Donnell, 1999); Little Senegal (R. Bouchareb, 2000); En
este mundo (M.Winterbotton, 2002) -el cine supuestamente dedicado al público infantil,
especialmente algunas películas de animación recientes, afrecen una panorámica
sobre la diversidad cultural, mucho más rica de lo que pudiera pensarse a simple vista:
Pesadilla antes de Navidad de Tim Burton (H. Selick, 1993); Babe, el cerdito valiente
17
(Ch. Noonan, 1996); Hormigaz ( E. Darnell, T. Johnson, 1998); Bichos (J. Lasseter,
1999); El gigante de hierro (B. Bird, 1999); Tarzán (K. Lima, Ch. Buck, 2000); Historia
de una gaviota (y del gato que le enseñó a volar) (E. D’Aló, 2000); Kirikú y la bruja (M.
Ocelot, 2001); Shrek (A. Adamson, V. Jenson, 2002); Lilo y Stitch (Ch. Sanders, D.
Deblois, 2002)-.
3) CANCIONES:
Pablo Guerrero: Emigrante (En el Olympia, Movieplay, 1975) y Mi amigo polaco
(Sueños sencillos, Resistencia, 2000); Pedro Guerra: Contamíname (Golosinas, BMG
Ariola, 1994) y Extranjeros (Ofrenda, BMG, 2000); Carlos Cano: Canción para Lucrecia
(Forma de ser, EMI, 1994); Joan Manuel Serrat: Te guste o no (Nadie es perfecto, BMG
Ariola, 1994); Joaquín Sabina: La casa por la ventana (Esta boca es mía, BMG Ariola
1994); Silvio Rodríguez: Fronteras (Expedición, Fonomusic, 2002); Luis Pastor: En las
fronteras del mundo (Soy, Madrid, 52PM, 2002, Colección Lcd El Europeo nº 25) además de las canciones citadas, reseñamos un disco compacto recientemente
editado: AA.VV.: Gente que mueve su casa. Una teoría sobre la migración,
Contamíname -Fundación para el Mestizaje Cultural- / Fundación Comunicación y
Democracia, 2004, que contiene canciones -de Pedro Guerra, Luis Pastor, Marina
Rossell, Rogelio Botanz o Javier Álvarez, entre otros-, cuentos y recursos didácticos-.
PARA EDUCAR
Colectivo Amani, Educación Intercultural. Análisis y resolución de conflictos, Madrid,
Popular, 1992; Luis A. Aranguren Gonzalo, Pedro Sáez Ortega, De la tolerancia a la
interculturalidad. Un proceso educativo en torno a la diferencia, Madrid, Anaya, 1998;
AA.VV. -Proyecto Visquem la Diversitat, Vivamos la diversidad. Materiales para una
acción educativa intercultural, Madrid, Los Libros de la Catarata, 1998; Miguel Ángel
Essomba (Coord.), Construir la escuela intercultural. Reflexiones y propuestas para
trabajar la diversidad étnica y cultural (Barcelona, Graó, 1999); Francesc Arrey y otros,
Lejos de casa. Las migraciones contemporáneas, Barcelona, Intermón /Octaedro, 1999
-cuaderno de trabajo para el alumno y guía didáctica para el Profesor de Educación
Secundaria-.
18
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