1 [Este texto ha servido de base para el desarrollo de la ponencia marco del IV Foro de Educación en Valores “Educación: Aeropuerto Intercultural” , organizado por Entreculturas y Cáritas el 12 y 13 de noviembre de 2004. Se publicó en Vida Nueva, nº 2.441, 2 de octubre de 2004, págs. 23-30, con el título: “Diversidad cultural, ciudadanía del mundo”.] PEDRO SÁEZ ORTEGA LA DIVERSIDAD CULTURAL, HERRAMIENTA EDUCATIVA PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA PAZ [1] PARA EMPEZAR CON ALGUNOS PROBLEMAS Comenzar este pliego afirmando que uno de los más complejos desafíos de nuestro tiempo es la presencia de múltiples realidades humanas y culturales en las diversas escalas de nuestro entorno más inmediato puede parecer una obviedad, una de esas frases tópicas tan manidas, que al final acaban por no significar nada en concreto. Sin embargo, no parece que este auténtico reto de dimensiones planetarias haya sido asumido, a veces ni siquiera percibido con cierta profundidad, por el conjunto de la sociedad -desde las instituciones representativas del poder político o económico hasta la gente corriente-, salvo como reacción defensiva ante la percepción del “peligro” que anuncian sus manifestaciones externas: por ejemplo, la presencia visible de seres humanos procedentes de muchos países y culturas distintas en los barrios, las calles, los parques y las plazas que hasta hace bien poco considerábamos de “nuestra” propiedad - y que, no está de más decirlo, tan poco cuidábamos, aunque ahora ciertos ciudadanos de pro se quejen de la suciedad y el desorden que provocan los extranjeros que ocupan sin permiso los espacios públicos a que tienen derecho-; la incorporación masiva de escolares foráneos de “bajo nivel cultural” y acusada conflictividad a “nuestros” centros educativos, lo que, según la opinión de algunos, degrada la “calidad” del sistema hasta extremos insoportables -de ahí la práctica de evitarlos en la medida de lo posible-; o la identificación del trabajador emigrante como un competidor aventajado -acepta sin protestar las condiciones salariales y laborales más duras, debido a su precaria situación legal- en la dura pugna por el acceso al empleo. Conviene, pues, trazar un conjunto de reflexiones que ayuden a leer este extraordinario y difícil “signo de los tiempos” en sus dimensiones más interpelantes y transformadoras, en primer lugar, para evitar que las mencionadas falacias, y otras de similar fuste, se impongan como “verdades”indiscutibles y amparen conductas individuales, prácticas sociales e incluso leyes indeseables; en segundo lugar, para generar “desarmes culturales” que faciliten los encuentros y los diálogos con las nuevas realidades. Iniciaremos nuestro recorrido analizando el sentido de la diferencia en las sociedades occidentales, para después situarnos a caballo entre el pasado y presente, indagando acerca de las causas y las consecuencias de los movimientos migratorios como factorías de producción de las realidades multiculturales que vivimos a diario. Valoraremos después las distintas actitudes con las que se encara esta situación, para finalizar recapitulando algunas conclusiones sobre el papel de la diversidad cultural en la construcción de una cultura de paz para el siglo XXI. El punto de partida y el de llegada de nuestro discurso se fundamenta en un análisis crítico de la realidad social, 2 pero no pierde de vista la perspectiva educativa desde la que escribimos. De ahí que las referencias a la escuela sean continuas, no sólo como reflejo de los problemas que acarrea el multiculturalismo, sino como herramienta, posiblemente decisiva, para afrontar dichos problemas. La educación intercultural, sus posibilidades y sus dificultades es, pues, un eje transversal, que recorre de principio a fin las cuestiones abordadas en estas páginas. [2] EL VALOR DE LA DIFERENCIA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA SOCIEDAD Las relaciones entre diversidad y homogeneidad han formado parte de la historia de la humanidad desde que el mundo es mundo. Cada época y cada cultura presentan su propia lectura de tales relaciones. Por lo que respecta al mundo occidental y al pasado más inmediato, podemos apuntar algunas cuestiones que servirán para situarnos adecuadamente en el presente. Desde las revoluciones del siglo XIX -y aún antes, desde la formación de las monarquías absolutistas-, el lento pero inexorable proceso de implantación del estado-nación supuso la creación de una serie de instrumentos para hacer coincidir dicha construcción política con la sociedad sobre la que se edifica: el servicio militar obligatorio, el sufragio universal, o la enseñanza obligatoria, se conciben a un tiempo como mecanismos de control, factores de uniformidad y condiciones mínimas para el ejercicio de la ciudadanía y la adquisición de la nacionalidad legal y (senti)mental, por encima de las existencias individualizadas y culturalmente diferentes de los habitantes del territorio que se organizaba y administraba. Esto explica la exclusión inicial de las mujeres -cuestión relativamente resuelta en las leyes, pero no en la cultura, como podemos comprobar a diario-. Entre la intención de despersonalizar y someter al orden vigente a todos sus súbditos y el proyecto de igualdad efectiva para todos sus ciudadanos, esta tensión llega hasta hoy, con rasgos nuevos. Lo que distingue el momento presente de los anteriores es que, si bien en otros tiempos las diversidades -por lo general, recluidas en el espacio privado-, aparecían en un entramado de comunidades de sentido que afectaban a todos los miembros de la sociedad, entramado que se desarrollaba con inusitada fuerza y coherencia en ámbitos como la familia, la iglesia o la escuela, en la actualidad dichas socializaciones o brillan por su ausencia o no son comunes a todos. Además, han abandonado el ámbito de la intimidad individual, se han hecho públicas y reclaman un reconocimiento social o un poder político, que suscita numerosos conflictos. Protagonizan la vida en común mostrando la posibilidad de una convivencia basada en el respeto y la tolerancia; en este sentido, son un verdadero test para la democracia; pero también pueden adquirir formulaciones aberrantes, generadoras de violencia, como el fundamentalismo terrorista o el integrismo étnico. Esto explica la incertidumbre en que se debaten no sólo las instituciones políticas, sociales o religiosas, sino también los ámbitos domésticos o escolares. No está claro qué debe transmitir y cómo hacerlo, puesto que nadie ofrece una oferta de sentido coherente y común, un para qué aceptable por todos, pero sobre todo deseable como meta o destino que justifique el camino recorrido. Semejante crisis, sin embargo, no tiene por qué ser asumida recurriendo a la resignación apesadumbrada o al catastrofismo desesperanzado -y mucho menos mediante la huida hacia la identidad pura excluyente y genocida. También es posible interpretarla como una manifestación 3 explícita de los tiempos actuales, portadora de posibilidades y desafíos que no admiten rechazos ni marchas atrás. En medio de este debate, en el que la escuela ocupa el centro -por un lado desprestigiada por el resto de los agentes de socialización, por otro lado acuciada perentoriamente a asumir cualquier problema generado por la sociedad en que vivimos, aparecen los resultados humanos de los procesos migratorios, impregnados de distintos referentes culturales y vitales, que buscan incorporarse a la sociedad de acogida, incluso si su respectiva tradición cultural la cuestiona o la niega independientemente de sus justificaciones, los prejuicios no son patrimonio exclusivo de Occidente-, y que plantean desafíos incluso a la hora de formularlos adecuadamente. ¿Qué hacer frente a esta crisis multicultural? Continuemos dentro de la escuela, fiel de este maremagnum planetario que hemos descrito. Frente a la peligrosa e inútil tentación de cerrar filas y defender una idea de enseñanza anclada en el pasado -la transmisión vertical de saberes académicos-, se abre paso una concepción de la misma mucho más, y mucho más consecuente con el mundo en que vivimos: la propia escuela sería así una encrucijada de diversas culturas: la académica, que parece interesar sólo a los profesores-; la crítica -secuestrada en el espacio de los valores formales-; la social -mediatizada por los poderosos medios de masas-; la institucional -monopolizada por el poder y sus estadísticas-; y la de la experiencia -progresivamente degradada por sus simulacros posmodernos-. ¿A cuál dar la máxima prioridad, cuando la presencia de alumnos de procedencias e intereses dispares crece sin parar?¿Es posible no elegir, bajo el pretexto de la pretendida “neutralidad” cultural de los servicios educativos? Parece, pues, que la presencia de los otros genera o agrava la conflictividad escolar existente, por muchas razones que sería prolijo enumerar ahora, y que irán apareciendo en las páginas siguientes: la interacción asimétrica entre la cultura del que llega y la cultura del que recibe -a menudo, de forma nada hospitalaria o acogedora-, produce modificaciones en ambas, a veces traumáticas o no del todo asimiladas por las dos partes; igualmente, obliga a modificar ritmos de enseñanza y aprendizaje, estableciendo programas de diversificación y compensación educativa, por lo general insuficientes incluso como paliativos; propicia tensiones y enfrentamientos que deterioran la convivencia entre iguales; o pone en evidencia las limitaciones de la transmisión de los currículos disciplinares establecidos. Estos problemas, por supuesto, son reflejos, a veces anecdóticos, de la cuestión central: el sentido educativo que tienen las realidades multiculturales que crecen a diario en las aulas, y especialmente las múltiples actitudes que suscita la diversidad vital que genera, es decir, su valor como “signo de los tiempos”, tal como hemos indicado al principio: ¿Se trata de asimilar a las minorías, eliminando cualquier diferencia? ¿Integrar de manera subordinada, a través de la adaptación funcional de las minorías a la posición mayoritaria? ¿Adaptar la cultura dominante a las nuevas realidades que llegan a los centros educativos? ¿Qué ocurre entonces con las identidades y los valores de unos y otros? ¿Cómo se establecen los mínimos comunes para sostener una sociedad plural en la que las diversas culturas puedan convivir en igualdad y respeto mutuo -no mediante la recíproca e imposible ignorancia, sino a 4 través de la siempre complicada interacción mutua? Para tratar de encontrar respuestas, sumerjámonos por un momento en la historia reciente de nuestro mundo. [3] LA FORMACIÓN DE LAS SOCIEDADES MULTICULTURALES CONTEMPORÁNEAS Como tenemos ocasión de percibir a diario, el mundo globalizado en que vivimos aparece recorrido por fenómenos migratorios de carácter masivo y generalizado que están transformando el paisaje del planeta nuestra sociedad a una enorme velocidad -al menos, así es percibido por la mayoría-. Dichos fenómenos migratorios se asocian a otros problemas mundiales, desde la transnacionalización financiera al terrorismo internacional, y se interpretan como conflictos o choques de civilizaciones. Una vez más, la dicotomía cristiano/musulmán, sinónimo de occidente/oriente, vuelve a aparecer como la clave que explica todo: hordas integristas que se instalan en las ciudades europeas y van avanzando en el control social de los barrios; ejércitos de fanáticos suicidas que tejen sus redes de muerte por el mundo y amenazan la paz y la seguridad de todos; mafias organizadas que multiplican los delitos en aquellos lugares donde se instalan. Lo que dice la Historia: Es preciso desmantelar este tinglado ideológico, tan peligroso o más que los peligros reales que pretende conjurar. Para ello, establezcamos, en primer lugar, qué significa lo que muchos describen como “irrupción del otro”, como si fuera algo violento, molesto o novedoso, pero que, en realidad, constituye lo más característico en cualquier tiempo y lugar. ¿En qué nos basamos para sustentar semejante afirmación? Los fenómenos migratorios han existido siempre, de tal manera que sin ellos no habría historia. Forman parte, pues, de la “larga duración” del devenir de las sociedades humanas en distintas intensidades: pueden verse afectados por algún acontecimiento, perteneciente a un país y a un momento concreto de su historia -la hambruna en Irlanda, a mediados del siglo XIX; la guerra civil en España, entre 1936 y 1939-, o más extendidos desde el punto de vista cronológico y geográfico -la expansión colonial europea del siglo XIX como precedente inmediato de la “respuesta” de los pueblos colonizados al comenzar el siglo XXI-. Los procesos migratorios generan complejas crisis en las sociedades que se ven afectadas, tanto las expulsivas como las receptoras: en ambos casos, estas alteraciones producen transformaciones profundas e irreversibles en su seno, verdaderos “saltos cualitativos” que se traducen en cambios políticos -la democracia ateniense del siglo V a.C. como resultado de las colonizaciones griegas a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo-; construcciones nacionales EE.UU., entre el último tercio del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX-; modificaciones económicas y sociales de largo alcance -el renacimiento urbano de los siglos centrales del medievo-, y fisonomías culturales nuevas -el mundo helenístico como contexto de la aparición del cristianismo en el siglo I d.C. 5 Estas transformaciones no consistieron -ni consisten-, ni única ni principalmente, en cataclismos violentos. Los intercambios “silenciosos”, tanto vitales como materiales, han sido y son mucho más intensos y duraderos que los choques o enfrentamientos dramáticos: es cierto que la coexistencia de judíos, cristianos y musulmanes en la Edad Media estuvo llena de hechos violentos -campañas militares, destrucción de juderías, oleadas de fanatismo religioso-, pero no puede reducirse a ocho siglos de batallas, cruzadas y hogueras. Las migraciones se deben a múltiples causas, que son al mismo tiempo diferentes para cada etapa histórica y comunes a todas las civilizaciones. De una u otra manera, aunque las circunstancias varíen en el correr de los siglos, existe un marco universal que afecta al conjunto de la especie humana, por encima de las culturas concretas en que se expresa: la tensión entre el nomadismo y la sedentarización, entre el viaje (Odiseo, Moisés) y el destino (Ítaca, la Tierra Prometida), ha sido y es una de las narraciones míticas mas comunes de cualquier pueblo, de cualquier individuo. A veces, este componente atemporal se evoca de manera parcial e interesada -así, en el momento presente, las incómodas alteridades presentes en calles y plazas se explican como asaltos al paraíso de prosperidad de Occidente por parte de los bárbaros del Sur-, sin reflexionar sobre la propia historia de cada pueblo o lugar. Lo que muestra el presente: Al examinar el contexto histórico, social y cultural de este siglo XXI que ha iniciado su andadura, vemos que el hecho migratorio afecta -y en muchas ocasiones interrumpe de forma abrupta y sin sentido- el periplo vital de millones de personas: el peregrinaje de Ulises hacia su añorada patria no es hoy motivo para hacer poesía, sino crónica diaria de pateras a la deriva; cuerpos ahogados en el mar o sofocados en los huecos clandestinos de los camiones; playas donde los náufragos yacen agotados, sin Nausicaas que los descubran y se apiaden de su fragilidad, sin feacios que los acojan hospitalarios, ayudándoles a reposar y proseguir su aventura. ¿Cuáles son las causas que permiten indagar en el entramado de esta tragedia? El tratamiento de la diversidad cultural exige referirse al "contexto histórico-existencial", que caracteriza la época que nos ha tocado vivir. Dicho contexto es el resultado del entrecruzamiento de una serie de fenómenos demográficos, políticos, sociales y culturales, presentes de manera recurrente y tópica en los medios informativos, que enumeramos sin establecer ninguna jerarquía entre ellos, atendiendo, eso sí, a los aspectos menos llamativos o espectaculares de los mismos, con el fin de valorar críticamente las imágenes configuradas a su alrededor: Comenzamos por aquello sobre lo que parece existir un consenso generalizado: vivimos en un planeta “mundializado” e interdependiente en el que, tras la guerra fría, los referentes ideológicos generadores de significado en el terreno político, social y cultural han perdido su simplicidad -comunismo frente a capitalismo-, haciéndose más difíciles de afrontar: el mercado, en el plano económico, con sus intereses centrados en la búsqueda del máximo beneficio a lo largo y a lo ancho de todo el planeta, y los medios de comunicación social, que a diario 6 difunden a través de sus canales audiovisuales una cultura uniforme y descontextualizada, buscando su aceptación universal en términos de niveles de audiencia, parecen ser los dos grandes símbolos transnacionales del nuevo orden mundial. A este respecto, se suele decir que los medios de masas son los responsables directos de la supresión de las diferencias culturales, no mediante una síntesis, sino a través de la imposición de un modelo -el varón blanco occidental, mejor si es anglosajón-, considerado como la referencia óptima a imitar por los demás; si bien, por otro lado, la difusión de los mensajes audiovisuales supone una garantía para favorecer el encuentro con el otro -por ejemplo, a través de Internet-. En todo caso, los productos audiovisuales e informáticos de hoy son poderosísimas factorías de construcción de imágenes y estereotipos difíciles de cuestionar, y que aún esperan ser abordados con la importancia que merecen en los ámbitos educativos formales, dominados todavía por el academicismo decimonónico incluso cuando tratan de usar los denominados “medios audiovisuales”. Pongamos un ejemplo del poder de esta “cultura del espectáculo”: la mayoría de la población española calcula la presencia extranjera en España con cifras que están espectacularmente por encima de la realidad, de la misma forma que ignora que el número de emigrantes españoles en el extranjero es aún muy importante, y hasta hace poco era incluso superior al de emigrantes foráneos en España. ¿No será que la frecuencia con que aparecen noticias que asocian la llegada o la presencia de extranjeros con diversas amenazas -paro, droga, delincuencia-, influye en el error de apreciación, contribuyendo, por tanto, a consolidar una opinión pública profundamente desinformada, en la medida en que vive saturada de información? Esta mencionada globalización financiera y audiovisual, que muchos califican de caótica, se enfrenta cotidianamente a una serie de conflictos que los actores clásicos de las relaciones internacionales -estados nacionales, instituciones supranacionales-, no son capaces de gestionar de acuerdo con los principios teóricos de paz, justicia y seguridad. El creciente abismo de la pobreza arroja a las personas, los pueblos y los países perdedores a la búsqueda desesperada de soluciones que a menudo pasan por los enfrentamientos armados o la adhesión a fundamentalismos culturales o religiosos de diverso signo. Frente a los que califican estos movimientos como herencias feudales contrarias a la modernidad, otros prefieren situarlos en el contexto del vacío social, político y cultural que se ha ido proclamando como la única alternativa al triunfo del mercado La ideología economicista -casi es mejor hablar de "teología" economicista, y, en este sentido, nos encontraríamos con otro rostro más del fundamentalismo-, con su patente de corso para unificar el planeta de acuerdo con la ley del máximo beneficio en el menor tiempo, recibe la contestación de ciertas identidades culturales, que pretenden salvaguardar lo que de específico tiene cada grupo humano frente al peligro de la disolución de su "lugar en el mundo". Pero dicha contestación no sólo se manifiesta en forma de protesta pacífica, de alternativa practicable al desorden mundial. Puede llegar a adquirir unas dosis de violencia nihilista tan difícil de comprender y soportar como la que 7 arrasó el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, y después ha continuado su periplo de muerte y destrucción por Bagdad, Madrid o Beslán. Los fenómenos migratorios Sur-Norte son otra de las opciones frente al callejón sin salida del hambre y de la exclusión social. En realidad, estos procesos actuales son una respuesta de largo plazo a la expansión demográfica, política, económica e ideológica de los europeo-occidentales desde el siglo XVI -pero, sobre todo, desde finales del siglo XIX-. Tras la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de mano de obra no especializada para recuperar el nivel de productividad anterior al conflicto -en competencia con el bloque del Este- se hizo acuciante, y encontró una solución en los habitantes de los países europeos pobres y las naciones afroasiáticas recién descolonizadas. La crisis económica global del capitalismo a comienzos de los años setenta provoca una nueva oleada migratoria desde el Sur, a pesar de que las dificultades para obtener un empleo estable y a largo plazo son ahora mucho mayores Recientemente, los procesos migratorios Este-Oeste, tras la descomposición de los regímenes comunistas del antiguo bloque soviético, se han unido a los procedentes de los países tradicionalmente situados dentro del denominado Tercer Mundo. Estas migraciones coinciden con el proceso de integración europea, que pretende construir un espacio común para los estados del viejo continente, que a su vez se constituyeron mediante procesos de intercambio y conflicto entre diferentes culturas, lo que pone en evidencia, una vez más, la debilidad interesada de la memoria histórica a la hora de entender el presente. La edificación de la “fortaleza europea” frente al “asalto de los bárbaros” no augura nada bueno en el futuro inmediato. De todas formas, conviene precisar que las migraciones masivas se producen, sobre todo en el interior de los países del Sur -así, las macrocefalias urbanas debidas a la llegada de gentes procedentes del medio rural en África, Asia y América Latina-, y entre dichos países, a causa de las guerras, las hambrunas, o las epidemias, características de los denominados estados frágiles, bien distintas a las sociedades multiculturales del Norte -si bien las ciudades de la periferia de Paris o los guetos de Nueva York presentan situaciones igualmente dramáticas, que tienen mucho que ver con los conflictos étnicos y sociales-. Así, pues, por mucho que se hable de “invasión”, “marea” o “avalancha”, el porcentaje de emigrantes del Sur que logra llegar al mundo occidental es pequeño, si lo comparamos con estas otras realidades menos presentes en los medios de comunicación de masas, y se ve igualmente favorecido por la demanda laboral de los mercados desrregularizados de los países ricos La aparición de sociedades multiétnicas y multiculturales coincide, por tanto, con una época de incertidumbres e inseguridades generalizadas, que se refleja claramente en las grandes aglomeraciones urbanas y en sus poblaciones periféricas. Como ya hemos señalado, la ausencia de respuestas a las manifestaciones más inmediatas de esta crisis -desempleo, desmantelamiento del tejido industrial, degradación de la vida cotidiana-, está en la base de la aparición de un malestar social y cultural, manifestado en la extensión de una cultura de la violencia, que tiene como objetivos inmediatos de su furia irracional 8 y compulsiva todo lo que ponga en peligro la identidad, tribal y alienante, de los grupos que la practican. Es cierto que existen también factores endógenos en esta abundancia de integrismos ultranacionalistas y fundamentalismos pseudoreligiosos: conflictos como el yugoslavo o el ruandés se nutren de componentes internos amasados por la historia de las comunidades y etnias que ocupan sus respectivos espacios. De la misma manera, la proliferación de bandas juveniles extremadamente violentas en las ciudades industrializadas europeas presenta causas específicas en cada país o en cada zona. Pero, por encima de la superposición de situaciones diferentes, existen algunas claves comunes que permiten clarificar el sentido general del proceso. Esta oleada de intolerancia étnica se dirige en las sociedades occidentales hacia los emigrantes extraeuropeos, que, según los estereotipos socializados intelectual y popularmente, cumplen todas las condiciones para convertirse en los chivos expiatorios del malestar social y cultural mencionado: quitan puestos de trabajo a los nacionales; sus pautas de conducta son bárbaras, peligrosas o inasimilables a los valores cívicos de la modernidad; están relacionados con las prácticas sociales más degradadas, como la delincuencia organizada, el tráfico de drogas y la prostitución; suponen un gasto extra para los limitados presupuestos de los gobiernos, que apenas garantizan el mantenimiento del estado de bienestar para los de aquí. En este contexto aparecen las nuevas / viejas ideologías y actitudes racistas y xenófobas, que se refugian en una pretendida “identidad” exclusiva y excluyente, constituida a base de seudomitos históricos, prejuicios sociales y discursos retóricos. Las respuestas-refugios frente a los conflictos provocados por las realidades multiculturales presentan diversas manifestaciones: desde las mencionadas acciones violentas de grupos organizados con ese fin hasta la consolidación de fuerzas políticas que basan su éxito en la socialización populista de dichas bases ideológicas, pasando por un abanico de actitudes individuales y políticas menos fáciles de identificar y cuantificar. Dentro de éstas entraría lo que se ha denominado racismo light, que actúa por omisión, reaccionando con pasividad e indiferencia -lo que habitualmente quiere decir oculta simpatía- ante los actos de violencia dirigidos hacia la población extranjera; o el racismo cultural, que enmascara las viejas argumentaciones biologicistas con otros razonamientos -incluso formulados (a)científicamente-, acerca de la superioridad blanca-occidental, mediante razones ambientales y educativas. En este sentido, los argumentos de aquellos que defienden la presencia de extranjeros en las sociedades occidentales por razones estrictamente utilitarias -su precariedad legal permite mantener a la baja los salarios y las condiciones laborales; contribuyen a sufragar las pensiones y otros gastos de la Seguridad Social que garantizan “nuestro” bienestar; pueden usarse como soldados para ejércitos que, como el español, no andan sobrados de personal; “rejuvenecen” la población, lo que asegura la supervivencia de la escuela pública-, constituyen otra perversión bien urdida -porque no está exenta de propósitos saludables- del entramado ideológico descrito. 9 A pesar de todo, estos funestos "(contra)signos de los tiempos" generan unas respuestas comprometidas con su tratamiento desde la justicia, la cooperación y la solidaridad, de la que son buena muestra la eclosión movimientos sociales de nuevo cuño, como las organizaciones no gubernamentales, los grupos y plataformas ecologistas, feministas y pacifistas, que ahora están centrados en las protestas a favor de una globalización alternativa, de rostro humano, o la aparición de ciertas tendencias sociológicas que contrastan con las apuntadas más atrás -así, por ejemplo, la necesidad de proteger el medio ambiente, o la contestación mundial frente al discurso de la “guerra preventiva”-. En resumen, el modelo de globalización provoca -además de ingentes beneficios económicos y estratégicos para quienes lo controlan- la aparición de un mundo fragmentado, escindido entre una minoría de privilegiados y una inmensa mayoría de excluídos: el resultado es un planeta en el que malviven millones de “náufragos” -dos tercios de la humanidad-, sometidos al incierto destino de las frágiles embarcaciones en las que apenas se sostienen en pie. Mientras los transatlánticos de lujo navegan poderosos e indiferentes, dejando un rastro de residuos físicos y humanos que, como anuncian algunos, pronto bloqueará sus sistemas de propulsión y les dejará varados en medio del océano de la pobreza. ¿Qué sucederá entonces? En las posibles respuestas a esta cuestión clave está en juego el futuro del planeta. De ahí que el tratamiento de las migraciones y sus consecuencias resulte decisivo como palanca de cambio social y cultural. Por eso es necesario revisar las distintas posturas con las que se encara un acontecimiento de tanta trascendencia. [4] ACTITUDES FRENTE A LA DIVERSIDAD: DEL EXTERMINIO AL DIÁLOGO El otro, identificado de manera discriminatoria por el color de la piel o por sus costumbres y prácticas religiosas, aparece, pues, en un tiempo marcado por la incertidumbre -no sabemos dónde vamos: el crecimiento material duda entre el suicidio hacia adelante o el reconocimiento de sus límites ecológicos-, el caos -no sabemos quiénes somos y qué estamos haciendo aquí: la sociedad no busca horizontes de sentido, que conformen unos valores éticos para caminar por la vida y por el mundo-, y el riesgo -no sabemos qué queremos ni qué va a ser de nosotros: el dogma del mercado, sintetizado en el beneficio a corto plazo, se ha convertido en una religión universal-. Se enfrenta, además, a un mundo gestionado desde el miedo, la ignorancia interesada y el poder, cuyo modelo más preclaro parece ser el gobierno ultraderechista de EE.UU., regido por un fundamentalismo pseudorreligioso, espejo y contrario del integrismo terrorista que dice combatir. La apología de la violencia bélica como medio para afrontar los problemas de la humanidad se alimenta de la permanente confusión entre las manifestaciones de los conflictos y las raíces de los mismos. Como ya sabemos, los atentados del 11 de septiembre de 2001 constituyeron una grave advertencia acerca de la deriva de la política y la sociedad mundial: ¿Comprendió el gobierno de George W. Bush el trasfondo de esa barbarie cuando atacó Afganistán y ha invadido Iraq, o se está guiando por la simple venganza, por la afirmación de su incontestada hegemonía militar?¿Han resuelto las guerras emprendidas en Afganistán e Iraq la amenaza del 10 terrorismo internacional?¿Estamos ahora en un mundo más seguro y justo y con un porvenir más razonable? Volvamos de nuevo a la escuela. Todas las cuestiones mencionadas se reflejan de alguna forma en sus aulas, constituyendo un haz de problemas que estallan de forma esporádica o se enquistan de manera más o menos velada en el ritmo diario de los procesos de enseñanza y aprendizaje. La existencia de alumnos de diversa procedencia cultural que no sólo conviven entre sí, sino que participan juntos en un determinado modelo educativo que a largo plazo resulta decisivo para su crecimiento como personas, obliga a plantearse una serie de acciones, que reflejan otras tantas actitudes vitales a la hora de construir una pedagogía que sea capaz de responder al reto de la multiculturalidad. El tema de las relaciones entre escuela y diversidad cultural es tan antiguo como la escuela misma, pero, para el caso concreto que nos ocupa, estas cuestiones comenzaron a debatirse tras el final de la 2ª Guerra Mundial, en el contexto de la descolonización, cuyos procesos provocaron un importante trasvase de población indígena a sus antiguas metrópolis, así como una serie de movimientos dentro de los nuevos estados independientes, debido a las continuas redefiniciones de fronteras políticas. Según el modelo clásico impuesto en la colonia, se trata, en primer lugar, de incorporar a los grupos étnicos minoritarios, tradicionales o procedentes de migraciones recientes, a la sociedad receptora, mediante la asimilación, es decir, el abandono forzado y completo de su propia cultura, que queda sometida y subordinada a la cultura dominante, manteniendo solamente aquellas características que resulten inofensivas, marginales y periféricas al sistema impuesto -por ejemplo, las manifestaciones folklóricas gitanas durante el franquismo-. Posteriormente, en los años setenta y ochenta, las nuevas circunstancias históricas -mayo de 1968; crisis económica, conflictos armados en el Tercer Mundo, distensión Este-Oeste, hasta la 2ª Guerra Fría-, modifican los objetivos: ahora se trata de favorecer y reforzar la convivencia entre las distintas culturas, como medio para garantizar la cohesión social y la estabilidad política, a través de, a) la atención a la diversidad étnica y el respeto distanciado por los aprendizajes característicos de cada cultura, lo que propiamente constituiría la "pedagogía multicultural", afín al relativismo cultural; y b) la integración de los diferentes grupos culturales en espacios de reconocimiento e intercambio recíproco, lo que ya podemos definir como "pedagogía intercultural". Cada uno de estos modelos se reproduce hoy, tanto dentro como fuera de las aulas, aunque ninguna de estas actitudes -asimilación, separación, encuentro, incluso marginación o persecución genocida-, se presenta de forma pura y perfectamente definida. Así, por ejemplo, la asimilación a la cultura dominante y sus modelos de excelencia, se presenta para algunos como un valor positivo, e incluso necesario en algún momento, para evitar situaciones de exclusión que el mismo grupo minoritario no desea. Al contrario, el reconocimiento de la multiculturalidad no siempre trae consigo una propuesta de verdadero diálogo activo. A menudo se escuchan o se leen -en estudios seudocientíficos, en artículos periodísticos, en programas electorales-, 11 afirmaciones del estilo de ésta: "Todas las culturas son respetables, aunque no asimilables entre sí; pueden cohabitar en un espacio común, pero con la condición de no mezclarse e ignorarse mutuamente". Dejando aparte la imposibilidad material de que las culturas que coexisten en escenarios físicos próximos puedan vivir recíprocamente de espaldas, tales tesis abonan la legitimación del racismo cultural al que aludíamos antes, ya que, al insistir en su irreconciabilidad, favorecen su colisión. En definitiva, podemos apuntar cinco posibles actitudes a la hora de abordar la multiculturalidad desde el punto de vista educativo: desde el sinsentido de la negación de las diferencias culturales hasta la apología de la diversidad humana, el recorrido pasa por las siguientes etapas: El exterminio, que busca como objetivo la aniquilación de otra cultura que no sea la que tiene el poder físico o simbólico para realizar esta tarea, no solamente en el terreno material, sino, sobre todo, en el plano psicológico, mediante el ninguneamiento de las diferencias hasta alcanzar la invisibilidad total: la experiencia biográfica de Rigoberta Menchú es un buen ejemplo de cómo fueron y han sido tratadas las comunidades indígenas latinoamericanas de acuerdo con este objetivo. La separación del otro es la siguiente posibilidad. Por lo menos en este caso se distinguen sus rasgos, aunque se consideren inferiores, atrasados, indignos de convivir con la cultura dominante, que los aísla en espacios acotados y supuestamente impermeables, para evitar un contagio considerado degradante. La segregación es el resultado de esta actitud, que tiene en el apartheid surafricano y en la historia lejana y cercana de la población negra estadounidense algunos ejemplos significativos. La asimilación de las culturas diferentes, mediante su progresiva disolución en la oficial es una actitud muy frecuente. Se considera eficaz como medio para resolver los conflictos culturales, e incluso se razona en términos positivos: aumenta la cohesión del grupo y garantiza la igualdad de todos sus componentes entre sí. Por lo que respecta a las culturas disueltas, pueden incorporar de manera subordinada a la dominante alguno de sus rasgos más externos, lo que, por lo general, conduce a la pérdida de su sentido originario: la manera en que se “cristianizaron” algunos ritos paganos en la evangelización del continente americano, o, viniendo a una época mucho más reciente, la apropiación de la cultura flamenca por parte del franquismo, hasta convertirla en un seña de identidad para todo el país, son otros tantos ejemplos de asimilacionismo cultural. Las realidades multiculturales pueden afrontarse a través de la integración, que incorpora las distintas culturas dentro de un espacio común que se parece más a un supermercado mercado que a una plaza; es decir, que presenta cada cultura por sí misma, sin relación con las demás, porque 1) dicha relación acabaría por pervertirlas y contaminarlas, y 2) cada rasgo cultural, sea la prohibición ritual de comer carne de cerdo o la ablación del clítoris, tiene sentido y por lo tanto está justificado dentro la propia cultura, tal como a menudo 12 señalan los relativistas culturales. Una sociedad basada en la agregación de culturas tendría graves problemas para funcionar, dada la inexistencia de un código de valores y normas compartido. Por lo demás, ¿Cuánto tiempo pude sobrevivir -siquiera nacer- una cultura que conviva sin relacionarse con las demás? Finalmente, hay otro modelo de integración, que busca el encuentro, la puesta en marcha de un proceso que facilite la posibilidad de que las culturas se conozcan y comprendan, dialoguen entre sí en busca de los marcos de convivencia más adecuado para respetar sus expresiones singulares, y traten los conflictos que surjan de su relación continua a través de la cooperación y el respeto a las reglas de juego establecidas por todos y para todos. ¿Hasta qué punto estas condiciones rompen el orden vigente y suscitan una dinámica de transformación social profunda y complicada de llevar a la práctica? La actitud señalada , a) no resuelve los conflictos que introduce la presencia del otro en nuestra sociedad; en todo caso, produce otros nuevos, en la medida en que enfoca los ya conocidos a través de herramientas alternativas; b) en segundo lugar, no puede justificarse por las “virtudes naturales” del otro, ya que dichas virtudes innatas no existen: el otro es un ser humano sometido a las mismas limitaciones y contradicciones, grandezas y bajezas que yo, y su cultura presenta quizá tantos aspectos criticables y negativos como la mía -según el criterio que adoptemos para juzgarla, claro está-. No se trata de idealizar culturas ajenas, hasta el punto de ennoblecerlas (y falsificarlas ) con todos los atributos positivos imaginables, al tiempo que se condena sin remisión a la propia, como síntesis perfecta de todos los males y perversiones. El compromiso solidario en favor del otro -de la misma manera que el trabajo con los pobres y contra la pobreza- no proviene de su bondad intrínseca, sino de su condición, de su circunstancia vital; c) no es un proyecto cerrado, en el sentido de que tenga un final predeterminado: el objetivo no es únicamente integrar al otro o incorporar sus manifestaciones culturales a las nuestras, sino organizar un escenario para que el intercambio sea posible. ¿Qué realidades saldrán de ese mestizaje? Lo ignoramos - y está bien ignorarlo-, aunque trabajemos a diario para conseguirlo: nuestra tarea no es, por tanto, fijar una meta, sino establecer un procedimiento. [5] EL OTRO, ORIGEN, HERRAMIENTA Y DESTINO DE UNA CULTURA DE PAZ Pero el valor de la diversidad, como condición y posibilidad para construir otra mirada sobre el mundo en que vivimos, no terminará nunca de hacerse visible si solamente lo referimos al ámbito educativo formal o reglado. Necesitamos sembrar estos argumentos en la entraña misma de la sociedad en que vivimos, en las raíces que da sentido a su conciencia colectiva, como condición básica para la construcción de una cultura de paz desde la apertura al otro. ¿En qué nos apoyamos para hacerlo? Vamos a recapitular las ideas que hemos esbozado en los epígrafes anteriores, con el fin de establecer una suerte de currículo social acerca de la diversidad, que plantee las cuestiones fundamentales para su activación como valor de referencia: La diversidad recorre todas las escalas de las relaciones sociales, desde los 13 reductos de la intimidad cotidiana en el ámbito familiar o comunitario hasta los espacios de socialización escolar o laboral. Su defensa o su aniquilación constituye el trasfondo de muchas decisiones estratégicas, políticas y económicas a lo largo y a lo ancho de este mundo supuestamente globalizado. La invocación de lo diverso, ya sea para afirmar identidades de todo tipo -étnico, sexual, lingüístico- frente a estructuras, por lo general estatales o supraestatales, que las niegan o las silencian; ya sea para justificar los ideales cosmopolitas planetarios, más allá de fronteras y los códigos audiovisuales uniformadores, resulta un poderoso imaginario social y cultural generador de sentido para la mayoría de las acciones humanas. La diversidad, pues, dinamiza la historia, la grande y la pequeña, al poner en cuestión las pertenencias convencionales y los valores establecidos, suscitando así transformaciones materiales y mentales de largo alcance. El reconocimiento de la pluralidad existencial, social y cultural ha seguido una trayectoria atormentada y dramática, al compás de los grandes cambios que jalonan el devenir histórico de la humanidad. El otro ha expresado siempre el referente contrario, el espejo desde el que se han construido mentalidades colectivas, formas de conocimiento y comprensión del mundo para pueblos y civilizaciones: los bárbaros, a uno y otro lado del limes de los viejos imperios; los herejes frente a las formas religiosas dominantes; los nómadas, en los márgenes o en el interior de sociedades progresivamente sedentarizadas; las mujeres, los esclavos, los metecos y otros grupos invisibles a su reconocimiento por parte de los ciudadanos de las antiguas -y de algunas recientesdemocracias. En todos los casos mencionados, la idea de diversidad, como un componente de la realidad social, no como una patología o una disfunción, o como algo reducido al espacio privado u oculto, se ha ido imponiendo de manera lenta y problemática, con algunos hitos señalados, como las cruzadas, el descubrimiento del Nuevo Mundo, las guerras de religión del siglo XVII o los totalitarismos del siglo XX, apólogos de la disolución en el Estado o en el Partido del individuo, depositario último de una vida única e irrepetible, y de la liquidación genocida del otro. Por lo común, la existencia de lo diverso ha sido frecuentemente percibida como un problema o una dificultad que había que superar: el poder político, para organizar y controlar mejor a los habitantes del territorio bajo el que ejerce su acción; la institución escolar, para aumentar la eficacia reproductora del orden social establecido; la autoridad eclesiástica, para afianzar su autoridad dogmática y trascendente; los medios de comunicación social, en busca del espectador medio, de una opinión pública relativamente homogénea. Sin embargo, la plasmación de las ideas de tolerancia, democracia y solidaridad en el Declaración Universal de Derechos Humanos parecen haber alcanzado un consenso generalizado, al menos en Occidente. Otra cuestión es su verificación real, en un momento en que el planeta se ha convertido verdaderamente en una “aldea global”: el impacto audiovisual de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y de sus secuelas posteriores; la marea fundamentalista procedente del mundo islámico, vanguardia del “choque de civilizaciones” tantas veces augurado; la vuelta al espíritu de las guerras santas de la época de las 14 cruzadas; la proclamación solemne del “eje del mal”, generalizan los tópicos, los estereotipos, los prejuicios y tópicos asociados al otro, en un contexto de miedo, incertidumbre y caos, poniendo en cuarentena la tan necesaria “globalización” de los Derechos Humanos como garantía del respeto a la diversidad. En medio de esta compleja encrucijada del inicio del nuevo milenio, la diversidad cultural se presenta, pues, como un fenómeno que ofrece varias lecturas opuestas: por un lado, puede ser un pretexto para sostener identidades excluyentes, basadas en la afirmación metafísica y ahistórica del nosotros como negación de los otros, sacralizadoras de la pertenencia étnica como única manera de ser y estar en el mundo, al viejo estilo de los totalitarismos del siglo pasado; por otro lado, puede describirse como la suma posmoderna de diferencias aisladas entre sí; un mosaico de pertenencias recíprocamente ignorantes; la manifestación más inútil y hueca de la multiculturalidad, justificada por una burda interpretación del relativismo antropológico -toda cultura es válida desde el interior de ella misma y sin referencia a las otras-, que, a lo más produce una tolerancia pasiva y prejuiciada, positiva o negativamente, alimentada por el desconocimiento mutuo: un frágil e inestable tejido social que se rompe y fragmenta con suma facilidad (Yugoslavia, Ruanda). En ambos casos, las diferencias culturales son percibidas como inconvenientes que vienen de fuera y alteran el orden, que deben tratarse y corregirse mediante la liquidación, la discriminación o la invisibilidad. Pero la diversidad cultural puede ser también comprendida como un acontecimiento deseado, un proyecto necesario -por obvio: no podemos vivir sin interactuar con los demás-, y por ético; una ocasión privilegiada para el encuentro con el otro en el territorio común de la vida social, tanto en su vertiente privada como en la pública. Porque, en efecto, el reconocimiento de la diversidad supone una garantía -la única garantía- de la individualidad, de ese proceso de transformarse en persona que describe Octavio Paz en su poema Piedra de sol (1957): “para que pueda ser he de ser otro /salir de mi, buscarme entre los otros, / los otros, que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia”. Además, los individuos -sumas de identidades diferentesconfluyen en un territorio sociopolítico común, el cual les confiere su condición de ciudadanos, su pertenencia a un entramado simbólico y material que les reconoce y admite, otorgando sentido a sus disidencias en un especio de encuentro compartido: la necesidad de amparar y proteger esta pluralidad de proyectos y biografías, estas alteridades y desacuerdos, a menudo encarnados en minorías étnicas y sociales se convierte así en el patrimonio esencial de cualquier sociedad que aspire a la condición de plenamente democrática. En efecto, la presencia visible de los otros, la manifestación consciente y cotidiana de lo diverso, es una herramienta necesaria para revisar la propia cultura: primero, en lo que tiene de común con las demás; segundo, en las dificultades y bloqueos que impiden la relación con las demás -por ejemplo, las visiones eurocéntricas de la historia y del presente-; terecero, en los recorridos que facilitan el descubrimiento de la necesidad de encontrarse con las demás 15 (vamos juntos), para mezclarse y generar nuevas identidades (somos juntos), mediante una acción que pasa por hacerse cargo, cargar con y encargarse de la realidad del otro de manera recíproca y constante (cambiamos juntos). Este proceso no adviene de manera natural o inconsciente. Como cualquier otro valor social urgente, necesita ser conquistado, a partir de unas mínimas garantías legales que establezcan reglas de juego y oportunidades comunes a todos; activado, mediante la movilización social generadora de una conciencia colectiva y un desarme cultural que afecte a la mayor cantidad de los habitantes de un país, una comarca, un barrio o una casa de vecinos; y también enseñado / aprendido, mediante procesos educativos dentro y fuera de la escuela, que susciten conocimientos significativos en torno a la diferencia y a los diferentes. Tales tareas no pueden verificarse más que de manera interdependiente y simultánea, si queremos que afecten y consoliden ese otro mundo posible que proclaman los movimientos sociales por una globalización alternativa. ¿En qué medida los procesos educativos deben organizarse de acuerdo con una determinada cultura, especialmente cuando dicha cultura constituye el aglomerado fundamental de una identidad política? Y, por otro lado, ¿Cómo puede construirse una educación no sólo universal, sino también universalizadora -globalizadora se suele decir en estos momentos-, que rompa con las visiones escolares cerradas sobre sí mismas e ignorantes de otras realidades, que tanto contribuyen a dificultar el diálogo intercultural y que son el sedimento de tantas actitudes y prácticas racistas y xenófobas? No existen respuestas precisas a estos interrogantes, puesto que la opción por la diversidad cultural como eje para la configuración de una ciudadanía del mundo está aún pendiente de ser elaborada. Parece claro que la necesidad de la diversidad cultural como garantía de paz no libera al proceso de conflictos; al contrario, intensifica muchos problemas y hace presentes otros que permanecían al margen, relegados al olvido o desactivados de manera interesada. La cuestión estará entonces no en los mencionados conflictos, sino en la metodología que utilicemos para afrontarlos, en el desafío de convertir la diversidad en mezcla real, en intercambio consciente, en el territorio del porvenir. ALGUNOS MATERIALES DE CONSULTA Y REFERENCIA PARA EMPEZAR: Dolores Juliano, Educación intercultural. Escuelas y minorías étnicas, Madrid, EUDEMA, 1993; Barnabas Kindersley, Anabel Kindersley, Niños como yo, Madrid, Bruño, 1995; Tahar ben Jelloun, Papá, ¿qué es el racismo?, Madrid, Alfaguara, 1998; Graciela Malgesini, Carlos Giménez, Guía de conceptos sobre migraciones, racismo e interculturalidad, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2000; José Ignacio Ruiz de Olabuénaga, Inmigrantes, Madrid, Acento, 2000; Francesc Mas, Rompiendo fronteras. Una visión positiva de la inmigración, Barcelona, Intermón-Oxfam, 2001; Sami Naïr, La inmigración explicada a mi hija, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2001; Ignasi Riera, Emigrantes y refugiados. El derecho universal de la ciudadanía, Barcelona, Plaza & 16 Janés / Intermón-Oxfam, 2002; Pedro Sáez Ortega, Educar en la escuela multicultural, Madrid, CCS / ICCE, 2002; Margarita García O’Meany, Yo no soy racista, pero... Justificando la discriminación, Barcelona, Intermón-Oxfam, 2002. PARA PROFUNDIZAR: Javier de Lucas, El desafío de las fronteras. Derechos Humanos y xenofobia frente a una sociedad plural, Madrid, Temas de Hoy, 1994; Michael Wieviorka, El espacio del racismo, Barcelona / Buenos Aires, Paidós, 1994; Emmanuel Todd, El destino de los inmigrantes. Asimilación y segragación en las democracias occidentales, Barcelona Tusquets, 1996; Alain Touraine, ¿Podemos vivir juntos? Iguales y diferentes, Madrid, PPC, 1997; Adela Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1997; Xabier Etxeberria, Ética de la diferencia. En el marco de la Antropología Cultural, Bilbao, Universidad de Deusto, 1997; Colectivo IOÉ, Inmigrantes, trabajadores, ciudadanos. Una visión de las migraciones desde España, València, Universitat de València/Patronat Nord-Sud, 1999; Joe L. Kincheloe, Shirley R. Steinberg, Repensar el multiculturalismo, Barcelona, Octaedro, 1999; Xavier Besalú, Diversidad cultural y educación, Madrid, Síntesis, 2002; Giovanni Sartori, La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Madrid, Taurus, 2002. PARA CAMBIAR LA MIRADA: 1) LECTURAS: Tuiavii de Tiavea, Los papalagi, discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano, reunidos por Erich Scheurmann, con dibujos de Jaost Swarte, Barcelona, Oasis, 1977; Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura, Madrid, Alianza, 1980; Marc Ferro, Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero, México, FCE, 1981; Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, México, Siglo XXI, 1987; Günter Wallraff, Cabeza de turco. Abajo del todo, Barcelona, Anagrama, 1987; Nigel Barley, El antropólogo inocente. Notas desde una choza de barro, Barcelona, Anagrama, 1989; Tomás Calvo Buezas, El racismo que viene. Otros pueblos y culturas vistos por profesores y alumnos, Madrid, Taurus, 1990; Emilio Temprano, La caverna racial europea, Madrid, Cátedra, 1990; AA.VV., La interculturalidad que viene. El diálogo necesario, Barcelona, Icaria / Fundació Alfonso Comín, 1998; Pierre Bordieu (Dir.), La miseria del mundo, Madrid, Akal, 1999. 2) PELÍCULAS: El festín de Babette (G. Axel, 1988); Bagdad Cafe (Percy Adlon, 1987); Haz lo que debas (S. Lee, 1989); Las cartas de Alou (M. Armendáriz, 1990); Lamerica (G. Amielo, 1994); Un verano en La Goulette (F. Boughedir, 1995); Flores de otro mundo (I.Bollaín, 1999); Oriente es Oriente (D. O’Donnell, 1999); Little Senegal (R. Bouchareb, 2000); En este mundo (M.Winterbotton, 2002) -el cine supuestamente dedicado al público infantil, especialmente algunas películas de animación recientes, afrecen una panorámica sobre la diversidad cultural, mucho más rica de lo que pudiera pensarse a simple vista: Pesadilla antes de Navidad de Tim Burton (H. Selick, 1993); Babe, el cerdito valiente 17 (Ch. Noonan, 1996); Hormigaz ( E. Darnell, T. Johnson, 1998); Bichos (J. Lasseter, 1999); El gigante de hierro (B. Bird, 1999); Tarzán (K. Lima, Ch. Buck, 2000); Historia de una gaviota (y del gato que le enseñó a volar) (E. D’Aló, 2000); Kirikú y la bruja (M. Ocelot, 2001); Shrek (A. Adamson, V. Jenson, 2002); Lilo y Stitch (Ch. Sanders, D. Deblois, 2002)-. 3) CANCIONES: Pablo Guerrero: Emigrante (En el Olympia, Movieplay, 1975) y Mi amigo polaco (Sueños sencillos, Resistencia, 2000); Pedro Guerra: Contamíname (Golosinas, BMG Ariola, 1994) y Extranjeros (Ofrenda, BMG, 2000); Carlos Cano: Canción para Lucrecia (Forma de ser, EMI, 1994); Joan Manuel Serrat: Te guste o no (Nadie es perfecto, BMG Ariola, 1994); Joaquín Sabina: La casa por la ventana (Esta boca es mía, BMG Ariola 1994); Silvio Rodríguez: Fronteras (Expedición, Fonomusic, 2002); Luis Pastor: En las fronteras del mundo (Soy, Madrid, 52PM, 2002, Colección Lcd El Europeo nº 25) además de las canciones citadas, reseñamos un disco compacto recientemente editado: AA.VV.: Gente que mueve su casa. Una teoría sobre la migración, Contamíname -Fundación para el Mestizaje Cultural- / Fundación Comunicación y Democracia, 2004, que contiene canciones -de Pedro Guerra, Luis Pastor, Marina Rossell, Rogelio Botanz o Javier Álvarez, entre otros-, cuentos y recursos didácticos-. PARA EDUCAR Colectivo Amani, Educación Intercultural. Análisis y resolución de conflictos, Madrid, Popular, 1992; Luis A. Aranguren Gonzalo, Pedro Sáez Ortega, De la tolerancia a la interculturalidad. Un proceso educativo en torno a la diferencia, Madrid, Anaya, 1998; AA.VV. -Proyecto Visquem la Diversitat, Vivamos la diversidad. Materiales para una acción educativa intercultural, Madrid, Los Libros de la Catarata, 1998; Miguel Ángel Essomba (Coord.), Construir la escuela intercultural. Reflexiones y propuestas para trabajar la diversidad étnica y cultural (Barcelona, Graó, 1999); Francesc Arrey y otros, Lejos de casa. Las migraciones contemporáneas, Barcelona, Intermón /Octaedro, 1999 -cuaderno de trabajo para el alumno y guía didáctica para el Profesor de Educación Secundaria-. 18