la hacienda española en el siglo xx: una visión desde el conjunto de

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LA HACIENDA ESPAÑOLA EN EL SIGLO XX: UNA VISIÓN
DESDE EL CONJUNTO DE LA ECONOMÍA
Por JUAN VELARDE FUERTES
La historia española del siglo XX se encuentra jalonada por nueve
acontecimientos al par generales y económicos, que van a determinar respuestas
muy importantes en el terreno de la Hacienda. El primero es la pérdida de
Ultramar; el segundo, la radicalización del nacionalismo económico al par del
político; el tercero, la irrupción de las ideas críticas del capitalismo con el fin de la I
Guerra Mundial; el cuarto, la Guerra Civil que, en lo económico, y en más de un
aspecto político, se prolonga hasta 1947; el quinto, la apertura, que está
presidida, en lo económico por el Plan de Estabilización de 1959, en lo
diplomático por los Acuerdos con los Estados Unidos de 1953 y, en lo político, por
la ruptura entre la Universidad y unan parte creciente de una clase media
emergente con el Régimen de Franco, que se concreta en los acontecimientos de
1956; el sexto, es la Transición que se inicia en 1973; el séptimo, el Pacto de La
Moncloa de 1977, preludio de la Constitución de 1978 que acarrea las
derivaciones de las Haciendas territoriales; el octavo, la incorporación plena a la
Comunidad Económica Europea, en 1985, con la subsiguiente entrada de la
peseta en el Sistema Monetario Europeo en 1989, que coincide con el fin de las
utopías más influyentes al derrumbarse el Muro de Berlín; el noveno que
comienza en 1996 y finaliza en el año 2000, se une a la consolidación del Sistema
Globalizado, a la desaparición de la soberanía monetaria española y a la entrada
en el siglo XXI.
Al mismo tiempo, a lo largo de estas etapas, se desarrolla en
España la acción ideológica de la que se ha llamado la Escuela de Madrid de
economistas, muy crítica tanto con la economía que se recibía como herencia
como con la política económica que la había creado. La economía castiza que así
existía en España era contemplada con ojos reformistas por los miembros de esta
Escuela. En el concreto terreno de la Hacienda, se enviaron, en primer lugar dos
mensajes que podríamos homogeneizar en una pareja de seguidores del
hacendista Wagner y de su socialismo de cátedra: me refiero a las figuras de
Flores de Lemus, en cuanto asesor del Ministerio de Hacienda desde comienzos
de siglo a 1936, y de Bernis y la concreta colaboración que da lugar a la
publicación de La Hacienda Española, aparte de sus trabajos para Cambó.
Ambas son las primeras figuras de tipo reformista del siglo XX. El relevo en este
terreno, con una fuerte influencia keynesiana, lo que le llevará a enlazar con la
gran novedad del Sistema de Seguridad Social, corresponde a Manuel de Torres.
El sucesor, en ese sentido crítico, hasta lograr la reforma tributaria de 1977-1978
fue Enrique Fuentes Quintana. El flanqueo que tuvo en la figura de César
Albiñana, no puede ser olvidado en modo alguno. Por supuesto que hubo muchos
otros estudiosos de la Hacienda pública a lo largo del siglo XX, pero los grandes
mensajes académicos de deseo del cambio de nuestra Hacienda pública se
centran en esos cinco miembros de la Escuela de Madrid, y, por supuesto en sus
discípulos, pues Flores de Lemus, Torres y Fuentes Quintana se convirtieron,
además, en auténticos escolarcas.
La interacción de los nueve acontecimientos y de los cinco
economistas mencionados determina, en gran medida, la evolución hacendística
española, presidida, a su vez, por una serie de ministros a veces tan importantes
como Fernández Villaverde, Calvo Sotelo, Larraz o Rato con el complemento de
Cristobal Montoro, pero sin que puedan olvidarse figuras como Navarro Reverter,
Amós Salvador, Urzaiz, Osma, Cambó, Indalecio Prieto, Carner, Navarro Rubio,
Fernández Ordoñez, Miguel Boyer o Solchaga. Todos ellos impusieron un sello
personal a muchas de las novedades fiscales que van sucediéndose en España.
El siglo XX se abre, pues, presidido por la reforma fiscal de
Raimundo Fernández Villaverde. La resistencia a la misma fue feroz. Proporcionó
mil quebraderos de cabeza a este ministro una especie de alianza impía, que
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abarcaba tanto a comerciante e industriales que, sencillamente, pretendían pagar
menos,
como
a
seudointelectuales
que
titulándose
regeneracionistas
y
manteniendo en cuestiones hacendísticas los puntos de vista de Henry George,
seguían a Costa. Más todavía cuando a este movimiento de las Cámaras de
Comercio y de los regeneracionistas, se unieron los jóvenes turcos del partido
conservador, que protestaban contra el corte del gasto público, muy
especialmente sensibilizados en el caso de las necesidades de la Flota. Sólo la
energía de Silvela como presidente del Consejo de Ministros –cuya figura va
siendo hora de reconsiderar- mantuvo a Villaverde al frente de Hacienda contra
viento y marea. El resultado del saneamiento que así se logró fue magnífico. Por
una parte, el Banco de España, al ser capaz de alterar su activo, sustituyendo los
créditos al Tesoro por otros a la Banca privada, se convirtió en un Banco de
bancos y, por ello, en un elemento clave para el proceso industrializador que
pronto tendría el apoyo que iniciaría el Arancel Salvador de 1906, ese que puso
en marcha Moret como presidente liberal del Gobierno con Amós Salvador en el
ministerio de Hacienda, y la explícita y justísima crítica de Flores de Lemus, tanto
en sus trabajos en La Ley como en su correspondencia con García Alix. Por otro
lado, este clima sirvió para atraer definitivamente los capitales que, desde
América, se repatriaron tras la pérdida de nuestras islas del Caribe, e incluso los
que huyeron de Francia ante la oleada anticlerical vinculada con el asunto de los
mil millones. Un dato complementario a todo esto, que abarca de 1901 a 1907, es
que en lo político tiene como friso la alarmante crisis del partido liberal, el fin de la
Regencia y los primeros pasos de Alfonso XIII y, finalmente, una radicalización
social muy fuerte, sobre todo en el anarquismo que continuó con sus intentos de
magnicidios, como nos muestra la bomba de Morral el día de la boda de Alfonso
XIII. En pesetas constantes de 1986, el PIB al coste de los factores, según la
estimación Alcaide, creció en 1906 de modo modesto, hasta llegar al índice 110’8
para 1900 = 100’0. El PIB al coste de los factores por habitante creció únicamente
un 6’5% en el periodo citado, 1900-1906. El fenómeno de la industrialización ni se
percibe. El porcentaje de Industria y Construcción sobre el valor añadido bruto al
coste de los factores era del 26’22% en 1900 y del 25’54% en 1906. Teniendo en
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cuenta la oscilación por causas climáticas o cambiantes de las cosechas, es
evidente que era también escaso el peso de los servicios. En síntesis, lo que
parece haber significado la Reforma de Villaverde, es doble: haber puesto un
valladar a una crisis financiera subsiguiente al Desastre, que por cierto amagó en
la Bolsa con las cotizaciones de nuestra Deuda, y haber creado las bases para
que la Banca privada española creciese, difundiese por el país sus redes de
sucursales y comenzase a impulsar grupos industriales vinculados.
Los regeneracionistas, una vez hundido el proyecto de Unión
Nacional, quedaron desamparados. Sus partidarios empezaron a resultar atraídos
por los jóvenes caudillos conservadores, que fueron encabezados por Maura
desde 1907 y que, en 1918, reciben el apoyo doctrinal de Cambó. Maura
impondrá, con energía la idea del equilibrio presupuestario, a pesar de que, en
vísperas de su llegada al poder, a la famosa frase del ministro liberal de
Hacienda, Echegaray, del “santo temor al déficit”, le opusiese Navarro Reverter
aquello –que siempre caló en filas conservadoras españolas- de que si “no sería
más bien que su señoría tiene santo temor al progreso”.
El sistema tributario en esta etapa comienza a experimentar
tensiones derivadas de la asunción general de ideas progresivizadoras de tipo
fiscal. Por un lado, los trabajos de la Comisión Extraparlamentaria para la
supresión del impuesto de consumos, pusieron de relieve, no ya lo injusto, sino
incluso lo monstruoso de este flanco del sistema tributario español. Por otro, quizá
sobre todo buscando el punto de apoyo doble de Wagner y von Miquel, se
comenzó a dar vueltas a la posibilidad de iniciar algún tipo de mayor
personalización en el sistema tributario. Los débiles pasos que se habían dado
hasta entonces, empezaron a buscar como horizonte la aparición de un auténtico
impuesto sobre la renta de las personas físicas. Es el momento en que se
estudian y debaten proyectos diversos, en los que se adivina, con facilidad, la
pluma de Flores de Lemus.
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Simultáneamente, la guerra de Marruecos, que se desprende de
modo evidente de la Conferencia de Algeciras, comenzó a complicar a nuestra
Hacienda por el lado del gasto. A partir de 1914, también tienen lugar
complicaciones adicionales generadas por el desarrollo de la I Guerra Mundial. A
partir de 1916 el déficit irrumpe con fuerza, y con él aparece el fenómeno de la
monetización de la Deuda que iba, por un lado, a facilitar la colocación de ésta y
el que el crédito tuviese bajos los tipos de interés, pero por otro, iba a crear, de
modo creciente además, un clima peligrosamente inflacionista hasta 1959.
España, a lo largo de esos años, va a vivir dentro de un ambiente, al
par, crecientemente nacionalista en lo económico, y también crecientemente
intervencionista. Simultáneamente hace su aparición el corporativismo, y las
cartelizaciones, que habían dado sus primeros, y vacilantes, pasos en 1897 con la
Unión Española de Explosivos, pasan a convertirse en moneda común, con el
designio de proporcionar un fuerte impulso a nuestra economía.
Maura es el que desata esta política a partir de 1907: el
proteccionismo abarca no ya a los aranceles, sino también a un mundo que
engloba al sector público y a los servicios públicos, donde lo nacional debe
imperar; el mercado debe ser mejorado con el régimen de expediente, porque el
Estado es capaz de actuar con más prontitud y acierto que el mercado; los
protagonistas de la vida económica no pueden regularla mejor que los
funcionarios públicos. Aparece así el que Ortega y Gasset, de modo encomiástico
además, como nos puntualizó Antonio Elorza, denominó capitalismo español, que
llevaba en sus entrañas un rechazo muy duro de todo lo extranjero. El 8 de
septiembre de 1918, el ministro catalanista de Fomento, Cambó, se encargará de
proclamarlo en Gijón, con motivo de los festejos del XII Centenario de la batalla
de Covadonga, al decir que, entonces, los españoles se sintieron convocados
para la magna tarea de la Reconquista, con el fin de expulsar a los extraños que
habían llegado a nuestras playas en el reinado de don Rodrigo. Cambó
convocaba a los españoles, doce siglos después, para que emprendiesen la
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reconquista en el nuevo sentido de la realidad económica. Como se había escrito
en la Revista Nacional de Economía en 1916, había "que nacionalizar y
nacionalizar ahora”. Ayudaba la I Guerra Mundial y el favorable saldo de nuestra
balanza comercial, porque el conflicto empeoraba la posibilidad de importar y
hacía más fáciles las exportaciones. De este modo se había emprendido un vasto
proceso de compra de activos extranjeros y se lograba, además, tener una
creciente reserva de oro en el Banco de España, amén de robustecerse la
cotización de la peseta.
En los doce años que abarca este periodo, el PIB al coste de los
factores se incrementa, según también Julio Alcaide, un 38’3%, y el PIB por
habitante, sólo un 21’3%. Proseguía, pues, un desarrollo escaso, con también un
minúsculo avance en la industrialización: en 1918 la Industria y construcción
suponían el 26’18% del VAB al coste de los factores, frente al 25’54% en 1906. La
dura mano de la economía castiza se había posado sobre nuestra economía y el
malestar general derivado de todo esto crecía con mucha fuerza. Es el momento
en que las ideas de la Revolución rusa de Octubre son seguidas con mucha
atención, simpatía evidente y también casi de modo inmediato, influencia, tanto
por nuestros anarcosindicalistas como por nuestros socialistas. La simiente del
espartaquismo encontrada en el campo andaluz por Constancio Bernaldo de
Quirós, fructificaba en nuestra realidad social. Los impulsos que recibe nuestra
economía del modelo castizo, incluidos los de una Hacienda petrificada, al seguir
básicamente dominada por la reforma de los moderados, y deficitaria, no generan
precisamente el desarrollo que se habían imaginado sus defensores.
La I Guerra Mundial fue una gran partera de ideologías. Por un lado
se produce el derrumbamiento del Imperio zarista. La ideología de Lenin pasa a
imponerse tras “los diez días que conmovieron al mundo” para emplear la famosa
frase de John Reed. En Alemania, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo
desarrollan la ideología del movimiento marxista Spartacus. Al deshacerse el
Imperio de los Habsburgo, en Hungría triunfa el bolchevismo de Bela Kuhn.
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Pronto surge la III Internacional. La expresión de Marx en 1848 de que “un
fantasma, el comunismo, recorría Europa”, pasaba a ser cierta.
Mas he aquí que más allá de las fronteras europeas se consolidaba,
en Japón, un modelo de desarrollo económico que no parecía que tuviese mucho
que ver con el capitalismo derivado del mercado libre. Los enlaces entre el
modelo de desarrollo creado por el Estado Mayor Imperial y los Zaibatsu habría
pasado a ser la fuente del nuevo poder económico nipón, que ofrecía ya niveles
aceptables de renta: en 1925, el PIB por habitante japonés era de 5.712 dólares
Geary-Khamis de 1990, frente a los 2.687 dólares Geary-Khamis de 1990, en
España el mismo año.
Pero además, en Europa, había aparecido, en medio de todos estos
acontecimientos, una ideología en las trincheras que era, desde luego,
nacionalista, pero que contemplaba con recelo al sistema democrático-liberal; que
consideraba que la desigualdad que existía en la vida civil, en lo económico,
cuando había existido igualdad en las trincheras ante la muerte, era un sinsentido;
que imaginaba que la industrialización era un bien modernizador por sí mismo, y
que la competencia que imponía el mensaje de los clásicos y neoclásicos, era un
atentado tanto en lo interno como en lo externo; que contemplaba con frialdad,
incluso con recelo, toda política de cooperación internacional; que despreciaba a
la socialdemocracia nacida a partir de 1898 del revisionismo marxista de
Bernstein, tal como se había manifestado en Die Neue Zeit; finalmente, que
declaraba que su enemigo natural era el internacionalismo proletario implantado
en Rusia por Lenin, al que debía combatir por doquier. Los excombatientes se
convirtieron en sus militantes más activos, lo que comunicaba un aire moderno,
juvenil, que enlazada por eso con el conjunto de ismos de todo tipo que triunfaba
entonces en Occidente y que suponía una ruptura con el pasado decimonónico,
del que, en el mejor de los casos, se hacia befa.
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Fue fácil que esta ideología llegase a España. El regeneracionismo
primero, y después el maurismo, habían abonado el campo para que estas ideas
floreciesen con bastante fuerza. En lo económico, era evidente que se buscaban
fuentes en el neohistoricismo germano, con sus derivaciones hacia Othmar
Spann, y hacia los corporativismos que, en el caso de España tenían la triple
paternidad derivada del partido neoconservador de Maura, del krausismo que
enlazaba con el regeneracionismo, y también del mensaje de la Doctrina Social
de la Iglesia. Era evidente que esta última continuaba sin metabolizar las
conquistas de la Revolución Francesa y que añoraba los restos medievales que
se albergaban –basta citar a los gremios- en el Antiguo Régimen hundido a partir
de 1789. Negar su influencia, concretamente en España, era un absurdo.
Cada país observaba, además, cuál había sido el momento de su
máxima grandeza, y procuraba crear instituciones para reproducirla. Los
descubridores portugueses en Lisboa, el Imperio Romano en Italia, la gran
Alemania Unida a los mitos racistas nórdicos que siguieron a Gobineau y
Chamberlain, la Francia de Luis XIV que había perdido el rumbo cuando se obligó
a exiliarse al general Boulanger y que con Acción Francesa adquiría un nuevo
ímpetu, sin olvidar a Kemal Ataturk y sus oficiales en Turquía, al mariscal
Pildsuski en Polonia, y así sucesivamente, de Finlandia a Grecia. Vemos al joven
Myrdal adherirse entusiasmado a esas ideas en Suecia –después, como es bien
sabido, se irá hacia la socialdemocracia- y a un Keynes admitiendo que la
herencia del neohistoricismo no era precisamente antitética con sus ideas y que
éstas se implantaban con más facilidad bajo situaciones autoritarias.
En España todo eso penetró con mucha fuerza con la Dictadura del
general Primo de Rivera. Pronto ésta dejó de ser una dictadura dentro del sistema
liberaldemocrático de la Restauración. Se rompió con esta idea y se apresta el
nuevo régimen a crear una realidad política nueva, del mismo modo que, con
fortunas diversas, eso se emprendía por toda Europa. Las consecuencias en el
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terreno de la Hacienda fueron claras, aunque no todas triunfales, ni mucho
menos.
En primer lugar se decidió que el principio tradicional de unidad de
Caja que presidía la vieja Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda
Pública y que por ello tenía unas claras raíces económicas liberales, debía ser
literalmente dinamitada. Lo fue con tal fuerza que no ha sido posible retornar a él.
Con esa libertad se podía gastar con mayor agilidad, lo que resultaba fundamental
para que el programa, de raíz regeneracionista, que el Gobierno de Primo de
Rivera puso en marcha en obras hidráulicas, con las Confederaciones Sindicales
Hidrográficas; en carreteras, sobre todo gracias al Circuito Nacional de Firmes
Especiales, y en ferrocarriles, con la Caja Ferroviaria del Estado y el Consejo
Superior de Ferrocarriles, se pudiese llevar a cabo. O sea, que la segunda
circunstancia para la Hacienda fue un aumento del gasto.
Conviene señalar que al aparecer todo esto dentro de un régimen
autoritario muy enérgico, convencido de que heredaba una situación corrompida
que debía liquidar ejemplarmente, de esta ruptura de la unidad de caja, llena por
cierto de flecos intervencionistas y corporativistas, no se desprendió fenómeno
corrupto significativo alguno. La II República hizo un examen rigurosísimo de la
Dictadura y hubo de refugiarse, para condenar a sus seguidores, exclusivamente
en faltas contra el orden político liberaldemocrático.
De esta política se desprendió la tercera consecuencia. Era preciso,
para no tener un déficit insoportable, aumentar los ingresos fiscales y disminuir la
carga de la Deuda pública. Esta última operación la llevó a cabo con éxito el
ministro Calvo Sotelo. No le sucedió lo mismo con los ingresos. La petrificación de
los impuestos directos implantados con la reforma Mon-Santillán, se manifestó
casi de modo brutal cuando Calvo Sotelo intentó mejorar los ingresos procedentes
de la Contribución Territorial Rústica. La reacción de los propietarios rurales fue
durísima, y acabó manifestándose en el famoso Manifiesto de los terratenientes,
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que logró el apoyo de la flor y nata de la alta aristocracia española, que ostentaba,
simultáneamente, bastantes altos cargos palatinos. Primo de Rivera intentó hundir
esa resistencia. Fue imposible. En vista de este fracaso, se pensó, también por el
Dictador, poner en marcha una Contribución General sobre la Renta, que
personalizarse nuestro mundo impositivo. Tras lo sucedido con la Contribución
Rústica, Flores de Lemus aconsejó la retirada del proyecto, porque iban a pagar
las rentas de trabajo y poco más.
La cuarta consecuencia fue la aparición de un ligero déficit
presupuestario que se financió con Deuda pública que, con rapidez, se
monetizaba y daba con ello apoyo a la liquidez de la Banca y a la posibilidad de
que ésta crease grupos industriales en torno a cada una de las instituciones
crediticias más importantes.
Existe una quinta consecuencia. Para mejorar el rendimiento de la
Renta de Petróleos, actuar desde el punto de vista nacionalista en el mercado de
hidrocarburos y abaratar la energía, en 1927 hizo su aparición la Compañía
Arrendataria del Monopolio de Petróleos, o CAMPSA. A pesar del escándalo
internacional, porque suponía el Monopolio de Petróleos estatificar este sector en
la Península y Baleares, se mantuvo firmísimo Primo de Rivera nada menos que
con la Standard Oil de Rockefeller y con la angloholandesa Shell, que entonces
presidía Sir Henry Deterding.
La sexta consecuencia fue el Estatuto Municipal que creaba un
nuevo panorama tributario en las Haciendas locales, lo que suponía tanto como
extraerlas del caciquismo que, con consecuencias sobre todo favorables para los
dos grandes partidos turnantes, el conservador y el liberal, se había enseñoreado
de nuestros municipios. Con esto las relaciones de clientelismo local se
esfumaban. El sueño en este sentido de Maura estaba conseguido.
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Alrededor de todo esto se produjo una fuerte reacción política, que
dio lugar a dos mitos. A mediados de los años veinte, concretamente en 1926,
Primo de Rivera observó que tenía una popularidad manifiesta. Los puntos de
apoyo de la misma eran diversos. Había triunfado en Marruecos con el
desembarco en Alhucemas, con lo que pasaba a esfumarse el cáncer de la guerra
del Rif. En el terreno internacional, la imposición de las insignias, en 1926, de
Gran Oficial de la Legión de Honor, el 14 de julio, en los Campos Elíseos,
mostraba las excelentes relaciones que existían con Francia. Con la visita del
mariscal Carmona, se arreglaban multitud de contenciosos con Portugal, incluidos
los aprovechamientos hidroeléctricos de los tramos fronterizos de los ríos
peninsulares. Una reunión, con el primer ministro inglés Chamberlain, a bordo de
un buque de guerra, en el Mediterráneo, creó lazos muy cordiales con el Reino
Unido. La visita a Italia, a Mussolini, consolidó esta política de acercamiento a las
potencias vecinas que habían militado en el bando aliado y que iban a tener,
hasta que el choque por Abisinia entre Eden y Mussolini lo arruinó, una excelente
colaboración entre sí. Por eso pudo convocar Primo de Rivera en Madrid una
reunión de la Sociedad de las Naciones y jugar fuerte para que España tuviese un
puesto permanente en su Consejo de Seguridad, hasta el punto de acumular,
para actuar con más energía, la cartera de Estado a la Presidencia del Gobierno.
Las relaciones con la Santa Sede eran óptimas. Con Iberoamérica se desplegaba
una activa política de acercamiento, que iba a culminar en la Exposición
Iberoamericana de Sevilla, y que tenía capítulos tan significativos como el envío
de Ramiro de Maeztu como embajador a Buenos Aires. El orgullo nacional estaba
contento con el éxito de diversos vuelos de una aviación que pasaba a tener una
importancia creciente. El que se denominó "de Palos al Plata", sirvió de paso para
que algunos oficiales de aviación se convirtiesen en héroes: Ramón Franco y
Julio Ruiz de Alda muy en primer lugar. El orden público interior, tras aplastar una
intentona anarquista y tras el ajusticiamiento de los autores del denominado
"crimen del Express de Andalucía", era absoluto. La colaboración con el partido
socialista, y muy en especial con su sindicato hermano, la UGT, quedaba bien
manifiesta con el nombramiento como Consejero de Estado de Francisco Largo
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Caballero. Primo de Rivera pasó a soñar con un nuevo régimen político, al cual él
daría una Constitución nueva, y donde el bipartidismo no sería el de los caciques
liberales y conservadores tan denostados por los regeneracionistas, sino el de su
partido de Unión Patriótica, y los socialistas de UGT.
Pues bien, junto con todo eso existía un haz notable de éxitos
económicos. El PIB, que había crecido de 1918 a 1923 -momento inicial de la
Dictadura- un 9'4%, y el PIB por habitante, un 5'0%, tasas bajísimas que
mostraban que había sido un lustro de escasísimo desarrollo, iba a ofrecer de
1923 a 1929, un crecimiento en el PIB, del 26'0% y en el PIB por habitante, del
18'6%, cifras que contrastaban, como hemos expuesto, con todos los periodos
anteriores. Todo ello había acarreado la conclusión de las altas cifras de
desempleo provocadas por la crisis que siguió a la I Guerra Mundial. Los precios,
medidos por los implícitos al coste de los factores, base 1986 = 100, disminuyeron
en este periodo 1923-1930, nada menos que un 5'3%, por lo que el fantasma
inflacionista derivado de la I Guerra Mundial se encontraba ya totalmente
liquidado. Los salarios reales habían crecido en el periodo, al mismo tiempo que
la existencia de paz social se ponía de manifiesto con el escaso número de
huelgas del periodo.
Cuando proclamaba todo lo anterior Primo de Rivera, añadía un dato
más: mejoraba el tipo de cambio de la peseta. En 1923 se necesitaban, en media
anual, 31'74 pesetas para adquirir una libra esterlina, que era entonces la moneda
internacional de reserva, y 6'94 pesetas para adquirir un dólar norteamericano,
que se aprestaba a sustituir a la libra esterlina; en 1927, una libra esterlina se
adquiría por 28'51 pesetas y un dólar por 5'86 pesetas. La mejora en el cambio, y
el acercarse a las viejas paridades -25 pesetas una libra esterlina y 5 pesetas un
dólar- se señaló que era una prueba más de la excelente política seguida por la
Dictadura.
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Ésta no tenía, sin embargo, el horizonte despejado, porque contra
ella, y en parte notable, como resultado de la política anterior, se habían
acumulado los enemigos. Incluso los había forzado Primo de Rivera con su
política fiscal. Lo que hemos señalado del intento de subida de la contribución
rústica, motivó que en Palacio fuese tachado Calvo Sotelo de bolchevique, o los
choques con ciertos intereses catalanes -los de Barcelona Traction ligados a
Cambó-, o la incompatibilidad de los intelectuales con el acercamiento al
Vaticano, con todas sus consecuencias -títulos en Universidades católicas,
prohibición
de
las
conferencias
sobre
eugenesia
de
Marañón,
y
así
sucesivamente-, o los celos de Alfonso XIII, o las tensiones con otros militares, lo
que explica el respaldo a la intentona de Sánchez Guerra en Valencia, el conflicto
con el Arma de Artillería, o la sanjuanada de 1926 con el alzamiento de Ciudad
Real, acabó creando un amplio conjunto de enemigos de la Dictadura.
Cuando éstos contemplaron el panorama ofrecido por el Dictador,
buscaron una fisura y la encontraron con rapidez. A partir de 1927 la peseta
comenzaba a caer en su cotización. Tres explicaciones acumuladas se dieron:
existía desconfianza internacional respecto a la peseta porque no estaba clara, ni
muchísimo menos, la salida de la situación dictatorial; existía un encarecimiento
derivado
de
la política corporativista-intervencionista-cartelizadora que la
Dictadura había impulsado a partir de lo que, en este mismo sentido, heredaba;
finalmente, disimulado técnicamente con torpeza con el nombre de presupuesto
extraordinario, existía un déficit importante del Sector público. Esto obligaba,
porque la caída de la peseta, se decía, era un problema gravísimo, a arreglar la
situación: retornar a la vida parlamentaria, adoptar medidas más flexibles en los
mercados y, sobre todo aceptar como urgente el equilibrio presupuestario. De
este modo aparece el mito del equilibrio presupuestario, unido entre nosotros al
mito de la necesidad de una alta cotización de la peseta. Esta, mientras tanto
cayó de 28'51 pesetas para adquirir una libra esterlina en 1927 a 41'96 pesetas
por libra esterlina en 1930; en dólares, entre los mismos años, y también como
media, se pasaba de 5'86 pesetas por dólar a 8'67.
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En junio de 1930 llegó Keynes a Madrid. Argüelles, al frente del
Ministerio de Hacienda del Gobierno Berenguer, se aprestaba a reducir
drásticamente el presupuesto de gastos, al mismo tiempo que eliminaba
entidades molestas para ciertos políticos como era el caso de la Confederación
Sindical Hidrográfica del Ebro. Se halagaba así a Cambó, y al catalanismo en
general. Keynes fue interrogado por la prensa. Se asombró que no se percibiese
que la brutal caída de precios internacionales hacía que España perdiese
competitividad si no aceptaba un deslizamiento de la peseta. Una peseta fuerte
podía lograrse, efectivamente, consiguiendo que los precios españoles cayesen
tanto como los internacionales, pero esto, que se lograría, efectivamente, con
cortes drásticos en los gastos públicos, generaría una brutal caída del PIB y del
empleo, así como de la recaudación tributaria. ¿Le merecía a España la pena
emprender ese absurdo camino de sacrificios?
Sin embargo éste se emprendió. Ya en 1930, el PIB cayó respecto a
1929 un 2'5%, y el PIB por habitante un 3'5%, lo que prueba que no sólo existía el
que pasó a denominarse, de acuerdo con la expresión de Ortega y Gasset, "error
Berenguer", sino que adicionalmente existía el "error Argüelles", como atinó a
denominarlo el profesor García Delgado.
Naturalmente
este
mito
del
presupuesto
equilibrado,
contraponiéndolo al desequilibrio de la Dictadura -que se había movido por cierto,
de acuerdo con el modelo keynesiano, naturalmente que sin saberlo, porque
faltaban todavía unos años para la publicación de la Teoría General- pasó a la II
República. En el lustro que va de 1930 a 1935 se vuelve a tasas muy débiles de
desarrollo: el PIB creció sólo un 7'8%, y el PIB por habitante, un más que
escuálido 2'2%. El paro avanzaba hasta cifras desconocidas en España, y el
desconcierto era mayúsculo. En su insensata búsqueda del mantenimiento de la
cotización de la peseta, incluso se intentaron acercamientos a los remedos del
patrón oro que entonces se mantenían, como nos ha recordado Juan Carlos
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Jiménez, y a revalorizaciones oficiales de los cambios. Uno de los instrumentos
buscados fue el incremento de los impuestos, lo que aprovechó Flores de Lemus
para convencer, primero a Indalecio Prieto y, después, a Carner, para que se
comenzase, como acabó por hacer este ministro de Hacienda, una política de
progresividad y personalización tributaria. Sobre la voluntad de Flores de Lemus
en este punto de abrir así el camino a la progresividad y la personalización no
existe duda alguna tras los artículos publicados por Rodríguez Mata en el diario
de Tánger, España. Debe añadirse que Gil Robles efectuó unas declaraciones
técnicamente muy bien expuestas, sobre la necesidad de que la política social,
así como la fiscal, se estructurasen en torno a un amplio impuesto sobre la renta.
El reto de la acción de los ministros de Hacienda fue, no sólo bueno, sino
centrado en la búsqueda de ingresos por medios fáciles. Lo prueba la crítica de
Bermúdez Cañete en el Congreso de los Diputados al ministro de Hacienda
Ramos, en el primer Gobierno del Frente Popular, porque elegido ministro por una
coalición claramente izquierdista había subido con fuerza impuestos sobre el
gasto. La denuncia no originó grandes autocríticas por parte de los dirigentes del
Frente Popular. La actuación de corte del gasto que causó una mayor impresión
fue la llevada a cabo por el ministro Chapaprieta. Incluso hubo un ministro de
Hacienda henrygeorgista, Marraco, pero se guardó todas sus teorías en cuanto
cruzó el portal del Edificio madrileño de la Aduana.
La Guerra Civil, si consolidamos las dos zonas, evidencia una
colosal acumulación de deuda y una inflación no menos grande, aparte de una
importante pérdida de activos del sector público, que exigen después bien algún
tipo de reconstrucción, bien que han desaparecido para siempre, como sucedió
con la inmensa mayor parte de la reserva de metales preciosos del Banco de
España. Se acompañó de un déficit importante del Sector Público. La salida de
tan complicada situación exigía una reforma tributaria urgente que fuese la puerta
de entrada de otra realidad en este sentido.
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Sin embargo, una guerra civil tiene mayores dificultades que una
guerra internacional. Mucho más si la economía de guerra, como sucedió en
España, se prolonga como consecuencia de las secuelas de la II Guerra Mundial
y de una lucha guerrillera que, en lo más arduo se mantuvo hasta el inicio de la
Guerra Fría que liquidó las bases francesas de estas unidades. En la frontera de
1947-1948 es donde debe ponerse la normalización de la vida económica. Tan
largo proceso arruinó la posibilidad de que a la Reforma Larraz de 1940, que en
realidad era el preludio de otra profunda alteración de nuestra realidad impositiva,
no la siguiese la otra prevista por este ministro. Otra dificultad notable es que lo
más elástico de este sistema impositivo petrificado debía seguirse por una
Administración tributaria que había sido diezmada por el conflicto. Reorganizar un
Ministerio de Hacienda con todas sus dependencias no es cuestión fácil ni
muchísimo menos. La salida se encontró en un gigantesco impulso impositivo a
través de la Contribución de Usos y Consumos. Hacer esto en medio de tensiones
inflacionistas era tanto como echar gasolina en una hoguera que ya crepita. Las
llamaradas inflacionistas pasaron a constituir una parte importantísima de la
realidad que rodea a la Hacienda. La escasez de bienes y servicios, a causa del
clima bélico perturbaba, y no suavizaba esta realidad.
Casi habría que decir que haber logrado lo que se logró es casi
milagroso, o si se prefiere hercúleo. Desde 1935 a 1947, los precios implícitos del
PIB crecieron un 105'7% -esto es, más que se duplicaron- mientras que el PIB
caía un 11'3% y el PIB por habitante un 19'1%. La industrialización había pasado
del 30'20% del PIB en 1935 al 33'13% en 1947. Habría que decir que se iniciaba
así el proceso, porque en 1946, todavía en plena economía de guerra, la industria
sólo significaba el 30'94% del PIB.
El eI Plan de Estabilización, el de 1948, al lado de un bloqueo de
salarios, de una cierta devaluación de la peseta, y de una selección de créditos
eliminando los especulativos, va acompañado de un aumento en la recaudación
tributaria, sobre todo a través de una mayor presión inspectora, combinada con
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una fuerte reducción en los gastos de defensa, que se iba a prolongar en el
tiempo, facilitada por el inicio de la Ayuda Norteamericana, sobre todo a partir de
1953. El déficit del sector público se cubre con Deuda pública que se monetiza.
Aumentan las empresas públicas porque el INI, que había nacido como un
instrumento más de una economía de guerra, se convierte en el pretendido
magno procedimiento para industrializar España, dentro del modelo de sustitución
de importaciones en el que desemboca la política proteccionista y de
nacionalismo económico practicada desde comienzos de siglo. Es el momento en
que vemos avanzar el proceso industrializador entre nosotros. Repitamos: en
1947 como hemos dicho, es el momento en que surge la industrialización: la
industria supondrá el 33'13% del PIB. Pero en 1973, cuando concluye este
periodo, el porcentaje ha subido al 39'50%.
Pero la quinta etapa, presidida por el Plan de Estabilización de 1959,
pronto va a abandonar el sendero anterior. En la crisis que transcurre de 1957 a
1959 debemos anotar tensiones inflacionistas crecientes, crisis muy serias en
nuestra balanza por cuenta corriente, presiones salariales muy conflictiva, y
estrangulamientos productivos importantes. Al mismo tiempo Europa comienza a
orientarse hacia un proceso unificador y en Europa es donde tenemos nuestros
mercados principales. El modelo castizo había llegado a su final si es que se
deseaba que avanzase con rapidez nuestra economía. Por eso este periodo muy
largo que transcurre de 1947 a 1973 recibe todo su sentido cuando en 1959,
sobre la base de lo alcanzado con una política de cierre ante el exterior, se decide
proseguir el camino con un amplio conjunto de variaciones estructurales, lo que
requiere, en un plazo de tiempo muy corto, lograr que todo un amplio conjunto de
instituciones internacionales acoja en su seno a España o, en el caso de la CEE
en 1962, que se pase a negociar esta acogida.
Dentro de estas alteraciones no se puede prescindir de la reforma
tributaria de Navarro Rubio. Se imaginó que era posible, por el camino de un
gasto relacionado con ciertos impuestos, alcanzar una progresivización tributaria.
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Ese camino resultó equivocado; no así la otra decisión de Navarro Rubio de lograr
un equilibrio presupuestario. Por supuesto que se consiguió, en parte frenando en
exceso el gasto público necesario para el desarrollo económico al no disponer de
un sistema fiscal flexible. Pero, además este equilibrio presupuestario resultaba
muy útil, porque nuestro ingreso en el FMI significó, naturalmente, el abandono de
la monetización de la deuda pública como procedimiento para financiar al gasto
público.
La otra gran novedad de esa etapa fue la aparición de un Sistema de
Seguridad Social. Manuel de Torres había insistido, una y otra vez en la
necesidad de saltar del sistema bismarckiano de Seguros sociales obligatorios
que, de algún modo se remitían, a través de la capitalización, al sistema más
normal de los seguros, al planteamiento que, desde 1942 en que lo había
presentado Beveridge en el primero de sus dos Libros Blancos, se difundía con
fuerza por toda Europa. En este sistema, la barrera técnica entre cotizaciones e
impuestos es extraordinariamente tenue. Sólo motivos sociológicos impiden que
la Tesorería de la Seguridad Social y el Ministerio de Hacienda tengan vidas
institucionales independientes. Con los riesgos cubiertos por el Sistema de la
Seguridad
Social,
aumentado
con
los
Servicios
Sociales,
atendidos
fundamentalmente por el ministerio de Hacienda, se inició, a partir de la Ley de
Bases de Seguridad Social de 1963 una realidad económicosocial muy
importante, que llega hasta hoy.
El Banco de España resulta estatificado en la Ley Bancaria de 1962
y ello significa su puesta a disposición de los intereses generales de la economía.
El INI se reconvierte, provocando la ruidosa dimisión de Suanzes y deja de ser
una rémora, con sus déficit consolidados, del gasto público.
A través de una serie de disposiciones se observa que, en lo
económico, el modelo evoluciona hacia uno de apertura hacia la economía del
exterior, tanto en comercio y turismo como en capitales y en emigración y todo
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ello provoca un incremento considerable en la producción. Desde 1947 a 1973,
veintiséis años, el PIB se incrementó en un 358’6% -o sea, se multiplicó por
cuatro veces y medio- y el PIB por habitante lo hizo en un 285’0%, o sea que se
multiplicó por casi cuatro veces: Es el momento en que pasamos a converger con
fuerza en el mundo comunitario, el cual, en 1970, concluyó con España el
importantísimo Acuerdo Preferencial Ullastres, uno de los mayores éxitos
diplomáticos españoles de cualquier época. Por supuesto que los precios, de
1973, para 1947=100, pasaron a ser 558’3. El problema de nuestra inflación se
convierte en uno de los más importantes de nuestra problemática económica. En
esta etapa es cuando los estudiosos descubren multitud de elementos
intervencionistas y corporativos que conducen a una situación inflacionista.
Simultáneamente es en esta etapa cuando, al liquidarse la política
tradicional de neutralidad de España con el referido Acuerdo de 1953, y ante la
presión de una economía más rica cuyos componentes exigen el bien de la
libertad, como explica la historia -léanse las aportaciones recientes a las causas
del inicio de la Revolución Francesa- se inician procesos crecientes de apertura
política y social, algunos de los cuales han sido espléndidamente expuestos por
Víctor Pérez Díaz.
La sexta etapa, que va de 1973 a 1977, podría llamarse etapa de
Transición política. La crisis iniciada con el choque petrolífero de la guerra de
Yom-Kippur, simultáneamente provoca una formidable recesión económica. Salen
a relucir multitud de problemas más o menos ocultos de nuestra economía y, en el
contexto mundial se observa que se inicia una reacción contra la solución de esta
crisis por el lado de la demanda; parece necesario que la actuación básica se
haga por el lado de la oferta. Los caminos son claros: es necesario reprivatizar,
desregular, buscar alternativas al petróleo, aceptar la disolución de las economías
nacionales en vastos conglomerados de países rumbo a la unión económica y
comenzar a pensar si no se ha ido demasiado lejos en la progresivización
impositiva y en las dimensiones del Sector Público. Sin embargo, en esta etapa
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pasa a ser muy fuerte la presión salarial, de modo tal que incluso, como demostró
el Servicio de Estudios del Banco de España, el choque salarial superó al
petrolífero. Un rastro de inflación, desempleo y caída en el PIB fue el fruto de esta
etapa, mientras las presiones sobre la Hacienda menudeaban para conseguir, de
momento, paliar el choque económico ante los ciudadanos, a causa de la delicada
situación que se vivía. En resumen, el PIB, de 1973 a 1977, subió un 13'9%; el
PIB por habitante, un 8'8%, lo que demuestra que ya estábamos en posiciones
confortables y con una máquina productiva importante. Los precios aumentan un
95%, o sea que casi se duplican en tan breve espacio de tiempo, mientras que el
desempleo irrumpe en una economía hasta ahora con plena ocupación. En 1973
teníamos 349.000 parados; en 1977 su cifra era ya de 680.000. El proceso se iba
a acelerar muy pronto.
La séptima etapa se inicia con el Pacto de La Moncloa y concluye
con nuestra incorporación a la Comunidad Económica Europea. Desde el punto
de vista tributario, en este periodo es cuando se implanta, al fin, la reforma
tributaria, elaborada en esta casa bajo la dirección del profesor Fuentes Quintana
en forma de Libro Verde en la etapa del ministro Monreal, y pospuesta una y otra
vez como consecuencia de la crisis de la Transición. Pasa a convertirse en
moneda de cambio esta Reforma Tributaria que articulará Fernández Ordóñez y
pondrá definitivamente en marcha García Añoveros, para nada menos que frenar
el desorden que reinaba en el mercado del trabajo. Económicamente se observa
la aceptación, primero por Fuentes Quintana y, después, por Miguel Boyer, del
programa de salida de la crisis por el lado de la oferta, abandonando toda
veleidad keynesiana. Aumenta notablemente, para paliar las consecuencias de la
crisis económica, la dimensión del gasto público, al propio tiempo que crece, de
modo colosal, el paro. Se negoció con la CEE muy mal, pero hay que admitir que
la presión colectiva para que España fuese un país comunitario a cualquier precio
era tan colosal que no es posible imaginar otro tipo de negociación. Los parados
pasaron de 680.000 en 1977 a 3.252.000 en 1985. Mientras tanto los precios
crecían un 169'9%, esto es, casi se multiplicaban por tres; el PIB se incrementó
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en un escuálido 6'5% y el PIB por habitante en un 4'5%. La crisis golpeaba con
mucha fuerza a nuestra economía y ponía a prueba a nuestro Estado del
Bienestar.
Afortunadamente,
éste
funcionó,
a
costa
de
desequilibrios
presupuestarios grandes, de enormes esfuerzos recaudatorios y de la aparición
de un claro efecto expulsión a causa de la Deuda Pública.
El octavo periodo corresponde al intento del ministro Solchaga de
evitar, que el choque comunitario crease una crisis política. El modelo Solchaga
se basa de nuevo en medidas keynesianas de incremento del gasto público,
aunque con la rectificación de una peseta muy revaluada respecto al marco
alemán al ingresar en el SME, y con tipos de interés altísimos que crean
auténticos torbellinos macroeconómicos a causa de la afluencia de fondos del
exterior a partir de 1989. Concluyó con la crisis de cambio de la peseta, que
generó una inmensa depresión en toda España. Al combinarse con una atmósfera
de irregularidades y escándalos, la crisis se acentuaba. Todo está tan reciente
que es ocioso indicar nada más.
El noveno periodo, que se inicia en 1996, intentó, y logró, que con
una política económica muy ortodoxa, España pudiese ser uno de los países
fundadores de la Zona del euro el 2 de mayo de 1998. Todo esto provocó la
entrada en un círculo virtuoso que permitió tantear la posibilidad, a causa del
fuerte desarrollo, de rebajar impuestos, tener estabilidad presupuestaria, impulsar
con mucha fuerza el desarrollo, al par de acentuar una apertura muy grande de
nuestra economía al exterior. Hasta el año 2000 las cosas marcharon bien. Al
llegar el siglo XXI, la herencia es buena, aunque la coyuntura internacional
despliegue tal cantidad de nubarrones que parece necesario abrir otra etapa
diferente. Pero es ya esa cuestión de hoy, y de otro siglo.
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