LA DEMENCIA AVANZADA: UNA HISTORIA DE PÉRDIDAS

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LA DEMENCIA AVANZADA: UNA HISTORIA DE PÉRDIDAS, DOLOR Y DUELO
QUE SE DEBE ACOMPAÑAR, ALIVIAR Y CONSOLAR
Fernando Marín, médico de ENCASA: Cuidados Paliativos
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Etimológicamente demencia procede del latín (de: alejado y mens: mente), significa alteración
del pensamiento, del intelecto: memoria, atención, lenguaje, capacidad de organizar la vida
cotidiana y de llevar una vida familiar, laboral y social. La demencia más frecuente es la
enfermedad de Alzheimer, una alteración degenerativa, asociada a la edad, con una evolución
lenta, de años, en la que el enfermo poco a poco va perdiendo sus capacidades, hasta hacerse
dependiente para todas las actividades básicas de la vida diaria.
La medicina paliativa surge en España en los años 80 para atender a los enfermos de cáncer
desahuciados por la medicina curativa, hasta entonces abandonados a su suerte. Frente al “ya
no hay nada que hacer” de la medicina curativa o tecnológica, para la medicina paliativa el
cuidado y el acompañamiento son las actividades fundamentales de la asistencia, entendiendo
que enfermo y familia son una unidad. El objetivo es el confort, mediante el tratamiento de los
síntomas, el acompañamiento y la comunicación con enfermo-familia. Al igual que en geriatría,
el acercamiento es integral: físico, psicológico y social; el paciente no es un diagnóstico, es un
ser humano con una biografía, una familia, un entorno y un modo de estar en el mundo que
les son propios. En los últimos años se ha propuesto aplicar este enfoque paliativo a todos los
enfermos avanzados y terminales.
Los cuidados paliativos hacen suyo el viejo aforismo médico: “si puedes curar, cura; si no
puedes curar, alivia; si no puedes aliviar, consuela”; rescatando el humanismo “de toda la
vida”, la cercanía, la confianza...; incorporando un valor fundamental en la sociedad del siglo
XXI, el respeto a la autonomía del paciente para decidir sobre su vida y sus cuidados,
sustituyendo la relación clínica paternalista por un modelo centrado en cada paciente-familia
en particular, basado en el diálogo y la deliberación.
La demencia es una historia de pérdidas muy cruel para enfermo-familia. El individuo sufre un
progresivo proceso de despersonalización que es inexorable. La medicación disponible puede
retrasar este proceso unos meses, pero a la postre los resultados son decepcionantes. La
paulatina destrucción de la corteza cerebral provoca cambios en la personalidad que son
desconcertantes. El paciente no sólo olvida cosas, se desorienta, no puede cocinar, vestirse, ir
al servicio, incluso caminar o comer por sí mismo, sino que su ser también se transforma,
apareciendo en ocasiones trastornos de conducta como la deambulación errática (caminar sin
parar sin ir a ninguna parte), tratar de escapar del lugar donde se encuentra, duerme mal, se
agita, da voces, insulta o agrede a sus cuidadores. En la demencia avanzada el enfermo es
dependiente, no sabe quién es y no reconoce a sus familiares, a los que también les cuesta
reconocer a un ser querido cuya personalidad ha ido desapareciendo en esta historia de
pérdidas en la que un adulto se va haciendo un niño, que no es. “Por lo menos no se entera”,
decimos para consolarnos, pero es durísimo relacionarse con un ser humano al que nos cuesta
reconocer y que ni siquiera reconoce el amor que se le da. ¿Qué podemos obtener a cambio?
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El enfermo que no sabe quién es, si es de día o de noche, dónde se encuentra o que ya no
habla, probablemente no tiene conciencia de enfermedad. Pensar en el futuro exige de una
introspección (mirar hacia dentro) y una proyección en el tiempo que un cerebro deteriorado
no puede hacer. Si no son conscientes de lo que les pasa, menos aún lo son del futuro que les
espera. Por lo tanto, quizás “no se enteren” pero ¿Sufre un enfermo con demencia avanzada?
¡Desde luego que sufre! Hasta los caracoles, animales sin conciencia, sufren si los aplastamos
con el pie. Dolor, entumecimiento, incomodidad en la piel (humedad, frío, calor…), ansiedad,
miedo, sensación de amenaza… No sabemos bien cómo padecen, no pueden contarlo y eso
hace muy difícil explorar su sufrimiento, medir su dolor… Por eso lo prudente es suponer que
sí, que todo ser humano puede sufrir mientras vive.
El enfermo demenciado sufre “a su manera”, pero hay más afectados, la familia, que siente
con impotencia cómo la persona que aman lo pasa mal, mientras cada día se deteriora un poco
más. A veces no saben qué pensar, qué hacer, dónde acudir, están atrapados por una tragedia
que, como tal, no tiene solución.
¿Cómo acompañar, aliviar y consolar a esta familia? Acompañar es estar junto a alguien,
participar en sus sentimientos. El acompañamiento profesional tiene como objetivo la
presencia humana, estar ahí, mostrar disponibilidad con una actitud de escucha hacia la familia
para aliviar su sufrimiento evitable y consolar el inevitable, la pérdida. El propósito debe ser
que la familia llegue a darse cuenta a tiempo de lo que está pasando, que el enfermo está en
una situación grave en la recta final de su vida. A tiempo significa anticiparse a lo que va a
pasar: el empeoramiento de su deterioro y su muerte. Esto no siempre ocurre, a veces las
cuidadoras –en su mayoría mujeres, esposas o hijas- están tan inmersas en el atender el día a
día, la alimentación, los cuidados de la piel, el vaso de agua, las noches... que no ven el proceso
de enfermedad en su globalidad. El árbol les impide ver el bosque y después de años, de miles
de días cuidando, les cuesta tomar conciencia de que el final se acerca.
Otras veces la familia siente el dolor por la pérdida, sufre el duelo, en presencia del enfermo.
Es un duelo aplazado, por entregas en fascículos, cada uno un escalón en la dependencia y el
deterioro mental del enfermo. En estos casos, con o sin ayuda profesional, la familia se plantea
el futuro, hasta dónde llegará su pesadilla. Incluso puede llegar un momento en el que debido
a su enorme deterioro de manera intuitiva llegue a considerar que “lo mejor que le puede
pasar es morirse”, porque continuar sufriendo ha dejado de tener sentido. Hablamos de
personas encamadas, con dificultades para tragar, que apenas emiten palabras, postradas o
adormiladas la mayor parte del día y que sufren. Pero nuestra cultura nos dificulta hablar de la
muerte, siempre es complicado, desagradable, un tabú también presente en un momento muy
inoportuno. La familia que percibe el deterioro, que cree que el final está cerca y que además
en su caso la muerte será una liberación se siente culpable por desear que el sufrimiento se
acabe de una vez para siempre, pensarlo la hace sentir mal consigo mismo. Están en un
callejón sin salida que requiere de una ayuda profesional, necesitan expresar con libertad lo
que se les pasa por la cabeza, sus dudas, lamentarse por su mala suerte, llorar, mostrar su
rabia, sus miedos, sus prejuicios y sus expectativas. Es necesario evaluar si efectivamente es
así, si las opciones para mejorar el confort se han agotado. En ese caso, cuando se trata de un
enfermo con demencia avanzada, para la medicina paliativa, el objetivo no es mantener la
supervivencia utilizando la tecnología durante todo el tiempo que sea posible, sino mejorar el
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bienestar de enfermo-familia, el confort, independientemente del tiempo de vida que le
quede, recurriendo a la sedación paliativa (morir dormido) si ya no existe otro recurso que
alivie el sufrimiento de enfermo-familia de manera satisfactoria, dejando que la enfermedad
siga su curso con serenidad, hablando de ello con los familiares, aclarando malos entendidos,
procurando que el sentimiento de culpabilidad desaparezca y se transforme en energía para
cuidar de su ser querido hasta el final, en un sentimiento de satisfacción por el deber
cumplido. Eso es lo que la enfermedad les ofrece a cambio, una intensa experiencia de cuidado
y de humanidad. Cuando esto ocurre, la tragedia desparece y la muerte no es tan dramática.
Al final siempre hay que decidir. Lo hará la familia o el médico que le toque, pero salvo muerte
inesperada en algún momento del proceso terminal habrá que limitar el esfuerzo terapéutico,
habrá que optar entre: “ya no más, este tratamiento no procede porque no va a mejorar su
vida” o “mientras hay vida hay esperanza, mantengamos el tratamiento y veamos cómo
evoluciona”. Todavía, ambas opciones son respetables (en el futuro, el uso racional de los
recursos y el principio ético de la justicia impondrán límites a la asistencia que hoy no existen),
pero son dos caminos que nos pueden conducir a una muerte tranquila, íntima, aceptada, de
calidad o a una muerte intervenida, impersonal, una mala experiencia. Esta es la importancia
de anticiparse: facilitar la buena muerte o dejar el morir a la improvisación y la chapuza.
La decisión de escoger el camino a seguir es compleja porque esconde un conflicto de valores:
el valor vida biológica frente al valor confort, que algunas familias expresan como dignidad.
Valores que chocan cuando se trata de escoger entre el ingreso en el hospital para tratamiento
de una neumonía o una intervención quirúrgica o su permanencia en domicilio con cuidados
paliativos, entre la alimentación hidratación por sonda –con o sin sujeción mecánica de las
manos para que no se quite el tubo- y la sedación paliativa. Porque morir bien no depende de
dónde, sino de cómo transcurra el proceso.
Todo enfermo con una demencia terminal puede escoger, él mismo mediante testamento vital
o representado por su familia, uno u otro camino. La situación terminal no significa que esté
agónico, físicamente muriéndose, sino que el deterioro es grave e irreversible, concretamente
cuando ya no reconoce a sus familiares y es dependiente para todas las actividades de la vida
diaria. Desde ese momento padece una demencia terminal y enfermo-familia son beneficiarios
de cuidados paliativos. Pero aunque tratemos de simplificarlo el tema es complejo y delicado,
tiene muchos matices. No estamos escogiendo entre la vida y la muerte, sino entre morir de
una manera o morir de otra; no decidimos que el enfermo va a morir, ni siquiera cuando morir
sea lo mejor que le pueda pasar, sino cómo serán los últimos días de una persona que,
hagamos lo que hagamos, morirá en un plazo breve (días o semanas), porque su muerte es,
siempre y en todos los casos, inevitable. No se trata de causarle la muerte, sino de dejar que
el proceso de morir –como el de nacer- acontezca con cierta naturalidad, evitando prolongar la
terminalidad y estados de deterioro inaceptables. Por eso es necesario anticiparse, para evitar
que al final, tras meses de encamamiento, la familia se pregunte con horror: “¿Cómo hemos
llegado hasta aquí?”
El método para resolver los conflictos de valores es la deliberación moral, remitiéndose a los
valores del protagonista. Si dispone de un testamento vital se deben respetar sus indicaciones,
de lo contrario se trata de hacer una historia de valores, de recuperar sus testimonios en
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relación a los cuidados al final de la vida, es decir, si en algún momento dijo algo acerca del
proceso de morir de otra persona. De lo contrario debe ser la familia la que con ayuda
profesional por consenso decida cuál es el bien del enfermo, hasta dónde debe llegar la
amplitud de cuidados de la que depende su supervivencia.
No es fácil, las familias suelen estar machacadas por años de enfermedad. Nadie mejor que
ellas conocen al enfermo, son las expertas en su cuidado y las que sufren su duelo. El
profesional tiene el valor del testigo, de haber acompañado a otras familias en una situación
parecida, con un reto muy antiguo: “si puedes curar, cura; si no puedes curar, alivia; si no
puedes aliviar, consuela”.
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