La Santa Sede

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La Santa Sede
MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA FAMILIA RELIGIOSA MONFORTIANA
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO
DE LA CANONIZACIÓN DE SU FUNDADOR
Al reverendo padre
WILLIAM CONSIDINE
superior general de la Compañía de María
Al reverendo hermano
JEAN FRIANT
superior general de los Hermanos de la Instrucción cristiana de San Gabriel
A la reverenda madre
BÁRBARA O’DEA
superiora general de las Hijas de la Sabiduría
1. La familia monfortiana va a inaugurar un año dedicado a la celebración del quincuagésimo
aniversario de la canonización de san Luis María Grignion de Montfort, que tuvo lugar en Roma el
20 de julio de 1947. Con la Compañía de María, los Hermanos de San Gabriel y las Hijas de la
Sabiduría, me alegra dar gracias al Señor por la creciente irradiación de este santo misionero,
cuyo apostolado se alimentaba de una profunda vida de oración, de una fe inquebrantable en
Dios trino y de una intensa devoción a la santísima Virgen María, Madre del Redentor.
Pobre entre los pobres, profundamente integrado en la Iglesia a pesar de las incomprensiones
que afrontó, san Luis María tomó como lema estas sencillas palabras: «Dios solo». Cantaba:
«Dios solo es mi ternura. Dios solo es mi apoyo. Dios solo es todo mi bien, mi vida y mi riqueza»
(Cántico 55, 11). En él, el amor a Dios era total. Con Dios y por Dios salía al encuentro de los
demás y caminaba por los senderos de la misión. Siempre consciente de la presencia de Jesús y
María, era con todo su ser un testigo de la caridad teologal, que deseaba compartir. Su acción y
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su palabra sólo tenían como finalidad llamar a la conversión y hacer que se viviera de Dios. Sus
escritos son igualmente testimonios y alabanzas del Verbo encarnado y también de María, «obra
maestra del Altísimo, milagro de la Sabiduría eterna» (cf. Amor de la Sabiduría eterna, 106).
2. El mensaje que nos dejó el padre de Montfort se funda, de modo inseparable, en las
meditaciones del místico y en la pedagogía pastoral del apóstol. A partir de las grandes corrientes
teológicas difundidas en aquel entonces, expresó su fe personal en función de la cultura de su
tiempo. Su estilo, a la vez poético y familiarmente cercano al lenguaje de sus interlocutores,
puede sorprender a nuestros contemporáneos, pero esto no debe impedirles inspirarse en sus
intuiciones fecundas. Por eso, el trabajo realizado hoy por la familia monfortiana es valioso,
puesto que ayuda a los fieles a captar la coherencia de una visión teológica y espiritual siempre
orientada hacia una intensa vida de fe y de caridad.
San Luis María nos sorprende ante todo por su espiritualidad teocéntrica. Posee «el gusto de
Dios y de su verdad» (ib., 13) y sabe comunicar su fe en Dios, cuya majestad y dulzura expresa a
la vez, ya que Dios es fuente desbordante de amor. El padre de Montfort no duda en descubrir a
los más humildes el misterio de la Trinidad, que inspira su oración y su reflexión sobre la
Encarnación redentora, obra de las Personas divinas. Quiere hacer captar la actualidad de la
presencia divina en el tiempo de la Iglesia. Escribe, fundamentalmente: «La forma en que
procedieron las tres Personas de la santísima Trinidad en la Encarnación y la primera venida de
Jesucristo, la prosiguen todos los días, de manera invisible, en la santa Iglesia, y la mantendrán
hasta el fin de los siglos, en la última venida de Jesucristo» (Tratado de la verdadera devoción,
22). En nuestra época, su testimonio puede ayudar a cimentar vigorosamente la existencia
cristiana en la fe en el Dios vivo, en una cordial relación con él y en una sólida experiencia
eclesial, gracias al Espíritu del Padre y del Hijo, cuyo reino continúa hasta ahora (cf. Súplica
ardiente, 16).
3. La persona de Cristo domina el pensamiento de Grignion de Montfort: «El fin último de toda
devoción debe ser Jesucristo, Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre» (Tratado
de la verdadera devoción, 61). La encarnación del Verbo es para él la realidad absolutamente
central: «Oh Sabiduría eterna y encarnada (...), te adoro profundamente en el seno y esplendores
del Padre durante la eternidad, y en el seno virginal de María, tu dignísima Madre, en el tiempo de
la Encarnación» (Amor de la Sabiduría eterna, 223). La celebración apasionada de la persona del
Hijo de Dios encarnado, que se encuentra en toda la enseñanza del padre de Montfort, conserva
hoy su inestimable valor, dado que surge de una concepción equilibrada desde el punto de vista
de la doctrina y lleva a una adhesión total del ser a Aquel que ha revelado a la humanidad su
verdadera vocación. Ojalá que los fieles comprendan esta exhortación: «Jesucristo, Sabiduría
eterna, es todo cuanto puedes y debes desear. Anhela poseerlo. Corre en busca suya, (...) la
perla incomparable y preciosa » (ib., 9).
La contemplación de la grandeza del misterio de Jesús va a la par con la de la cruz que Montfort
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convertía en el mayor signo de sus misiones. Con frecuencia probado duramente, conoció en
carne propia su peso, como lo atestigua una carta a su hermana, a quien pide que ruegue por él
para «obtener de Jesús crucificado la fuerza para llevar las más arduas y pesadas cruces» (Carta
24). Día tras día practica la imitación de Cristo en lo que llama el amor loco de la cruz, en la que
ve «el triunfo de la Sabiduría eterna» (Amor de la Sabiduría eterna, cap. XIV). Por el sacrificio del
Calvario, el Hijo de Dios, haciéndose pequeño y humilde hasta el extremo, asume la condición de
sus hermanos sometidos al sufrimiento y a la muerte. Cristo manifiesta así, de manera elocuente,
su amor infinito y abre a la humanidad el camino de la vida nueva. Luis María, que seguía a su
Señor y hacía «de la cruz su morada» (ib., 180), da un testimonio de la santidad, que están
llamados a dar, a su vez, sus herederos en la familia monfortiana para mostrar a este mundo la
verdad del amor salvador.
4. Para conocer la Sabiduría eterna, increada y encarnada, Grignion de Montfort invitó
constantemente a encomendarse a la santísima Virgen María, tan inseparablemente unida a
Jesús, que «primero se separaría la luz del sol» (Tratado de la verdadera devoción, 63). Es un
incomparable cantor y discípulo de la Madre del Salvador, a quien celebra como la que guía
seguramente hacia Cristo: «Si establecemos la sólida devoción a la santísima Virgen, es sólo
para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para
encontrar al Señor» (ib., 62), puesto que María es la criatura elegida por el Padre y entregada
totalmente a su misión materna. Al entrar, por su libre consentimiento, en unión con el Verbo, se
encuentra asociada de manera privilegiada a la Encarnación y a la Redención, desde Nazaret
hasta el Gólgota, pasando por el cenáculo, con fidelidad absoluta al Espíritu Santo. Ella «halló
gracia delante de Dios para todo el mundo en general y para cada uno en particular» (ib., 164).
San Luis María invita también a entregarse totalmente a María para acoger su presencia en el
fondo del alma. «María viene, finalmente, a ser indispensable para esta alma en sus relaciones
con Jesucristo: ella le ilumina el espíritu con su fe, le ensancha el corazón al infundirle su
humildad, la dilata e inflama con su caridad, la purifica con su pureza, la ennoblece y engrandece
con su maternidad » (El secreto de María, 57). Acudir a María lleva siempre a dar a Jesús un
espacio mayor en la vida. Es significativo, por ejemplo, que Montfort invite a los fieles a dirigirse a
María antes de la comunión: «Suplica a esta bondadosa Madre que te preste su corazón, para
recibir en él a su Hijo con sus propias disposiciones » (Tratado de la verdadera devoción, 266).
En nuestro tiempo, en el que la devoción a María está llena de vida, pero no siempre
suficientemente clara, sería conveniente volver a encontrar el fervor y el tono justo del padre de
Montfort para dar a la Virgen su verdadero lugar y aprender a dirigirse a ella: «¡Oh Madre de
misericordia, alcánzame la verdadera sabiduría de Dios, colocándome para ello entre aquellos a
quienes amas, enseñas y diriges! (...). ¡Oh Virgen fiel, haz que yo sea en todo tan perfecto
discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada, Jesucristo, tu Hijo!» (El Amor de la
Sabiduría eterna, 227). Sin duda, hay que hacer ciertas transposiciones de lenguaje, pero la
familia monfortiana debe continuar su apostolado mariano con el espíritu de su fundador, para
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ayudar a los fieles a mantener una relación viva e íntima con Aquella a quien el concilio Vaticano
II honró como a miembro eminente y absolutamente único de la Iglesia, recordando que «la
Madre de Dios es figura de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio: en el orden de la fe, del
amor y de la unión perfecta con Cristo» (Lumen gentium, 63).
5. El año monfortiano llama la atención sobre los elementos principales de la espiritualidad de san
Luis María, pero también es muy oportuno recordar que fue un misionero de extraordinario
resplandor. Ya desde su ordenación escribía: «Siento grandes deseos de hacer amar a Jesucristo
y a su santísima Madre, de ir, de manera pobre y sencilla, a enseñar el catecismo a los pobres».
Vivió en total fidelidad a esta vocación, que compartirá con los sacerdotes que se le unieron. En la
«Regla de los padres misioneros de la Compañía de María », invita al misionero apostólico a
predicar con sencillez, verdad, sin miedo y con caridad, «y con santidad, no mirando sino a Dios,
sin otro interés que el de la gloria divina, y practicando primero él lo que enseña a los demás » (n.
62).
Ahora que en la mayor parte de las regiones del mundo se necesita una nueva evangelización, el
celo del padre de Montfort por la palabra de Dios, su solicitud por los más pobres, su actitud de
hacerse comprender por los más sencillos y de estimular la piedad, sus cualidades de
organizador, sus iniciativas para prolongar el fervor por la fundación de movimientos espirituales o
para comprometer a los laicos en el servicio a los pobres, todo ello, con las debidas adaptaciones,
puede inspirar a los apóstoles de hoy. Una de las constantes en las numerosas misiones
predicadas por san Luis María merece ser destacada hoy: pide renovar las promesas del
bautismo, haciendo incluso de este camino una condición previa para la absolución y la
comunión. Esto adquiere sorprendente actualidad en este primer año de preparación para el gran
jubileo del año 2000, dedicado precisamente a Cristo y al sacramento del bautismo. Montfort
había comprendido muy bien la importancia de este sacramento, que consagra a Dios y
constituye la comunidad, así como la necesidad de redescubrir, con una firme adhesión de fe, el
alcance de los compromisos bautismales.
Caminante del Evangelio, inflamado por el amor a Jesús y a su santa Madre, supo llegar a las
multitudes y hacerles amar a Cristo Redentor contemplado en la cruz. ¡Que él sostenga los
esfuerzos de los evangelizadores de nuestro tiempo!
6. Queridos hermanos y hermanas de la gran familia monfortiana, en este año de oración y
reflexión sobre la preciosa herencia de san Luis María, os aliento a hacer fructificar este tesoro,
que no debe permanecer oculto. La enseñanza de vuestro fundador y maestro abarca los temas
que toda la Iglesia medita al acercarse el gran jubileo; va señalando el camino de la verdadera
Sabiduría, que es necesario abrir a tantos jóvenes que buscan el sentido de su vida y el arte de
vivir.
Aprecio vuestras iniciativas para difundir la espiritualidad monfortiana, de la manera que conviene
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a las diferentes culturas, gracias a la colaboración de los miembros de vuestros tres institutos.
Sed también un apoyo y un punto de referencia para los movimientos que se inspiran en el
mensaje de Grignion de Montfort, a fin de dar a la devoción mariana una autenticidad cada vez
más segura. Renovad vuestra presencia entre los pobres, vuestra inserción en la pastoral eclesial
y vuestra disponibilidad para la evangelización.
Encomendando vuestra vida religiosa y vuestro apostolado a la intercesión de san Luis María
Grignion de Montfort y a la beata María Luisa Trichet, os imparto de todo corazón la bendición
apostólica a vosotros y a quienes están cerca de vosotros y servís.
Vaticano, 21 de junio de 1997
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