ACTITUDES FILOSÓFICAS, AHORA Y SIEMPRE

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ACTITUDES FILOSÓFICAS, AHORA Y SIEMPRE - Francisca Tomar
Una adecuada actitud filosófica es crítica, pero no escéptica: muy difícilmente se puede
emprender, y mucho menos culminar, el camino de la búsqueda de la verdad (un conocimiento
que se ajuste a la realidad) si ya, en el punto de partida, se presupone que ésta no existe. El
filósofo debe ser capaz de conciliar el carácter absoluto y universal de la verdad con el
inevitable condicionamiento histórico y cultural de las fórmulas en que se expresa. Ese sería un
obstáculo para la sofística, que hace del lenguaje su instrumento y objeto, pero no para la
auténtica filosofía que, desde las palabras, trasciende a su significación o concepto y, dentro de
estos, es capaz de distinguir entre lo que es accidental y lo que es esencial. Por otra parte, ni
empirista ni racionalista, y consciente de las ventajas y limitaciones de su propio objeto y
método, el verdadero filósofo no pierde de vista los diferentes planos de una realidad compleja,
rica y variada, cuya existencia no niega simplemente por no tener una experiencia actual
concreta o por carecer del patrón conceptual adecuado; ni se limita a "etiquetar"
conceptualmente a priori. El auténtico filósofo no es aquel que "comercia" con la verdad ni
aquel que la "hipoteca"; tampoco es el "soberbio" que, revestido de erudición, únicamente
pretende tener razón. Filósofo es aquel que, con apertura y humildad, busca alcanzar una
verdad que pretende, no imponer, sino compartir en un mutuo enriquecimiento.
Curiosamente -tal vez no tanto- el verdadero filósofo casi siempre "navega contra corriente". Quizás sea porque al analizar la realidad desde sus aspectos últimos o más profundos, sus
conclusiones la mayoría de las veces no coinciden con las de todos aquellos que se conforman
con observar el nivel más aparente o superficial. Sócrates, con sus enseñanzas y su método
mayéutico, inauguró el camino que debe seguir la filosofía y el filósofo. Su "sólo sé que no sé
nada", no era una afirmación retórica, tampoco expresión de una falsa modestia, sino
simplemente el humilde reconocimiento de la propia ignorancia que le llevó a intentar repensar
la realidad y examinar qué son cuestiones tales como la amistad, la virtud, la muerte, etc. Sócrates no exponía ni imponía sus pensamientos o conclusiones a sus discípulos, ni tan
siquiera buscó discípulos. Estos eran jóvenes que asumieron su ignorancia y compartieron con
su maestro el deseo de saber, de alcanzar un conocimiento profundo de la realidad; y juntos
emprendieron un lento pero ininterrumpido viaje en busca de una serie de verdades, sin
importarles lo nimias o insignificantes que pudieran ser ante los ojos de los demás.
La doble misión del filósofo consiste en despertar esa inquietud que algunos tenemos
dormida y otros hemos acallado en nuestro interior, así como ser compañero y guía de ese
viaje de ida y vuelta en la búsqueda del conocimiento de la realidad. Fundamentalmente, en
ello consiste la actual responsabilidad social del filósofo y de la filosofía que, por otra parte, corresponde a su vocación primigenia u originaria. No obstante, también parece conveniente
señalar que la sociedad tiene, asimismo, una responsabilidad frente a la filosofía. Tal vez la
solución a la incomprensión de la filosofía se produzca cuando todos comprendamos su
necesidad y, desprendiéndonos de ciertas creencias postmodernas, volvamos a confiar en
nuestra razón y su posibilidad de obtener un conocimiento limitado pero real.
No quisiera concluir esta reflexión sin una referencia a Platón, ese clásico no siempre
unánime ni adecuadamente interpretado, pero del que directa e indirectamente se ha nutrido
nuestra cultura y civilización. El esclavo del Mito de la Caverna, rompiendo sus cadenas, sube
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de la oscuridad a la luz del sol y queda obnubilado por ella: la iluminación es tan fuerte que no
ve, pero se percata de que existe una realidad distinta a la que siempre ha tenido por
verdadera. Ese esclavo liberado, el sabio (porque ha experimentado y "ha sabido" ver la luz,
captar la verdadera realidad, ese otro saber que es el auténtico saber) no puede en conciencia
renunciar a compartir con sus compañeros de cautiverio dicha contemplación. Cegado aún por
la luz del sol, sabe que sus argumentos incluso resultarán más torpes a la hora de transmitir
una experiencia que es, en sí misma, difícilmente comunicable. Pero aún así regresa para
exhortarles a que sigan sus pasos, salgan de la cueva y contemplen por sí mismos la más pura
y auténtica realidad, esa verdad que les liberará. Sus compañeros no sólo no le hicieron caso,
sino que convirtieron su mensaje en objeto de burla y acusaciones varias.
Quizás resulte difícil de comprender pero parece que, en cualquier ámbito, lugar y época los
"libertadores" son molestos y una seria amenaza no sólo para el orden establecido, sino para
una gran mayoría que vive cómodamente, ya no atada, sino aferrada a unas cadenas que le
ofrecen seguridad y confianza. Todos tenemos nuestras ataduras o cadenas particulares,
asumidas como tales o no. Cuando han hecho o hemos hecho de una verdad limitada la
Verdad, cuando las piezas que poseemos de nuestra realidad particular parecen encajar y nos
permiten explicar el mundo, "de sombras", ciertamente, pero que no reconocemos como tal,
¿qué necesidad tenemos de asumir el esfuerzo y el riesgo que supone e implica esa supuesta
liberación de la que, en el fondo, recelamos? Lamentablemente, la respuesta es que no
sentimos ninguna necesidad porque ni tan siquiera la concebimos como tal. A pesar de todo, a
lo largo de la historia muchos hombres y mujeres han acometido esa empresa -tal vez algunos
piensen que por temeridad o locura-, aunque personalmente prefiero pensar que ha sido por el
compromiso personal, social y moral de ese "amor a la verdad" que siempre es valiente,
abierto, sincero, humilde y fiel.
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