Abdicación, Ley Orgánica y Proclamación

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LA HORA DE LA VERDAD
Abdicación, Ley Orgánica y Proclamación
He leído estos días algunas informaciones sobre el proceso de
sucesión abierto con la abdicación del Rey y me parece oportuno aclarar
algunas cosas. La Constitución de 1978, a la vista de nuestra
experiencia histórica, no quiso regular los requisitos y el proceso de la
abdicación o renuncia del Rey, remitiendo esta materia a una ley
orgánica. Esta vía podía adoptar dos modalidades: podía ser una ley
singular, para cada caso, como respuesta de las Cortes a la
comunicación oficial que el Monarca le haga de su abdicación; podía ser
también una ley general, en la que se prevea el procedimiento a seguir
en todos los casos que se planteen, así como la modalidad del acto de
aceptación por las Cortes y las medidas que, al efecto, éstas crean
necesario adoptar (por ejemplo, respecto al estatuto que conserva el Rey
que ha abdicado, el tratamiento y financiación de su casa, posición que
ocupará en el futuro, etc…). En este momento nos hemos inclinado por
la primera solución, que deja pendientes algunas cuestiones.
Las razones que tuvo la Constitución para guardar silencio al
respecto fueron varias. En primer lugar, la accidentada experiencia
histórica en materia de abdicaciones. Carlos IV abdicó, en 1808, en su
hijo Fernando VII y ambos cedieron después el trono a Bonaparte;
cesión anulada por las Cortes porque no había habido consentimiento
de la nación. A Isabel II, se le forzó a abdicar a favor de su hijo Alfonso
XII. El hijo de éste, Alfonso XIII abdicó en 1941, cuando ya no era Rey
de España, a favor de su hijo Juan. Y éste que nunca llegó a ser Rey,
abdicó de sus derechos dinásticos el 14 de mayo de 1977, a favor de su
hijo Juan Carlos I. Una historia, como se ve, accidentada, en las que ha
habido de todo. Desde la Constitución de 1837 hasta la actual se exigía
que el Rey fuese autorizado por una ley especial de las Cortes para
abdicar, pero dicha previsión constitucional en muchos casos no se
cumplió. Y es que los hechos mandan en estos procesos. Por eso, era
inútil lo que dijera la Constitución y ésta prefirió guardar silencio.
Una cosa está clara, al menos desde 1812: se ha exigido siempre
que la abdicación fuese comunicada y aceptada por las Cortes
Generales y esto es lo que quiso decir el artículo 57.5 cuando en él se
estableció: “las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de
derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por
una Ley Orgánica”. Es lo mismo que decir: estas cuestiones las decidirá
el pueblo español, que es el titular de la soberanía, a través de sus
representantes. Y además se requerirá una mayoría cualificada (la del
artículo 81.2).
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La abdicación es un acto personal e irreversible. El Monarca, en la
Constitución de 1978, no tiene que estar autorizado para abdicar, ni su
decisión exige refrendo alguno. Basta comunicarlo al Congreso a través
del Presidente del Gobierno para que las Cortes Generales, reunidas en
sesión conjunta, tomen conocimiento y se pronuncien sobre la
abdicación. Ningún monarca o titular de derechos dinásticos puede ser
forzado ni privado de su derecho a abdicar. Puede ser “aconsejado”,
pero nada más. Si un evidente y progresivo deterioro físico o una
pérdida grave y profunda de autoridad pudieran entrañar una
incapacidad completa para el ejercicio de sus funciones, el camino no es
la abdicación (artículo 57) sino la inhabilitación, prevista en el artículo
59.2 CE. Una y otra tienen consecuencias muy diferentes. Una de las
razones por las que la abdicación en España debe ser aceptada por las
Cortes Generales es ésta: comprobar que tal decisión ha sido libre y no
obedece a presiones de nadie. Las Cortes tienen también que aceptar la
abdicación porque con ella asumen las consecuencias de la misma, a
saber: la sucesión a título de Rey o la implantación de la Regencia, si el
sucesor fuere menor de edad o estuviese inhabilitado o fuera indigno.
Pero este acto de aceptación no es, en rigor un acto legislativo, es
decir, una norma (aunque se le llame Ley Orgánica) sino un acto
singular, de toma de conocimiento y aprobación, que se agota en sí
mismo. Esto es justamente lo que dice el artículo 74.1: “Las Cámaras se
reunirán en sesión conjunta para ejercer las competencias no legislativas
que el Título II (el de la Corona) atribuye expresamente a las Cortes
Generales”. Estas decisiones de las Cortes son varias: aprobar o no el
matrimonio del heredero (artículo 57.4); declarar la inhabilitación del
Rey y, si es necesario, nombrar la Regencia (artículo 59.2 y 3); designar
el tutor del Rey cuando la situación lo exija (artículo 60); recibir el
juramente del Rey (artículo 81). Todas estas decisiones, como la
aceptación de la abdicación, no son normativas, ni tienen por qué
revestir forma de ley, sino de acto o acuerdo de las Cortes Generales en
nombre de la Nación. Naturalmente podría haberse regulado –y no se
ha hecho- como tiene que ser el funcionamiento de las Cortes cuando
deban actuar conjuntamente para la adopción de tales acuerdos. Esto
sí que requeriría una Ley.
Dicho todo ello, conviene precisar todavía algunas cosas. En mi
opinión, el Rey deja de serlo en el momento en que se culmina la
votación de la Ley Orgánica y el Presidente del Congreso certifica y
firma el acta de la votación. Felipe VI es Rey de España desde el acto de
aceptación por las Cortes. La sucesión es automática, no hay que
esperar a la proclamación. El heredero es Rey por derecho propio, una
vez que es aceptado. La “proclamación” (que no coronación) es un acto
posterior, declarativo –no constitutivo- de su condición de Jefe del
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Estado. El Rey no es “proclamado” por las Cortes sino –como dice la
Constitución- “ante las Cortes Generales” una vez que se hace efectiva
la abdicación. En ese momento el nuevo Rey, ya como tal, tiene que
prestar “juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y
hacer guardar la Constitución y las leyes, y respetar los derechos de los
ciudadanos y de las Comunidades Autónomas” (artículo 61).
La publicación de la ley en el Boletín Oficial no tiene efecto
constitutivo alguno; no tiene más efecto que hacer pública y “oficializar”
ante el pueblo español la sucesión, que ya es efectiva y ha tenido lugar
con anterioridad. En rigor, la publicación en el BOE no sería necesaria
(pues no es una norma) si no lo exigiera la propia Ley de aceptación,
que dice así: “La abdicación será efectiva en el momento de entrada en
vigor de la presente Ley Orgánica. La presente Ley entrará en vigor en el
momento de su publicación en el Boletín Oficial del Estado”. Una mala
técnica legislativa, pero no tiene más importancia.
Madrid, 5 de junio de 2014
Gaspar Ariño Ortiz
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