SABER MANDAR: LA FIRMEZA

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SABER MANDAR:
LA FIRMEZA
Uno de los aspectos esenciales en el proceso de maduración y responsabilidad
que es la educación es el ejercicio de la autoridad por parte del educador, que se
traduce en muchas ocasiones, lisa y llanamente, en saber mandar.
Se insiste mucho en distinguir la autoridad del autoritarismo. Que otros
tengan que hacer las cosas porque lo digo yo y punto, las actitudes agresivas y de
imposición habitual, incluso el acudir a ciertas formas de violencia, aunque sea
verbal, son actitudes que todos, en principio, consideramos contraproducentes y
rechazables.
Pero, a veces, por evitar un error, se cae en el opuesto, el del permisivismo,
cediendo a caprichos, chantajes emocionales, a la propia inseguridad e incluso al
cansancio. Cuando se llega cansado a casa, del trabajo o de hacer la compra, por
ejemplo, lo más sencillo es decir “sí” a cualquier capricho, o ceder simplemente,
para tener la fiesta en paz. Es todo un reto ser lo suficientemente pacientes y
fuertes como para decir “no” cuando hay que decirlo, y hacerlo de modo que no se
desencadene una bronca que estropee más las cosas.
La clave es la firmeza
Estamos ante una de las grandes virtudes del educador. Es posible que haya
personas que por temperamento o por haber tratado de cerca con personas muy
equilibradas y firmes, sepan serlo de forma natural y espontánea. Pero lo más
normal es aprender en la práctica, a menudo cometiendo errores y casi siempre de
forma costosa. Sin embargo, de nuestra firmeza de hoy dependerá
directísimamente la voluntad y el autodominio de nuestros hijos y alumnos
mañana.
A veces la exigencia se distorsiona por exceso o por falta de claridad, y se cae
en el rigorismo autoritario. Y otras un extremo lleva a otro, y por cansancio, por la
influencia de un entorno cultural hedonista o por falta de criterio, se cae en la
tolerancia excesiva. Tan malo es lo uno como lo otro.
La firmeza es la virtud por la que se dominan las reacciones y se superan las
dificultades que sobrevienen. Es muy importante no confundirla con frialdad,
dureza o inflexibilidad, y esto importa porque siempre se acaba haciendo daño y
nunca ayuda. Antes bien, la firmeza verdadera implica calma, energía y entereza.
Expliquemos con algún detalle en qué consisten estas tres actitudes.
Calma
Consiste en el dominio de la situación; conlleva objetividad y ánimo sereno.
Es fuente de claridad en el juicio y de libertad en la decisión. Requiere dominio
interior, comedimiento en el gesto, la palabra y la mirada. Para ello es muy
necesario el examen propio, la meditación, el silencio creador y reflexivo. Aquello
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de contar hasta cien… o más, si es preciso. Examinarse con regularidad para caer
en la cuenta y enmendarse si es preciso.
Es mejor hablar que gritar, reprender sin insultar ni humillar, mandar sin
atropellar, atendiendo al ritmo de maduración del niño o del joven, a su
temperamento (si es muy primario, y perdemos la calma, tendremos una mala
contestación casi asegurada, si es muy secundario, puede “guardárnosla”,
ahondando en sentimientos de revancha, y la herida perdurará por bastante
tiempo, y en todo caso se interpretará que estamos descargando nuestro mal
humor o prepotencia, sin entender otros motivos e intenciones); y a las
circunstancias (conviene no emplear el mismo tono en público o en privado, no
aludir a cosas que le hieran o humillen particularmente, no hay que corregir
cuando hay demasiada tensión emocional…)
No hay que pedir imposibles, seguramente convendrá disimular ciertos fallos
de poca importancia para intervenir sólo en el momento más oportuno. Conviene
reducir las órdenes al mínimo. No se trata de controlar y ahogar las energías
naturales del niño o del joven, sino de orientarlas al mayor bien.
Como es lógico, esto se aprende. A veces nos pasaremos, otras nos
quedaremos cortos… Pero debemos poner todo nuestro cuidado en actuar con la
mejor intención y no perder los estribos ni las formas.
Energía
Se trata de saber hacerse querer y respetar. Ha de ir acompañada de respeto,
tacto y condescendencia. La energía, volvemos a insistir, no estará en gritar,
insultar, mirar de forma amenazante… Se trata de:
a) Mandar sin suplicar. Convendrá dulcificar algunas órdenes, pero ha de
haber órdenes. La obediencia no se mantiene ante una persona insegura de
sí misma, carente de determinación en las decisiones de importancia. Es un
modo de dar valor a lo que es preciso hacer.
b) Mandar sin discutir. Cuando no conviene detenerse en explicaciones o no
existe seguridad de ser entendido en ese instante por el niño, no hay que
aceptar réplicas. Se debe buscar otro momento, más sereno, para aclarar en
privado la situación.
c) Mandar con claridad. Directrices claras y adaptadas a la edad, la
inteligencia y receptividad del niño. Evitar expresiones ambiguas o que
carezcan de la necesaria convicción.
d) Mantener lo mandado. No cambiar las órdenes a capricho, ni emplear
diferente rigor según el humor que se tenga en cada momento, ni establecer
diferencias injustas. Desigualdades y rectificaciones desconciertan. Una vez
tomada una medida hay que mantenerla; la falta de perseverancia debilita la
autoridad. Si el niño no merecía una corrección, por ejemplo, no había que
habérsela impuesto, y si la merecía debe cumplirla. La tendencia a modificar
las órdenes hace pensar que éstas dependen del capricho del educador.
Nunca se insistirá lo bastante en la importancia de cuidar mucho las
condiciones mencionadas. Esmerarse en ello, no cansarse de intentar actuar así,
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no sólo es educativo para nuestros hijos o alumnos. Evidentemente, nosotros
mismos nos estaremos autoeducando, puesto que estaremos forjando nuestro
carácter.
Entereza
La firmeza puede exigir el renunciar al placer de sentirse amado. El educador
debe amar, pero no mendigar el cariño de los niños o jóvenes. Hace falta entereza
para soportar con serenidad posibles vacíos afectivos, e incluso el rencor
momentáneo que se suscita al corregir o denegar alguna cosa. A la larga el niño
terminará admirando la rectitud de quien supo hacer lo que debía con abnegación
y respeto.
Es importante también esforzarse por ponerse en el lugar del hijo o del
alumno para intentar comprender cómo se siente y lo que de verdad necesita.
¿Cómo me hubiera sentado a mí si me dicen esto así?
Seguro que algunas veces meteremos la pata, por exceso o por defecto. No
dejemos de pedir perdón si hemos hecho daño al corregir o al ordenar (o al no
hacerlo), y procuremos dejar claro el criterio e intentarlo de nuevo una y otra vez.
No se pierde con ello autoridad; al contrario, quedará bien claro que no actuamos
por quedar bien nosotros, o por imponernos, sino porque buscamos el bien, lo
justo, lo verdadero.
El educador sólo podrá esperar de los niños y los jóvenes lo que a diario se
esfuerza por conquistar sobre sí mismo. Además, sus propias limitaciones
personales, aceptadas, pueden ser un privilegiado argumento para acompañar y
comprender a sus propios hijos o a sus alumnos en sus reticencias o dificultades.
J. Miguel Lolek
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