¿cómo se nace en una isla desierta?

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¿CÓMO SE NACE EN UNA ISLA DESIERTA?
Eduardo Pellejero
...el espíritu constituye una isla, pequeña pero segura,
en el centro mismo de un mar de miseria y desolación.
Margarete Buber-Neumann
Esta es la hora de escribir. Es la mañana. Del otro lado del mundo – me consta – existen escritores
noctámbulos que habitan esta hora impar de espaldas al día. No podríamos ser más distintos. Puedo
imaginarlos en sus boardillas finiseculares, con sus queridas y sus samovares, viviendo una vida
anacrónica, pero real, porque la noche es intemporal, como la bebida. Se jactan de que París es una
fiesta, celebran el sol mediterráneo, revientan de tuberculosis. Los he leído como un insomne en las
horas del sueño. Puede decirse que los he soñado, que me he soñado entre ellos, aunque jamás haya abandonado esta tierra sin sombra. No nos une el
mar que se extiende ante mí, no nos separa. El mar es la única realidad, la realidad es la distancia. Ya he preparado la botella, que todavía me quema la
garganta. En cualquier momento comenzará a bajar la marea, pero no tengo ningún mensaje para enviar. Lo enviaré de todas maneras. ¿Cómo se nace en
una isla desierta?
Evidentemente, es difícil no pensar en el destino de las botellas que arrojo cada tarde, cuando comienza a bajar la marea, y por veces ya entrada la noche,
cuando la luna me obliga a aventurarme entre las piedras de la costa para cumplir con mi propósito. El ruido del vidrio en el agua, cuando no el ahogado
rasguido del lápiz sobre el papel, despierta en mí evocaciones de playas lejanas, de encuentros improbables, que dan sentido (un sentido necesariamente
diferente) a los mensajes que escribo. Pero son las botellas que vienen a dar a mí las que desvelan mis noches. Día tras día vienen a dar a esta costa.
¿Por qué a esta costa y no a otra? ¿Es que todas las corrientes del océano pasan por este lugar? ¿Es que existen tantas islas desiertas en el mar, tantos
náufragos? Comienzo a recogerlas de madrugada, con las primeras luces, mientras exploro los despojos que se acumulan del otro lado del río.
Acostumbran aparecer donde una vez por año vienen a desovar las tortugas, y hay días que son dos y hasta tres. Es una locura pensar que (con una sola
excepción), nunca he dado con dos botellas arrojadas al mar por la misma persona. Llegan de lugares siempre diferentes, desde las épocas más diversas
que se pueda imaginar, en lenguas que muchas veces superan largamente mi competencia lingüística. Consumen mi tiempo en la isla y ya he abandonado
muchas mañanas la escritura para tratar de dar cuenta de todas (he pasado hambre, he negligenciado incluso las tareas diarias de las que depende mi
sobrevivencia). Se van acumulando a un costado de de la cabaña y ya he temido que su reflejo delate alguna vez mi presencia en la isla (¿qué significaría
eso para mí?). Incluso cuando les dedico todo el tiempo que me resta, la pila no deja de crecer. ¿Acontecerá esto sólo conmigo? Es extremadamente
improbable que todas las mareas confluyan en una única isla, pero no encuentro otra explicación y comienzo a creer que la propia isla es el resultado de
las corrientes. Las botellas que vienen a dar a la costa son tantas que he fantaseado que la tierra que piso no sea tan firme como parece, y que debajo del
suelo arenoso de la isla no haya otra cosa que una enorme masa de botellas entreveradas por las algas, que en estas aguas son plaga. Sería una ironía
que esta isla desierta no fuese más que el resultado de la negligencia de una comunidad dispersa de náufragos, pero quién reiría de eso. Si leo todos los
mensajes que me llegan es porque ya no puedo reír. Abro con cuidado las botellas (que más tarde reutilizaré) y extraigo los mensajes con la ayuda de una
afilada aguja de madera de buriti, para lo cual he desarrollado una gran habilidad. A la luz de la única lámpara que todavía funciona en este lugar, leo hasta
entrada la noche. Es mejor así, porque si lo hiciese a la luz del día contaminaría de irrealidad la totalidad de la isla (¿cómo podría vivir entonces?). Jamás
he respondido esos mensajes (con una sola excepción), porque no ignoro que las corrientes no son circulares y que la comunicación entre nosotros (¿pero
quiénes somos nosotros?) es imposible. ¿Cómo es posible dialogar en una isla desierta?
En el otoño la bahía se llena de ballenas. Durante algunas semanas dejo de arrojar botellas al mar, sobrepasado por ese espectáculo inhumano. Veo las
amplias colas agitarse sobre la superficie de las aguas, perturbado por el canto casi inaudible de los machos, que ensordece a las aves hasta que se
despeñan sobre los acantilados. No sé nada de eso. Nadie en esta isla (pero en esta isla estoy solo) es capaz de decir una sola cosa con sentido sobre
ese raro fenómeno. Si intentara pensar sobre el asunto, creo que me volvería loco. Como un imperativo de prudencia, me he prohibido aventurarme mucho
más allá de mi cabeza, de lo que pasa en mi cabeza, de lo que pienso. Escribir sobre el universo sería tan insensato como arrojar piedras al mar. ¿Qué
otra cosa puede hacerse en una isla desierta?
No desconozco las emociones a las que un hombre está expuesto. La ausencia de todo contacto me quema la piel como a cualquier bestia. El peso
muerto de mi cuerpo sobre la arena es la única sensación de alteridad física que me depara la isla. Anulado por el estruendo del mar, me he dejado estar
durante horas, hasta ser cubierto de arena por el viento del sur; es una sensación intensa, pero destemplada, que me incomoda durante días después de
que la experimento. Los animales que en los meses más calientes del año se adentran en la selva buscan probablemente lo mismo que yo, pero yo no
estoy hecho para la selva, y permanezco entre los hombres (sólo que no hay hombres, apenas una isla desierta). Cuando la desesperación me gana,
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prefiero correr por la costa hasta caer agotado, o adentrarme en las aguas hasta la línea de la rompiente, aún a conciencia de que una sola ola podría
arrastrarme para siempre. He fantaseado en el entresueño (y no me avergüenzo) que otros cuerpos se confundían con el mío, pero a medida que pasa el
tiempo esos devaneos son cada vez más abstractos, una fría geometría de cuerpos en el espacio, y no son siquiera capaces de mover mi mano hasta la
entrepierna. ¿Qué puede sentirse en una isla desierta?
Es cierto que dispongo de todas las comodidades de la vida moderna que se pueden imaginar. No me falta mi dosis diaria de agua ardiente ni un puñado
de tabaco. Sentado en mi sillón Voltaire, puedo leer mensajes durante horas sin consecuencias físicas para mi espalda, que por otra parte resiente cada
vez más la humedad del ambiente. La fauna autóctona es mansa y diversa, y sacia largamente mi frugal apetito. Si hubiese un mercado en la isla, podría
agenciarme lo suficiente para una semana con un puñado de monedas; en lugar de eso, debo caminar diariamente largas distancias para proveerme de
todo lo que necesito. El papel es escaso, y tal vez por eso mido tanto mis palabras, aunque a veces tengo ganas de escribir como si gritara (¿quién podría
escucharme, de todos modos?). Un catre de hierro forjado (herrumbrado hasta haber perdido toda apariencia metálica), una mesa de madera noble y una
destartalada silla de cáñamo completan mi patrimonio. Supongo que sería capaz de defender cada uno de esos objetos con mi vida (con excepción del
catre, ya que prefiero dormir en la hamaca que cuelga entre los tirantes del alero), pero no puede decirse que encuentre un gusto especial en su trato, en
su posesión o en su disfrute. ¿De qué sirven todas esas cosas en una isla desierta?
Al comienzo escribía para salvarme. Buscaba ayuda. Me movía la nostalgia de un continente que desconozco, pero que a pesar de todo consigo imaginar
con alguna riqueza de detalles: urbes agitadas por la oscilación de los mercados, multitudes levantadas en protesto o movilizadas para la guerra, causas
perdidas y empresas por el bien común. No ignoro el encanto de esos mundos compartidos, incluso si no es de ellos que he naufragado (mi naufragio es
más universal y más íntimo). Dejé de buscar la salvación, de pedir socorro. Sólo entonces comencé a escribir en sentido propio, lo que se dice escribir.
Quien encontrase una de mis botellas no podría hacer nada por mí y sería injusto que yo se lo exigiera. Prefiero pensar la revelación modesta de mis
palabras como una interrupción, un paréntesis, una brecha. Sé que representan eso para mí. La fantasía de un mundo compartido es engañosa. En esos
desiertos sobrepoblados yo sería un extraño, un extraño para mí mismo. Me conformo con ser esa extrañeza para los demás. ¿Quién podría dejar atrás
una isla desierta?
Jamás he conseguido dar la vuelta a la isla. Diez, quince, treinta jornadas de intensa marcha siguiendo la línea de la costa no me devolvieron a los
paisajes conocidos, no denunciaron siquiera la curvatura mínima que se espera de estos accidentes geográficos. Rigurosamente el sol se pone en el
mismo lugar del mar, veinte grados al norte de la playa, rigurosamente nace entre las montañas que velan desde lo alto el sueño de la isla. Le he dado
vueltas a ese fenómeno sin encontrar una explicación lógica. ¿Cómo puede ser que esté seguro que se trata de una isla desierta cuando ni siquiera soy
capaz de explorar una porción mínima de su territorio? Y sin embargo tengo la certeza absoluta de que estoy solo. Si fuese de otra forma, y existiesen
otros náufragos sobre esta misma tierra que piso, debería asumir que no estoy solo, sino maldito, y no creo tener fuerzas para vivir con eso. No con eso.
Con eso no.
¿Qué libros llevaría con usted a una isla desierta? La pregunta es estúpida porque desconoce que no se hace turismo en una isla desierta, no se prepara
una valija, no se marca una fecha para la partida (ni mucho menos para el regreso: nadie ha regresado nunca). Somos idiotas, pero no hasta ese punto.
Toda isla desierta es el producto de un naufragio. Todo naufragio es una sucesión de desencuentros, de malentendidos y de indecisiones. Los libros
pueden formar parte de eso, ser una lastre o una tormenta; en todo caso, algo que inevitablemente cargamos con nosotros. Nadie elige sus libros en una
isla desierta. Van a dar con uno a la playa y con el tiempo pasan a formar parte de la isla, como los arrecifes y las palmeras. Es una experiencia difícil esa
de los libros en una isla desierta. Uno se desconoce en ellos, se pregunta: ¿por qué estos libros y no otros? En vano he repasado las páginas de las
quince o veinte decenas de volúmenes que consiguiera rescatar entre los despojos en busca de respuestas. Los libros son parte del naufragio, no un plano
de evasión. Leyendo me pierdo cada día un poco más, como si el naufragio no hubiese terminado todavía y la propia isla se encontrase a la deriva. ¿Por
qué estos libros y no otros? ¿Qué es lo que dicen estos libros de lo que soy? He fantaseado que mi destino podría haber sido otro si la marea me hubiese
deparado otros libros. Acaso no estaría acá, al menos no de este modo. O mejor: ningún libro. Transfigurado por la bebida puedo haber quemado no pocas
páginas en un frenesí purificador. Sólo que la memoria elusiva de un libro puede asombrar a un hombre más que la experiencia diurna de su estudiosa
lectura. Toda isla desierta está poblada por esos fantasmas. Nos hablan continuamente, y algunas veces, algunas raras veces, nos escuchan. No les den
oídos, no se confíen: están tan perdidos como todos. ¿Qué libros arrojaría por la borda antes de naufragar en una isla desierta?
No hay tesoros en esta isla. No existen tesoros, sólo mapas del tesoro. Guardo conmigo decenas de esas cartas fraguadas para la ilusión. Llegan con más
frecuencia que ninguna otra cosa en botellas adornadas con signos que están llenos de presagios. No conducen a ninguna parte. Es claro que hay mucha
gente que espera ser descubierta de ese modo. Pierden el tiempo: los piratas y los aventureros son hombres gregarios, que no reconocerían la soledad ni
aunque la tuviesen enfrente. A mí, que desconozco voluntariosamente la geografía secreta de mi isla, el esfuerzo de hacer ese levantamiento excede en
mucho mis fuerzas. La isla se extiende ante mí (se oculta a mis espaldas) como una verdadera tierra incógnita. Ni los resplandores que ritman la noche, ni
los tambores que iluminan el silencio conmueven mi espíritu, que se mantiene indiferente a su corazón secreto. Nada de valor se esconde en una isla
desierta. ¿Quién, en su sano juicio, escondería un tesoro en una isla desierta?
Es la hora de escribir. Es la mañana. El tranvía de las seis ya ha pasado y ahora se sucederá como una premonición cada quince minutos. La naturaleza y
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la humanidad no son tan diferentes, pero la humanidad es mucho más predecible. Cuando salga a la calle podré evitar todo encuentro con la facilidad que
se evitan los autos en una carrera de videojuego jugada demasiadas veces. Sólo la soledad es impredecible. Llegaré a la playa antes de que los turistas y
podré arrojar mi botella sin ser incomodado (hay días en que me incomodan con sus fotos, alborozados por mi presencia, que los arranca de sus rituales
veraniegos). La soledad sólo es posible entre los otros y no conoce otras formas humanas. Si pudiese tocarlos de alguna manera, no estaría solo, pero si
no pudiese tocarlos de ningún modo, ¿qué sentido tendría hablar de soledad? Los turistas me miran con incredulidad, aunque me cuido de mantener el
rostro limpio de toda sombra de barba y mi ropas se encuentran en impecable estado. Siguen con la vista el breve arco que traza la botella en el aire, y
alguna que otra vez uno de ellos se adentra en el mar intentando hacerse con ella. Me preocupa que arriesguen de esa forma sus vidas. Aunque el mar es
tranquilo en estas latitudes, quienes alcanzan la botella antes de ser arrastrada por la corriente están preparando, sin comprenderlo, sus propios
naufragios. Sé que nunca volveré a verlos entre los turistas que pueblan la costa y que no podré reconocerlos si alguna vez doy entre las rocas con una de
sus botellas arrojadas al mar. ¿Cambiaría alguna cosa que rompiéramos las reglas e intercambiásemos una que otra palabra antes de desaparecer? Ya no
busco respuestas a las preguntas que me hago. Cansado, distante, pero sobre todo indiferente, los veo nadar mar adentro con una vitalidad que alguna
vez conocí en la intensidad de mis puños cerrados, y pescar la botella entre las olas y, a veces, dar un grito de triunfo y mirar atrás, buscando mi figura
entre las rocas de la costa. Entonces ya no estoy ahí. Está el vacío. Con más o menos esfuerzo emprenden su regreso a la playa. No comprenden. Ni bien
abran la botella, estarán solos.
¿Cómo importarse por eso en una isla desierta?
Publicado en Rojo Siena Especial "Convergencia"
Eduardo Pellejero: 38 años, argentino de nacimiento, portugués por adopción, residente en el Brasil, apatrida por convicción.
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