Mejor que ojos azules

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Mejor que ojos azules
Historia misionera de Amy Charmichael
Una semana antes de la Navidad, en el año 1867,
nació en un pequeño pueblo de Irlanda una niñita
con lindos ojos de color café. Sus padres le pusieron el nombre de Amy. El pueblo donde creció
quedaba junto al mar, y desde muy pequeña llegó a
amar los colores y los sonidos del océano. El color
que más le gustaba era azul, como el de los ojos de
su madre.
Desde muy pequeña comenzó a desear tener ojos
azules. No estaba contenta con sus ojitos de color
café: brillantes, traviesos, y llenos de vida.
Amy siempre escuchó hablar de Jesús, el Hijo de
Dios. Sabía que Él la amaba y que había muerto en
la Cruz para ser su Salvador. También sabía que
Jesús no estaba muerto, sino vivo, y que escuchaba
las oraciones de chicos y grandes. Todos los
domingos decían eso en la iglesia y, en las noches
de semana, su papá se lo leía en la Biblia.
—Dios contesta a las oraciones —decía Amy una
y otra vez.
Tenía solamente tres años de edad cuando
comenzó a pedirle al Señor que le diera ojos azules.
Una noche, se arrodilló junto a su cama y pidió a
Dios que cambiara sus ojos de color café por un
hermoso azul. Pidió con toda fe, y estaba convencida de que Dios a contestaría.
“Dios siempre contesta a las oraciones”, le había
dicho su madre muchas veces. Confiando en que
esas palabras se durmió. A la mañana siguiente,
feliz como un pajarito, se despertó. Corrió hasta
una silla con respaldo alto y la movió hacia el
espejo. Todavía en ropa de dormir, subió a la silla
para verse los ojos.
¿Ojos azules? ¡NO! Solamente unos trágicos ojos
de color café se reflejaban en el espejo. Unos ojos
muy tristes. ¡Dios no había contestado! Nada había
ocurrido.
Amy había orado, se había portado bien, había
creído en Dios, y sin embargo Él no había
contestado a su oración. Ella hizo un esfuerzo por
no llorar. Entonces sucedió algo muy importante.
Quizá lo oyó en el apagado murmullo de las olas,
quizá se lo dijo su madre, tal vez Dios mismo
estaba ayudándola a entender un secreto que ella
recordaría por el resto de su vida: “No, también es
una respuesta.”
Las palabras llegaron tan claras a su mente, como
si alguien se las hubiera dicho en alta voz. Amy
pensaba que Dios no había prestado atención
cuando ella oraba, que sencillamente no había
contestado; pero Dios contestó, porque “no”
también es una respuesta.
Dios tenía un plan muy emocionante para Amy,
por eso le dio ojos de color café. Cuando ella
creció, viajó como misionera a la India, y desde un
principio estaba ansiosa de aprender el idioma para
anunciar el amor de Dios. Muchas veces deseaba
disfrazarse y caminar como una mujer india en el
mercado, o entrar en alguno de los enormes
templos de piedra donde muchos niños habían
sido ofrecidos para servir a dioses falsos.
La India era un país con muchos secretos y Amy
estaba decidida a averiguar algunos de ellos.
¿Cómo podría contar a la gente acerca del Dios
vivo y verdadero, y de Jesucristo que había muerto
en la Cruz para perdonar sus pecados? Una mujer
extranjera no podía caminar libremente por las
calles, ni podía entrar en los templos de ese país.
¿Qué podría hacer?
Amy hizo algunos experimentos, hasta que
descubrió que con café molido podía teñirse los
brazos y la cara de un color como el que tenían las
mujeres indias. Después de pintarse los brazos y la
cara, se puso los vestidos típicos de la India: una
túnica blanca y un turbante sobre la cabeza,
enrollado en un brazo.
—Te pareces a una mujer india —le decían sus
amigos, admirados—. ¡Qué bueno que tus ojos son
de color café y no azules! Si tuvieras ojos azules no
pudieras hacerte pasar por una mujer india.
¿Ojos de color café? ¿Ojos azules? De pronto
Amy recordó la gran tristeza que tuvo de niña. Dios
le había dicho que no cuando ella oró por ojos
azules. Ahora comprendió por qué. Ella necesitaba
ojos de color café. Dios le había dado la mejor
respuesta.
Un día, vistiendo su mejor disfraz, Amy entró por
las puertas de un gran templo. En una enorme torre
estaba sentado un ídolo negro, sucio y pegajoso.
Pequeños platillos con mechas ardiendo estaban
colgados en la pared, y detrás del ídolo había un
cuarto oscuro, con telarañas. Amy tembló al ver
que esta fea ”iglesia” era el único templo que la
gente conocía, y ese pequeño monstruo gordo,
sentado en una torre, era el dios de la India.
Desde ese momento Amy sabía porqué Dios no
le había dado ojos azules. Él la necesitaba para
salvar a muchos niños de la India. Amy dedicó
toda su vida a llevar el mensaje del amor de Dios a
los niños y a las niñas de ese país. Muchos era
huérfanos y Amy llegó a ser una madre para ellos.
Más de cincuenta años se quedó en la India,
amando y cuidando a los niños sin hogar.
Han pasado muchos años desde que los ángeles
de Dios vinieron a llevar a Amy al cielo. Ella está
esperándonos allá, para contarnos que fue muy
bueno que Dios le dijera que no cuando pidió ojos
azules. Junto con Amy están muchos niños y niñas
de la India, que por la bondad de esa abnegada
sierva de Dios conocieron a Jesús.
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