¿Para qué dualismos en filosofía? - Pontificia Universidad Javeriana

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CUADRANTEPHI No. 22
Enero – junio de 2011, Bogotá, Colombia
¿Para qué dualismos en filosofía?
Andrés Felipe Rodríguez Pérez
Carrera de Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá
[email protected]
En la historia del pensamiento es posible encontrarse con una variedad enorme de sistemas
y conceptos cada uno de los cuales pretende desplegar ciertos problemas. La gran variedad
de problemas que un mundo le puede poner al pensamiento lo obligan muchas veces a
recurrir al sistema, es decir, a la organización de los conceptos para llevar a cabo su
despliegue. Esos organismos pueden venir en la forma de aforismos, ensayos, entre otros,
que sólo se van completando en su despliegue. Sin embargo, todos los organismos
conceptuales se enfrentan a algunos problemas que les son comunes.
Uno de esos problemas es el que pregunta por cómo abordar un problema. Un problema
que implica preguntar por el tipo de pensamiento que se hace. Conocemos, en general, dos
maneras de abordar ese problema: por un lado encontramos el camino dualista y por el otro
el camino monista. La primera manera, la dualista, afirma la realidad de pares
fundamentales que difieren en esencia: Mente y Cuerpo, Dios y Naturaleza, Bien y Mal,
Verdadero y Falso, Bello y Feo, entre otras, afirmando con esto una contradicción real entre
los miembros de los pares. La segunda manera de abordar el problema de cómo abordar un
problema, la del monismo, sostiene que hay una única realidad fundamental de la que otras
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son realidades derivadas. Para el monismo, algo puede ser al mismo tiempo uno y otro de
los miembros de las dualidades bajo la condición, según la cual, un miembro sea
manifestación del otro, con lo cual se afirma que no hay contradicción real entre los
miembros de los pares.
La diferencia entre monismo y dualismo traza la distinción entre dos tipos de pensamiento.
El dualismo admite la trascendencia de unas realidades respecto a otras bajo dualidades,
aunque una realidad dependa de otra por emanación como lo es en el caso de la diferencia
Dios y Naturaleza. En la Crítica de la Razón Pura, Kant afirma que la cosa en sí trasciende
la capacidad cognoscitiva, quedando “ubicada” en el más allá de lo fenoménico como lo
inaccesible para cualquier fórmula del saber, haciendo del ser en sí algo sólo captable en el
pensamiento por una suerte de iluminación mística disfrazada. Para Leibniz, Dios y la
Naturaleza no pueden ser o conformarse por el mismo tipo de sustancias, pues así sostiene
la trascendencia del primero respecto de la segunda. Para Descartes hay sustancia extensa,
sustancia pensante y sustancia divina. El monismo, en cambio, niega toda trascendencia y
afirma realidades únicas de las cuales todo se sigue inmanentemente. Por ejemplo, para el
mismo Leibniz, aunque uno sea irreductible al otro, la diferencia entre cuerpo y mente no
puede ser real; todo su sistema se mueve bajo la idea según la cual los cuerpos están
conformados por mentes más o menos conscientes o inconscientes que son verdaderas
sustancias, infinitamente expresivas, llamadas mónadas. Para Spinoza la diferencia entre
Dios y la Naturaleza no puede ser tampoco real. Afirma entonces que lo que se llama
naturaleza, en sentido estricto, es la manifestación naturada de una única Naturaleza
naturante.
Con esto podemos preguntar ahora, ¿para qué dualismos en Filosofía? Si el dualismo
siempre implica algún tipo de trascendencia, ¿es acaso precisa la afirmación, aquí y ahora,
de realidades trascendentes unas respecto de
otras? ¿Es útil un pensamiento de lo
trascendente para nosotros bogotanos de la carrera séptima con cuarenta y cinco?, y ¿es útil
ese tipo de pensamiento para aquellos que no tienen idea de quienes son Kant, Hegel,
Spinoza o Leibniz? No.
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El dualismo, al recurrir a diferencias de tipo trascendente sigue manteniendo el equívoco
sobre la entificación del ser: el dualismo, en el orden metafísico, afirma que el ser de un
ente finito es él mismo un ente finito, esto es, entifica el ser. Bajo el dogma de la finitud
afirma la diferencia de naturaleza entre un ente sólo nominalmente infinito (Dios) y los
entes finitos; suponiéndoles a estos últimos cualidades precisas e inmutables. A su vez, los
fenómenos, para el dualismo metafísico, se encuentran marcados por la finitud en virtud de
su esencia finita, probada en la mutabilidad y perecimiento continuos: la existencia para el
dualista es la marca de la finitud.
Pero el ser de un ente en su indeterminación no puede considerarse como un ente él mismo.
El ser en sí es multiplicidad indeterminada e indefinidamente definible. Sin embargo, si se
acepta esta indefinida definición posible del ser de un ente, no es preciso aceptar la
inaccesibilidad del saber sobre ese ser en sí. La matemática histórica, como nota hábilmente
Badiou, recurriendo a la afirmación de lo múltiple puro como lo único que es en sí y al
tratarlo en su pura formalidad bajo procedimientos deductivos, cumple la función de
constituir un saber sobre lo en sí sin correr el riesgo de entificarlo o bien, de abandonarse a
la mística de la cosa en sí inaccesible. Siendo esto así, la matemática histórica afirma que
no hay ente que no sea múltiple y que todo ente es fundamentalmente pura multiplicidad
infinita: vacío puro. La opción de la matemática muestra que cualquiera puede acceder al
saber sobre el ser-en-tanto-ser en su pura formalidad y niega que exista un solo ente infinito
que trascienda a los entes finitos: para el monismo matemático todo ente es
fundamentalmente infinito. Si bien el ser en sí, como tal, no se presenta ahí,
fenoménicamente, más que bajo cierta completitud que le otorga algún tipo de finitud, esa
completitud sólo permite definir los fenómenos relativamente, ya que siempre se presentan
en coordenadas espacio-temporales. Pero la infinitud del ser de los fenómenos es
primordial, pues su espacio-temporalidad nunca está determinada absolutamente y, lo
sitios-instantes que configuran su devenir son más límites que elementos últimos de su
constitución.
Es precisamente en ese fugaz devenir de los fenómenos donde el axioma monista, “sólo son
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las multiplicidades infinitas”, nos hace recordar que las posibilidades infinitas constituyen
el en sí de todo fenómeno local. Nos aseguran que lo que aparece como imposible
relativamente aquí y ahora es ontológicamente posible en sentido absoluto. El monismo nos
entrega la posibilidad de lo imposible, el dualismo deja lo imposible en el inacceso: ora se
refugia en la inacción (mística)
propia de la consideración finitista del ser de los
fenómenos, ora “pasa a la acción” según un movimiento propio del pensamiento de la
trascendencia: como si ésta efectuase lo que le es negado al conocimiento. El monismo, en
contraste, afirma que el mismo tipo de realidad, ontológicamente múltiple e infinita,
constituye el ser de todo ser-ahí. Ser-ahí que como fenómeno sólo actualiza los posibles
infinitos de los que es capaz en determinado mundo limitado o completo aunque siempre
infinito. Incluso gracias al mundo infinito del conocimiento, sólo dado en comunidad, el
monismo afirma como máxima: “conocer es actuar”.
Si para los colombianos de la séptima con cuarenta y cinco o para los que no saben quienes
son Hegel, Kant, Spinoza o Leibniz hay algo imposible, como, digamos, la construcción de
una sociedad económicamente más igualitaria y políticamente más diferenciada, el
monismo les afirma que eso imposible es más posible que lo posible que pueden imaginar.
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