Sucesos de Casas Viejas

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Sucesos de Casas Viejas
El levantamiento revolucionario que, a comienzos de 1933, protagonizó un grupo de campesinos
anarquistas en la pequeña localidad gaditana de Casas Viejas (antiguo nombre del actual municipio de
Benalup-Casas Viejas), ha pasado a la historia como uno de los episodios más dramáticos del
movimiento obrero español.
La insurrección de Casas Viejas había de ser apenas un episodio más en el levantamiento armado de
ámbito nacional que suscitaron importantes sectores del movimiento anarquista, cercanos a la FAI,
contra la política de inmovilismo social del gobierno republicano socialista de Manuel Azaña. Pero el
levantamiento fracasó en todo el país, tras unas pocas jornadas de disturbios y una severa represión
policial. Sin embargo, los insurrectos de Casas Viejas, aislados, mantuvieron la rebelión cuando ésta ya
había sido abortada en toda la provincia. Las fuerzas de seguridad tomaron el pueblo y perpetraron una
matanza desproporcionada entre los pocos anarquistas que no habían huido y parte de la población civil
no implicada en la insurrección. La sangrienta represión de Casas Viejas imprimió una mancha
indeleble en el prestigio del gobierno de Azaña, que no podría recuperarse del descrédito que estos
acontecimientos le granjearon entre las formaciones de izquierda, sus principales aliados, ni de la
arremetida oportunista de la derecha.
La insurrección anarquista de enero de 1933
En diciembre de 1932, el Pleno de Regionales de la CNT, que contaba con numerosos elementos
cercanos a la estrategia de lucha revolucionaria preconizada por la FAI, acordó suscitar un
levantamiento armado de carácter general en los primeros días de 1933, aprovechando que se
preparaba una huelga del sector ferroviario. Su objetivo era presionar a Azaña para que modificara su
política social, que había decepcionado profundamente al movimiento obrero y a las formaciones de
izquierda radical. Los anarquistas intentaban concitar la resistencia de obreros y campesinos a la
política moderada del gobierno con la creación de cinco o seis guerrillas repartidas por todo el país,
encargadas de movilizar la lucha revolucionaria. El gobierno de Azaña no había acometido la siempre
pendiente reforma del sector agrícola, mientras la situación de miseria en que vivía gran parte del
campesinado no propietario (y, en especial, los jornaleros andaluces) abría el camino a una rápida
penetración en el ámbito rural del anarquismo y del anarcosindicalismo. El plan de insurrección de 1933
contaba, pues, con la participación del movimiento campesino andaluz, aunque su epicentro fuera
Barcelona, centro del anarquismo español desde principios del siglo XX.
El 9 de enero de 1933, Manuel Rivas, secretario general de la CNT y jefe del Comité de Defensa
controlado por la FAI, dio orden de iniciar la rebelión, a pesar de la oposición del sector ferroviario, que
consideraba poco madura la situación político-social. En Barcelona, la Jefatura de Policía fue atacada
con bombas de mano y se produjeron tiroteos en las Ramblas y en los barrios periféricos. La
insurrección se extendió a otras localidades catalanas (Terrassa, Cerdanyola, Ripollet, Lérida). En
Levante se produjeron disturbios en Pedraba, Begarra, Ribarroja y Bétera. En Aragón, el movimiento
alcanzó a algunas zonas rurales. En Andalucía, hubo levantamientos en Utrera, Sanlúcar de
Barrameda, Málaga y en algunas poblaciones importantes de Cádiz (Arcos de la Frontera, Medina
Sidonia, Alcalá de los Gazules). En todas partes la represión fue inmediata y eficaz. La insurrección se
había organizado sin respetar las normas básicas de la discreción y la policía estaba al tanto de los
planes de los anarquistas. Poco antes de iniciarse el levantamiento, se produjeron cientos de
detenciones preventivas en todo el país, especialmente en Cataluña, donde las cárceles se llenaron de
presos ácratas. Muchos de los detenidos en las dependencias policiales de Barcelona fueron
atrozmente torturados, como el dirigente faísta Juan García Oliver. La insurrección quedó abortada a las
pocas horas de haberse iniciado.
En Andalucía se había acordado que los militantes anarquistas esperaran a tener noticia del estallido de
la rebelión en Cataluña para emprender el levantamiento. Federica Montseny, en su libro dedicado a La
Libertaria, nos ha legado un testimonio de la preparación del movimiento andaluz, por boca del militante
anarquista G. García Pérez: "Dormimos en Medina para salir de madrugada los cuatro compañeros,
siempre a pie, hacia Jerez. Celebramos con suerte varias reuniones. Allí se concretó cómo habíamos de
iniciar el movimiento revolucionario. El delegado del Comité Nacional de Defensa Confederal nos
informó de que las regionales de Levante, Aragón, Rioja y Navarra estaban armadas hasta los dientes.
Así pues, quedamos en que la consigna para lanzarnos a la calle sería cuando, mediante la radio,
tuviéramos conocimiento de que Barcelona se batía en las barricadas. Esto sería entre los días 8 y 10
de enero. Seguidamente iríamos al desarme absoluto de todos nuestros enemigos. A ser posible
evitaríamos el derramamiento de sangre. Simultáneamente emprenderíamos la marcha hacia Jerez,
donde reside la sede del más rancio feudalismo andaluz. Tomaríamos posesión de cortijos, ganados,
talleres, fábricas, etc. Dominado este foco extremadamente reaccionario, la capital gaditana no tardaría
en capitular."
Los sucesos de Casas Viejas
Donde mayor repercusión alcanzaría la insurrección anarquista de enero de 1933, sería,
paradójicamente, en esta aldea gaditana, pedanía de Medina Sidonia, poblada por unas tres mil almas,
en su mayoría jornaleros reducidos a la miseria. En ella había penetrado, como en el resto de
Andalucía, el viento libertario que conmovía la atmósfera española en los años anteriores a la Guerra
Civil.
El 11 de enero de 1933, al tener noticia del estallido insurreccional en Cataluña, Aragón y Valencia, un
puñado de campesinos anarquistas y anarcosindicalistas que no superaría las treinta personas se
aprestó a poner en práctica el plan de rebelión acordado días antes en Jerez: cortaron las líneas
telefónicas y telegráficas (lo que les dejó aislados) y abrieron zanjas en la carretera para cortar las
comunicaciones con Cádiz y Jerez. Armados con palos y escopetas, se reunieron en la plaza del
pueblo, proclamaron el comunismo libertario, destituyeron al alcalde pedáneo e instaron a no resistirse a
los cuatro guardia civiles que había en el pueblo. El sargento de la Guardia Civil se negó a entregar el
cuartel, proclamando que prefería morir en defensa de la República. Entonces se produjeron los
primeros intercambios de disparos. Mientras tenían lugar estas escaramuzas, los insurrectos se
pertrecharon con las armas de fuego que pudieron encontrar en el ayuntamiento y procedieron a la
quema de los archivos municipales (donde se guardaban los títulos de propiedad de la tierra) y de la
caseta de arbitrios. De inmediato y según el plan convenido, comenzaron a organizar el racionamiento
de los víveres mediante el reparto de vales. La población civil no recibió ningún daño, ni siquiera los
pocos labradores propietarios y terratenientes que habitaban en el pueblo (aunque parece que alguno
de éstos abrió fuego contra los rebeldes).
Alrededor de las cinco de la tarde de ese mismo día entraron en Casas Viejas los primeros refuerzos,
formados por doce guardias de asalto y cuatro guardias civiles a las órdenes del teniente Fernández
Artal. Éste ordenó a la gente que se dispersara y que volviera a sus quehaceres, asegurando que se
había restablecido el orden. Se inició entonces el registro de las casas en busca de los insurrectos,
quienes, en su mayoría, habían huido al monte. Los guardias se apresuraron a retirar la bandera
rojinegra del balcón del sindicato y del ayuntamiento, que sustituyeron por la republicana. En el
transcurso de este primer registro los guardias de asalto (quienes, según los testimonios de los
habitantes de Casas Viejas, estaban ebrios) mataron a tiros a un anciano de ochenta y tres años e
hirieron a otros dos campesinos. Se produjo entonces la primera detención, la del sindicalista Manuel
Quijada Pino, al que se acusó de haber disparado contra el cuartel de la Guardia Civil (en las horas
siguientes Quijada fue asesinado de una paliza a manos de los guardias de asalto).
Con el detenido maniatado, los guardias se dirigieron a la choza de Juan Silva, apodado Seisdedos,
carbonero y militante anarquista de más de sesenta años que había tomado parte en la insurrección.
Junto al Seisdedos, se encontraban en el interior de la choza sus hijos, Pedro, Francisco y María Cruz,
llamada La Libertaria, su nuera Josefa Franco, sus dos nietos de corta edad y dos vecinos, Francisco
Lugo y su hija Manuela. Los guardias de asalto trataron de forzar la entrada de la choza. Dos disparos a
bocajarro hechos desde el interior mataron a uno de los guardias e hirieron a otro, cuyo cuerpo cayó
dentro de la corraliza, mientras sus compañeros corrían a parapetarse detrás de una tapia cercana. Los
guardias conminaron a los de dentro a salir con los brazos en alto. De nuevo se produjeron disparos, de
los que resultó herido otro guardia. El teniente Fernández Artal envió entonces a Manuel Quijada para
que parlamentara con los de la choza, haciéndoles saber que no tenían escapatoria. Sin éxito. Hasta la
diez de la noche no se produjeron nuevos incidentes. A esa hora entraron en Casas Viejas más
efectivos de la guardia de asalto procedentes de Cádiz y pertrechados con bombas de mano y una
ametralladora. Los de la choza volvieron a abrir fuego, a bulto seguro, hiriendo a otros dos guardias. La
caída de la noche y la falta de órdenes hizo que el teniente al mando decidiera posponer el asalto hasta
el amanecer del día 12.
En torno a las dos de la madrugada llegaron nuevos efectivos de guardias de asalto, al mando del
capitán Rojas, quien llevaba órdenes contundentes de la Dirección de Seguridad de "arrasar" la choza
donde se habían refugiado los insurrectos. Rojas ordenó que se emplearan trapos y pelotas de algodón
empapadas en gasolina para incendiar la choza lindante con la del Seisdedos. El fuego se extendió
rápidamente a ésta, cuya techumbre era de paja. De ella salieron entonces María Cruz Silva, los dos
niños y otras dos personas que fueron de inmediato abatidas por las ráfagas de la ametralladora. María
Cruz Silva consiguió escapar corriendo, al igual que, al parecer, los niños. Los guardias rescataron a su
compañero herido que había quedado tendido en el corral de la choza y se replegaron hacia la plaza,
mientras las llamas consumían la choza y a sus ocupantes.
Al amanecer, el capitán Rojas desplegó a sus hombres por todo el pueblo y dio orden de emprender el
registro de las casas, de detener a todos aquéllos que tuvieran armas escondidas y de disparar contra
quienes se resistieran o se negaran a abrir sus puertas. Fueron arrestados catorce jóvenes, a pesar de
que en ese momento, según todos los indicios, los implicados en la insurrección habían huido campo a
través. Rojas ordenó llevar a los detenidos maniatados a las afueras del pueblo, donde pensaba
fusilarlos aplicando la "ley de fugas". Pero, al llegar a la choza carbonizada del Seisdedos, los guardias
abrieron fuego contra los detenidos, cuyos cuerpos quedaron expuestos para escarmiento de los
habitantes de Casas Viejas. La investigación posterior arrojó un número de veinte víctimas, pero los
testimonios recogidos entre la población elevan esta cifra a treinta y tres muertos.
La reacción política contra la represión de Casas Viejas
La masacre injustificada de Casas Viejas trascendió muy pronto a la opinión pública, causando un
enorme impacto tanto en el movimiento obrero como entre las fuerzas políticas de izquierda que habían
prestado hasta entonces su apoyo al gobierno de Azaña. Desde el 12 de enero, las noticias aparecidas
en el Diario de Cádiz dieron la señal de alarma sobre la gravedad de los hechos. A Madrid llegaba un
continuo goteo de informaciones que, en los días siguientes, fue aumentando el escándalo político. El
día 13, los órganos de información del movimiento obrero (La Tierra, Mundo Obrero, La Libertad)
ofrecieron una primera versión detallada de los acontecimientos que causó estupor. Sin embargo,
todavía no se conocía lo peor: el fusilamiento sumario de los catorce jóvenes detenidos. El periódico
anarquista CNT describió así los acontecimientos de Casas Viejas:"Fue una razzia de mercenarios de la
Legión en un aduar rifeño". La prensa de derechas, como el diario monárquico ABC, aprobó en principio
con entusiasmo esta muestra de contundencia contra el movimiento anarquista. Pero pronto el
escándalo fue tal que el episodio de Casas Viejas se convirtió en un arma propagandística que la
derecha supo aprovechar convenientemente, uniéndose a las voces de protesta contra la actuación del
gobierno de Azaña.
Los portavoces del gobierno intentaron capear el temporal mediante una actitud complaciente con la
derecha, haciendo pasar lo ocurrido en Casas Viejas como un episodio sin trascendencia de la lucha
contra la "sinrazón del comunismo libertario". Al mismo tiempo, ofrecieron versiones contradictorias de
los acontecimientos. Pero éstos eran demasiado graves para mantenerlos ocultos; una masacre de tal
gratuidad no podía pasar inadvertida en un clima político de acoso y derribo a un gobierno que había
decepcionado a la izquierda y aparecía ahora como un aliado de la derecha en la represión del
movimiento obrero y campesino. La oposición parlamentaria exigió la apertura de una investigación, en
tanto que Azaña trataba de convencer a los socialistas de la coalición de gobierno para que
mantuvieran su apoyo al gabinete. Pero el escándalo crecía día a día, aireado sensacionalmente por la
prensa. Particularmente dañinas para el gobierno fueron las declaraciones que el capitán Rojas hizo a
los periodistas, asegurando que había recibido, a través de la Dirección General de Seguridad, órdenes
directas del ministro de Gobernación, Casares Quiroga, y que estas órdenes procedían de "arriba".
Según Rojas, las instrucciones del jefe del gobierno habían sido claras: "ni heridos ni prisioneros: los
tiros a la barriga".
Estas noticias causaron una honda impresión en la opinión pública. El hecho de que la guardia de
asalto, recientemente creada para la defensa de la República, masacrara arbitrariamente a un grupo de
campesinos iletrados, produjo la indignación de los sectores progresistas de la sociedad española, lo
que agravó la falta de apoyos del gobierno de Azaña. El 2 de febrero de 1933, los hechos de Casas
Viejas fueron expuestos ante el Congreso en toda su crudeza por el prestigioso diputado radicalsocialista Eduardo Ortega y Gasset, que conminó a Azaña a dar una explicación. En su comparecencia,
Azaña, asesorado apresuradamente por Casares Quiroga, pronunció una de las frases más
desafortunadas de su carrera política: "En Casas Viejas no ha ocurrido nada, que sepamos, excepto lo
que tenía que ocurrir". (Sobre si la ignorancia de Azaña acerca de lo ocurrido en Casas Viejas era real o
ficticia existen opiniones encontradas. En sus diarios, el jefe del gobierno se muestra alarmado y,
posteriormente, avergonzado, por la constatación de la barbarie practicada contra los campesinos
rebeldes. Sin embargo, su actitud política hacia el movimiento anarquista fue en todo momento de
extrema dureza, al considerarlo una amenaza contra el modelo de progreso social de la
socialdemocracia.) Azaña explicó que la actuación de las fuerzas de seguridad había sido necesaria, a
pesar de que los rebeldes eran apenas "unas docenas de hombres enarbolando esta bandera del
comunismo libertario", porque había que atajar cualquier posibilidad de que la insurrección se
extendiera a otras localidades gaditanas, como estaba previsto.
Las declaraciones de Azaña causaron indignación en el Congreso. La polémica se prolongó durante los
meses siguientes, mientras seguían llegando los datos del sumario abierto por el juez de Medina
Sidonia, supervisado por el Tribunal Supremo, y de la investigación que instruían dos comisiones
parlamentarias, una oficial y otra oficiosa. Las noticias eran tan espeluznantes que Azaña se vio
obligado a rectificar y declaró haberse equivocado en su primera interpretación, alegando el
desconocimiento de los hechos. Siguió negando, sin embargo, que desde el ministerio de la
Gobernación se hubiera dado orden de proceder sumariamente contra los rebeldes, pese a las pruebas
y testimonios en contra. La investigación se saldó con la suspensión y procesamiento de cinco
capitanes de guardias de asalto, quienes declararon haber procedido bajo las órdenes directas de la
Dirección General de Seguridad. En marzo de 1933, Azaña tuvo que rectificar de nuevo para reconocer,
ante el escándalo general, que en efecto se habían producido fusilamientos en Casa Viejas. El director
general de Seguridad, Arturo Menéndez, presentó su dimisión al demostrarse su responsabilidad y
abrírsele un proceso judicial (que luego fue sobreseído por orden de Azaña).
A pesar de la condena unánime de la izquierda española, Azaña consiguió que los partidos de la
coalición de gobierno apoyaran su actuación en dos votaciones de confianza. Sin embargo, los
socialistas del gobierno, encabezados por Largo Caballero, hicieron constar a Azaña su descontento por
"esta indignidad" y amenazaron con abandonar el gabinete, por considerar que la ignorancia de los
hechos no eximía al gobierno de responsabilidad. Azaña consiguió salvar temporalmente la coalición,
pero quedó desacreditado ante las fuerzas de izquierda y carente de apoyos sólidos para mantener el
poder. La tragedia de Casas Viejas no sirvió por sí sola para hundir el gobierno, pero concitó el
descontento y la frustración tanto de la derecha como de la izquierda respecto a la República liberal,
que había iniciado su andadura en medio del entusiasmo generalizado. En septiembre de 1933, la falta
de apoyos provocó finalmente la disolución del gobierno de Azaña. Durante la campaña electoral que
siguió, la masacre de Casa Viejas continuó pesando sobre los socialistas e Izquierda Republicana,
algunos de cuyos más prominentes miembros escucharon en sus mitines gritos de: "¡Asesinos!",
"¡Casas Viejas!".
Los resultados de la investigación
La historia de la tragedia de Casas Viejas fue reconstruyéndose a partir de un lento goteo de
informaciones en los meses siguientes. Aún hoy, el episodio de 1933 no ha agotado el interés de los
historiadores, que continúan intentando reconstruir con exactitud los hechos de aquéllos días.
Entre los testimonios recogidos por las comisiones parlamentarias, se encuentra el del doctor Jiménez
Lebrón, forense de Medina Sidonia encargado del levantamiento de los cadáveres al día siguiente de
producirse los acontecimientos: "Se trasladó a Casas Viejas y levantó un cadáver por orden judicial en
un callejón a un kilómetro aproximadamente de la casa de Seisdedos. Los signos de este cadáver, en
rigidez, no daban a entender sino que había muerto seis u ocho horas antes. A las tres de la tarde del
mismo día levantó el cadáver de una mujer. Todavía estaban ardiendo sus ropas y, fuera de la choza
del Seisdedos, a poca distancia, vio en un montón informe catorce cadáveres, que también levantó por
orden judicial. Supone el declarante que habían fallecido seis u ocho horas antes. Los catorce
cadáveres estaban ensangrentados en la cabeza y, por lo que pudo apreciar, todos heridos por delante.
Tenían varios balazos cada uno. Después fue reclamado por el juez para que levantase otro cadáver.
Éste era el de un anciano dentro de su casa. Recuerda que oyó que se llamaba Barberá: estaba herido
en la cabeza y cree también, sin poderlo precisar, que tenía alguna otra herida de arma de fuego. Vio
que la familia, desolada, enseñaba a los que le acompañaban unos impactos en la cama y otros en la
pared cerca de la cama". Jiménez Lebrón declaró asimismo que guardias civiles y guardias de asalto se
habían enzarzado en un tiroteo en la carretera, al creer los primeros que eran atacados por los
rebeldes.
Andrés Vera, párroco de Casas Viejas, declaró que "la causa de todo es, en su opinión, el hambre. Dice
que la propiedad está poco repartida, pues sólo hay cuatro propietarios en el pueblo y algunos
forasteros.Todos los demás son jornaleros que ganan muy pocos jornales al año. Dice que había
apreciado que desde agosto los trabajadores parados estaban en grandes grupos en la plaza, dándole
verdadera pena esta miseria. Preguntado por lo que vio el día de los hechos, dice que a la mañana del
día 11, de seis a siete, desde la posada donde vive oyó un fuerte tiroteo en la plaza, que es donde está
el cuartel de la Guardia Civil. Y oyó en la fonda que en la plaza había muchos hombres con palos y
escopetas los menos. Él no salió de casa hasta que, de una a dos de la tarde del día 11, entró la
primera fuerza de la Guardia Civil. Entraba pero disparando al aire y la gente se disolvió
inmediatamente y se fue a sus casas. Y entonces la Guardia Civil ordenó que saliera la gente a la calle,
incluso que abrieran las tiendas, puesto que no pasaba nada. Así se hizo, estando el pueblo en
completa normalidad hasta las cuatro o cinco de la tarde. A esa hora entró un camión con guardias de
asalto e inmediatamente fueron haciendo detenciones, dirigiéndose luego a la choza del Seisdedos.
Sobre este sujeto (...) afirma que era una persona excelente, de un comportamiento admirable con sus
familiares, que jamás se había metido con nadie, ni con el culto ni con su persona, cosa que habían
hecho algunos otros, que le impidieron en alguna ocasión celebrar bautizos católicos".
La comisión parlamentaria recogió asimismo el testimonio de un grupo de cinco jornaleros analfabetos,
quienes explicaron que habían pasado la mayor parte del año sin trabajo, viviendo del subsidio de seis
reales del ayuntamiento de Medina Sidonia y que en el pueblo había numerosos sindicalistas de la CNT
y de la UGT. Dos de estos jornaleros declararon haber recibido tremendas palizas de un cabo de la
Guardia Civil, cuyas secuelas pudieron mostrar a la comisión.
Pero sin duda el testimonio más esclarecedor de la masacre de Casas Viejas es el aportado por el
propio capitán Rojas, quien aseguró que pretendía dar una escarmiento a los anarquistas y que ese fue
su propósito al ordenar el registro de las casas y detener al grupo de hombres fusilados. Así lo narró
Rojas (quien, liberado de prisión en 1936 por los rebeldes franquistas, se distinguió en Granada por su
eficaz actuación en la represión que ensangrentó la ciudad): "Al bajar ya por la casa del Seisdedos, les
dije a estos prisioneros que vieran lo que por culpa de ellos había sucedido, la canallada que habían
hecho; y que como la situación era grave, porque no sólo era la solución de Casas Viejas, sino de toda
la provincia, que estaba levantada, si no daba un escarmiento muy fuerte, me exponía a que se
declarara la anarquía (...) Estas órdenes cuando se las di a los oficiales había algunos que decían que
eran muy fuertes, que no se podía cumplir eso, pero viendo que era la única solución de defender la
República me decidí a hacerlo y al llegar a la corraleta, cuando bajaron, aunque yo lo que quería haber
hecho con los prisioneros era haber aplicado la ley de fugas a la salida del pueblo, allí hubo uno que
miró al guardia que estaba quemado en la puerta de la choza y le dijo a otro una cosa y me miró a mí
así...que no me pude contener de la insolencia suya y le disparé e inmediatamente dispararon todos y
cayeron los que estaban allí mirando al guardia quemado y luego hicimos lo mismo con los otros que no
habían bajado a ver al guardia muerto".
Ramón J. Sender recreó los acontecimientos de 1933 en su obra Viaje a la aldea del crimen, de 1934,
en la que recogió numerosos testimonios de los campesinos de Casas Viejas.
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