¿Quién puede prescindir de la política? Muchos ciudadanos perciben la política entre el desinterés y el rechazo, como si fuese el gran chivo expiatorio para relajar nuestras conciencias Viviríamos mucho peor sin política, excepto los grandes directivos de las empresas del Ibex 35, los especuladores internacionales, los variopintos tiburones o besugos siempre partidarios de ajustes de caballo o el conjunto de autoridades no electivas que rigen las agencias “independientes” o los bancos centrales. Para ellos, la política y el veredicto público son un incordio cada vez más fácil de superar, poco más que una interferencia molesta. Pero los demás necesitamos de la política para cambiar las cosas y para convivir juntos siendo diferentes. Y justo cuando más urge la política para defendernos de la supremacía de la economía y del auge de un individualismo radical que resucitó con Thatcher y Reagan, justo entonces nos inhibimos, desdeñamos lo político y declaramos su inutilidad. O pomposamente nos declaramos “apolíticos”, como si esto no fuese otra forma de hacer política, legítima, aunque con seguridad más perjudicial para la res publica. Muchos ciudadanos perciben la política entre el desinterés y el rechazo, como si fuese el gran chivo expiatorio para relajar nuestras conciencias. O como si se tratase de un mundo paralelo ajeno por completo al quehacer diario del José de turno o de la María de a pie. Para quedar bien en una reunión familiar nada mejor que un inflamado discurso poniendo a caldo al político, sin diferenciar a unos de otros (“todos son iguales”) y sin proceder a un examen de conciencia ciudadana. Además, la cara oscura de la política, la de los sonados episodios de corrupción y la del habitual lodazal de acusaciones cruzadas, es mucho más atractiva para los medios de comunicación que la cara positiva, y así debe ser como desinfectante en favor de una administración honesta. El chanchulleo y la lucha por el cargo forman parte de la política, pero creo que no la definen. Seguramente Maquiavelo diría lo contrario, pero prefiero quedarme con los grandes legisladores de la democracia ateniense. Eso sí, gran parte de los políticos deben cambiar el enfoque del ejercicio del poder para pasar a concebirlo como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Esto ayudaría mucho, aun cuando no evitaría la sensación de que la política siempre defrauda un poco (o un mucho), sobre todo a aquellas personas que buscan en ella la solución a todos sus problemas y expectativas, es decir, que la convierten en una petición navideña a Papá Noel, sólo que a lo largo de todo el año y sin apenas obtener respuesta. Arrinconar la política puede tener efectos paralizadores: no vale la pena moverse porque la eficacia de nuestra acción puede ser insignificante o nula ante los problemas globales. Sin embargo, muchos apostamos por una versión más exigente de la democracia y en particular, desde la izquierda, por el gran reto de democratizar la economía. De lo contrario, el Estado quedará definitivamente desbordado, si es que no lo está ya, por estos poderes económicos de alcance supraestatal. Esto requiere una democracia de calidad con adhesión activa –y no sólo resignada- de quienes son sus protagonistas principales: los ciudadanos. Y para ello hemos de crear mecanismos de profundización democrática y de apertura a la ciudadanía (participación en decisiones presupuestarias, iniciativa legislativa popular, penalización ante el incumplimiento flagrante de programa electoral y de compromisos adquiridos, transparencia y accesibilidad de información en red…). Tras cabrearnos como monos no deberíamos dejar el sofoco en la barra del bar sino comprometernos. Me gustó mucho un cartel que vi en la Puerta del Sol: “si crees que eres pequeño para causar impacto, intenta dormir con un mosquito en la habitación”. Reflejaba muy bien hasta qué punto la política consiste en no aceptar que las cosas nos vengan dadas. Hay alternativas e ideas nuevas más allá de los recortes ideológicos y dogmáticos. Los cambios sociales relevantes son producto de la presión, de la movilización y de la tenacidad, más raramente fueron resultado de concesiones graciosas. En estos tiempos de vendaval o te escondes o empiezas a construir el molino de viento. Vaya pues por delante este elogio a la política (con perdón). Alberto Sabio es profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza. Secretario de Ideas y Programas del PSOE Aragón