Piezas breves sueltas para armar una comunicación sobre el

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ENCUENTROS EN VERINES 2014
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Piezas breves sueltas para armar
una comunicación sobre el microrrelato
Hipólito G. Navarro
A la memoria de Johnny Hart (1931-2007)
1. Una poética de andar por casa.
Lo he confesado en varias ocasiones: me considero un autor
completamente negado para pensar poéticas. Se me hace en verdad cuesta
arriba argumentar algo medianamente serio y original sobre qué cosa sea
para mí escribir relatos y microrrelatos. Me limito a escribirlos con mayor o
menor fortuna, y nada más. “Soy un cuentista, esto es, alguien que vive del
cuento, y no de las poéticas del cuento”, he dejado escrito en más de un
papel, saliendo al paso con tan bonita socarronería del apurado trance que
me supone siempre el encargo de redactar una poética propia.
Aun así, en varias ocasiones, aguijoneado por la urgencia de responder a
algún que otro cuestionario, he alcanzado a hilvanar dos o tres ideas con
respecto a lo que pienso sobre mi querencia por escribir microrrelatos. Lo
que sigue, lamentablemente, resultará ser más una ampliación que un
resumen:
Desde niño me han fascinado enormemente la música y la literatura –por
ese orden–, pero también los chistes y sus mecanismos, especialmente esos
cuyo efecto demoledor está basado en un juego sutil de asociaciones
verbales y de ideas. Me gusta imaginar que el desmedido afán por
emborronar papeles que me asedia ha estado llevándome desde siempre,
sin yo saberlo, a la escritura de microrrelatos, que es el género donde mejor
consigo aunar todas esas pasiones: el juego, la música, la palabra. Aunque
quizá el asunto sea en realidad bastante más prosaico y lo que me incite a la
práctica del género sea la necesidad de no inflar las delgadas ideas que me
visitan, cada día más delgadas en verdad. ¿O será que cada hora que pasa
me disgusta más ver contado con cien palabras lo que con cincuenta hubiera
tenido más que suficiente?; quién sabe.
Escribí hace años un cuento de una página en el que un niño esquimal,
dentro de su iglú en medio de la planicie infinita del Polo Sur, tras muchas
horas de contemplación del fuego que lo calienta, termina preguntándose...
qué es un rincón. Lo titulé “La inspiración”, y todo él pretendía ser –de
manera muy velada, eso sí–, una poética Me parece que el microrrelato es
algo de eso. No el rincón del iglú, aunque también, sino la grandísima elipsis
donde cabe la vasta y secreta cavilación de toda la especie esquimal hasta
alcanzar el fogonazo de esa pregunta.
Debería tener apañada una poética para estos casos, ya lo estoy viendo.
Una que comenzara preguntando, por ejemplo: ¿existe algo más feo, más
patético, que alguien se dedique a explicar el chiste que acaba de contar?
Una que concluyera más o menos afirmando: por supuesto que sí, todavía
resulta de más pésimo gusto cometer una poética sobre el microrrelato que
se desborde más allá de siete palabras y una coma, esa medida mágica con
la que construye su universo entero el dinosaurio de don Augusto.
Por la boca muere el pez, pues.
2. Dos prevenciones bastante serias (con sus citas ilustrativas).
a) De igual manera que un piloto de avión planeador, antes de volar,
debe saber perfectamente cómo suspender su nave en el aire a la vez que
conocer la forma mejor de aterrizarla luego, de dejarla quietecita de nuevo
sobre el suelo, o tal vez incluso ejercitarse en lo segundo mucho antes que
arriesgar con lo primero, así quizá antes de soltarse a escribir microrrelatos
habría que aprender a parar de escribir microrrelatos. O instruirse en las dos
disciplinas simultáneamente, como el piloto. Esto es un consejo, y no una
simpática paradoja, como a primera vista parece. Resulta relativamente fácil
el comienzo, alumbrar media docena de textos más o menos brillantes y más
o menos poderosos (liberar un cable, tirar de la palanca hacia uno); lo
complicado es saber parar después (poner los pies en el suelo), cuando uno
se percata de que sigue escribiendo microrrelatos por pura inercia, como
quien hace calceta, dueño de unas cuantas fórmulas y estrategias (de las
corrientes del aire), y se repite y repite, abusando de ellas hasta la nausea.
Es pertinente recordar aquí y ahora el famoso encuentro entre Ramón
Gómez de la Serna y Josep Pla un día de lluvia a las puertas del hotel
Palace de Madrid. Lo contaba no hace mucho con una gracia tremenda
Manuel Vicent:
En cierta ocasión Josep Pla se encontró con Ramón Gómez de
la Serna en la puerta del hotel Palace. Llovía ese día en Madrid y
Pla, como es natural, llevaba un paraguas. Después del saludo
habitual, Ramón no pudo reprimir una greguería. “Abrir un
paraguas, querido amigo, es como disparar contra la lluvia”, dijo, y
Josep Pla quedó admirado. Tal vez esa metáfora ingeniosa podía
ser la esencia de la literatura. A continuación, sin darle tiempo a
reponerse, Ramón exclamó: “El paraguas puesto a secar abierto
parece una tortuga de luto”. Pla comenzó a torcer el morro ante
semejante ingenio, pero Ramón insistió y antes de llegar a la
rotonda del hotel añadió: “La lluvia cree que el paraguas es su
máquina de escribir”. Ante la sensación de que Ramón podía
seguir con veinte greguerías más sobre el paraguas, Pla se
plantó: “Ah, no, eso no es literatura, eso es virtuosismo, no me
interesa”, y se dio media vuelta…
b) Una vez puestos a cometer microrrelatos, habrá que procurar que
resulten perfectamente acabados en su brevedad, que no queden flojos,
blandengues, como abordados tímida o atolondradamente. Que entre su
principio más o menos abrupto y su ansiado rápido final no exista posibilidad
de meter tijera. Hay que arrinconar el temor de que algunos lectores
tontorrones puedan suponer que ese texto está incompleto, que el autor lo
dio a la luz sin terminarlo del todo. Tampoco a nosotros nos interesan esos
lectores.
Releeremos en los momentos de debilidad ese papelito pinchado en
el corcho junto a la mesa, nuestro consejero particular. Se trata del
impagable aforismo 127 del segundo libro del paradójicamente voluminoso
Humano, demasiado humano de Federico Nietzsche, que reza así:
Algo dicho brevemente quizá sea el fruto de algo
largamente meditado; pero el lector que es novato en ese terreno,
y que no ha reflexionado sobre ello en modo alguno, ve algo
embrionario en lo que se dice brevemente, y censura la destreza
del autor que se atreve a presentarle un manjar que él cree
insuficientemente cocinado.
Sujeto en ese panel con una chincheta de color entre las fotografías
tutelares de Monterroso y Kafka, el papel amarillea, y se torna quebradizo.
Bien está, pues, darle nueva vida en estas notas, que se multiplique como
en otras muchas ocasiones, ahora a los ojos de la gente más interesada en
la brevedad.
3. Peligro del éxito (y una consideración de gusto personal).
El microrrelato se ha puesto de moda. Ahora es cuando el género se la
juega de verdad. El temor mayor es que la sobreabundancia provoque más
de un empacho. Lo provocará, sin duda. Ya lo provoca.
Me gusta mucho leer antologías de microrrelatos, volúmenes bien nutridos
de piezas y de autores muy distintos entre sí. Pero no termina de gustarme
del todo leer libros de microrrelatos de un solo autor. En este caso, prefiero
los libros que alternan piezas cortas, cortísimas y también largas. Me parece
que es en libros misceláneos en cuanto a la extensión donde los
microrrelatos brillan con más intensidad. “El dinosaurio” de Monterroso, ese
microrrelato inaugural (así antes se hubiesen escrito y publicado algunos
cientos que ahora releemos y estudiamos como precursores), es más
inaugural todavía, y tan poderoso, me parece, por haberlo incluido su autor
precisamente entre dos relatos de extensión normal en su primer libro,
Obras completas y otros cuentos. Es curioso que muy pocos reparen todavía
en esa lección: que esa pieza minúscula la sitúe su autor precisamente entre
los dos cuentos más largos del libro, entre “Diógenes también”, de 16
páginas, y “Leopoldo (sus trabajos)”, de 24, el más extenso quizá de toda su
producción cuentística. Hay en ese volumen otros microrrelatos, un poco
olvidados quizá, pero “El dinosaurio” aparece emparedado ahí, gigantesco,
como un faro, en medio de dos cuentos repletos de palabras, casi infinitos
comparados con él, y esa es otra de sus grandezas añadidas. De haber
aparecido insertado en un volumen con otros cientos de microrrelatos de una
sola línea, bien diferente sería hoy su reconocimiento y su apreciación.
4. Abocado al ejemplo, a la experiencia personal.
a) No tengo muy claro cuándo tomé conciencia de la existencia del
microrrelato como un género separado, aparte, como una forma diferente de
abordar la escritura de cuentos. El contacto debió surgir desde el comienzo
mismo de mi propia existencia como lector, pero no así la conciencia: piezas
muy cortas nutrían los primeros libros de lectura, donde todavía los dibujos
ocupaban la mayor superficie de la página. Poemas, cuentecillos,
fragmentos de textos mayores con alguna autonomía propia; todos los libros
de texto de la enseñanza primaria y secundaria regalaban cantidad de
piezas así, especialmente los de lengua y filosofía, y las presentaban
convenientemente enmarcadas y hasta resaltadas sobre tramas y bases de
color, separándolas del texto principal, dándoles un carácter de cosa
singular, especial. Pues ni así me percaté entonces del guiño descarado al
nuevo género por venir.
No es hasta muy avanzada mi aventura de lector cuando comienzo a
interpretar al microrrelato como se lo considera de unos años a esta parte.
Había leído con pasión cuentos (o textos, mejor) brevísimos de Franz Kafka
y de Julio Cortázar, y con ellos ya tendría que haberme sonado alguna
alarma, pero los ojos no se me abren definitivamente hasta el encontronazo
con “El dinosaurio” de Monterroso, y sobre todo con dos antologías
providenciales: una publicada por Anagrama en la primavera de 1989,
Ficción súbita. Relatos ultracortos norteamericanos, y otra a finales de 1990
por Fugaz, la inaugural antología de Antonio Fernández Ferrer La mano de
la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas
hispánicas, cuatrocientas setenta páginas con otros tantos microrrelatos, uno
por página, la medida genial. Son estas dos compilaciones las que me hacen
volver la vista atrás con otra mirada, y verlo todo mucho más claro. Me sirve
para ponerle nombre incluso a una actividad forzada mía que estaba a punto
de llegar: la escritura de solo cuentecillos muy breves porque el nacimiento
de mi hijo no me iba a permitir escribirlos más largos. Con ellas y con el
cuento de Monterroso tomo pues conciencia definitiva de la existencia del
género, se me hace de un golpe la luz. Y qué luz.
b) Pero antes de todo eso, cuando ninguna presencia definida ni
teoría alguna previa empañaban mi cabeza, debieron de darse una serie de
carambolas lectoras que no tenían más remedio que desembocar ahí. Si no
hubiese existido primero en mí esa nebulosa, ese oculto interés, no lo habría
encontrado todo tan fácilmente, no me hubiera fijado con fascinación en ello.
Hay un caldo de cultivo previo, secreto, que lo provoca todo.
En el comienzo se presenta un encandilamiento adolescente fuerte
por los tebeos, por los libros de dibujos. No es el cómic propiamente lo que
me atrae. De hecho, no existe el cómic como tal en esos años primeros míos
de contemplador de viñetas, sino compilaciones de chistes sueltos,
colecciones de humoristas gráficos de la prensa escrita. Existe entonces una
bendita editorial en San Sebastián, Buru Lan ediciones, que publica con
esmero esos pequeños volúmenes, los cómics de mi infancia. En ellos me
doy de bruces con las tiras humorísticas de Johnny Hart, los recopilatorios
de su trabajo maravilloso con El prehistórico B.C., que hace pocos años han
tenido el gusto de recuperar en parte otros vascos, los de la firma Astiberri. A
uno de los personajes de esas tiras, el Peter original, en la traducción al
castellano lo habían bautizado como Hipólito. “Hipólito, un genio muy
personal. Tal vez constituya el primer fallo filosófico del mundo.” Así lo
presentaba el autor. ¡Como para no comprar aquellos libritos y devorarlos
con placer! De los cuatro números que conservo se me queda grabada muy
honda una tira, un argumento: dos personajes sentados en una montaña
contemplan el sol por encima de sus cabezas. A la pregunta de uno de ellos
de por qué el sol subirá tan alto antes de caer, el otro responde que para
poder recoger toda la luz que hay en el día. Es un esbozo de microrrelato
que va a permanecer en mi cabeza durante casi treinta años.
Algunos días, mucho tiempo después, visito a mi amigo el pintor
Benito Moreno, y me arrobo contemplando su manera de trabajar con los
pinceles sobre los lienzos. El estudio es un espacio enorme con ventanales
que dan a dos calles, orientado de este a oeste. El sol penetra poderoso por
la mañana, Benito trabaja en las pinturas que necesitan de esa luz hasta el
mediodía, el astro trepa por la pared y se posa sobre el edificio un rato largo,
y luego baja del otro lado, para enseñar una luz distinta y ofrecer al pintor
otras posibilidades para contemplar su propia pintura. Esa trayectoria de la
claridad, que es lo importante según Benito, lo que debería llamarme
verdaderamente la atención, queda eclipsada por otro asunto de menor
interés, pero que para mí, perdido siempre en lo accesorio, tiene mucha más
enjundia. Se trata de la presencia de una parada de taxis bajo el estudio. Allí
abajo veo a los taxistas como hormiguitas limpiando con frenesí las
carrocerías inmaculadas de sus vehículos. No es seguro, pero quizá
padezcan un trastorno obsesivo compulsivo con la limpieza y los plumeros.
Imagino entonces la maldad que supondría transportar en el asiento de atrás
de uno de esos taxis la última obra muy hojaldrada de óleo y trementina de
Benito, colocarla sin secar sobre la tapicería del taxi más limpio. Por probar,
lo hago en un microrrelato, sin decirle nada a mi amigo. El taxista lo
descubre. La tapicería, que es de tipo cebra, ha quedado hecha una pena,
con el cuadro invertido todo borroneado impreso sobre ella. Saca al pintor a
empellones y le rompe el labio de un puñetazo, sin más miramientos. Todo
eso, por supuesto, sin que mi amigo tenga que despeinarse, contado en
bonito, con estilo muy literario, y en corto. Le pongo por título “Los tigres
albinos” y se lo dedico a Benito junto a otra pieza en un simpático cuadernillo
de microrrelatos titulado sin mucho gasto imaginativo como Relatos
mínimos.
c) Esos dos microrrelatos que me inspira mi amigo, junto con los
demás de ese cuadernillo y otros nuevos, pretendo meterlos con calzador en
un libro que tendrá algunas piezas bien largas, cuentos de extensión normal
vale decir. El problema de estructurar ese libro no me deja dormir. Me quita
el sueño, en realidad; el que no me deja dormir es mi churumbel, mi
pequeño heredero. La estructura de un libro de cuentos que agrupa piezas
de extensión media con microrrelatos es muy importante; ya lo hemos visto
con el lugar que ocupa en el suyo el dinosaurio de Monterroso. Lo único que
tengo claro es que ese libro lo quiero titular como el cuento de la pintura y el
taxi, Los tigres albinos, y que para darle cuerpo tendrá que contener no
menos de treinta relatos. La preparación de ese volumen me ocupa durante
meses, más que ninguno otro de los míos publicados entonces, hasta que
doy con la solución casi milagrosa del libro menguante, un formato que ha
devenido exitoso, imitado luego de la misma manera o de la contraria,
creciente, decreciente, decreciente y creciente otra vez, en colecciones
individuales y en antologías varias. Su título final fue, es, Los tigres albinos.
Un libro menguante. Lo publicó Pre-Textos en el año 2000, cuatro años
después de aquel cuadernillo del 96 concebido ya con la conciencia plena de
estar escribiendo microrrelatos.
El volumen está dividido en dos partes bien diferentes: una primera
que agrupa los cuentos más largos bajo el epígrafe “Inconvenientes de la
talla L”, y la segunda que presta título al libro entero y que es la propiamente
menguante, donde cada nuevo microrrelato es más pequeño que el que le
precede, hasta terminar con uno de solo siete palabras y ninguna coma, “El
dinosaurio”, homenaje a quien ya sabemos. El relato de apertura del
volumen, “Inconvenientes de la talla L”, cuenta la historia de un torpe
electricista prendado de la hija de los dueños de un enorme chalet de las
afueras donde realiza un trabajo. Vestido con un mono tres tallas mayor de
la que le corresponde, como un payaso, no logra enamorar a la chica, ni
concluir el trabajo, que deberá terminar su jefe. Todo en ese lugar le viene
grande al protagonista, hasta la ropa que viste. El cuento entero quiere ser
una clave sobre lo que viene después, un juego sobre el tamaño más
conveniente que deben tener los cuentos que uno escribe, y de camino
también la mejor dimensión de los cuentos que uno se monta en su propia
vida.
d) Pero ese cuento del taxista y el pintor de “Los tigres albinos” no se
queda tranquilo en su página y me sigue persiguiendo todo el rato. En algún
momento de enfebrecida inspiración intuyo que ese microrrelato, como si
fuese una semilla, oculta dentro de sí un mundo enorme y complejo, una
novela entera, así que me pongo con ella de firme, la abono y la riego, y la
escribo en unos meses. Bautizo a la criatura con el nombre de Las medusas
de Niza. No tardo mucho en reparar que en medio de su follaje he metido
(casi sin darme cuenta, porque en realidad siempre ha estado dando vueltas
en mi cabeza y en más de una circunstancia ha asomado su cabecita y
hasta se ha atrevido a salir al exterior), ese chiste metafísico que Johnny
Hart había puesto en boca de uno de sus filósofos cavernícolas, el del sol
que sube antes de caer para recoger toda la luz que derrama primero. Uno
de los personajes de mi novela, durante un paseo matinal por el campo,
como yo mismo hice con más de un amigo en alguna ocasión, le cuenta a
otro esa gracia, adobada convenientemente de palabras, con el siguiente
resultado:
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la
primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda
siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya
explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes
de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene
constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde
previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después
recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve
obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a
absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se
vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche
también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con
el paisaje.
Son, como se puede apreciar, cinco párrafos escuetos, que ocupan la
mitad de una página de una novela que contiene doscientas treinta y pico; es
decir, que apenas alcanza el comentario un cero coma dos de una novela en
la que suceden no pocas peripecias y comentarios de ese y otros tenores.
e) Se podría suponer que con ese inconsciente homenaje a los tebeos
de mi infancia quedaba saldada una enormísima deuda de inspiración,
¿verdad? Pues no. Nada más alejado de lo que después vendría.
Algunos autores, además de pelear a solas con las palabras en lo
más profundo de la madrugada, encerrados en un cuarto robándole horas al
descanso, tenemos la costumbre de salir de vez en cuando al mundo
exterior, para tomar el aire, pero también y especialmente para darnos a
conocer e ir de bolos. Como los antiguos turroneros y saltimbanquis de feria,
recorremos entonces ciudades, aldeas y pueblos, sedes de institutos –
Cervantes y de enseñanzas medias– y universidades, salones de actos de
casas de cultura y clubes de lectura varios, para charlar animada o
desanimadamente de las cosas de la literatura, y leer de camino obra propia
o de algunos autores que nos cautivan, que ya estén muertos.
En tres salidas prácticamente consecutivas tras la publicación de Las
medusas de Niza, en los bolos llamados de promoción, me ocurrió tres
veces lo mismo. En un club de lectura de Punta Umbría, a una chica que no
le había gustado nada mi novela, le había encantado sin embargo un
párrafo, y lo había copiado en su diario, un cuaderno atado con cintas. Allí
los llevaba, esos mismos párrafos que copié más arriba, para darme el
primer sobresalto. Igual me sucedería una semana más tarde con el único
anciano varón de un club de la tercera edad en Badolatosa, una aldea
perdida en la linde entre Sevilla y Córdoba, y luego con una atractiva,
interesantísima profesora de la Universidad de Valladolid. Para caerse de
espaldas. Resultaba entonces que el cero coma dos por ciento de mi novela
había tocado las entretelas más sensibles de todos ellos. No he contado que
los personajes que intervienen en la escena son una mujer y un hombre que
ven amanecer en el campo después de una noche ciertamente especial.
Quizá en algo influya la atmósfera que envuelve al parlamento, pero a mí me
sorprende que tres lectores tan diferentes señalen justamente las mismas
palabras, esos cinco párrafos, ni una línea menos ni una línea más. Da un
poco de susto. A mí por lo menos.
Así que me tocaba entonces lidiar otra vez con la misma idea,
contemplar aterrado ese párrafo que parecía latir con vida propia, que pedía
a gritos un nacimiento nuevo, que lo sacara de esa cárcel novelesca para
convertirlo en lo que llevaba demandando desde treinta años atrás: que lo
transformara de una puñetera vez en un buen microrrelato, como antes
había convertido en piezas literarias chistes tan arrebatadores como el del
rincón del iglú o el de La Marsellesa.
Ahí es nada. Buscar ahora la manera de darle entidad independiente
al bicho, sacarlo de su encierro de mera estampa bucólica, de texto
descriptivo, sin tensión narrativa alguna. Darle movimiento, acción, unas
nuevas ganas de morder a los lectores. Menuda faena. Qué ansiedad,
además, tener que realizar un trabajo más propio de cirujanos o creadores
de universos, la extracción de una costilla del cuerpo de la novela para crear
con ella un nuevo ser, con todo lo que había llegado a discutir con mi amigo
Fernando Valls al respecto, empeñado él en convencerme de que los
microrrelatos no deben nacer jamás de textos mayores previos, por mucho
que Raúl Brasca y Luis Chitarroni se empeñen en lo mismo que yo y hasta
se hayan atrevido a compilar ese volumen, la Antología del cuento breve y
oculto, con piezas arrancadas incluso de cuerpazos como los de Lezama
Lima y su Paradiso. Menuda encrucijada. ¿Qué hacer, demonios, qué
hacer? Cortarme las venas. No, eso no, que la sangre es muy escandalosa
si no eres un vampiro.
4.bis. La importancia del título y del final.
He comentado muchas veces, en plan broma, que a mí en realidad los
cuentos no me gustan, que lo que me gusta de verdad son los títulos, lo que
ocurre es que me veo en la obligación de escribir cuentos porque mis
editores me niegan de momento la posibilidad de publicar libros de títulos
solamente. Para colarles a mis editores montones de títulos sin que se den
cuenta, escribo cuentos cada vez más pequeños: así caben más en un
volumen. Si además a esos cuentos les pongo título y subtítulo y además
logro romper alguno de ellos en veinte pedazos, cada uno con su título
correspondiente –como hice con “A buen entendedor (dieciocho cuentos
muy pequeños redactados ipsofácticamente)”–, puedo entonces colocar al
editor veinte títulos en una sola pieza sin que apenas se huela la trampa.
Me gustan tanto los títulos, quiero señalar tanto ese interés por ellos, que
en muchísimas ocasiones esos títulos son la clave entera del cuento, y
muchas veces su final. Me encanta escribir cuentos en los que el final es el
título. ¿No es bonito eso, terminar un cuento y en lugar de ponerle el punto
final ponerle el título final?
a) ¡Ahí está la solución que tanto he buscado! El personaje que le
falta a mi cuento debe aparecer en el título mismo. No podría presentarse
más súbitamente. La voz que todo lo narra será entonces la suya. El autor
desaparece. Es el personaje quien observa esa escena, el que la analiza, el
que la desmenuza. Bastará el regalo de una vuelta de tuerca final para que
la estampa entera se ponga en movimiento.
b) Ahora sí, al fin, este es mi cuento, el microrrelato que perseguí
durante casi treinta años y siempre se me escapaba. Del chiste del sol
prehistórico de Johnny Hart que me fascinó en la infancia ha pasado a
convertirse en mi cuentito adulto del vampiro. Todos estamos hoy contentos
con su lenta metamorfosis, creo: los mirlos de picos color naranja, el niño
que yo era entonces, el hombre que ahora soy, el sol mismo que asciende y
baja, el vampiro, el Johnny Hart bonachón que con toda seguridad nos mira
a todos sonriente desde muy arriba en el cielo.
Meditación del vampiro
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la
primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda
siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya
explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes
de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene
constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde
previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después
recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve
obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a
absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se
vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche
también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con
el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.
Sevilla, septiembre, 2014.
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