el desarrollo, la economía y el conflicto

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EL DESARROLLO, LA ECONOMÍA Y EL CONFLICTO
José Antonio Ocampo*
La frustración con las reformas de mercado
A lo largo del último cuarto de siglo se proclamó que la globalización y la liberalización
de las fuerzas del mercado, eran la puerta de entrada a una era de prosperidad sin precedentes.
En los últimos años se ha producido un intenso cuestionamiento de la sabiduría de esta
visión. A nivel mundial, el comercio y la inversión extranjera directa crecieron notablemente,
pero la “tierra prometida” de altas tasas de crecimiento se percibe cada vez más como un
espejismo. Las disparidades internacionales de los niveles de ingreso se han ampliado y las
tensiones distributivas se han acrecentado, tanto en los países en desarrollo como en los
desarrollados. La alta volatilidad financiera y el déficit regulatorio son evidentes aún en el
mundo industrializado.
América Latina no ha estado ausente de estas tendencias. En los años noventa, la región
avanzó en términos de desarrollo exportador, se transformó en centro de atracción de inversiones
extranjeras, logró combatir la inflación y aumentar la credibilidad en las autoridades
macroeconómicas, pero estos logros no se tradujeron en mayores ritmos de crecimiento
económico. Aún en sus mejores momentos, entre 1990 y 1997, el ritmo de crecimiento de la
región alcanzó apenas 3.7%, significativamente por debajo del ritmo histórico entre 1945 y 1980,
cuando creció 5.5% por año. Además, el período de crecimiento de los años noventa, fue
sucedido en los últimos cinco años por “media década perdida”, en la cual el crecimiento
económico ha sido apenas ligeramente superior al 1% por año y la producción por habitante ha
retrocedido 2%.
Al mismo tiempo, aunque los niveles relativos de pobreza mejoraron durante el período
de auge, se mantuvieron por encima de los de 1980, reflejando el deterioro distributivo que se
produjo a lo largo de estas dos décadas. Además, durante el último lustro, la tendencia favorable
de la incidencia de la pobreza se detuvo en torno al 43% de la población, con lo cual se han
agregado a la población pobre de la región unos 20 millones de personas. El desempleo abierto,
que mantuvo una tendencia ascendente durante la mayor parte de la década de los noventa, se
acentuó, además, durante los últimos años, llegando a 9.1%, la tasa más alta de la historia
latinoamericana.
No en vano, el debate económico se ha abierto de nuevo. El convulsionado ambiente de
nuestra región capta muy bien la visión de un mundo social y político que pide nuevas visiones y
mayor participación en la dirección del cambio. Resultaron peligrosas las ideas, impulsadas hace
una década por el Consenso de Washington, de que “ya sabemos lo que hay que hacer”, de que
sólo hay un camino al desarrollo e incluso un único tipo de capitalismo. El pluralismo en el
*
Secretario Ejecutivo, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL. Presentación en el seminario
internacional “Hacia una economía sostenible: conflicto y posconflicto en Celombia”, organizado por la CEPAL, el
PNUD, la CAF, el diario Portafolio, el Gobierno de Suecia, la Fundación Agenda Colombia y Compensar, Bogotá,
Marzo 6 y 7 de 2003.
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debate económico y su reflejo en el político son, por lo tanto, grandes oportunidades que se abren
ante nosotros.
Las particularidades del caso colombiano
Cuando se tratan de aterrizar estas discusiones internacionales en Colombia, no hay que
olvidar algunas características particulares de nuestro país, que no pocas veces se dejan de lado.
A comienzos de la década de los noventa, las autoridades económicas tomaron la decisión de
reorientar el patrón de desarrollo en forma radical. Aunque la interrupción del cambio estructural
desde mediados de los años setenta justificaba un giro, éste vino más como resultado del
ambiente prevaleciente en el mundo y en la región que de una verdadera necesidad de superar
una supuesta tendencia al estancamiento económico. Esta no era ciertamente una característica
de nuestro país, que más bien había retornado a un crecimiento relativamente dinámico desde
mediados de los años ochenta, con base en su tradicional modelo “mixto” de desarrollo, que
cambiaba protección con una política de promoción de exportaciones. La apertura económica fue
acelerada y, de alguna manera, radical para los patrones históricos de un país que se había
caracterizado durante más de medio siglo por el gradualismo y el pragmatismo. No obstante,
evitó algunos de los extremos, y mantuvo, en particular, restricciones a la liberalización de
capitales y una estrategia de privatización que, para los patrones internacionales, ha sido
moderada.
La mayor peculiaridad de Colombia fue, sin embargo, el intento de combinar la apertura
económica con la ampliación del tamaño y las funciones sociales del Estado, en medio de un rápido
proceso de descentralización. Esta combinación particular fue básicamente el resultado de los
consensos nacionales que existían a comienzos de la década de los noventa sobre la conveniencia de
enfrentar las fuertes desigualdades y los rezagos sociales que caracterizan al país, y profundizar al
mismo tiempo la democracia, entregando mayores funciones y recursos a los gobiernos locales. La
Constitución de 1991 fue la expresión de esta visión. Muchas de las dificultades que hemos enfrentado
surgieron, por lo tanto, del intento de combinar la apertura económica con una política social más
activa.
Las transformaciones que se iniciaron hace una década deben ser vistas, así, como un intento
por combinar los esfuerzos para poner a tono nuestra economía con el proceso de globalización, con
acciones orientadas a extender los servicios sociales a grupos más amplios y a profundizar nuestra
democracia. Este fue, como un todo, un experimento ambicioso, que respondía, además, al reto central
que enfrentan todas las sociedades de hoy: cómo hacer compatible la modernización económica, en la
era de la globalización, con equidad social y democracia. Los difíciles dilemas que implica combinar
estos tres elementos en el mundo de hoy no se resuelven eliminando alguno de los elementos de esta
tríada, sino buscando hacerlos compatibles.
Como es obvio para todos los observadores, la otra gran particularidad de Colombia es la
coincidencia de estos esfuerzos con el aumento en los niveles de violencia y el recrudecimiento
del conflicto armado. Sobre la relación entre estos conflictos y el desarrollo económico y social
ha habido un rico debate en el país en los últimos años. Sin pretender simplificar la controversia,
quiero señalar que entre estos dos procesos hay quizás menos interacción de lo que se señala a
menudo. En particular, en la medida en que los procesos económicos experimentados por el país
desde comienzos de la década pasada tienen fuertes similitudes con los de otros países
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latinoamericanos, es difícil asociarlos a los fenómenos de creciente violencia que ha conocido el
país. De esta manera, aunque, sin duda, la violencia ha golpeado, a la economía, es incorrecto
afirmar que la crisis económica ha sido exclusivamente un efecto de la violencia.
Tampoco debe verse la crisis económica, o la agudización de los conflictos sociales,
como las causas fundamentales de la nueva oleada de violencia. Aunque la alta concentración de
la propiedad y del ingreso, y los altos niveles de pobreza, crean condiciones objetivas para los
conflictos, y son problemas que el país debe ciertamente , no es evidente que se hayan agudizado
precisamente durante el periodo en que explotaron los índices de violencia, en la década de los
ochenta.
De hecho, existe ya un relativo consenso en que el fuerte crecimiento de esos índices tuvo
un origen claro: el auge del narcotráfico, que pasó a financiar gradualmente todas las formas de
violencia, las degradó, y desbordó a las autoridades policiales y judiciales.
Los resultados de las reformas económicas en Colombia
Los resultados de las reformas fueron mediocres en Colombia, como en la mayor parte de
los países de América Latina. El crecimiento económico, aún en los años de expansión de la
producción, (1990-1997) fue similar al de los años ochenta (3.7%) y varios sectores,
especialmente agropecuarios pero también industriales, enfrentaron dificultades severas para
adecuarse a la combinación de revaluación y mayor competencia externa. Aún más grave, los
patrones de manejo monetario y cambiario acentuaron el ciclo económico, en contra de la
tradición colombiana del pasado. El ciclo que experimentó la demanda a interna fue
particularmente intenso y ciertamente atípico para un país que se había caracterizado por tener el
ciclo económico menos intenso de América Latina.
El acelerado endeudamiento interno y externo del sector privado, y el elevado déficit en
cuenta corriente, generaron una gran sensibilidad, tanto a aumentos de las tasas de interés como a
una devaluación de la tasa de cambio. Ambos se produjeron, cuando las crisis asiática y rusa
generaron un cambio radical en las tendencias de los flujos de capital hacia el mundo en
desarrollo –de una fase de abundancia a una de escasez severa—, así como un cambio en los
precios internacionales de las materias primas diferentes al petróleo. Los ajustes de las tasas de
interés y del tipo de cambio generaron entonces un serio deterioro patrimonial del sector privado,
un fuerte ajuste del gasto de dicho sector y una crisis financiera nacional, afortunadamente
moderada para los patrones internacionales. Sigo pensando, como otros analistas, que haber
recargado excesivamente el ajuste, en 1998 y 1999, sobre la tasa de interés, acrecentó en vez de
reducir los costos de un ajuste que era inevitable, en cualquier caso, dadas las circunstancias
internas y externas. De hecho, ningún país latinoamericano ha podido evitar la necesidad de
ajustarse a un entorno de menor disponibilidad de capitales en los últimos cinco años.
Por estos motivos, Colombia, que había sido capaz de evitar en gran medida la “década
perdida” de América Latina en los años ochenta, ha sido incapaz de evitar la “media década
perdida” de América Latina. Antes bien, la caída de la producción por habitante en los últimos
cinco años, del 7%, supera el promedio de la región, que experimentó la ya señalada caída de
2%. El aumento récord del desempleo, la informalidad y la pobreza que se ha experimentado
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durante este lustro son un reflejo de esta situación, y revirtieron, en particular, los avances en la
reducción de la proporción de la población urbana por debajo de la línea de pobreza, que se había
reducido del 47 al 39% entre 1991 y 1997, así como la tendencia a la reducción de la
informalidad laboral que se había experimentado desde mediados de los años ochenta.
El aumento del gasto público social en los años noventa fue, de acuerdo con las
estadísticas de la CEPAL, el más rápido de América Latina y, de hecho, transformó a Colombia
de un país con bajos niveles relativos de gasto social en uno con niveles relativamente altos para
los patrones latinoamericanos. Este avance logró, además, el objetivo de aumentar la cobertura
de los servicios sociales, en especial de la seguridad social en salud. Sin embargo, aunque las tres
últimas Administraciones promovieron, y el Congreso de la República aprobó varias reformas
tributarias, ellas resultaron siempre insuficientes frente a los mayores niveles de gasto. De esta
manera, la decisión de aumentar el tamaño del Estado contribuyó a crear una crisis fiscal que
tornó aún más complejo el manejo macroeconómico desde mediados de los años noventa. El
propio gasto social terminó siendo, en parte, una de las victimas del ajuste.
Más aún, las altas tasas de interés y los bajos niveles de recaudo tributario que
caracterizaron los años del ajuste agudizaron en vez de atenuar, el problema fiscal. Por este
motivo, la dinámica de la deuda pública se torno explosiva durante el propio proceso de ajuste y
la fuerte crisis económica que la acompañó. Los niveles de deuda pública, como proporción del
PIB, fueron inferiores hasta 1999 a aquellos con que se había iniciado la década, pero
continuaron aumentando desde entonces. El resultado de ello es claro: la Administración Uribe
heredó un déficit fiscal muy similar al de hace cuatro años, pero agravado ahora por un problema
de endeudamiento público que no existía entonces
Los desafíos actuales
Como resultado de nuestra propia historia reciente, pero también del escenario externo
menos favorable, los desafíos que enfrenta Colombia son enormes. Hay dos implicaciones
particularmente importantes del panorama actual. La primera de ellas es que los márgenes para
manejar la situación fiscal con mayor endeudamiento público se agotaron. Esta es una restricción
severa en una economía que no ha recuperado, además, su nivel de producción por habitante de
1997. La segunda es que la abundancia de capitales (al menos en el futuro previsible) es cosa del
pasado. Quizás esto no es tan desafortunado, ya que Colombia mostró en los años noventa una
gran dificultad para manejar adecuadamente la bonanza de financiamiento externo, un problema
que ha sido característico de América Latina desde hace tres décadas.
Ante el primero de estos problemas, la Administración Uribe asumió la actitud
responsable que corresponde: completar el ajuste fiscal. La verdad es que Colombia decidió tener
un Estado grande pero no le ha dado la base tributaria que requiere. Las medidas de ajuste fiscal
tienen, así, un contenido bastante menos ortodoxo de lo que aparece a primera vista: significa, en
última instancia, ratificar el segundo componente del paquete de reformas de los años noventa, el
claramente heterodoxo, el aumento del gasto público social. La escasez y costo actual del
financiamiento externo hacen aún más necesaria una política fiscal ordenada.
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Desafortunadamente, el ajuste fiscal en curso no resuelve muchos de los problemas
estructurales que han acumulado las finanzas públicas en los últimos años y ha creado otros
nuevos. La estructura del IVA se ha tornado más compleja y el impuesto de renta sigue plagado
de beneficios específicos, algunos de ellos decretados recientemente. A esto se agregan, por
supuesto, los problemas de eficiencia y estructura del gasto público. Algunos analistas, entre
ellos el Contralor General de la República han indicado que la situación fiscal del gobierno
nacional no queda resuelta. Sería bueno que estos problemas estructurales se discutieran en un
foro amplio de concertación, que permita llegar a un "Pacto Fiscal" duradero, para emplear un
término que acuñó la CEPAL hace algunos años.
El ajuste fiscal es, en cualquier caso, recesivo. Sobre esto no debemos llamarnos a
engaños. Esto no es una noticia positiva en una economía que lleva cinco años convaleciente.
Por este motivo, es necesario que esté acompañado de una política monetaria claramente
expansiva y una política cambiaria orientada a mantener un tipo de cambio competitivo. Esta fue,
afortunadamente, la política del Banco de la República durante el 2002 y, pese a las vacilaciones
que ha mostrado al inicio del nuevo año, ojalá lo siga siendo en el 2003. De lo contrario,
prevalecerán los efectos recesivos del ajuste fiscal y del escenario externo adverso.
Más aún, estas acciones coyunturales deben dar lugar a un cambio de mayor fondo en las
reglas de manejo de la política monetaria y cambiaria del Banco de la República, que permitan
sustituir el sesgo procíclico que caracterizó a esta entidad durante la mayor parte de la década
pasada, por una clara orientación anticíclica. Esto requiere que se sustituya, el criterio según el
cual el objetivo esencial de la política monetaria y cambiaria es el control de la inflacion, por
otro que reconozca explícitamente que dicha política debe tener como foco las tres expresiones
fundamentales de desequilibrio macroeconómico: la inflación, la recesión y déficit insostenibles
en la cuenta corriente de la balanza de pagos.
La mezcla de una política fiscal sana, una tasa de interés real baja y una tasa de cambio
competitiva, es necesaria para superar la media década perdida. Pero no es suficiente. Hay que
combinarla con políticas de desarrollo productivo activas y, por supuesto, con una política social
agresiva.
Para todos los analistas debería ser claro ya que la apertura económica no genera
automáticamente un mayor ritmo de crecimiento de las exportaciones y, menos aún, de
crecimiento económico general, como lo soñaron algunos hace una década. Adicionalmente, el
escaso crecimiento económico de los últimos años refleja una pérdida de dinamismo cuyas
causas van mucho más allá de la coyuntura. Por esta razón es necesario plantear una nueva
estrategia de desarrollo productivo, que tenga en cuenta la apertura de la economía colombiana
de hoy y otorgue, por lo tanto, una atención especial al sector exportador y a aquellos que han
tenido dificultades para enfrentar la competencia de las importaciones. La insuficiente atención
otorgada al desarrollo productivo ha sido uno de los grandes errores de las aperturas económicas
en América Latina, y debe ser corregido. El contraste con los países asiáticos de rápido
desarrollo, donde dicha estrategia ha sido central hasta hoy, sirve de claro contraste con la
tendencia latinoamericana, de suponer que la mejor política de desarrollo productivo es no tener
ninguna estrategia en este campo.
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El primer eje de esta estrategia debe ser, por lo tanto, una política orientada a crear una
amplia gama de productos para exportar y de negociar condiciones apropiadas para su acceso a
otros mercados. En este campo, Colombia tiene ciertas ventajas, ya que cuenta con un sistema de
promoción de exportaciones reconocido como uno de los mejores de América Latina. También
cuenta para su estrategia de desarrollo productivo con una banca de desarrollo relativamente
intacta, que se debe fortalecer en el futuro inmediato. Los últimos gobiernos han creado algunos
nuevos esquemas de política sectorial –políticas de cadenas productivas, de “clusters” o
conglomerados productivos, etc.—, pero en este campo queda todavía mucho camino por
recorrer.
Se requiere, para ello, una estrategia que busque generar mayor valor agregado en torno
a las empresas y sectores exportadores, que explote la capacidad de sectores exitosos de arrastrar,
a través de sus compras de bienes y servicios, a otras empresas y sectores; apoyar la
reestructuración de sectores que han sido incapaces de competir a través de aumentos en su
productividad; pasar de una apertura general a la inversión extranjera hacia una visión más
estratégica del papel de dicha inversión. Se necesita contar, para tales propósitos, con visiones
estratégicas sobre el futuro del sector productivo, compartidas por los sectores público y privado.
Y se necesita retornar a una política científica y tecnológica ambiciosa, que después de los
avances significativos que tuvo durante la década de los noventa, se transformó en una de las
víctimas del ajuste fiscal. Se necesitan, en otras palabras, políticas sectoriales (agropecuaria,
industrial y de servicios) muy activas, para economías abiertas, que desarrollen, a través de un
proceso de aprendizaje y con activa participación del sector privado, nuestro propio modelo de
políticas sectoriales para una economía abierta.
Señalé que uno de los grandes aciertos de la estrategia colombiana de los años noventa fue
combinar sus estrategias de modernización económica con una de desarrollo social más activa.
Independientemente de que esta combinación generó presiones fiscales que estamos acabando de
corregir, fue una estrategia acertada y, además, esencial para un país cuyos niveles de desigualdad
social siguen siendo irritantes.
Mucho podría decirse sobre este tema, pero resaltaré sólo dos ideas. La primera es el gran
acierto que tuvo la Constitución de 1991 al definir a Colombia como un “estado social de derecho”.
Esto significa que los derechos económicos, sociales y culturales son el objetivo último de toda la
estrategia de desarrollo. Implica también que la universalidad en el acceso a los beneficios económicos
y sociales básicos, y la solidaridad y, por ende, los criterios redistributivos que deben guiar los sistemas
de financiamiento y provisión de dichos servicios, son criterios básicos de dicha estrategia. Significa,
para decirlo en otra forma, que la Constitución definió un pacto social basado en el Estado de Bienestar,
tarea todavía distante y que tardaremos años e incluso décadas en construir. Los logros que nos
pongamos en este frente estarán limitados por el nivel de desarrollo y por los recursos fiscales de cada
etapa de desarrollo. Esto implica, por lo tanto, que la eficiencia en el uso de esos recursos públicos es
una alta prioridad, que se torna aún más importante en medio de la estrechez fiscal que enfrentamos.
La segunda idea que quiero destacar es que no es posible poner todo el peso de una
estrategia de este tipo sobre la política social. Las desigualdades sociales y la falta de
oportunidades para los sectores más pobres se genera en la esfera económica. Esto significa, en
última instancia, que el país sólo podrá mejorar la equidad a largo plazo si mejora el acceso de
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los sectores más desfavorecidos a la educación, pero también al empleo y a los activos
productivos básicos: la tecnología, el capital, la tierra, y si se fomentan en forma activa e incluso
agresiva, redes de economía popular. Aquí hay una agenda que el país sólo ha abocado de
manera muy parcial y fragmentaria, y donde se concentran, por lo tanto, algunos de nuestros
mayores desafíos.
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