[14] Entre los hombres extraordinarios modernos, uno hay en los Estados Unidos del Norte, que tiene derecho a que se loen sus merecimientos y perseverancia. Es Federico Douglass, un hombre de color, orador famoso y elocuentísimo, caballero perfecto, y ornamento del Senado norteamericano. Nos da ocasión a escribir estas líneas un libro acabado de salir de las prensas, que es obra de Douglass, su Autobiografía. Este Senador de hoy fue esclavo ayer. Nació esclavo. No conoció a su padre, ni supo nunca quién su padre fuese. Solo en raras ocasiones le permitían ver a su madre. Conoció la desnudez, y vivió en ella. Vivió en el hambre, en el frío, entre los azotes. Le azotaban a menudo de tal modo que le dejaban por muerto. Su ingenio precoz excitaba la ira de sus dueños. Esa fue su niñez. Y su juventud fue tal que no hubo momento de ella en el que la muerte no hubiese sido bienvenida. Luego se fugó, se desarrolló, dio vuelo a su alma fuerte, soltó las alas a su palabra poderosa, fue electo miembro del Senado por los hombres blancos. Amigos y adversarios le escuchan con delicia: hay oradores en aquel gran país más incisivos, como Blaine; más imponentes, como Conkling; más correctos, como Curtis; más elegantes, como Winthrop; pero ninguno es más impetuoso, más apasionado, más abundante que Federico Douglass. En esta autobiografía cuenta de una manera franca, llana y noble todas sus desventuras. El alma ha de estudiarse como el cuerpo: solo que el cuerpo es fácil de estudiar, porque no hay más que tenderlo sobre una mesa de anatomía; y para ver el alma, hay que ahondar más, y mirar con ojos superiores: por lo que, como aquel zorro de la fábula, los que son capaces de este modo de mirar, niegan que haya que ver, y desconocen el espíritu que no saben analizar. El libro de Douglass es un texto de esa ciencia difícil, de esa anatomía espiritual. No es Alemania de los pueblos que leen menos, y bien puede asegurarse que es el pueblo que escribe más. Une, a su originalidad austera y poderosa, la facilidad de asimilarse todo lo bueno y hermoso de otros pueblos. En Berlín, como en París, asombra la facilidad con que pueden hallarse en abundancia materiales sobre ramas ignoradas y humildes de la historia, la literatura y la ciencia.—La literatura española, por ejemplo, es allí casi familiar y muy amiga. Nos parece que ya hemos dicho que en Leipzig se ha impreso, en una linda colección de libros españoles, un tomo de Poetas de la América Latina, en que los nuestros, como es de justicia, abundan. No publica Berlín menos de 478 periódicos; y de ellos, no todos son literarios y políticos sino que 143 están exclusivamente consagrados a ciencias y artes. La literatura misma es entre ellos una ciencia, por el método con que la estudian, y la severidad y erudición con que se entregan a la obra que eligen. Usan de las letras, no con el mero fin de producir belleza formal; sino con el intento de expresar en lengua hermosa ideas profundas y durables. Usan del lenguaje, no como de un caleidoscopio, cuyas figuras cambian a cada instante, brillan un punto y se evaporan, sino como la vestidura elegante que realza la hermosura de una dama bella. El lenguaje es para ellos ornamento de la Historia, de las ciencias, de las artes que estudian por su sentido íntimo e influencia en el mejoramiento humano, no por su beldad aparente, no por su aspecto meramente plástico. Eso es su literatura: lo sólido, como médula de lo bello, por lo cual esto llega a serlo perdurablemente, y no al extinguirse, como relámpago fugaz, o fuego de San Telmo. No hace mucho, una expedición francesa surcaba el Mediterráneo, no moviendo guerra, sino investigando las profundidades del hermoso mar, el mar de los árabes, el mar de los romances, el mar de las cóleras tremendas y las históricas batallas, aquel mar en que Byron hizo naufragar a su Don Juan, y en cuyas olas, mansas para acariciarla, puso Haydée, “aquella larga mirada, que salía de entre sus ojos velados como seductora y apacible serpiente.” En ese mar, que hoy ven con ojos codiciosos tantos pueblos rivales, hallaron los expedicionarios que la mayor profundidad era de 2 600 metros. Aun más allá de 1 068 metros hallaron animales, de una organización muy baja. La temperatura, a una sonda media de 130 metros, se mantenía a 13º centígrados. Acaba de inventarse un proceso para solidificar el vino. Un italiano es el inventor. Y otro químico de Marsella ha hallado la manera de solidificar, y aun de cristalizar el brandy. Con una cantidad pequeña del extracto del inventor italiano, puede, según dicen los químicos informantes, hacerse una botella de vino generoso de agradable sabor y color bello. El inventor tuvo en mira con este descubrimiento, la mayor facilidad de proveer de vinos puros y fácilmente transportables a los buques y a los ejércitos. La Opinión Nacional. Caracas, 25 de febrero de 1882 [Mf. en CEM]