Jacques Lacan. "Discurso de clausura de las Jornadas sobre la psicosis en el niño"(1967) Amigos: Antes que nada quisiera darle las gracias a Maud Mannoni, a quien le debemos la reunión de estos dos días, y por tanto todo lo que se haya podido desprender de ella (1). Ha tenido éxito en lo que tenía ganas de hacer, gracias a esa extraordinaria generosidad, característica de su persona, y que le ha hecho pagarle a cada cual su esfuerzo con un privilegio: el de traer desde todos los horizontes a cualquiera que pudiese darle respuesta a una cuestión que ella ha hecho suya. Después de lo cual, borrándose ante el objeto, convertía esas cuestiones en preguntas admisibles. Para partir de ese objeto, y pues está ya bien centrado, quisiera hacerles sentir cuál es su unidad a partir de algunas frases que pronuncié hace unos veinte años, en una reunión convocada por nuestro amigo Henry Ey, del que ya saben ustedes que fue, en el campo psiquiátrico francés, lo que llamaremos un civilizador. Planteó la cuestión de lo que sería la enfermedad mental de una manera que podemos decir que al menos despertó el cuerpo de la psiquiatría a la pregunta, más seria, de lo que ese mismo cuerpo representaba. Para devolver todo eso a su término más justo, tenía que contradecir el organodinamismo del que Ey se había hecho promotor. Así, sobre el hombre en su ser, me expresé en los términos siguientes: Lejos de que la locura sea el hecho contingente de las fragilidades de su organismo, es la virtualidad permanente de una falla abierta en su esencia. Lejos de que la locura sea un insulto para la libertad, como lo enuncia Henri Ey, es su mas fiel compañera, sigue su movimiento como una sombra. Y el ser del hombre no solo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevase en él la locura como límite de la libertad. A partir de ahí no puede parecerles extraño que en nuestra reunión hayan convergido las cuestiones referidas al niño, a la psicosis, a la institución. Debe parecerles natural que en ninguna otra parte mas que en estos tres temas sea evocada con mayor constancia la libertad. Si la psicosis es en efecto la verdad de todo lo que verbalmente se agita bajo esa bandera, bajo esa ideología –actualmente la única de la que se arma el hombre de la civilización- vemos mejor entonces el sentido de lo que, para dar testimonio de ella, hacen nuestros amigos y colegas ingleses en la psicosis. Vemos precisamente que se meten en ese campo, y que lo hacen precisamente con esos compañeros, para instaurar unos modos, unos métodos, en los cuales el sujeto es invitado a proferirse en lo que ellos piensan como manifestaciones de su libertad. Pero, ¿no es esa perspectiva algo corta? Quiero decir, la libertad suscitada, sugerida por cierta práctica dirigida a esos sujetos, ¿no lleva en si misma su límite y su señuelo? Por lo que se refiere al niño, psicótico, eso desemboca en unas leyes, unas leyes de orden dialéctico, que de algún modo se resumen en la pertinente observación que ha hecho el Dr. Cooper, esto es, que para obtener un niño psicótico hace falta al menos el trabajo de dos generaciones. El propio niño es el fruto de ese trabajo en la tercera generación. Y si finalmente se plantea el problema de una institución que guarde relaciones propias con ese campo de la psicosis, lo que se demuestra es que siempre, en algún punto que varía según los casos, es prevalente una fundamentada relación de adecuación con la libertad. ¿Qué quiere decir eso? Lo que es seguro es que así no entiendo que de ningún modo los problemas queden cerrados, tampoco abrirlos, como se dice, o dejarlos abiertos. Se trata de situarlos y de captar unos puntos de referencia desde los cuales podamos tratarlos sin quedar nosotros mismos atrapados en un cierto tipo de señuelo. Para ello hay que dar cuenta de la distancia en la que se aloja la correlación de la que somos presa para nosotros mismos. El factor del que se trata es el problema mas candente en nuestra época, en la medida en que es la primera que ha de sentir en sí misma que, a causa del progreso de la ciencia, se hayan puesto en cuestión todas las estructuras sociales. Aquello con lo que, no solamente en nuestro propio dominio como psiquiatras que somos, sino tan lejos como se extienda nuestro universo, tendremos que tener tratos, una y otra vez, siempre mas acuciante, es: la segregación. Los hombres se adentran en una época a la que llamamos planetaria, en la que se formarán según ese algo que surge del Imperio, tal y como se ha seguido perfilando durante largo tiempo su sombra en una gran civilización, para que sea sustituido por algo bien distinto y que no tiene en absoluto el mismo sentido: los imperialismos. La cuestión que se formula es la siguiente: ¿cómo arreglárselas para que masas humanas, destinadas a compartir un mismo espacio, no solamente geográfico, sino familiar llegado el caso, permanezcan separadas? El problema, en el nivel en que Oury lo ha articulado hace un momento con el término justo de segregación, es sólo un punto local, un pequeño modelo en que nosotros, quiero decir los psicoanalistas, vamos a responder: la segregación puesta en el orden del día por una subversión sin precedentes. Aquí no hay que desatender la perspectiva desde la cual Oury pudo formular hace un rato que, en el interior de la colectividad, el psicótico se presenta esencialmente como el signo, signo que no conduce a ninguna parte, de aquello que legitima la referencia a la libertad. El mayor pecado, nos dice Dante, es la tristeza. Tenemos que preguntarnos de qué modo nosotros, metidos en ese campo cuyo contorno acabo de delinear, podemos con todo mantenernos fuera de él. Todo el mundo sabe que soy alegre, dicen incluso que hago chiquilladas. Sí, me divierto. Me sucede sin parar, en mis textos, que me dedico a hacer bromas que a los universitarios no les gustan nada. Es verdad, no soy triste. O mas exactamente, solo tengo una tristeza, en el curso de la vida tal como me ha sido trazado: es que cada vez hay menos personas a las que se les pueda decir las razones de mi alegría, cuando las tengo. Vayamos al grano. Si podemos plantear las cuestiones como lo hemos hecho aquí desde hace unos días, es porque en el lugar del x que debería hacerse cargo de ellas, y que durante mucho tiempo fue el alienista, y luego el psiquiatra, alguien mas dijo lo que tenía que decir. Se llama el psicoanalista, figura nacida de la obra de Freud. ¿Qué es esa obra? Como saben, fue par hacer frente a las carencias de cierto grupo por lo me vi llevado a ese lugar que de ningún modo ambicionaba: el de tener que ponerme a hacer preguntas, junto con los que podían escucharme, sobre lo que hacíamos de modo consecuente con esa obra, y para eso volver sobre ella. Justo antes de los puntos eminentes del camino que instauré merced a su lectura, antes de abordar la transferencia, luego de la identificación, luego de la angustia, no es ninguna casualidad, ni tampoco se le ocurriría a nadie, que el año que hace cuatro antes de que mi seminario llegase a su fin en el Hospital de Sainte-Anne, creyese deber afianzarnos en la ética del psicoanálisis. Parece en efecto que corramos el riesgo de olvidar en el campo de nuestra función, que en su principio está una ética, y que a partir de ahí, digan lo que digan, incluso sin mi consentimiento, sobre el fin del hombre, nuestro principal tormento está en una formación que se pueda calificar de humana. Toda formación humana tiene como esencia y no como accidente, la de refrenar al goce. La cosa se nos aparece así de desnuda, y no ya bajo esos prismas o lentes que se llaman religión, filosofía, o incluso hedonismo, pues el principio de placer es precisamente el freno del goce. Es un hecho que a fines del siglo XIX, y no sin que fuese en cierto modo antinómico con la seguridad que había de dar la ética utilitarista, Freud devolvió la ética a su lugar, al lugar central. Hizo falta esto para apreciar todo lo que podemos ver a lo largo de la historia dando testimonio de ser una moral. ¿Cuántas cosas ha habido que remover, quiero decir en las bases, para que vuelva a emerger ese abismo al cual echamos como pasto -¿dos veces por noche?, ¿dos veces al mes?- nuestra relación copulativa con algún cónyuge sexual? No es menos sorprendente que nada haya sido más escaso en lo que hemos dicho durante estos dos días, que el recurso a alguno de esos términos que podemos llamar: la relación sexual (para dejar de lado el acto), el inconsciente, el goce. Eso no quiere decir que su presencia no nos rigiese, invisible –pero también palpable en alguna gesticulación detrás del micro. Aunque nunca articulada teóricamente. Lo que se comprende, de manera inexacta, de lo que Heidegger nos propone sobre el fundamento que hay que tomar en el ser-para-la-muerte, se presta a ese eco que hace resonar por los siglos, y por los siglos de oro: el del penitente como alguien puesto en el corazón de la vida espiritual. No desconocer del todo en los antecedentes de la meditación de Pascal el apoyo que tenía en el franqueamiento del amor y de la ambición, no nos asegura sino mas todavía lo común que hasta su tiempo era el lugar de retiro en el que se consuma el enfrentamiento con el ser-para-la-muerte. Esta constatación tiene su valor en el hecho de que Pascal, a base de transformar esa ascesis en apuesta, de hecho la cierra. Y, sin embargo, ¿estamos a la altura de lo que por obra de la subversión freudiana, parece que estemos llamados a llevar, a saber, el ser-para-el-sexo? No parece que pongamos mucho ánimo en sostener esa posición. Tampoco parece que nos ponga muy alegres. Lo cual prueba, por lo que pienso, que no estamos en ella del todo. Y no lo estamos en razón de lo que los psicoanalistas dicen demasiado bien como para soportar saberlo, y que designan, gracias a Freud, como la castración. Este es el serpara-el-sexo. El asunto se esclarece gracias a lo que Freud dijo en forma de historietas, que tenemos que poner en evidencia, y es que, cuando somos dos, el ser-para-la-muerte, crean lo que crean los que la cultivan, deja ver en el mas mínimo lapsus que se trata de la muerte del otro. Esto explica las esperanzas puestas en el ser-para-el-sexo. Pero contrasta con esto lo que la experiencia psicoanalítica demuestra, y es que cuando somos dos, la castración que el sujeto descubre, sólo puede tratarse de la suya. Lo que, para las esperanzas puestas en el ser-para-el-sexo, desempeña el papel del segundo término en el nombre de los Pecci-Blunt: el de cerrar las puertas que previamente se habían abierto de par en par. El penitente pierde pues mucho si hace alianza con el psicoanalista. En los tiempos en que llevaba la voz cantante, el penitente dejaba libre, mucho mas que desde el advenimiento del psicoanalista, el campo de los retozos sexuales. No son pocos los documentos que lo atestiguan, bajo la forma de memorias, epístolas, dictámenes y sátiras. Para decirlo de algún modo: si bien es difícil juzgar justamente si la vida sexual era mas desahogada en los siglos XVII o XVIII que en el nuestro, el hecho en cambio de que los juicios referidos a la vida sexual fuesen en esa época mas libres, decide con toda justicia en nuestro favor. No es ciertamente un abuso referir esa degradación a la “presencia del psicoanalista”, entendida según la única acepción en la cual el uso de este término no sea impúdico, es decir, en su efecto de influencia teórica, marcado precisamente por el defecto de teoría. Puesto que se reducen a su presencia, los psicoanalistas merecen que nos demos cuenta de que no juzgan ni mejor ni peor las cosas de la vida sexual que la época que les hace un lugar, y que en su vida de pareja no son dos más a menudo de lo que sucede en otras partes, cosa que no molesta para nada su profesión, puesto que un par así no tiene nada que hacer en el acto psicoanalítico. Claro que la castración no tiene figura más que al término de ese acto, pero está cubierta por esto: que en ese momento el partenaire se reduce a lo que llamo el objeto a. Esto quiere decir, como habría de ser, que el ser-para-el-sexo tiene que irse a otra parte a hacer la prueba. Y se dirige entonces a la confusión creciente que le aporta al tema la difusión misma del psicoanálisis, o de lo que toma este título. Dicho de otro modo: lo que instituye la entrada en el psicoanálisis proviene de la dificultad del ser-para-el-sexo. Pero la salida de él –si leemos a los psicoanalistas de hoy- no sería ni mas ni menos que una reforma de la ética en la cual se constituye el sujeto. No soy yo, Jacques Lacan, quien solo se fía de la operación sobre el sujeto en tanto que pasión del lenguaje, sino precisamente aquellos que lo absuelven por el hecho de que obtienen de él la emisión de bellas palabras. Es cuando uno se queda en esa ficción sin entender nada de la estructura en la que se realiza, que no piensa mas que en fingirla real, y que cae en la invención. El valor que tiene el psicoanálisis es el de operar sobre el fantasma. El grado de su éxito ha demostrado que ése es el lugar donde se juega la forma que sujeta como neurosis, perversión o psicosis. Desde donde se plantea, con atenerse sólo a eso, que el fantasma hace su marco según realidad. ¡Evidente ahí! Y tan imposible de mover como eso; a no ser el margen dejado por la posibilidad de exteriorización del objeto a. Se nos dirá que es precisamente de lo que se habla bajo el término de objeto parcial. Pero precisamente, presentándolo bajo este término, se habla de él ya demasiado como para decir sobre ese objeto algo admisible. Si fuese tan fácil hablar de él, lo llamaríamos de otro modo, y no objeto a. Un objeto que requiere que se vuelva a tomar todo el discurso sobre la causa, no se puede asignar a discreción, ni siquiera teóricamente. Si aquí tocamos esos confines es sólo para explicar de qué modo en el psicoanálisis se vuelve con tanta brevedad a la realidad, cuando no se tiene una visión de su contorno. Observemos que aquí no evocamos lo real, que en una experiencia de palabra sólo aparece como virtualidad, y que en el edificio lógico se define como imposible. Se necesitan ya no pocos estragos ejercidos por el significante para que se trate de realidad. Estos estragos hay que captarlos bien atemperados en el estatuto del fantasma, a falta de lo cual el criterio que se toma, y que consiste en la adaptación a las instituciones humanas, no es otra cosa que pedagogía. Por impotencia a la hora de plantear ese estatuto del fantasma en el ser-para-el-sexo (el cual queda velado en la idea engañosa de la “elección” subjetiva entre neurosis, perversión o psicosis), el psicoanalista hace deprisa y corriendo con algo de folklore un fantasma artificial: el de la armonía que se aloja en el hábitat materno. Allí no habría modo de que se produjesen ni incomodidad ni incompatibilidad; y la anorexia mental queda relegada como una cosa rara. No podríamos estimar hasta qué punto ese mito obstruye el abordaje de esos momentos –tantos fueron evocados aquí- que hay que explorar. Como el del lenguaje abordado bajo el signo de la desgracia. Fíjense en el premio a la consistencia que se espera obtener a base de atrapar como preverbal ese momento justo antes de la articulación patente, y de hacerlo con aquello alrededor de lo cual parecía doblegarse la voz misma del presentador, entre la gage y la gache, la prenda y la chapuza. He tardado un poquito en reconocer a palabra de la que se trataba: langage, lenguaje. Pero lo que le pregunto a quien haya escuchado la comunicación que pongo en cuestión es, dígame sí o no: si un niño que se tapa las orejas, como nos dicen –y ¿a qué?: a algo que se está hablando- no está ya en lo postverbal, puesto que del verbo se protege. Y en lo que se refiere a una pretendida construcción del espacio que al parecer se capta ahí en estado naciente, más me parece hallar el momento que da testimonio de una relación ya establecida con el “aquí” y el “allá”, que son estructuras de lenguaje. ¿Hay que recordar que, si se desproveyese del recurso lingüístico, el observador no podría hacer otra cosa que desacertar sobre la incidencia eventual de las oposiciones características en cada lengua para connotar la distancia, aún cuando hubiese que entrar con ello en los nudos que más de una de ellas nos incita a situar entre el “aquí” y el “allá”? en una palabra, la construcción del espacio tiene algo de lingüístico. Tanta ignorancia, en el sentido activo, como ahí se encierra, no permite evocar demasiado la diferencia tan bien marcada en latín entre el taceo y el silet. El silet apunta ya, sin que causen asombro, a falta del contexto de “los espacios infinitos”, a la configuración de los astros. ¿No nos hace notar esto que el espacio apela al lenguaje en una dimensión bien distinta de aquella en la que del mutismo brota una palabra mas primordial que ningún mom-mom? Lo que conviene indicar aquí es, con todo, el prejuicio irreductible con el que se agrava la referencia al cuerpo, mientras no se levanta el mito que cubre la relación del niño con la madre. Se produce una elisión que sólo puede anotarse como objeto a, cuando es precisamente ese objeto lo que esa elisión sustrae de cualquier modo exacto de comprenderla. Digamos, pues, que no se la comprende si no es oponiéndose a que sea el cuerpo del niño lo que responde al objeto a. Es algo muy delicado, allí donde no aparece a la luz del día ninguna pretensión semejante; pretensión que sólo se animaría a con alguna sospecha de la existencia del objeto a. La animaría precisamente el hecho de que el objeto a funciona como inanimado, pues es como causa que aparece en el fantasma. Como causas en vista a lo que es el deseo, cuyo montaje es el fantasma. Pero tanto como eso, causa en relación con el sujeto que se hiende en el fantasma, al fijarse en una alternancia. Armazón que hace posible que, aún siendo como es, el deseo no sufra ninguna vuelta atrás. Una fisiología más justa de los mamíferos con placenta, o simplemente darle un mejor lugar a la experiencia del partero –de la que podemos sorprendernos que se contente, en lo que se refiere a la psicosomática, con la cháchara del parto sin dolor- sería el mejor antídoto para un pernicioso espejismo. Recordemos que, para culminar, nos sirven el narcisismo primario como función de atracción intercelular postulada por los tejidos. Fui el primero en situar exactamente la importancia teórica del objeto llamado transicional, aislado como rasgo clínico por Winnicott. El propio Winnicott se mantiene –con todo mi aprecio- en un registro de desarrollo. Su delicadeza extremada se extenúa cuando ordena su hallazgo como una paradoja, cuando no puede registrarlo de ningún modo como no sea la frustración, en la cual haría de necesidad lógica virtud biológica, por si acaso le hiciese falta a la Providencia. Lo importante sin embargo no es que el objeto transicional preserve la autonomía del niño, sino que el niño sirva o no de objeto transicional para la madre. Lo que queda ahí en suspenso no hace entrega de sus razones hasta que el objeto hace entrega de su estructura. A saber, la de un condensador para el goce, en la medida en que, por la regulación del placer, le es sustraído al cuerpo. Veamos aquí si es posible indicar de un salto que si huimos de estas avenidas de la teoría, no va a aparecer nada de los problemas que se plantearon en aquella época, como no sean los callejones sin salida. Problemas: el del derecho a nacer por una parte. Pero también en la línea de: “tuyo es tu cuerpo”, en el cual se vulgariza a comienzos de siglo un adagio del liberalismo. La cuestión está en saber si, por el hecho de la ignorancia en la cual es mantenido ese cuerpo por el sujeto de la ciencia, habrá derecho luego a, ese cuerpo, hacerlo pedazos para el intercambio. ¿No se discierne, en lo que he dicho hoy, adónde converge? ¿Vamos a atrapar la consecuencia de esto con el término de: el niño generalizado? Ciertas Antimemorias están hoy en la actualidad. Pero, ¿por qué son “anti”, esas memorias? Si es porque no son confesiones, como se nos advierte, ¿no es desde siempre esa la diferencia de las memorias? Como fuere. El autor las abre con una confidencia que tiene extrañas resonancias, y con la que un religioso le dijo adiós: “Lo que he llegado a creer, fíjese, en ese ocaso de mi vida, le dijo, es que no hay personas mayores”. Esto es algo que rubrica la entrada de un inmenso gentío en el camino de la segregación. ¿No es precisamente por el hecho de que se requiera darle a eso una respuesta por lo que Freud sin duda sintió que debía volver a introducir nuestra medida en la ética, por medio del goce? No intento actuar con ustedes de otro modo que con aquellos para quienes a partir de ahí esa es la ley, al dejarles con una pregunta: ¿Qué alegría hallamos en aquello de lo que está hecho nuestro trabajo? Nota de Jacques Lacan de fecha 26 de setiembre de 1968 Esto no es un texto, sino una alocución improvisada. Puesto que no había ningún compromiso que pudiese justificar desde mi punto de vista su transcripción, que considero fútil, palabra por palabra, tengo pues que excusarla. Antes que nada por su pretexto: el de hacer como si se concluyese. La falta de conclusión, algo corriente en los Congresos, no excluye que sean una buena obra, como lo fue aquí el caso. Me presté a eso para homenajear a Maud Mannoni, esto es, a aquella que, por la virtud infrecuente de su presencia, había sabido coger a todo el mundo allí reunido en las redes de su pregunta. La función de la presencia, en este campo como en todos, ha de ser juzgada según su pertinencia. Ha de ser excluida ciertamente, excepto por falta notoria de pudor, de la operación psicoanalítica. Por lo que hace al cuestionamiento del psicoanálisis, o incluso del propio psicoanalista (tomado en su esencia) esa presencia desempeña su papel a la hora de suplir la falta de apoyo teórico. Le doy curso en mis escritos como polémica, hace de intermedio en lugares de intersticio, cuando no tengo otro recurso contra la obtusión que desafía a cualquier discurso. Claro está que es siempre sensible en el discurso naciente, pero es una presencia que sólo vale cuando al fin se borra, como se ve en la matemática. Y sin embargo en el psicoanálisis hay una presencia que se suelda con la teoría: es la presencia del sexo como tal, entiéndase en el sentido en que el ser hablante lo presenta como femenino. ¿Qué quiere la mujer? Esta es, como se sabe, la ignorancia en la cual Freud se queda hasta el término, acerca de la cosa que trajo al mundo. Lo que la mujer quiere, puesto que sigue estando en el centro ciego del discurso psicoanalítico, comporta como consecuencia que la mujer sea psicoanalista nata (de eso uno se da cuenta en el hecho de que regenten el análisis las menos analizadas entre las mujeres). Nada de todo eso tiene que ver con el caso presente, puesto que se trata de terapia, y de un concierto que solo se ordena según el psicoanálisis si lo tomamos como teoría. Aquí es donde he tenido que suplir a todos los que no son los que me oyen, con una presencia que debo decir justamente que es un abuso... Puesto que va desde la tristeza que tiene su motivación en una alegría contenida, hasta la apelación al sentimiento de incompletud allí donde habría que situarla en pura lógica. Una presencia como esa resultó, por lo que parece, agradable y recreativa. Quede pues aquí rastro de lo que se porta como palabra, allí donde está excluido el acuerdo: el aforismo, la confidencia, la persuasión, incluso el sarcasmo. Una vez más, como se habrá visto, tuve la ventaja de que sea evidente un lenguaje allí donde alguien se obstina en figurar lo preverbal. ¿Cuándo se verá que lo que prefiero es un discurso sin palabras?