2D E L N O R T E : Domingo 21 de Julio del 2002 P E R FI L ES H I S TO R I A S Editora: Rosa linda González Email: [email protected] HOMBRE al bat A sus discípulos predica esfuerzo, atención y práctica, pero en su vocabulario personal, suerte es una de las palabras que más se repiten. Dice que consiguió su primer empleo simplemente por saber jugar beisbol, un deporte que su papá le enseñó a querer desde niño, y que lo sacó de apuros, porque a este jarocho de cuna lo reprobaron en la Escuela Naval de Veracruz. Ya que no podía hacer carrera en la mar, se fue a la Ciudad de México; ahí fue donde una compañía lo contrató con la condición de defender los colores del Sindicato Nacional de Telefonistas. Un amigo y la fractura del segunda base de los Diablos Rojos de México lo incorporaron a ese equipo, al final de la temporada ni le pagaron, pero ya estaba en la mira de los Tuneros de San Luis Potosí, quienes lo incluyeron en su nómina, y más tarde lucía la camisola de los Pericos de Puebla. “Era un bateador rápido, seguro, buen productor de carreras”, cuenta Rafael Domínguez, ex director del Salón de la Fama. Aunque Vinicio, como si de un mal lanzamiento se tratara, rehúye hablar de sus cualidades en el terreno de juego, prefiere otros vocablos: suerte, oportunidad, circunstancias. “La Liga Mexicana quebró en 1948 –a cuatro años de su debut profesional–. Fue un golpe de suerte que me dejó libre para irme a Estados Unidos, sin saber ni una gota de inglés”. Los 11 años siguientes, la tierra del Tío Sam le proveyó de oportunidades. Primero en la Liga Arizona-Texas; enseguida en Shreveport, Louisiana; en Huichita, Kansas; Toledo, Ohio; Indianapolis, Dallas y Baltimore, con los Orioles. Al término de una de esas temporadas, de vacaciones en Cuba, asistió a un partido de beisbol. El mánager del Cienfuegos, Martín Dihigo, era un viejo conocido y al verlo lo contrató enseguida. Pero atribuirle al azar una carrera con 26 años de triunfos al bat y sobre la almohadilla de segunda base –de 1944 a 1970–, y otros tantos como mánager, es un exceso de modestia. Él se encoge de hombros y concede. “Bueno, sí, también se requieren facultades y ca- Considerado el mejor segunda base en la historia de los Sultanes y con un gran récord de bateo, Vinicio García es una leyenda viviente en el aún llamado Rey de los Deportes rácter”. Y vaya si los tiene. Felipe “El Clipper” Montemayor, ex beisbolista que coincidió con Vinicio en los Sultanes, y en Ligas Mayores, recuerda un juego que acabó en pleito. “Yo estaba en el equipo de Coatzacoalcos y Vinicio en Córdoba; los íbamos apaleando, él entró como pítcher porque no había relevo, el público se metió con él; se enojó tanto, que se le fue encima a uno de nuestro equipo y se armó la bronca”. En una ocasión le dio un puñetazo a un ampáyer que tomó una decisión equivocada contra su equipo; en otra, tumbó a golpes a un pítcher que le lanzó la pelota a la cara. “Bueno, es que en mi posición de segunda base es donde están los golpes siempre. Vienen corriendo y le pegan a uno, lo empujan. Yo tengo varias cortadas que me hicieron en las piernas y en los brazos con los spikes”. Ricardo Flores de la Rosa, el primer anotador oficial de Los Sultanes, el que les llevaba el score, cuenta que Vinicio era de los que sudaban la camiseta y no se dejaban vencer. “Ha sido el mejor segunda base de los Sultanes, sabía recibir y tirar por debajo del brazo, muy fuerte, efectivo y rapidísimo”. Q uizá el nombre de Vinicio García Uzcanga sea ajeno a los jóvenes, más adictos al futbol. Pero él fue lo que en su momento Tomás Boy o Barbadillo fueron para los Tigres, o actualmente Jesús “El Cabrito” Arellano para el Monterrey. Los padres y abuelos seguramente lo habrán seguido con emoción cuando bateaba o cubría la segunda base para los Sultanes en la primera mitad de los 60, y de regreso en la temporada del 70, ya para dejar el diamante. El Parque Cuauhtémoc, donde jugaba el equipo, tenía capacidad para 5 mil espectadores y las gradas lucían llenas en cada encuentro. Héctor de Zamacona, aficionado de hueso colorado, cuenta que si había hombre en segunda y tercera base, y enseguida le tocaba batear a Vinicio, entre las gradas se escuchaba: “Ya ganamos, seguro hace carrera”. “Los seguidores le tenían mucha fe porque sabían que cuando se requería una carrera o un hit no fallaba”. El carisma de Vinicio atraía a la fanaticada, pero en general era un equipo de buenos peloteros. Ahí estaba Héctor Espino, “La Mala” Torres, y Alfredo “Yaqui” Ríos, por citar algunos. A él le gritaban “Titino”, platica Maurilio Elizondo, otro aficionado al beisbol, y las muchachas lo esperaban a la salida del estadio DE NIÑO Su papá lo enseñó a jugar beisbol. Aquí, como cátcher. Foto: EL NORTE/ Claudia Susana Flores POR MARÍA LUISA MEDELLIN “Cuando usted se pone en home, va a batear. No importa que le tiren balazos, no le tenga miedo al pítcher. Deje pasar los lanzamientos que no vengan por su lado bueno porque no le va a pegar bien”. Una y otra vez las indicaciones de Vinicio García Uzcanga se escuchan en el diamante de Ciudad Deportiva. A sus magníficos 77 años es un instructor apasionado y exigente pagado por el Municipio, aunque de pronto su experiencia se estrelle contra el desgano de sus púberes pupilos. Se mueve en terreno árido. Aquí no se compite como equipo en torneos, nada más en juegos amistosos. Algunos jóvenes vienen de ligas amateurs donde no los han aceptado; otros, nunca antes han tomado un bat. La esperanza de Vinicio, uno de los pocos mexicanos que han visto acción en Ligas Mayores y, sin duda, el mejor segunda base en la historia de los Sultanes, es que la pasión beisbolera encienda, aunque las llamaradas sean escasas. Con una amplia sonrisa recuerda a Jorge de la Rosa, a quien tutoreó desde los 10 años, y está por jugar con Boston –antes engrosó las filas de los Sultanes–; o a un jovencito de apellido Álvarez que firmó con los Diablos Rojos y ahora carga maletas rumbo a Estados Unidos. Vinicio es de esos viejos que guardan rasgos de galanura. Su cuerpo traduce los años dedicados al deporte en una postura erguida, abdomen plano y un rostro casi sin surcos, en el que asoma una mirada inquisitiva. Sus fans lo llamaban “Titino”, por sus ojos grandes y expresivos, e igual puede ser simpático y de carcajada fácil, que explosivo como su bat. “Anticípese”, ordena enérgico al bateador en turno, “si hay un hombre en tercera piense en hacer un elevado largo”. Pero esta tarde de lunes los muchachos se distraen. Vinicio los increpa visiblemente molesto. “Concentración, se necesita concentración”. para pedirle autógrafos porque era bien parecido. Bateaba de una manera especial. Se paraba y estaba siempre con el bat en movimiento. En el momento en que el pítcher iba a lanzar él ya estaba listo. Elizondo se acuerda que era muy elegante para fildear, que agarraba las rolas con facilidad, además de ser una buena llave para el doble play. “En 1960 fue el mejor jonronero del club, y al año siguiente impuso récord de dobletes, eso además de otros récords”. Arturo Wong, médico de Vinicio, cuenta que para el pelotero, el beisbol, como la vida, es un juego de anticipación, sólo así se puede ganar. L os aficionados de antaño lo habrán acompañado esa memorable tarde del 11 de junio de 1999 cuando los directivos de los Sultanes anunciaron que nadie más usaría el número 9 de su camisola. Abrumado por el homenaje, Vinicio sacó de la bolsa de su pantalón un trozo enrollado de papel sanitario y dijo que ahí traía anotada su trayectoria; el público rompió en carcajadas. Una década antes, en 1981, ingresó al Salón de la Fama. La noticia de su ingreso lo tomó por sorpresa, recibió una carta y al acudir a la ceremonia se sintió conmovido, muchos de los amigos con los que había jugado o competido estaban ahí. “Fue una satisfacción tremenda, aunque mi mayor alegría ha sido jugar en Ligas Mayores, son logros muy difíciles, más en esos tiempos, no había publicidad y había que ganarse un lugar a brazo partido en alguno de los 16 equipos”. Cuenta que tras la quiebra de la Liga Mexicana, un amigo lo animó a colocarse con los Indios de Juárez, que en aquel entonces formaban parte de la Liga ArizonaTexas. “Hice un trato con el dueño del equipo, le dije: no quiero que me des nada, lo que quiero es jugar en Estados Unidos, en cuanto se pueda véndeme a un equipo norteamericano”. Llegó Filadelfia, pero pedían mucho dinero, 12 mil dólares; luego Shreveport, Louisiana, donde se quedó por cuatro años. “Pude haber llegado a las Ligas Mayores dos años antes del 54, pero no falta un mánager que quiere corregirlo a uno sin saber cómo. Yo bateaba diferente, movía mi bat hacia atrás cuando el pítcher iba a lanzar, él me pidió que no lo moviera, y yo me congelaba. Dos años la pasé muy mal, hasta que me dio oportunidad de hacerlo como yo sabía, subí, e inmediatamente me agarró Baltimore”. Al año lo trasladaron a Toledo, Ohio. De ahí a Kansas, Indianápolis y Dallas. Hablaron de Milwaukee para preguntarle al mánager en qué condiciones estaba, él contestó que no estaba listo todavía. “Me fregó, yo hubiera regresado a Ligas Mayores otra vez. Ni modo. Entonces me compró Anuar Canavati, el dueño de los Sultanes. Yo no quería venir, tenía fácil dos o tres años más en las Mayores, mis récords eran muy buenos, pero los directivos determinan ‘a fulano lo vamos a vender’, poco escuchan a los jugadores”. P egado a la puerta de su casa en la colonia Anáhuac, hay un letrero escrito a mano en una hoja de máquina: “No tocar antes de las nueve de la mañana”. Vinicio advierte así al que intente levantarlo a deshora, batalla tanto para dormir. De hecho, en sus giras prefería encerrarse en el compartimento de las maletas para ir recostado. Por ese hábito de no salir de cama tan temprano, comparte el pago del periódico con el vecino de enfrente, que lo lee durante el día y se lo pasa al atardecer. Y ¡ay! de las palomas que osen trastocar el silencio de la mañana, posadas sobre las ramas de los árboles, en el patio trasero. Vinicio se levanta exaltado, arranca algunos aguacates y con inmejorable puntería las hace huir despavoridas. Con el silencio vuelve a ser el hombre amable y sonriente con el que más tarde platicamos. El que nos invita a pasar a la sala, observar sus álbumes de recuerdos, sus muros llenos de fotos y trofeos, todo en perfecto orden. Hace seis años vive solo, su esposa Carolyne, a quien conoció en Shreveport y con la que hizo un matrimonio de 44 años, falleció. De ella conserva un hermoso retrato. “La quise mucho, nuestro noviazgo fue breve porque desde el primer día la vi tan bella y tan dulce, que quise compartir mi vida con ella”, dice. H ace apenas un mes a Vinicio le practicaron una cirugía para limpiar de colesterol sus arterias, todavía no se lo explica, su disciplina cotidiana se extiende a los hábitos alimenticios, tampoco fuma ni toma. “No como chile ni de relajo, ni nada grasoso, a lo mejor el colesterol es consecuencia de los montones de camarones que comía a diario cuando jugaba en la Costa del Pacífico”, ríe a carcajadas. Sus hijos, Rebeca, David, Carolyne y Jerry lo visitan de cuando en cuando, se refieren a él como un hombre muy independiente y seco en el trato, pero responsable y siempre dispuesto cuando lo han necesitado. No sólo con ellos, sino con sus dos hermanas y su madre, a las que siempre apoyó económicamente. “De niños viajábamos con él de un lado a otro, hasta que tuvimos que entrar a la escuela y mi mamá decidió que nos quedaríamos a vivir en Monterrey. Pasaba seis meses fuera sin perder el contacto por teléfono o carta, y llegaba con regalos, también con reglas, porque siempre ha sido estricto y muy ordenado”, cuenta David. Y ese orden se traducía en el terreno deportivo con estrategia y cálculo. “El Clipper” Montemayor menciona que Vinicio se proponía cómo ejecutar los batazos, cuántos hits y cómo hacerlos para alcanzar los mejores porcentajes de bateo. CON LOS ORIOLES En sus buenos tiempos en las Ligas Mayores. E n 1944 debutó con los Diablos Rojos, bateando contra los Sultanes. En 1970 fue con la novena local con quien se despidió al bat, la misma que vio sus últimas tácticas como mánager en 1986. “Uno se da cuenta cuándo tiene que irse… ya no ve llegar las rolas a las que sabe que les llegaba, las piernas no responden, y no hay coordinación”. Como mánager las circunstancias que lo dejan “out” muchas veces son ajenas al juego. “Yo dejé de dirigir a los Sultanes a mitad de temporada en 1986, Pepe Maiz me hizo el favor de relevarme porque estaba un vicepresidente que se metía en la caseta, iba a las giras y creaba un ambiente de tensión. Perdimos varios juegos y él desmotivaba a los jugadores. Me subió la presión y desde entonces me enfermé de eso”. Sus años de mánager habían comenzado a mediados de los 60, también con los Sultanes. Sin embargo, los mejores frutos llegaron con el campeonato para Culiacán las temporadas 66-67, 69-70, y con Guasave en la 71-72. “Era un mánager aceptable y exigente”, considera el antiguo cronista de radio Manuel González Caballero. “Aunque a la afición la conquistó bateando y fildeando”. En el 76 dirigió a Mexicali, pero la sequía de contratos lo hizo dar un giro emergente: los siguientes ocho años se dedicó a la venta de ropa –él siempre gustó de vestir bien–, hasta que lo llamaron de Los Mochis en el 83; tres años más tarde terminaría su carrera al timón de los grandes equipos. Si hubiera seguido en los Estados Unidos, ahora quizá sería buscador de talentos, o maestro de instructores, pero en México, donde el futbol domina, no hay muchos espacios. Sin embargo, la pasión de Vinicio se llama beisbol, y no puede dejar de sentirla. Dice que es su amuleto de la suerte. Es su tema con los amigos; en la radio, donde es comentarista; y con los jóvenes a quienes transmite su escuela, aunque algunos ni aquilaten que su entrenador es un hombre que ha hecho historia. “Cuando usted se pone en home, va a batear. No importa que le tiren balazos…”.