magisterio y teología moral

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JACK MAHONEY
MAGISTERIO Y TEOLOGÍA MORAL
Una de las más importantes diferencias existentes entre la ética cristiana y la teología
moral católica se debe al papel que la iglesia ha desempeñado en esta última,
especialmente a través de su magisterio. En este artículo se intenta sintetizar la
evolución del magisterio moral de la iglesia católica y deducir algunas reflexiones
sobre los problemas actuales en esta materia.
Magisterium and Moral Theology, The Month, 248 (1987) 90-94
Enseñanza interna y enseñanza externa
En el nuevo testamento se detectan dos actitudes bien diferenciadas: J .a) la referencia
de Juan a la "unción" del Espíritu que el creyente recibe y con la que no tiene necesidad
de otros maestros (cf 1 Jn 2,27; Jn 14,26). Esta fuente de conocimiento moral como
"maestro interior" ya fue estudiada en la época patrística, en Agustín y Clemente de
Alejandría y, más tarde, en Tomás de Aquino para el que la gracia interior es el primer
elemento de la ley del evangelio; 2.a) también en el nuevo testamento (como Pablo en
las explícitas instrucciones morales de Rm y 1 Co) se da la certeza de que existe una
relación con la conciencia moral del conjunto y una función de enseñar reconocida a
algunos miembros de la comunidad. Mateo es el que mejor articula esta enseñanza
externa. Su evangelio nació en la primitiva comunidad judeo-cristiana especialmente
interesada por las estructuras y por la autoridad de la iglesia. Para lo cual, Mateo se
apoya en las palabras de Cristo: hacer discípulos "enseñándoles a guardar todo lo que os
he enseñado" (Mt 18,20).
La iglesia latina encontró apoyo en esta doctrina de Mateo para la evangelización de
Europa después de la caída del imperio romano, actitud que ha subsistido hasta nuestros
días.
Existen, por tanto, dos fuentes de conocimiento moral, ambos válidos para todo
creyente: un conocimiento interno que dimana del bautismo, y uno externo que procede
de la autoridad de la iglesia. Pero conocer cómo se relacionan y cómo coinciden con la
doctrina del magisterio es uno de los problemas más controvertidos y urgentes, a causa
del papel especial de la enseñanza pontificia.
El magisterio de la iglesia
Para calibrar la relación entre enseñanza moral interna del Espíritu de Cristo y
enseñanza moral externa del magisterio puede ser muy instructivo conocer el desarrollo
de la enseñanza autoritativa del episcopado, especialmente del papa, en los primeros
tiempos de la iglesia. Ives Congar ha profundizado en el término "magisterio" y ha
fijado el significado, clásico y original, de un "magisterio" "mayor" (magis) y uno
"menor" (minus), responsable en una determinada esfera de actividad. Así, Gregorio el
Grande aludió al "magisterio pastoral" para describir toda la responsabilidad pastoral
del obispo. Posteriormente sto. Tomás distinguió entre "magisterio pastoral" de los
obispos y "magisterio académico" de los teólogos, ya que las universidades gozaban de
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una enorme autoridad. Fink afirma que dirigían la enseñanza cotidiana de la iglesia
como su magisterio ordinario.
Es cierto que esta enseñanza de las universidades no siempre era bien acogida por el
papado. Las relaciones eran complejas: a veces de cooperación, como en muchos
concilios; otras, de aprobación, cuando las universidades condenaban errores de
teólogos. Finalmente, otras -y cada vez con más frecuencia- la intervención papal se
ejercía para dirimir doctrinas controvertidas o para condenarlas.
En la contrarreforma, con la pérdida de gran parte de la intelectualidad y de la influencia
de las universidades, la centralización fue incrementándose. El control sobre los trabajos
de los teólogos encontró una gran ayuda en la división (surgida en el siglo XVIII) entre
iglesia "docente" e iglesia "discente". La primera, competía a la jerarquía de la iglesia especialmente el papado-, y la segunda comprendía al resto de los fieles. El concilio
Vaticano I asume esta división y el espíritu que subyace en ella se formula claramente
en la definición conciliar de 1870 sobre la infalibilidad del papa.
Después de esta definición no se produjo una oleada de declaraciones papales infalibles,
como algunos temían, pero sí una rápida multiplicación de la enseñanza moral del papa
en su forma "ordinaria", distinta del magisterio "extraordinario" o infalible (nunca en
cuestiones morales). Con todo, este "magisterio ordinario" del papa adquirió un enorme
prestigio que se produjo de forma refleja a causa de la definición de la infalibilidad de
tal modo que puede ser calificado de "infalibilidad por asociación".
En Pío XII vemos de forma clara la naturaleza autoritativa de la enseñanza papal: el
pontífice es la personificación del "sagrado ministerio" y a su magisterio se aplican las
palabras "el que os escucha, a mí me escucha" de Lucas (10,16), al mismo tiempo que
se advierte a los teólogos que no han de considerarse maestros del "magisterio
ordinario".
Por tanto, a mediados de este siglo, el desarrollo de toda enseñanza moral no sólo es
prerrogativa del papado, sino que la función docente de la iglesia se concentra en la
jerarquía. Los obispos, especialmente el de Roma, se convierten sencillamente en el
"magisterio de la Iglesia".
Desarrollo en el Vaticano II
Tema fundamental del Vaticano II fue el de enmarcar la doctrina del Vaticano I sobre el
papado en el más amplio contexto de la colegialidad episcopal. En cuanto a la
enseñanza autoritativa, esto pudo realizarse con la clarificación de la misión de los
obispos a la luz de la colegialidad: la más importante tarea de cada uno de los obispos es
la de exponer al pueblo "que les ha sido encomendado, la fe que ha de creerse y ha de
aplicarse a la vida" (Constitución dogmática sobre la iglesia, n .º 25). Los fieles, por su
parte, "tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al
parecer de su obispo en materias de fe y costumbres" (id., n.º 25). Esto, a fortiori se
aplica a su actitud hacia la autoridad papal: han de "mostrar la misma sumisión de la
voluntad y del entendimiento, de modo particular... al magisterio auténtico del romano
pontífice, aun cuando no hable ex chatedra" (id, n.º 25).
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En esta primera etapa del concilio, el papel teórico asignado a todos los que no son
obispos, es pasivo y receptivo. La distinción entre iglesia "docente" y "discente" es
mantenida. Sin embargo, se puede percibir un avance de esta doctrina en el sutil
desarrollo de la "Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo de hoy" donde se
afirma que, si bien la iglesia guarda el depósito de la palabra de Dios y deduce de él los
principios religiosos y morales, no siempre tiene una respuesta adecuada para cada
problema (n .º 33). Porque los laicos, iluminados por la sabiduría cristiana y poniendo
especial atención a la doctrina del magisterio, tienen que asumir su propio papel y
aportar su comprensión y solución a complejas cuestiones, como el matrimonio y la
familia (n.º 52).
Resumiendo: la búsqueda de soluciones no se concibe ya como monopolio de la
jerarquía y de su magisterio. La idea de pueblo de Dios, obviada al comienzo del
concilio, es redescubierta ahora al tratar de la iglesia en el mundo de hoy. Así, "es
propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos,
auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de
nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina" (n .º 44). Y finalmente, se
reconoce con un acento más actual que el de Pío XII, que "para que puedan llevar a
buen término su tarea debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la debida libertad
de investigación, de pensamiento y de hacer conocer, humilde y valerosamente, su
manera de ver en el campo de su competencia" (n.º 62).
Sería difícil sostener que, en los años que han seguido al concilio, este programa de
apertura y colaboración haya caracterizado a la iglesia católica. Como también es difícil
descubrir en algunos acontecimientos recientes esta justa libertad de expresión y de
pensamiento de que habla el Vaticano II. Después del concilio se ha dado una batalla
del poder y la autoridad y, en el diálogo, se ha apelado con frecuencia al lenguaje
semipolítico y voluntarístico de la libertad y del disentimiento por una parte, y de la
obediencia y la lealtad, por otra.
A nivel humano más profundo, podría decirse que los deseos y aspiraciones surgidos
del Vaticano II y sus consecuencias, han de enmarcarse dentro de un fenómeno más
amplio desarrollado en la sociedad civil (desarrollo .de los derechos civiles,
movimientos feministas, protestas de los estudiantes, lucha contra todo
segregacionismo, teología de la liberación y, en general, toma de conciencia del hombre
y del grupo). Que todo esto se haya experimentado en la iglesia, defensora de la
dignidad humana, no debe sorprendernos ni hemos de lamentarlo, aunque sí hemos de
deplorar los repetidos esfuerzos para sofocar esta toma de conciencia y "ralentizar" su
desarrollo, tanto en la iglesia como en otras instancias.
Del magisterio a la profecía
De forma más teológica y eclesial podemos considerar que el concilio encontró su
talante con el redescubrimiento de los conceptos bíblicos de "cuerpo de Cristo" y de
"pueblo de Dios". Esta teología "popular" tiene consecuencias que están ya en germen
en la "Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo moderno", pero que podían ya
detectarse, en forma incipiente, en el anterior documento más estructural "Sobre la
iglesia", en el que se dice que toda la iglesia participa de la misión sacerdotal, real y
profética de Cristo.
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La historia de la iglesia romana muestra una gradual absorción de estas tres
prerrogativas por parte de los clérigos. El "culto" en la iglesia se profesionaliza. Se
produce una creciente división entre los que toman parte activa en el culto y los que son
espectadores. Si, en general, el movimiento litúrgico experimenta aún hoy dificultades
se debe a la lucha lenta contra la concentración de la vida litúrgica en manos de una
clase celibataria masculina que obstaculiza la toma de conciencia sacerdotal de todo el
pueblo de Dios.
En lo que se refiere al "reinado de Cristo", existe una división de funciones. Los líderes
de la iglesia exhortan y estimulan a los laicos para que lleven los valores del reino de
Dios a la sociedad secular y a las áreas a las cuales los clérigos no pueden, o no deben,
llegar. La función de los clérigos es servir a los laicos en su trabajo y formar el reino de
Dios gobernando a los laicos en su vida. Esto, que podría parecer razonable por una
división del trabajo, puede causar una esquizofrenia espiritual en el laico. Porque es una
profunda y constante contradicción exhortar a los seglares a tomar iniciativas de adulto
y a ejercitar su madura responsabilidad en la sociedad y, al mismo tiempo, mantenerles
en un estado de dependencia y subordinación. De aquí la creciente importancia que se
da hoy a las ideas de solidaridad y subsidiaridad y el convencimiento de que la
responsabilidad de la iglesia y las decisiones que afectan a todos no pueden ser
monopolizadas por unos pocos. Ciertamente, el reinado de Cristo se ha revestido de un
lenguaje jurídico y unas categorías de jurisdicción que no pueden dejar de producir
tensiones.
Si históricamente la naturaleza del sacerdocio ha sido concebida como la concentración
de la actividad litúrgica en algunos miembros de la iglesia; y si el ejercicio del reinado
de Cristo se acepta como una prerrogativa de algunos de la capacidad decisoria en
asuntos que afectan a toda la iglesia, esto será repetir el esquema en el que toda la
actividad profética de la iglesia fue absorbida por la "iglesia docente" y el magisterio.
Porque, de hecho, en la actualidad los obispos gozan de la triple prorrogativa de
"enseñar, santificar y gobernar", que históricamente se ha identificado como una
concentración en la jerarquía de la triple función profética, sacerdotal y real. El
Vaticano II hizo avanzar sustancialmente la teología en el modo de exponer el oficio de
enseñar de los obispos porque lo identifica con la actividad profética, reconocida a todo
el pueblo de Dios, laicos incluidos ("Sobre la iglesia", n.° 34). Pero de nuevo cabe
preguntarse, ¿no se dará una estricta división de funciones -como en el ejercicio de la
realeza de Cristo-, es decir, no tendrán los clérigos un profetismo docente para ayudar al
profetismo de los laicos en sus asuntos seglares? El profetismo y los dones del Espíritu
Santo no han de verse condicionados por la historia. Hay que conocer el decreto del
concilio "sobre el apostolado de los laicos" en el que se expone de forma clara y
explícita que los laicos también participan de este oficio sacerdotal, profético y real, y
que tienen su misión propia en toda la iglesia (cf. n .º 2).
Por tanto, se corrige por fin toda idea de que enseñar en la iglesia y para la iglesia es una
prerrogativa exclusiva de los ministros ordenados. Y se rechaza la distinción jurídica
entre "enseñar" y "aprender". Porque los obispos tienen también algo que aprender de
los laicos y éstos algo que enseñar, aun en temas de fe y costumbres.
El magisterio y la teología moral, por tanto, descubren una síntesis unificadora en las
ideas bíblicas sobre profecía y profetismo del pueblo de Dios que, individual y
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colectivamente, posee el derecho y la responsabilidad de participar en la misión
profética de Cristo.
Hay que añadir que la profecía, por su naturaleza, es una actividad pública. No es sólo
el "maestro interno" que dirige la vida privada de los fieles, sino que éstos son los
instrumentos de Dios para comunicarse con la comunidad. Y aquí es donde la
dimensión carismática de la profecía clama por su reconocimiento práctico, como
teóricamente fue admitido por el Vaticano II.
Discernimiento cristiano
A pesar de todo, subsisten divergencias entre el magisterio y la teología moral y en la
forma de tratarlas. Pueden existir "falsos profetas" y elementos díscolos no fácilmente
identificables. Tradicionalmente los resolvía el poder de discernimiento adjudicado,
también por tradición, a los que presiden la iglesia y a los que poseen especial
competencia (como hace el Vaticano II en el documento sobre la iglesia). El
discernimiento, como poder de evaluar el contenido y la credibilidad de una
manifestación profética, tiene afinidades con el "sentido de la fe" como cierta capacidad
de reconocer lo que concuerda, o no, con el evangelio. Pero si esto es así, la doctrina del
Vaticano II, citada más arriba, puede nuevamente suscitar el problema de si tal poder de
discernimiento es prerrogativa de unos pocos o si pertenece a toda la iglesia de Cristo.
Esto último parece una forma más evangélica de enfocar los problemas en que surjan
desacuerdos, que las categorías legales y académicas de "autoridad", "obediencia",
"misión canónica", etcétera.
Una consideración final. El "discernimiento" supone capacidad de distinguir. Aquí
también el Espíritu Santo tiene mucho que manifestar a su iglesia. Que puede ser a nivel
de actividad, es decir, la capacidad de discernir, a fin de aplicar los principios y las
enseñanzas morales a las complejas situaciones personales. O que puede ser a nivel
comunitario, es decir, la aplicación se da a situaciones eclesiales, al que se añade el
poder de evaluar el grado de certeza que hay que dar a los mismos principios tal como
están formulados por el magisterio de la iglesia.
Antes del Vaticano II existía una antigua tradición por la que se calificaban como
"notae theologicae" las diversas enseñanzas de la iglesia, que iban desde "de fe
definida" hasta "cierta teológicamente", "probable", etcétera. El reconocimiento de que
la iglesia podía tener distintos grados de certeza en la comprensión de ciertas verdades
es ya un sano ejercicio de discernimiento, pues no todos los mandatos y prohibiciones
tienen un mismo carácter monolítico y una misma certeza práctica. Si las certezas
fueran monolíticas, la teología moral sería simplemente el portavoz del magisterio
jerárquico, siempre en busca de argumentos para defender la doctrina moral y nunca
intentando exponerla en forma más correcta y, menos aún, corregirla. Este punto de
vista rígido de la teología moral difícilmente puede estar de acuerdo con la actitud más
abierta de la constitución sobre la iglesia en el mundo de hoy, ni con la naturaleza del
profetismo, ni con la naturaleza de la misma iglesia, que peregrina y que es conducida
hacia toda verdad por el Espíritu de Cristo.
Tradujo y condensó: EDUARDO PASCUAL
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