Un presidente norteamericano en La Habana

Anuncio
juventud rebelde
DOMINGO
28 DE FEBRERO DE 2016
Un presidente norteamericano
en La Habana
por CIRO BIANCHI ROSS
[email protected]
SOLO un presidente norteamericano estuvo
en La Habana durante el ejercicio de su cargo. En enero de 1928, en respuesta a una
invitación del general Gerardo Machado, presidente de la República de Cuba, arribaba a
la Isla Calvin Coolidge, a fin de estar presente en la inauguración de la Sexta Conferencia
Panamericana que aquí tendría lugar.
Era «el más hermético» de los mandatarios norteamericanos, escribió en sus memorias Orestes Ferrara, embajador cubano
en Washington entre 1926 y 1932, y lo describe como «serio, silencioso e inteligente».
«Yo considero que el éxito de ese Presidente —apuntó Ferrara—, que fue muy
grande a pesar de no ser él un político de
envergadura, tuvo como base su equilibrio,
su falta de vanidad y su poco o ningún
deseo de que lo considerasen un gran personaje. Estaba convencido de que cuanto
menos hacía en el poder era mejor, y que
por contraste los famosos redentores de
pueblos corren detrás de su propia gloria. A
Coolidge no le halagaba el aplauso, no le
afligía la crítica, no le mortificaba el polemista de mala fe. Encerrado en sí mismo,
sincero en sus meditaciones, esperaba servir al país como un funcionario que debe
evitarle los males que se presenten y solo
cuando se presenten».
En recepciones y banquetes alternaron
varias veces el Presidente norteamericano
y el Embajador cubano. En una ocasión en
que lo recibió en su despacho de la Casa
Blanca, Ferrara se sorprendió al ver el escritorio totalmente limpio de papeles y preguntó cómo se las arreglaba para conseguirlo. La respuesta llegó rápida. Con su voz
nasal y monótona, Coolidge respondió:
—Porque trabajo poco.
Replicó el diplomático que el presidente
Taft, a quien había visitado 15 años antes en
el mismo despacho, le confió que la vida de
un mandatario norteamericano era un tormento, porque cumplir con las obligaciones del
cargo resultaba superior a lo humano. Coolidge no respondió. Guardó un largo silencio
que no fue desagradable para el Embajador,
porque el mandatario lo miraba sonriendo.
—¿Quién distribuye el trabajo del poder
ejecutivo? —inquirió al fin.
—El Presidente —respondió Ferrara.
—Eso es lo que yo hago. Reparto el trabajo y solo tomo cartas en el asunto si el
gabinete no se pone de acuerdo —dijo Coolidge y bajó los ojos, gesto con que de
manera invariable daba por terminada una
discusión.
FUERA DE PROTOCOLO
Un día, casi de madrugada, sonó el teléfono del Embajador de Cuba en Washington. Machado, que se levantaba siempre a
las cinco, quería comunicar a Ferrara que
dos días después saldría para esa ciudad,
con un séquito de ocho o diez personas, y
preguntaba si podía alojarse en la Embajada.
En caso negativo, no habría problema; se
iría a un hotel. De cualquier manera, permanecería solo dos días en la capital norteamericana y seguiría rumbo a Nueva York.
Machado explicó que Enoch Crowder,
exembajador norteamericano en La Habana, lo había invitado a la reunión anual del
Gridiron Club. A Ferrara le pareció una idea
poco feliz. Era contrario a la norma que un
mandatario extranjero participara
en una reunión como aquella y,
además, estaba fuera del protocolo que Machado se encontrase con Coolidge,que
asistiría al banquete, sin
haberlo visto antes.
Urgía buscar una salida. El Secretario de Estado estaba enfermo, y
Ferrara no quiso acudir al
jefe del protocolo por temor
a que su decisión disminuyera o ninguneara
al Jefe del Estado cubano. Prefirió conversar con el director de
la Sección Latinoamericana del Departamento
de Estado. Criticó la idea de
que Machado asistiera al banquete del Gridiron Club, pero calorizó el propósito de que
visitara a Coolidge y lo invitara a la Conferencia Panamericana de La Habana. El funcionario se mostró de acuerdo con el embajador y corrió a dar cuenta del asunto al
Secretario de Estado. Apenas una hora después, regresó con la aprobación del jefe del
Departamento: Machado viajaría a Washington e invitaría al Presidente a la reunión.
Lo que no se sabía era si Coolidge aceptaría o no. Eso era lo de menos en ese
momento, pues aún faltaba casi un año
para la conferencia de La Habana. En cuanto al banquete del Gridiron Club, cuya invitación ya había aceptado, Machado se
declararía enfermo y delegaría en Ferrara su
representación.
La visita del Presidente cubano a
Washington se retardó más de lo previsto,
circunstancia que Ferrara aprovechó para
ultimar tranquila y juiciosamente los preparativos de su estancia. Permaneció tres o
cuatro días en la capital norteamericana y
se alojó en la Embajada de Cuba. Hubo
cenas y recepciones, y sobresalió entre
esos actos el banquete con el que Coolidge
congratuló en la Casa Blanca al visitante.
Como Machado había viajado sin su esposa, correspondió a María Luisa, la señora
de Ferrara, sentarse a la derecha del Presidente norteamericano. Y fue a ella a la que
comunicó que aceptaba la invitación de viajar a La Habana. Porque aquel hombre callado y reflexivo se explayó con la Embajadora
al punto de que, casi al final de la comida,
Alice Longworth, hija del expresidente Teodoro Roosevelt y esposa del Presidente de
la Cámara de Representantes, que ocupaba la silla de la izquierda del mandatario,
preguntó a María Luisa, por encima de Coolidge, qué había hecho para que el hombre
hablara tanto cuando a ella no le había dirigido una sola palabra.
Coolidge asistió, en la Embajada de
Cuba, a la cena con que Machado reciprocó
la suya. El último día de la estancia del
cubano en Washington, ambos mandatarios abordaron el tema de la Conferencia
Panamericana. A instancias de Machado se
tocó el tema azucarero y el de la crisis económica que se avecinaba. También, se dice,
Machado pidió la derogación de la Enmienda Platt. La prensa refirió, atribuyéndolo al
general Machado, que su conversación con
Coolidge versó casi en su totalidad sobre
las mutuas ventajas de rectificar la Enmienda, pero Coolidge diría que ese tema no fue
aludido en la entrevista.
El dictador Machado visto por Laz.
Ferrara se mostraba optimista en ese punto. Dice que le aseguraron que Coolidge derogaría la Enmienda si Cuba rebajaba la deuda
pública y realizaba las elecciones presidenciales de 1928 sin agitaciones facciosas y sin
fraude ni violencia. Esa noticia no compaginaba con lo que Coolidge dijo a la esposa de
Ferrara durante la cena en la Casa Blanca: «Si
hasta ahora les ha ido bien con la Enmienda
Platt, ¿por qué suprimirla?».
Se plantea que Machado fue a Washington en procura de apoyo a su política de reelección y prórroga de poderes, y ofreció
como garantía no pronunciarse contra la
Enmienda Platt y dar, durante la conferencia, el más servil apoyo a la delegación norteamericana cuando las delegaciones latinoamericanas presentes enarbolaran la
tesis de la no intervención. En su docilidad,
el Gobierno cubano llegó a negar la invitación al presidente de la Liga de las Naciones y a representantes del Gobierno español que pidieron participar.
CORONA DE LAS FRUTAS
La Habana se alistó para la celebración
de la Sexta Conferencia Panamericana.
Meses antes, el experimentado diplomático
Manuel Márquez Sterling, devenido embajador especial, visitó todos los países de la
América Latina recabando la presencia de
sus gobiernos en el cónclave. La respuesta
fue unánime: todos enviaron su representación a la Isla; nunca antes una reunión de
ese tipo había tenido tantos países participantes. Se erigió la Escalinata de la Universidad, se terminó el trazado de la Avenida
de las Misiones y el viejo Campo de Marte
quedó transformado en la Plaza de la Fraternidad Americana. En las raíces de la ceiba que allí fue trasplantada para la ocasión,
se regó tierra de todas las repúblicas americanas, traída especialmente por los jefes
de cada una de las delegaciones. A los
jefes de delegación se les entregó una llave
de oro con la que se abría la reja que protegía la ceiba. Por cierto, la llave de la delegación de México se conserva en el museo
de la Cancillería de ese país.
Un brillante espectáculo dio inicio a la
conferencia en el Teatro Nacional, y la sesión de apertura escuchó los discursos de
Machado y Coolidge. La conferencia sesionaría en la Universidad. Pero no se permitió
en esos días la entrada del alumnado a la
casa de altos estudios, y más de 200 trabajadores y estudiantes que el Gobierno
LECTURA
11
consideró como indeseables o subversivos
fueron puestos tras las rejas. El día de la
apertura de la reunión —26 de enero de
1928— fue declarado por el Gobierno
como de Fiesta Nacional. En las jornadas
finales, el 17 de febrero, Machado invitó a
los delegados a que lo acompañaran a Isla
de Pinos a fin de dejar inaugurada la primera galera del llamado Presidio Modelo. La
reunión concluyó el día 20.
Durante sus días en Cuba, Calvin Coolidge se alojó en el Palacio Presidencial. Se le vio muy complacido
en el almuerzo que en su
honor Machado ofreció
en su finca Nenita, en
la carretera que corre
entre Santiago de las
Vegas y Managua. El
visitante alteró toda la
disposición del menú y
comió en abundancia
frutas cubanas, que lo
deleitaron. La esposa
de Ferrara, sentada a
su izquierda y sirviéndole de traductora, se
dio cuenta de su curiosidad y lo invitó a
empezar por la fruta, con el permiso de Elvira, la esposa de Machado. El inmenso frutero fue vaciándose poco a poco, ya que
Machado y los demás invitados imitaron a
Coolidge. El jefe de comedor y los camareros, portando toda la clase de platos exquisitos, no sabían qué hacer; solo pudo organizarse la comida cuando empezaron a ser
servidos los extremos de la mesa, para llegar luego, lentamente, hasta el personaje del
centro. Machado le obsequió una columna
confeccionada con metales que fueron parte
del monumento al Maine, destruido por el
ciclón del 20 de octubre de 1926.
«Durante su estancia en Cuba, Coolidge
no cometió un solo error y cumplió con buena voluntad cuanto le fue indicado por los
que prepararon el programa de los festejos,
que siempre resultan excesivos, y sin manifestar un solo desagrado», escribió Orestes
Ferrara en sus memorias, y añadió que
cuando abandonó La Habana, lo que ocurrió mucho antes de que concluyera la reunión, el cónclave funcionó regularmente.
Cuando, en vísperas de la Sexta Conferencia Panamericana, Márquez Sterling se
disponía a iniciar su periplo latinoamericano, el presidente Machado le dijo: «Márquez, necesito que usted visite aquellos países que están renuentes a tomar parte en
la reunión y que nos ayuden hacer de la
Enmienda Platt una pragmática obsoleta».
Vanas palabras. Resultó todo lo contrario. Aunque la agenda de la reunión estaba
cargada de asuntos intrascendentes, se
abría paso el tema de la no intervención.
Estados Unidos había intervenido militarmente en México, Santo Domingo, Haití,
Nicaragua… En Brasil, en 1927, la reunión
de Jurisconsultos había proclamado: «Ningún Estado puede intervenir en los asuntos
internos de otro». En La Habana la mayoría
de las delegaciones no quiso oponerse a lo
preceptuado por los Jurisconsultos en Brasil. Machado, sin embargo, se pasaba con
fichas, y Ferrara, como jefe de la delegación
cubana, daba la nota al proclamar cínicamente que Cuba no podía unirse al coro
general de la no intervención, porque la
intervención había significado para el país
la independencia. Expresó entonces: «la
palabra intervención, en mi país, ha sido
palabra de gloria, ha sido palabra de honor,
ha sido palabra de triunfo; ha sido palabra
de libertad: ha sido la independencia».
El tema quedaría definitivamente aplazado para la Séptima Conferencia Panamericana, a celebrarse en Montevideo, en 1934.
Descargar