P. VALADIER LA MORAL EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA ¿Cabe fundamentar una decisión pública en valores morales no unánimes? La división de espíritus, la coexistencia de tradiciones morales y espirituales diversas, la disminución de las exigencias sociales, el relativismo en las costumbres, etc., parecen invalidar toda referencia a un orden ético común. Con ello, quien debe legislar sobre temas nuevos y controvertidos -los planteados por la genética, por ejemplo- duda porque no sabe en virtud de qué decidir. El recurso a comités éticos consultivos sólo aplaza la dificultad. ¿Se impone el relativismo? ¿Se ve el legislador condenado a amoldarse a los mínimos exigidos por la opinión pública o a las presiones de científicos y técnicos? ¿No queda incapacitado para toda auténtica decisión? Es lo que se plantea en el presente artículo, al tiempo que se sugieren unas líneas de solución. La morale dans une société pluraliste, Études 368 (1988) 189-200 Rechazo de unos criterios comunes Indiquemos, ante todo, las objeciones de quienes piensan que el reconocimiento público de unos valores fundamentales traería inconvenientes muy graves. En realidad, arguyen, se trataría de algo imposible, inútil y hasta funesto. Imposible Imposible, porque no pueden rehacerse por decreto los planteamientos religiosos y las tradiciones morales que estructuraban la sociedad y prescribían las decisiones y opciones de la gente. Un movimiento lento, profundo, de nuestra sociedad, ha relegado tales sistemas religiosos y morales a la esfera de lo privado; llámesele secularización o laicización, este movimiento ha permitido crear en nuestras sociedades un espacio público "neutro" que ciertamente se levanta sobre ciertos valores de orden, neutralidad, tolerancia y respecto a las libertades, pero tomados, más bien, en forma "negativa" (la libertad de uno es el límite de la del otro). El respeto de este espacio público "neutro" por la diversidad de nuestras tradiciones morales y religiosas contribuye a marginarlas ya que su marginación es garantía de un orden público no turbado por disputas e ideológicas. Nuestro derecho así como el desarrollo y la constitución de los estados modernos se basan en eso. Querer devolver a dichas tradiciones su prestancia, sería desear una regresión política que nadie quiere de veras, aparte de algún extremista. Va en ello los fundamentos mismos de la sociedad. A más de benéfica para la paz pública, esta marginación ha permitido el desarrollo del "mecanismo social" (Eric Weil) o la racionalización de nuestras sociedades (Max Weber), o sea el progresivo funcionamiento de todas las actividades que han favorecido la conquista de la naturaleza. El retroceso de religiones y morales ha facilitado que surgiera una buena modalidad de "sagrado"; o, quizás mejor, ésta ha ido poniendo a un lado aquellas tradiciones. El progreso científico y técnico presenta un nuevo principio de discernimiento y de jerarquización de lo que hay que hacer o evitar y se convierte en un imperativo estimulador del dinamismo de nuestras sociedades, que, como todo imperativo, levanta reticencias y rechazos. ¿No será él ese valor fundamental que P. VALADIER buscamos? No se le reconoce en derecho, pero de hecho se le admite y va ocupando el espacio público ya que tiende a imponerse como punto de referencia para cualquier discusión. La mejor prueba, ¿no es el debilitamiento de los restantes valores en relación con él y la impotencia de los mismos para imponerse o para regular la innovación científico-técnica? Inútil Las sociedades democráticas y liberales nacen de la toma de conciencia del valor del individuo, opuesto a los diversos valores autoritarios y a las jerarquías. El rechazo a plegarse a disposiciones autoritarias lo va invadiendo todo; en realidad se apoya en los valores positivos de la igualdad y la libertad. Esta significa la lib re disposición para pensar y decidir por sí mismo; aquélla, va desmantelando progresiva e inevitablemente las desigualdades admitidas por la costumbre, la tradición o los sistemas de dominio, tanto si se trata de la mujer, como del trabajador o del niño. Cada vez se admite más que toca a cada uno determinar su vida privada, la conducta a seguir y los sistemas de creencias a que adherirse; y, por consiguiente, buscar su bienestar según cánones fijados por él de forma soberana. En semejante contexto, sería utópico apremiar al individuo a que se someta, sobre todo en su vida privada (en lo tocante a la vida y la muerte, a los cuidados de la salud, etc.), a valores públicos impuestos a la fuerza desde fuera. Pero hay que guardarse de confundir el individualismo dominante con el egoísmo y el narcisismo, que no son mas que su caricatura; ya que, en realidad, la referencia al individuo como polo de decisión y de la reflexión es un valor positivo y dinámico. Aunque uno no sepa exactamente lo que quiere o lo que implican sus deseos, suele saber bien lo que no quiere. El slogan "esto, nunca más" no suscitará acciones concretas y creativas, pero denota un espíritu capaz de oponerse eficazmente a ciertos proyectos sociales o culturales. Cualquier otro criterio resultaría, pues, inútil o ineficaz. Funesto Lo sostienen las teorías del liberalismo doctrinario que ha adquirido nuevo lustre con Friederich Hayek y que son de gran importancia para nuestro debate. Pierre Manent, en el prefacio de su obra Les Libéraux (1986), resume bien esta postura: "La sociedad comprueba que puede existir sin ser mandada y que la libertad naciente no es sinónimo de desorden. Uno encuentra en ella los motivos e informaciones necesarios para obrar autónomamente, siguiendo su "interés", mientras vive en armonía con sus conciudadanos, que van, también, en busca de su propio interés. No se necesita ninguna ley del príncipe porque la sociedad es para sí misma su norma y su código. Estos, no son órdenes de unos hombres para otros, sino leyes de funciona miento intangibles, comparables a las leyes de la naturaleza o del mercado". Estas consideraciones valen primariamente para la economía, pero Hayec dice explícitamente que sirven también para lo que él llama "Gran Sociedad". Esta concepción lleva consigo la desconfianza respecto al Estado, aliado del constructivismo arbitrario o, según expresión de P. Manent, "privado de reglas positivas", "ya que carece de fines propios, dado que no lo orienta ninguna opinión". Ciego y sin una finalidad vinculativa, ¿cómo va a imponer valores u orientaciones a una sociedad que ya los posee, si no es distorsionando el "orden espontáneo" de forma funesta? P. VALADIER Es claro que no se trata de discusiones teóricas. Las ideas que están en juego, informan conductas, modelan opiniones, toleran o justifican acciones decisivas para nuestro presente o futuro. Ante la cuestión que nos hemos planteado desde el comienzo, optan deliberadamente por una respuesta negativa. Aun reconociendo su fuerza filosófica y práctica, estos argumentos ¿son totalmente incuestionables? ¿Hay que enterrar la pretensión de un reconocimiento público de valores fundamentales, convencidos de su imposibilidad, inutilidad y maldad? En verdad, no vemos cómo prescindir de un reconocimiento necesario, posible y razonable. Indispensabilidad de este reconocimiento Puntos débiles de la ideología liberal Hay un área en la que la debilidad de la ideología liberal se hace patente. Es la de la bioética. ¿De qué pueden servirnos, en cuestiones tan nuevas como las que presenta el desarrollo de la genética, las reglas de un orden supuestamente espontáneo cuya validez se basa, sobre todo, en sus logros? Vayan, al menos, dos razones en contra de la aceptación indolente de un acuerdo espontáneo a partir de las reglas del comercio entre individuos. Primera, que el juego de los trueques e intereses individuales no se ve cómo puede, jamás, resolver las cuestiones prácticas y éticas que surgen en este terreno, por más valor que se le dé en el de la economía. Su amplitud reclama una discusión pública y política (en el sentido más amplio), organizada y querida. Hay que preguntarse qué queremos y qué debemos hacer, qué cosas se han de prohibir, autorizar o limitar. Y ésto, mal que le pese a Hayec, de manera voluntarista y "constructivista", ya que las respuestas urgen y no cabe esperar a que los comportamientos hayan demostrado "logros". El segundo punto débil de la ideología liberal está en que de hecho estampa una firma en blanco ante el desarrollo técnico que renuncia a regularizar. Los científicos y técnicos, pontífices del nuevo "sagrado", pueden presentar hechos consumados, imponer sus concepciones y legitimar en nombre de sus propias preocupaciones los "adelantos" de sus investigaciones. Hay que fiarse ciegamente de esos nuevos ídolos, a los que no conviene oponer resistencia. La conjunción de esta confianza incondicional y de las exigencias de un individualismo que busca la máxima satisfacción de sus "legítimos" deseos, puede arrastrar la sociedad a situaciones cada vez menos controladas. ¿Cómo negarle a un progenitor por ejemplo el hijo más perfecto que la técnica pueda darle? Hasta la inviabilidad económica de la operación podría presentarse como una intrusión de imperativos sociales o la imposición de una norma que sería extrínseca a unas apetencias legítimas y peligrosas para el proceso técnico. Si no queremos que la técnica sea la instancia suprema, ¿cómo cabe controlarla si no es confrontándose con los otros valores sociales y éticos que dan sentido a la vida humana? No se trata de acudir a ellos para anular el valor de la técnica (o de los deseos), sino para poder medir dicho valor con las categorías ajenas al mismo. Conjunción de técnica y moral De lo dicho, no debe deducirse que la técnica sea ajena a la moral. La investigación técnica, sobre todo en medicina, nace de un ideal moral: mejorar la condición humana, P. VALADIER disminuir el sufrimiento y todo género de miserias. Estos objetivos no se oponen para nada al gusto por la investigación y al afán de saber, pero ¿quién no ve en estos valores una referencia moral apta para regular la actividad técnica desde su mismo dinamismo y no a partir de reglas tomadas de otros sectores? Es propio del investigador que en el decurso de su investigación, para orientarla, se plantee cuestiones como estas: ¿al proponer esta nueva técnica, ayudamos al hombre en su dignidad o jugamos con el fuego por curiosidad, inconsciencia o irresponsabilidad? Así, la técnica reclama tanto la reflexión moral como el contacto con la evolución de nuestras tradiciones morales para poder ejercer su propia crítica interna. Si no queremos abandonarnos ciegamente al poder de la técnica, hay, pues que acudir a los valores que entrañan las diversas tradiciones morales. Se requiere la confrontación y la discusión, a partir de ellas y con ellas, precisamente a causa de su marginación social y de su pluralismo. Por las razones indicadas más arriba, no cabe que pretendan dictar inmediatamente unos comportamientos y menos ordenar todo el conjunto; pero su cometido y su importancia no han desaparecido, antes al contrario. Estos puntos de referencia son fuentes vivas de las que los hombres sacan recursos para vivir y motivos para emprender cosas nuevas y jerarquizar sus preferencias. A falta de finalidades comunes y de un sentido colectivo de la vida, se impone la búsqueda, mediante la discusión organizada, institucional y pública, de aquello que se debe o se puede hacer hoy con vistas a un futuro posible y razonable. ¿Cómo dar sentido a la vida sino introduciendo en el debate estas referencias que nos dicen algo sobre el hombre, su destino, la vida común, y señalan las diferencias entre el bien y el mal? Algunos valores fundamentales No todo está permitido De todas estas reflexiones surge "un primer valor fundamental" sobre el que debería haber consenso en nuestras sociedades. Sería como un principio formal, sin contenido propio, pero que es el presupuesto de todos los demás valores. Su enunciado toma forma negativa: "no todo está permitido" e implica que uno debe prohibirse ciertas conductas, actitudes y usos, o que no debe hacerse todo aquello que uno puede hacer. Además de su vertiente negativa (no todo puede hacerse ingenuamente), se advierte en seguida otra positiva incluso más importante: despierta la conciencia de la responsabilidad, ya que el hombre se crece al asumir positivamente algunos actos revistiéndolos de su responsabilidad. No se trata de una prohibición recibida de fuera por voluntades arbitrariamente sometidas a preceptos arbitrarios; indica que debemos tomar a nuestro cargo aque llo que creemos bueno que se haga; que el bien no se hace solo, sino que depende de nuestro compromiso consciente. Al despertar la responsabilidad, esta prohibición mueve también al razonamiento y a la discusión para ver la sensatez de hacer o no hacer algo, sin precipitar una respuesta por sí mismo. Obsérvese de paso que este precepto no va en contra del individualismo que nos rodea tomado positivamente: quien ansía pensar y decidir por sí mismo, halla un medio de huir del narcisismo participando en la discusión colectiva y aceptando que no todo es posible de hecho y que la sociedad debe darse ciertos valores fundamentales para poder vivir bien en común. P. VALADIER Derechos del hombre y derecho natural Si es necesario que se reconozcan unos valores comunes, ello es también "posible". Si caben acuerdos sociales relativos a problemas vitales para el porvenir, es porque la discusión organizada (no pensamos ni en encuestas de opinión ni en referendums), encuentra apoyo en ciertos valores que, más o menos, todos admiten. Recordemos la importancia de los "Derechos del hombre y del ciudadano" como punto de referencia. Aunque haya divergencias de interpretación y aplicación, se trata de declaraciones públicas, ratificadas solemnemente a nivel nacional como internacional, a las que acompañan un complejo impresionante de acuerdos y compromisos que hacen patentes los deberes de nuestras sociedades para con sus miembros, que derivan de valores evidentemente éticos (libertad, igualdad, derecho a las propias creencias, a la libre circulación, etc.). No conviene rebajar su importancia diciendo que harían reinar el relativismo moral y el individualismo mental. Vienen a ser como el derecho natural de la filosofía política clásica, es decir, un estatuto no escrito que dirime las contiendas entre estatutos escritos porque se apoya en lo " metajurídico" y lo "metahistórico" para ordenar lo jurídico y lo histórico, el derecho positivo existente y su orientación en la historia. Los Derechos del hombre pueden parecer demasiado inconsistentes. Las garantías del derecho al trabajo, p. Ej.., ¿no pueden contradecir el derecho a la libertad de trabas administrativas? ¿Hasta dónde llega, en concreto, el derecho a la información? ¿Qué implica el derecho a la salud y a qué tipos de cuidados da acceso le gal? Tomados en sentido estricto, no parece que esos derechos puedan servir de guía segura para la acción. Y cabe añadir que se prestan a interpretaciones libertarias como la de M. Badinter que, siendo ministro de Justicia, defendió en la conferencia de Viena que todo ser humano, por serlo, tenía derecho a dar la vida. Pero todo esto no debe llevarnos a rechazar los derechos humanos como valores reconocidos ética y socialmente. Todos los valores básicos reclaman una interpretación que nunca será perfectamente clara y libre de subjetivismos. El principio de que hay que decir la verdad (p. Ej.., a los enfermos), puede llevar a actitudes muy diversas y hasta contradictorias en función del estado psicológico y moral del paciente, de su entorno y de la gravedad del mal. Pero de eso no se sigue que el principio sea inválido o poco pertinente. Conviene hacer notar que estos Derechos del hombre están enraizados en nuestras tradiciones morales y religiosas. Estas últimas son un excelente horizonte interpretativo para comprenderlos, ya que en definitiva no son más que la expresión, un tanto individualista, de una visión del hombre impregnada de cristianismo. Es ésta una razón más para sacar de la marginación nuestras tradiciones morales. Nos hacen comprender de qué hombre se trata en dichos derechos y, sin imponer la única interpretación correcta, nos ponen en guardia ante derivaciones que arruinarían la comprensión de los mismos al aplicarlos a individuos privados de toda relación y tomados como entidad última, pero, en el fondo entidad vacía o llena sólo de caprichos. Entendiéndolo así, el recurso a los Derechos humanos ofrece un terreno común y un soporte a los debates éticos. Este recurso podría despertar las conciencias a no resignarse ante las injusticias o las pretendidas exigencias de los nuevos poderes, incluidos los científicos. Este notable conjunto de valores éticos fundamentales, completaría la prohibición excesivamente formal encontrada anteriormente. Interpretados así, los Derechos del hombre nos llevan finalmente a la moral kantiana, su más acabada transcripción ética y filosófica. En substancia, estos Derechos postulan la dignidad humana de cualquier hombre, P. VALADIER independientemente de su "apariencia" social; hacen tomar al ser humano como fin y no como medio únicamente, como persona, al menos en potencia, y nunca como objeto o mercancía; nos abren a la perspectiva de un mundo en el que todos los hombres serían respetados por sí mismos; obligan a superar la inmediatez que impera en tantas decisiones que prescinden del mañana, olvidando que en él los hombres han de vivir con dignidad. De ahí la "posibilidad" de que nuestras sociedades se asienten en una serie de valores que ellas consideran decisivos y los proclaman como tales. Referencias éticas tradicionales pero vivas Ahora estamos en condiciones de comprender la "sensatez" de esta referencia a unos valores éticos fundamentales. Si realmente "queremos" un mundo con sentido, no nos faltan recursos. Hemos recordado ya los Derechos del hombre y las tradicionales morales y las tradiciones morales aún vivas. Hay que evocar también el Derecho. Aunque no constituya una realidad cristalizada, es una referencia esencial para cualquier decisión, ya que estructura la vida social sobre valores fundamentales importantes (p. Ej.., un derecho que invalide los contratos con las madres de substitución está dando una respuesta a tales prácticas). En nuestro inventario de recursos éticos al alcance de la sociedad, no podemos olvidar el papel de ciertas tradiciones de ontológicas especializadas, como la médica, basada en el juramento de Hipócrates. Prescriben los cánones propios del ejercicio de una profesión y ponen en guarda ante desviaciones tentadoras que ponen en entredicho el prestigio de dicha profesión. Algunos de ellos deberán ser revisados y otros simplemente no contemplan situaciones nuevas, pero sus deontologías señalan el umbral más allá del cual una profesión pierde el sentido de su servicio social y humano. Aunque el conjunto de estas referencias no dé respuestas inmediatas, sobre todo a cuestiones desconcertantes por su novedad, no por eso es algo muerto; revive cuando acudimos a dichas referencias partiendo de preocupaciones nuevas. Cabe discutir, p. Ej.., el alcance del secreto sobre la vida privada y no ver bien a qué obliga, pero eso es muy distinto que negar el principio humano. Admitirlo, aun sin fijar su alcance, evita lanzarse a cualquier cosa y despierta la conciencia cuando, fascinada por sus proyectos, está mas expuesta a no darse cuenta de la trascendencia que pueden tener sus actos. Igualmente, pueden darse divergencias en el debate público sobre la naturaleza antropológica del embrión, pero la preocupación por respetarlo al menos como "personas humana en potencia" llevará ciertamente a prohibir ciertas prácticas que lo consideran "puramente como un medio". Como siempre, la referencia a unos valores fundamentales no dicta una conducta que se deduce de forma mecánica, pero hace mucho más: despierta la conciencia a la responsabilidad y a la dimensión auténtica de la libertad. Conclusión Nuestras sociedades admiten ciertos valores fundamentales, pero sólo hay que contar con ellos a través del debate, de la búsqueda difícil y vacilante, y de conclusiones provisionales, poco firmes. Vemos también que ninguna decisión pública puede tomarse sin tener en cuenta "tanto" la técnica "como" algunas referencias éticas tradicionales que son al mismo tiempo origen de sentido para la vida. Observamos que la concepción P. VALADIER estrecha del laicismo que creía abrir un espacio público neut ro marginando las morales y religiones, resulta incapaz de enfrentarse a los retos de nuestro tiempo, y que su pretendida neutralidad ética no es más que una ilusión pues aun la llamada moral republicana, en muchos aspectos, es el producto de racionalizar y arrancar de sus raíces simbólicas la moral judía y cristiana. El recurso a esas morales no supone ni nostalgia ni un regreso triunfal, pero el laicismo vivo tampoco es el que desprecia las tradiciones éticas sino el que tras garantizar un espacio de respeto mutuo acude a ellas para que dentro de sus posibilidades ayuden al hombre actual a afrontar su difícil problemática y a facilitar un sano porvenir para todos. En este sentido, los Comités de ética pueden ser una feliz innovación ya que permiten la confrontación activa de todos los aportes técnicos y éticos que se dan en nuestras sociedades y suponen un nuevo estilo de referencia a la moral, puesto que por su mismo pluralismo interno hacen ver que ninguna moral tiene predominio y que todas, a la vista de las innovaciones técnicas, pueden contribuir, desde su horizonte, a que nos hagamos mejor cargo de nuestros problemas y, si es posible, los resolvamos. Los legisladores faltarían a un auténtico deber si se amparasen en el pluralismo ético o en el poder de la tecnología para suspender indefinidamente sus decisiones o para tomarlas siguiendo la opinión de una masa indolente. Pueden acudir a las fuentes éticas para fundamentar sus decisiones. Si no lo hacen es porque se dejan impresionar por las presiones de los poderes médicos y técnicos (laboratorios, etc.), o porque toleran iniciativas (congelación de embriones, experimentaciones neurocientíficas, etc.), que están avalando de hecho, a sabiendas de que pueden crear situaciones irreversibles y llenas de peligros para la sociedad. El pluralismo no puede ser una coartada para no tomar decisiones y para el relativismo, sino que proporciona las bases para una búsqueda en común del sentido de la vida. Tradujo: RAFAEL PERICAS Condensó: JOSE MESSA