ABSOLUTISMO: LUIS XIV El reinado de Luis XIV (1643-1715) sorprende inicialmente por su larga duración, tanto si se toma como fecha inicial el momento de recibir la herencia o si se hace arrancar inmediatamente después de la muerte de Mazarino al comenzar su gobierno efectivo. En el transcurso de más de medio siglo, los destinos de Francia estuvieron regidos por este monarca excepcional, cuya personalidad y formas de actuar se destacan por encima de lo normal, al margen de la valoración que se pueda hacer de su reinado. Con él el absolutismo alcanzó un pleno apogeo, llegando la Monarquía al culmen de su poder y de su prestigio, no sólo nacional sino también internacionalmente, ya que se convirtió en soberano indiscutido y divinizado en el interior del territorio francés y en árbitro y controlador del juego de las relaciones interestatales. Así pues, durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII Francia se transformó en la gran potencia europea y su rey en uno de los personajes más poderosos e influyentes. La primera medida adoptada por Luis XIV fue asumir personalmente el gobierno de la nación, anunciando públicamente la desaparición del cargo de primer ministro y rechazando cualquier tipo de tutela o de control sobre su poder soberano. De esta manera ponía su persona por encima de toda instancia de poder, ya fuese individual o colectiva, regional o central, afirmando la voluntad regia de dar contenido y aplicar en la práctica el hasta entonces combatido y disminuido principio del absolutismo monárquico. En esta línea de actuación, el paso siguiente era potenciar el aparato de centralización y unificación estatal. Valiéndose de eficaces consejeros, a los que gustaba mantener largo tiempo en el cargo, permitiendo así la constitución de lo que se podría denominar linajes de altos funcionarios, al sucederse miembros de una misma familia en determinados servicios, y de una red de comisarios fieles a su política centralista, especialmente de los intendentes, nuevamente utilizados en tal sentido, el Estado recuperó la fuerza operativa y la capacidad disuasoria que en determinados períodos anteriores había tenido, superando incluso el nivel de intervención y el protagonismo político de etapas pretéritas. Como la teoría absolutista indicaba, para poder llegar a su perfección había que someter a los designios de la autoridad real y de su gobierno a los cuerpos representativos, los órganos de administración local o regional y los grupos privilegiados que podían amenazar o cuestionar de alguna manera las prerrogativas supremas del poder soberano. En consecuencia, los Estados Generales no fueron convocados, se controló mejor a los Parlamentos y a los distintos Consejos y Tribunales, se menoscabó a las autoridades municipales, se sometió a la nobleza, se impuso el galicanismo a la Iglesia, las protestas populares continuaron siendo reprimidas; en suma, se reforzó la maquinaria del poder central y se afirmó de forma indiscutida la dimensión absolutista del monarca, exaltándose su carácter mayestático. Había que potenciar también, y así se hizo, los principales medios de acción del Estado, primordialmente el ejército, instrumento básico de actuación para lograr llevar a cabo la política de grandeza exterior que se pretendía. A tal fin, contando con una población numerosa, dado el potencial demográfico de Francia (el país más poblado con diferencia de todos los de la Europa occidental), y con abundantes recursos económicos especialmente recaudados para financiar la agresiva política bélica puesta en marcha (en este punto destacó la gran labor desarrollada, como responsable de las finanzas del Estado, por Colbert, quizá el personaje más sobresaliente después del rey), pudo levantarse en pie de guerra un poderoso ejército integrado por un contingente de soldados hasta entonces nunca visto, para lo cual llegó a instituirse una especie de servicio militar obligatorio que afectaba a los franceses en edad de combatir; se completó, además, con la contratación de muchos extranjeros que vinieron a servir en las filas del impresionante ejército del rey de Francia. Una mejor organización de la intendencia y de la asistencia sanitaria de los soldados, un mayor control sobre los proveedores militares, un aumento armamentístico con su correspondiente perfeccionamiento, un reforzamiento de la disciplina y una llamada al patriotismo e identificación de la acción militar con la causa nacional fueron algunos de los factores que permitieron hacer del ejército francés una fuerza guerrera temible y casi imparable, sin olvidar que paralelamente se reforzaba de la misma manera la flota, creándose para ello una marina de guerra especializada y potente separada de la mercante. Para aumentar la fortaleza del Estado y lograr una mayor cohesión social, Luis XIV tomó la decisión política de imponer la unidad de fe en su Reino, lo que supuso una mayor presión inicial sobre los protestantes franceses, seguida poco tiempo después de un ataque abierto contra ellos por medio de la revocación del Edicto de Nantes, efectuada con el Edicto de Fontainebleau publicado el 18 de octubre de 1685. Culminaba así una política de endurecimiento religioso que había pasado por una primera fase en la que los hugonotes fueron perdiendo paulatinamente sus privilegios, hasta que se dio el paso definitivo de la prohibición oficial de su credo. Semejante actitud de firmeza y autoritarismo regio fue la que se adoptó frente al Papado y contra los jansenistas. Respecto a la Santa Sede no se le permitió la más mínima intromisión en los asuntos internos franceses, agudizándose por lo demás el galicanismo político y la subordinación de la Iglesia al Estado; en cuanto a los seguidores de Port-Royal, se puso especial cuidado de que su creciente influencia no alcanzase cotas peligrosas de desviacionismo socio-religioso, estableciéndose una atenta vigilancia sobre ellos con momentos de represión más definida. Ya avanzado el reinado tomó especial significación la Corte real como marco de referencia práctica del absolutismo monárquico. En Versalles se organizó un completo ritual de vida de la nobleza y cortesanos en general, teniendo como objetivo primordial la exaltación de la figura regia y la manifestación de su poder soberano. Todo giraba alrededor del rey, estableciéndose un verdadero culto a su persona. Engrandecido, divinizado, todopoderoso, Luis XIV siguió ejerciendo el pleno poder hasta el final de sus días, aunque para entonces la situación de Francia y su dominio internacional habían venido a menos. Lógicamente el larguísimo reinado del rey-sol atravesó por distintas fases, aumentando considerablemente en su última etapa los problemas y las dificultades a las que tuvo que hacer frente. El momento culminante de gloria del Rey Sol se produjo en torno a 1684-1685. Los últimos años de su reinado significaron para los franceses una dura prueba. Si bien poseía enormes recursos económicos y demográficos -en 1700 de los 105/115 millones de europeos una quinta parte, 21.000.000, eran súbditos de Luis XIV-, Francia está agotada por los continuos esfuerzos bélicos a que le ha llevado la política expansionista del Borbón. Y en 1693 y 1694 una nueva carga fiscal, la capitación, que recaía sobre todos los franceses -incluidos los privilegiados- se sumó a las ya existentes, que no bastaban para hacer frente a los onerosos gastos de la política exterior y de Versalles y sus 6.000 cortesanos. Por otro lado, aunque uno de cada tres nobles y uno de cada doce plebeyos fueron soldados en la militarizada Monarquía de Luis XIV, las frecuentes campañas hicieron perentorio reponer las bajas de las unidades militares profesionales y Luis XIV se vio obligado a recurrir a las milicias locales, que combatirían codo con codo con las tropas de primera línea, con lo que se esbozaba lo que pasado el tiempo sería el servicio militar obligatorio. Era otra de las numerosas innovaciones llevadas a efecto, o esbozadas, por los hombres de gobierno de Luis XIV en los ejércitos reales, al fin y a la postre el gran instrumento de su política. También se crean o perfeccionan cuerpos nuevos, como la Artillería, la Intendencia, los Ingenieros, las instituciones dedicadas a la atención de los heridos o el asilo de los veteranos, se imponen los uniformes, se adoptan armas nuevas y se levantan almacenes, plazas fuertes y cuarteles. Preocupados por la disciplina, se regulariza la percepción de los haberes y son creadas compañías de cadetes y se organizan los escalafones. Y aparece una nomenclatura para cada uno de los nuevos empleos, unidades y armas: mariscales, tenientes generales, regimientos, escuadrones, bayonetas, etc. Todo ello acabaría por configurar el modelo del nuevo ejército moderno, pronto imitado por el resto de los países continentales y entre ellos España, e hizo posible que los ejércitos franceses llegaran a contar con más de 300.000 soldados en los años iniciales del siglo XVIII. Pero para lograr todo eso se precisaba que un eficaz funcionariado se encargase de llevar al plano de la realidad lo que una voluntad política, la del rey, quería. Fundamentalmente era necesario disponer de un complejo sistema de recaudación. Y durante la segunda mitad del siglo XVII Francia llegó a contar con un competente y bien coordinado régimen administrativo, aunque hoy se tiende a matizar el alcance real, los logros, del absolutismo centralista de Luis XIV, que tuvo imperfecciones y lagunas. Pese a ello, ningún Estado de la época llegó a alcanzar la eficacia del francés, por lo que suscitó la fascinación, y el recelo, de Europa. Aunque estaba cansada, efectivamente, Francia dominaba en el Continente e imponía su cultura. Se había creado enemigos en todas partes, desde los católicos a los protestantes, desde las potencias marítimas a las continentales, pero la mayoría de esos mismos enemigos la admiraban. Si Richelieu y Mazarino habían destruido, con su política militar y económica, la fuerza y el programa español en Europa, Luis XIV, obsesionado por superar la grandeza española, había heredado el proyecto de unidad europea. Y, como señaló Vicens Vives: "Intentó, como Felipe II, superar el fraccionamiento europeo, pero chocó con la oposición de las fuerzas nacionales y fracasó en su empresa. Pero si no pudo organizar en Europa una jerarquía política internacional dirigida por Francia, en cambio legó al Continente la cultura, los gustos y la moda de Francia, los cuales lo avasallaron todo en el siglo XVIII". El traje, la etiqueta, las costumbres se afrancesan. Apenas hay lugar en Europa que no se vea fascinado por la moda y las formas de vida francesas. Y el francés se convierte, desde entonces hasta el siglo XX, en la lengua culta por excelencia. Sustituye al latín en la documentación diplomática y es hablada por todo aquel europeo que se considere bien educado. Los franceses elevan a su rey a la categoría de representante de Dios en la Tierra. Y Luis XIV adquiere un carisma religioso tal que le permite "hacer milagros y curaciones: Los enfermos, escrofulosos o lamparosos, están colocados en dos filas. Luis XIV pone las manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, diciendo "Que Dios lo cure". Después lo besa. Había centenares de desgraciarlos -se contaron hasta ochocientos en un día.- que padecían estas enfermedades de la Piel" (Funck-Brentano). Y si Luis XIV es llamado el Grande, sus súbditos, orgullosos de sí mismos, de su poder, su cultura, su arte, su geografía, sus victorias, pensaban que "Francia era en relación al Universo como el Sol en relación a los planetas en el sistema de Copérnico. La Francia Sol era digna del Rey Sol" (Mousnier). Pero son precisamente sus grandes triunfos, simbolizados en la Tregua de Ratisbona de 1684 por la que obtiene Luxemburgo, Estrasburgo y el Hainaut, los que preparan el comienzo de su declive al movilizar en su contra al resto de los europeos atemorizados por el ingente poderío que estaba alcanzando el soberano de Versalles. Más aún, su galicanismo le enfrenta al Papa. Muchos católicos europeos, además, le critican su negativa a apoyar al emperador Leopoldo en su trascendental enfrentamiento con los turcos que amenazan Viena (1683). Precisamente las victorias de Leopoldo en el este de Europa orientan un interés hegemónico de Viena. Tal vez para congraciarse con los católicos, firma Luis XIV el Edicto de Fontainebleau (octubre de 1685) por el que se revocaba el Edicto de Nantes; pero el resultado de esta medida contra los hugonotes le convierte en un ser odiado en la Europa protestante. A esa hostilidad contra el rey de Francia contribuyen los más de 150.000 hugonotes exiliados en Holanda, Suiza, Inglaterra y Brandenburgo. (Muchas de estas comunidades calvinistas francesas que huyeron de Francia al prohibírseles la práctica de su religión contribuyeron decisivamente al despegue económico-industrial de aquellos lugares de exilio que les recibieron con los brazos abiertos. Es el caso de Prusia zonas de Berlín y Brandenburgoque asiste desde estos años finales del siglo XVII a un brillante crecimiento industrial.) Se piensa en todo el Continente que los soldados de Luis XIV van a actuar en toda Europa tan violentamente como lo habían hecho las tropas de dragones del rey contra los protestantes del sur y el oeste francés. Y en las islas británicas temen que Luis XIV las envíe a apoyar al rey Jacobo II en su política de recatolización de Inglaterra. Por eso, a partir de que el Estatúder de las Provincias Unidas de Holanda y rey de Inglaterra desde el triunfo de la Revolución de 1688-89, Guillermo de Orange, se sume a la Liga de Augsburgo (firmada en 1686 por el emperador, algunos príncipes alemanes, el rey de España y el rey de Suecia) y se convierta en el líder de una gran coalición antiborbónica, las cosas comienzan a ir mal a los franceses. Tienen ya a toda Europa en contra. Y ellos, además, están agotados. Por otra parte, muchos de los grandes ministros y colaboradores de la primera mitad del reinado del longevo rey no han podido seguirle en su larga experiencia vital y han ido muriendo. Y una nueva generación de políticos y altos funcionarios ocupa los puestos que décadas atrás habían estado en manos de Colbert y Louvois (muertos en 1683 y en 1691, respectivamente).