Ventajas del sistema parlamentario

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Capítulo 7 del libro “El sistema parlamentario europeo” de Aleardo F. Laría
VENTAJAS DEL SISTEMA PARLAMENTARIO
La principal ventaja que ofrece el sistema parlamentario es que sustituye al
anacrónico presidencialismo, un régimen político agotado y que ya nada más puede
ofrecer en nuestro país. El sistema presidencialista argentino merece ser caracterizado
como hiperpresidencialismo dado que, como explica Martín Böhmer (“Democracia en
las formas, monarquía en el fondo”, inserto en “El país que queremos. Principios,
estrategia y agenda para alcanzar una Argentina mejor”, Temas Grupo Editoria,
Buenos Aires, 2006) el modelo alberdiano se separó notablemente del
presidencialismo norteamericano. “El sistema político argentino –afirma Böhmer- tal
como fue concebido en sus orígenes, nunca fue pensado para la democracia ni para la
república. Quienes asumen la crítica democrática sueñan con “recuperar” el ideal de la
república y de la deliberación popular; y se sorprenden cuando el sistema político
funciona con liderazgos hegemónicos. Sin embargo, este hecho no debería causar
sorpresa en la medida en que nuestro sistema fue armado para concentrar poder, crear
estado y desarrollar una economía capitalista; y no para satisfacer ideales
democráticos de participación amplia y deliberación informada”. La generación del ’37,
tomando retazos del modelo republicano francés y del modelo norteamericano, diseñó
“un modelo argentino creado para solucionar problemas argentinos”. Entre ellos, el
más acuciante, la necesidad de poner fin al período de la anarquía que colorea las tres
primeras décadas desde la Revolución de Mayo y que culmina con la dictadura de Juan
Manuel de Rosas. “El rasgo característico de la propuesta constitucional de Alberdi en
las Bases, que se volcará luego en la Constitución de 1853, consiste en que la resolución
del conflicto “entre la anarquía y la omnipotencia de la espada” que reinaba en el
territorio desde 1810, vendría de la mano de un ejecutivo poderoso, de un Rosas
constitucionalizado. Es decir, de un presidente democrático en las formas, aunque
convenientemente lejos del voto directo de los ciudadanos, pero muy cercano a un
dictador en el fondo, o en el fondo y en las formas, cuando fuera necesario”. Por
consiguiente, quejarse de este sistema por que el presidente tiende a ser hegemónico,
no respeta la división de poderes y concentra todo el poder, es no comprender que
lejos de estar frente a desviaciones personalistas, el sistema fue concebido con esta
impronta, afirma Böhmer. Y con la recuperación democrática operada en 1983 y la
reforma constitucional de 1994, nada ha cambiado. “…El juego de suma cero sigue
siendo el mismo: ganadores que se sienten dueños de la voluntad popular (y por lo
tanto de la verdad política) por siempre (y exitosamente consiguen reelegirse) y
perdedores que bloquean el paso del oficialismo erosionando su capacidad de gobernar
(y exitosamente consiguen derrocar al Ejecutivo antes del fin del término de su
mandato)”.
Los graves defectos del presidencialismo han sido objeto de tratamiento en
numerosas obras y artículos, entre los que sobresale el ensayo compilado por Juan J.
Linz y Arturo Valenzuela, “La crisis del presidencialismo” (Alianza Editorial) y el
preparado por Carlos Nino, “El presidencialismo puesto a prueba” (Centro de Estudios
Constitucionales). En nuestro ensayo titulado “Calidad institucional y presidencialismo.
Los problemas no resueltos de Argentina”, (Grupo Editor Latinoamericano, 2008)
hemos efectuado nuestro aporte a la crítica del presidencialismo, de modo que nos
remitimos a ese trabajo para quedar eximidos de repetir los mismos argumentos. No
obstante, como nuestro propósito es ofrecer ahora una visión propositiva, poniendo el
énfasis en las ventajas que ofrece el régimen parlamentario, debemos retomar en
parte aquella reflexión, pero desde una perspectiva diferente. Es inevitable que al
explicar las ventajas del parlamentarismo emerjan, por contraste, las desventajas del
presidencialismo. En nuestra opinión, los rasgos más positivos que ofrece el régimen
parlamentario son los siguientes: 1) consigue una mayor profundidad democrática al
conferir hegemonía al Parlamento; 2) favorece la cultura de los consensos; 3) propicia
el reforzamiento del rol de los partidos políticos; 4) ofrece una mayor flexibilidad
frente a las crisis de gobernabilidad y 5) es más eficaz en la gestión pública. Abordamos
todos estos puntos a continuación.
Mayor profundidad democrática
Un objetivo básico de las instituciones consiste en establecer un sistema de
incentivos que premien los comportamientos acertados y castiguen los
comportamientos desacertados. Toda la ingeniería constitucional –y por extensión,
también la relativa al funcionamiento de la moderna empresa capitalista- está basada
en esta premisa. De modo que si bien las instituciones –como afirma Giovani Sartorino pueden salvarnos de la estupidez humana, al menos pueden ofrecer un sistema de
incentivos que neutralicen o limiten el peso de los errores. Desde esta perspectiva,
puede establecerse una correlación entre el grado de democracia de un sistema y su
mayor capacidad para neutralizar los errores. Un sistema autocrático de gobierno
carece de capacidad para corregir los desaciertos consustanciales a una labor humana
de enorme complejidad, como es el manejo del poder en una comunidad
institucionalmente organizada. El ejemplo más claro y reciente lo encontramos en la
súbita implosión del régimen de la Unión Soviética. Habían sido tantas las tensiones
acumuladas por un sistema totalitario, incapaz de procesar sus propios defectos, que
todo el invento terminó por estallar en una crisis final que nadie hubiera imaginado un
año antes, frente a su enorme poderío militar. Por consiguiente, podemos afirmar que
a medida que aumenta la profundidad democrática de un régimen político, mayor es
su capacidad para digerir los fallos y errores humanos y, a la inversa, a mayor
concentración autoritaria del poder, mayor riesgo de fracaso. Las viejas monarquías
absolutistas, las dictaduras personalistas al estilo de Fidel Castro, y los
presidencialismos hegemónicos, tan bien representados hoy por Hugo Chávez, son
regímenes proclives a incurrir en errores políticos cada vez más graves por su
incapacidad para procesar, en un debate democrático, sus propias miserias. De allí que
con el paso del tiempo y la acumulación de errores, sea inevitable la deriva a formas
cada vez más autoritarias. Los sistemas presidencialistas, basados en la división de
poderes y en el sistema de cheks and balances, ofrecen defensas suficientes frente a
los desbordes autoritarios. Pero el hecho que se inclinen fácilmente a lo que Guillermo
O’Donell ha denominado democracias delegativas, pone de manifiesto que pueden
llegar a ser tan ineficaces como los gobiernos autoritarios. En nuestro país, el caso más
notorio de error gubernamental, provocado por el hiperpresidencialismo, es la famosa
resolución 125 que elevó arbitrariamente las retenciones a las exportaciones agrícolas.
Por tratarse de un tema que muestra los defectos del presidencialismo in concreto, lo
abordamos en un excursus al final de este capítulo. Resta añadir que la tesis que
vincula los errores políticos con el autoritarismo ya fue expuesta por Karl Popper en
“La sociedad abierta y sus enemigos” (Ediciones Paidós) en un libro que data del año
1943. “Una de las dificultades que debe enfrentar un dictador benévolo –afirma
Popper- es la de establecer hasta qué punto los efectos de sus medidas concuerdan
con sus buenas intenciones. La dificultad proviene del hecho de que el autoritarismo
debe silenciar toda crítica, de modo tal que al dictador benévolo no le será fácil oír las
quejas motivadas por sus disposiciones. Pero sin ningún control de este tipo, no tendrá
a su alcance medio alguno para averiguar si sus decretos han cumplido el objetivo
deseado”.
La democracia moderna, a diferencia de los totalitarismos, está caracterizada
por ofrecer la alternancia de las élites gobernantes, de modo de que la presencia de
una oposición política y parlamentaria estructurada es un ingrediente sustancial del
juego democrático. Inclusive, para algunos clásicos, entre los que se encuentra
Benjamín Constant, la existencia de un modelo gobierno-oposición representa un
mecanismo de limitación del poder superior al que ofrece la clásica separación de los
tres poderes. El sistema parlamentario, como su nombre lo indica, refuerza la
hegemonía del Parlamento. El primer ministro es un delegado del Parlamento y su
actuación es objeto de constante monitoreo desde el lugar de designación. Está siendo
vigilado permanentemente y si comete errores graves puede ser cesado de inmediato
o destituido por el Parlamento, inclusive por los propios diputados de su partido. El
primer ministro debe rendir cuenta semanalmente de su gestión, al responder las
preguntas del líder de la oposición y es un miembro más del Parlamento, situado al
mismo nivel que el resto de parlamentarios. Por consiguiente, el estilo del sistema
parlamentario es más democrático, más llano, muy diferente a la distancia que separa
a un presidente del Parlamento, donde acude una sola vez al año, a dar una clase
magistral en tono mayestático. Por el contrario, la labor de la oposición en el sistema
parlamentario pone permanentemente al Gobierno frente a la obligación de
explicarse, a justificar sus acciones y rendir cuenta de los resultados. De algún modo
racionaliza el debate que gira entonces sobre las acciones emprendidas, los fallos de
diagnóstico y las medidas que se deben adoptar para corregir el rumbo. Por otra parte,
en un sistema parlamentario, todos los líderes de la oposición tienen la ocasión de
pasar a conducir el Gobierno si consiguen conformar una coalición que les confiera la
mayoría absoluta de la cámara. Esto tiene varios beneficios indirectos. Por un lado,
obliga a la oposición a realizar una labor constructiva y responsable, que limita el
riesgo de la deriva demagógica, dado que en cualquier momento su líder puede ser
llamado a ocupar el poder y verse obligado a cumplir con los compromisos públicos
asumidos. Por otro lado, la oposición debe tener siempre preparados y dispuestos los
equipos de gobierno dirigidos a ocupar los puestos de comando de la Administración
pública. No puede improvisar sobre la marcha, y el respaldo de personas técnica y
políticamente preparadas contribuye a mejorar la calidad del debate democrático en el
seno del Parlamento. Por el contrario, en el presidencialismo, ese debate permanente
no se produce. Una vez investido de la banda y el bastón presidencial, el candidato que
ha salido triunfante de unas elecciones y ha recibido el premio mayor de la
presidencia, puede recostarse tranquilamente en el sillón presidencial dado que tiene
cuatro años asegurados de mandato constitucional. Por su parte, el líder perdedor,
que no forma parte del Parlamento, debe retirarse a cuarteles de invierno para volver
a intentar el desafío cuatro años más tarde, si en el interín no es superado por otro
escalador más audaz.
Favorece los consensos
Una de las ventajas que se atribuye al régimen parlamentario es que favorece
los consensos entre los partidos políticos. Es un tema crucial para Argentina, dado que
nuestro país carece de un Proyecto Estratégico Nacional, es decir de un acuerdo
consensuado alrededor de un set de políticas de Estado que, al ser apoyadas por todos
los partidos políticos, se perpetúan en el tiempo y se hacen invulnerables a los ciclos
políticos. El tema ha sido abordado en nuestro ensayo “Calidad institucional y
presidencialismo” (capítulo VI, “Fijar el rumbo”) de modo que nos remitimos a lo allí
expuesto. Pero aquí interesa analizar si es correcta la afirmación de que el sistema
parlamentario favorece los acuerdos entre los partidos políticos y propicia una cultura
de los consensos. Juan Linz y Arturo Valenzuela (“La crisis del presidencialismo”, op.
cit.) no abrigan dudas de que el sistema parlamentario facilita y favorece esos
consensos. Afirman que los incentivos políticos, en un sistema parlamentario,
conducen a un mayor compromiso político. Las elecciones, en un sistema
parlamentario, no siempre otorgan la mayoría absoluta a un partido. En ese caso, sin
mayoría absoluta de un partido, el conjunto de fuerzas políticas debe intervenir en una
negociación para conseguir la mayoría necesaria para elegir el primer ministro. Los
partidos que contribuyen a conformar esa mayoría deben adoptar una actitud
conciliadora que permita que la alianza fructifique. El primer ministro designado
deberá luego comportarse en forma tal que retenga el apoyo prestado por los diversos
grupos parlamentarios. Los partidos coaligados conservan gran influencia porque
siempre están en condiciones de restar el apoyo al Gobierno, y propiciar su caída si no
lo respaldan frente a una moción de censura presentada por la oposición. Se supone
que de este modo, en el juego parlamentario, los partidos políticos van haciendo un
aprendizaje que les lleva a diferenciar las políticas de Estado, en las que alcanzan
acuerdos con otras fuerzas, de aquellas otras políticas en donde las discrepancias son
mayores y los acuerdos no son factibles. “Lo esencial del parlamentarismo puro –
afirman Alfred Stepan y Cindy Skach-, es la dependencia mutua. De esta condición
definidora se desprenden una serie de incentivos y normas para tomar decisiones con el
fin de crear y mantener mayorías de un solo partido o de coaliciones, minimizar
conflictos legislativos irreconciliables, evitar que el ejecutivo ignore la Constitución y
desanimar todo apoyo de la sociedad política a un golpe militar”. En cambio, en el
sistema presidencial, si el presidente es exitoso, los partidos de la oposición “pierden”,
(al igual que también “pierden” los rivales del presidente en su propio partido). Por
ello es que buscan el fracaso del presidente y la preparación de su gobierno sucesor.
En el sistema parlamentario, en cambio, la lógica misma del sistema lleva a la
colaboración, al trabajo conjunto de la coalición que sustenta al ejecutivo, al punto
que en no pocas ocasiones los líderes importantes de la coalición pasan a ocupar
carteras ministeriales. En la terminología que usa Sartori, un sistema parlamentario
favorece un accionar más bien centrípeto, mientras que en un sistema presidencial,
con sistema multipartidario, hay un accionar más bien centrífugo. En el sistema
parlamentario los partidos políticos que compiten en las elecciones deben prever que
luego tendrán, muy probablemente, que requerir el concurso de otras fuerzas
políticas para formar un gobierno de coalición. Esto les obliga también a suavizar los
términos del enfrentamiento preelectoral y prepara un clima favorable a los
posteriores acuerdos de gobierno. Esos programas de gobierno son consecuencia de
densas negociaciones que obligan a renuncias recíprocas y que culminan en pactos
escritos visibles a la luz pública, lo que favorece la transparencia del debate político. La
mayoría parlamentaria tiene también que alcanzar luego, con la oposición, acuerdos
para la designación de altas magistraturas del Estado (presidente de la República,
miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo de la Magistratura, del Consejo de
Radio y Televisión, etc.) Es probable que también se alcancen acuerdos para preservar
la burocracia altamente especializada del Estado, de difícil reemplazo. Arturo
Valenzuela opina que, en un sistema parlamentario moderno, también se producen
burocracias estatales mucho más eficientes, dado que hay una fuerte tendencia a
consolidar una burocracia profesional por la vigilancia recíproca que se dispensan los
partidos que conforman las coaliciones de gobierno, celosos de evitar que alguno
obtenga mayores ventajas. En el sistema presidencialista, en cambio, el presidente
llega al cargo acompañado de un inmenso séquito, al que debe luego compensar con
cargos políticos. Valenzuela afirma que “en América Latina el abultamiento del Estado
ha estado enormemente favorecido por el sistema presidencial. No podemos entender
la expansión del Estado en América Latina sin entender esta pugna por el poder,
producto del sistema presidencial”.
Marcela Virginia Rodríguez (“Sistemas institucionales y dinámica política”,
inserto en “El presidencialismo puesto a prueba”, op. cit. ) afirma que “las condiciones
estructurales de las instituciones políticas asumen un rol relevante en la determinación
de una modalidad más conflictiva o conciliadora de la dinámica política de un
determinado sistema institucional y, en este sentido, esta institucionalidad política
también constituye un factor fundamental en lo concerniente a una efectiva
consolidación democrática”. Si bien el diseño institucional no es el factor exclusivo
determinante de la estabilidad o eficacia de un sistema político, es evidente que
constituye una variable relevante. Los aspectos institucionales, afirma Rodríguez,
mantienen una estrecha relación con cuestiones tales como los rasgos de la
competencia política, la forma en que es ejercido el poder, las relaciones entre los
partidos y de la dirigencia con la sociedad, y las vías de resolución de conflictos.
Cuando los expertos investigan el comportamiento del sistema presidencial, coinciden
en que hay una estructura de interacción que propicia un juego de “suma cero”, en
virtud del cual “el ganador se lleva todo”. Dado el carácter unipersonal del poder
ejecutivo, el “premio mayor” de la presidencia es adjudicado en las elecciones a un
solo partido político, de modo que esta situación no favorece una mayor distribución
del poder. Con el agravante, como señala Linz, de que los ganadores y perdedores
quedan fijamente establecidos para todo el período que dure el mandato presidencial.
Durante ese lapso de tiempo, no existe espacio institucional para que fructifiquen
acuerdos, alianzas o coaliciones y los perdedores deben esperar el fin del mandato
presidencial para que se renueven sus opciones. Por tal motivo, las elecciones
presidenciales revisten una trascendental importancia, dado que la adjudicación del
premio mayor da lugar al control de enormes recursos políticos (nombramiento de
funcionarios, manejo de los fondos presupuestarios, del crédito oficial, etc.) y permite,
de algún modo, prolongar luego la permanencia en el poder. Por este motivo, existe
un incremento de las tensiones entre los partidos políticos que compiten por el premio
y que buscan la polarización del electorado. Linz añade que el carácter de suma cero
del sistema presidencial acrecienta en el detentador del poder la sensación de que ha
sido investido por el conjunto del pueblo y no sólo por una fracción del cuerpo
electoral. Aumenta así la tendencia al autoritarismo progresivo, un fenómeno
analizado por Ralf Dahrendorf (“Después de la democracia”, Ed. Crítica) que encuentra
en ciertos gobiernos unos rasgos populistas debido a liderazgos que desprecian la
política, los partidos y el debate parlamentario y que prefieren recostarse en la inasible
voluntad popular para reivindicar su legitimidad. Actúan como si la base de su
legitimidad consistiera en la relación directa con el pueblo en lugar de utilizar la
mediación de las instituciones de la democracia. Es evidente que este modo de actuar
se halla en sintonía con una tendencia bastante extendida en la modernidad,
consistente en convertir a los líderes políticos en celebridades mediáticos, donde
importa más el atractivo popular que las ideas. El peligro que observa Dahrendorf es
que estos modos de ejercer el poder conducen lentamente a una situación de
autoritarismo progresivo. No es algo que pase en un instante, en el momento en que el
líder conquista el poder, sino que es un proceso lento, durante el cual el pueblo
comienza poco a poco a aceptar que las decisiones no se tomen a través del debate
parlamentario sino de modo menos transparente y muy personalizado. Un fenómeno
demasiado frecuente en América latina y que, en nuestra opinión, está estrechamente
vinculado a los rasgos autoritarios que fomenta el presidencialismo. Esta dinámica de
confrontación se percibe tanto en la época de campañas electorales como luego, en el
ejercicio del poder, cuando el presidente se considera investido de un “rol histórico”.
La dinámica política, en un sistema parlamentario, es completamente diferente
a la que resulta del sistema de juego de suma cero. Las elecciones no siempre otorgan
a un partido la mayoría parlamentaria suficiente para formar gobierno. Generalmente
los escaños se distribuyen entre una variedad de partidos que deben luego intervenir
en una negociación para designar al primer ministro. Esto obliga al partido mayoritario
a adoptar una actitud conciliadora frente a los otros partidos y a repartir premios
menores entre las fuerzas aliadas, brindando acceso a cargos ministeriales u otros
espacios de poder. Luego, la posibilidad de verse sometido a una moción de censura,
obliga al primer ministro designado a conservar la buena relación con los partidos
aliados evitando las áreas de confrontación. Esta necesidad objetiva favorece el
desarrollo de una mayor capacidad para el consenso y el acuerdo político. En vez de
una dinámica de confrontación y bloqueo, la dinámica del sistema induce a la
adopción de políticas de conciliación y acuerdo. Las actitudes de obstrucción y falta de
cooperación parlamentaria pueden ser severamente juzgadas por los ciudadanos.
Lijphart (op. cit.) señala que el presidencialismo es enemigo de los compromisos de
consenso y de pacto que puedan ser necesarios en períodos de crisis, en tanto que la
naturaleza del sistema parlamentario favorece las coaliciones frente a este tipo de
situaciones. El presidencialismo, al concentrar el poder en una sola persona, no ofrece
margen para la negociación y el acuerdo, mientras que la naturaleza colegiada de un
sistema parlamentario ofrece mayores opciones para compartir el poder. Cabría aquí
añadir que la concentración del poder en una sola persona hace que el
presidencialismo sea más vulnerable a las presiones corporativas y a las negociaciones
incompatibles con la función pública, mientras que en un sistema parlamentario, la
existencia de coaliciones y cuerpos colegiados dificulta la intervención de los lobbies.
De igual modo, la personalización del poder es más proclive a los cambios drásticos de
las políticas públicas, mientras la existencia de coaliciones exige un ejercicio más
responsable y cauto del poder. Finalmente, cabe señalar que la facultad de disolver el
Parlamento, que en los sistemas parlamentarios se confiere al primer ministro, actúa
como poderoso incentivo para preservar las coaliciones mayoritarias, dado que los
partidos que la conforman corren el riesgo de perder su único recurso, que es el
número de escaños, si se convoca a nuevas elecciones. En definitiva, no puede existir
ninguna duda acerca de la cantidad enorme de incentivos que ofrece el sistema
parlamentario para estimular el compromiso, el acuerdo, los consensos, y generar, en
definitiva, un clima más propicio para el debate y la aceptación del pluralismo
democrático.
Carlos S. Nino, en “El presidencialismo puesto a prueba” (Centro de Estudios
Constitucionales, pág. 75) participa de la idea de que un sistema parlamentario realza
la discusión basada en programas, debido a que las políticas de gobierno están
determinadas por el consenso alcanzado entre partidos que tienen diversas posturas
ideológicas. “El Parlamento, con su carácter abierto, público e igualitario, se convierte
en el verdadero foro de discusión pública, en el que el gobierno debe exponer
cotidianamente de igual a igual a la crítica de la oposición sobre cada medida de
gobierno a la vista de toda la opinión pública. Esto se echa totalmente de menos en la
Argentina, donde el Congreso ha dejado de ser el ámbito donde se discuten las
cuestiones que más interesan a la población: los grandes agentes del proceso político –
los miembros del ejecutivo- o no concurren al Congreso con la periodicidad debida, o si
lo hacen adoptan una actitud imperial –como el presidente cuando inaugura las
sesiones- o con cierta condescendencia ante los legisladores; estos mismos,
generalmente no están lo suficientemente bien informados como para hacer
interpelaciones efectivas y se limitan a extensos y vagos discurso. Generalmente los
temas son discutidos con mucha diferencia temporal respecto del momento en que el
problema se suscitó y despertó el interés de la opinión pública y los debates
parlamentarios no son suficientemente difundidos. Esto hace que el verdadero locus de
la discusión pública en la Argentina no sea el recinto parlamentario sino cualquier lugar
en que el presidente se digne hacer sus breves y cortantes declaraciones a la prensa –
generalmente en el curso de algún desplazamiento majestuoso- o los programas
periodísticos en la televisión”. Naturalmente, señala Nino, el deterioro del debate
público que se observa en Argentina no está sólo determinado por la dinámica del
sistema presidencialista. Influye también la calidad de los legisladores, la fortaleza de
los partidos políticos, las regulaciones internas de las Cámaras, el rol de los medios de
comunicación y la aceptación cultural, por parte de la sociedad, de la inexistencia de
un debate previo, mediante audiencias públicas, cuando se adoptan medidas de
gobierno. En cualquier caso, afirma, “un sistema como el hiperpresidencialismo que
caracteriza a la organización del poder en la Argentina, se aleja considerablemente de
las exigencias de la concepción deliberativa de la democracia”.
Giovani Sartori (CEP, mesa redonda del 7.9.90, Santiago de Chile) ha puesto en
duda la afirmación de que el parlamentarismo atenúa siempre y en todos los casos la
confrontación política. Considera que hay otras variables, tan o más importantes, que
influyen sobre la moderación y estabilidad de un régimen político, como son el número
de partidos políticos, su grado de disciplina y el nivel de polarización ideológica que
existe en la sociedad. Para Sartori la situación óptima se presenta cuando existe un
número reducido de partidos políticos –dos, tres o cuatro- dado que cuanto mayor sea
el número de participantes en una coalición, mayor será el número de disputas.
Sostiene, asimismo, que los regímenes parlamentarios requieren un grado fuerte de
disciplina partidaria, algo que no es fácil encontrar en América latina. En este sentido
señala que mientras los sistemas presidenciales pueden funcionar mejor sin disciplina
–lo que permite que los presidentes que no tiene una mayoría suficiente puedan
comprar votos- , los sistemas parlamentarios sin disciplina degeneran en la senda de la
Tercera y Cuarta Repúblicas de Francia. Finalmente, considera que la variable crucial es
el grado de polarización ideológica. Cuando el grado de polarización es bajo y no
existen partidos antisistema fuertes, existirá una competencia centrífuga y cualquiera
que sea la naturaleza del conflicto en la sociedad siempre será susceptible de
resolución. Carlos Nino, por su parte, en la señalada mesa redonda, afirma que en un
sistema bipartidista - como en el caso inglés o, probablemente, en el argentino- el
partido de la oposición prefiere siempre la confrontación, para desgastar con la crisis al
primer ministro y jugar a reemplazarlo. En su opinión, el partido de la oposición no
tiene incentivos para colaborar con el Gobierno y su accionar discurre más por la senda
de la confrontación y del bloqueo a las iniciativas oficiales. Pero entonces estaríamos
más bien ante un riesgo del bipartidismo, más que frente a un problema del régimen
parlamentario. Un ejemplo lo encontramos en España, en la situación creada en marzo
de 2004, cuando la pérdida inesperada de las elecciones por el Partido Popular, debido
al atentado del 11-M en la estación de Atocha, elevó a niveles sorprendentes el grado
de crispación entre el PP y el PSOE. Considerando este caso, cabría pensar que frente a
situaciones políticas excepcionales, que tensionan en exceso al electorado, -como ha
sido la participación española, sin aval del Parlamento, en la guerra de Irak- es
previsible que los sistemas institucionales poco pueden hacer. No obstante, debe
señalarse que si bien el nivel de confrontación entre los partidos mayoritarios en
España fue entonces elevado, al mismo tiempo y en forma paralela, el presidente
Zapatero debía realizar una intensa labor de concertación con los pequeños partidos,
como Izquierda Unida, que apoyaban su gobierno. Esta necesidad de atender su frente
interno, le llevó luego a adoptar medidas consideradas progresistas, como legalizar el
matrimonio entre personas del mismo sexo, incentivar la participación de mujeres en
los consejos de administración de las empresas, hacer más fácil la disolución del
vínculo matrimonial o propiciar una nueva legislación despenalizadora del aborto. De
manera que en una sociedad compleja no es posible establecer leyes de contenido
demasiado general. Las circunstancias políticas influyen sobre las instituciones y las
instituciones no pueden dejar de reflejar la vida política. De allí que los cambios
institucionales no hacen milagros ni se puede depositar en ellos expectativas
desmesuradas imaginando que nos ponen a cubierto de cualquier acontecimiento
inesperado. Lo que consiguen es mejorar el promedio estadístico, es decir elevar la
eficacia general del sistema.
Reforzamiento del rol de los partidos
La democracia que conocemos hoy es la democracia representativa. La
democracia directa, que experimentaron algunas ciudades de la antigua Grecia, no
parece posible en las masificadas sociedades modernas. Existe una dificultad física
evidente y no podemos imaginar hoy al pueblo continuamente reunido en el ágora
para resolver los asuntos públicos. Pero a la dificultad física se suma también una
dificultad lógica: ¿Cómo convertir una opinión variada, dispersa y compleja en una
decisión práctica y operativa? En esta labor de reducción de la complejidad, que
consigue la democracia representativa, veremos que juegan un rol destacado los
partidos políticos. En el juego democrático existe una enorme dificultad para alcanzar
una decisión única, que satisfaga a todos los participantes. La regla de la mayoría
puede servir para legitimar una decisión política, pero no permite reducir la
complejidad ni incorpora la voluntad de las minorías. La democracia representativa,
en cambio, mediante el uso de una serie de mecanismos o prácticas, permite o facilita
la participación política, consiguiendo el objetivo de reducir la complejidad. Los medios
actuales a través de los cuales se consigue cribar la opinión ciudadana hasta alcanzar
un núcleo duro que queda incorporado a una norma jurídica son variados y operan en
diferentes planos. Por un lado tenemos la acción de los medios de comunicación, que
al tiempo que informan, favorecen el debate intelectual entre las distintas propuestas
en juego. Pero sin duda, el medio más eficiente de reducción de la complejidad se
consigue a través de la labor de los partidos políticos, que condensan en un programa
las apetencias y deseos de sus militantes. Naturalmente, no todos los afiliados estarán
de acuerdo con la opinión expresada por el partido en todos y cada uno de sus
pronunciamientos pero, en ese juego de renuncias parciales, se consigue una adhesión
alrededor de lo que se considera el núcleo fundamental. Las elecciones, permitiendo
que los votantes elijan a sus representantes políticos y aprueben ciertos programas
rechazando otros, constituyen el medio habitual para seleccionar el sesgo que
adoptarán las políticas públicas. Finalmente, en el Parlamento, órgano representativo
de la legitimidad popular, se conseguirá, a través del trabajo en las comisiones
parlamentarias, obtener el mínimo común denominador que permita el mejor
equilibrio entre los intereses en juego. El resultado final será una ley, que una vez
aprobada, será de obligado cumplimiento para todos.
Nunca se destacará suficientemente el importe rol de los partidos políticos en
las democracias representativas modernas. Ellos son los que proporcionan, en las
actuales sociedades complejas, los canales de transmisión de las necesidades y
preferencias sociales; son los que sistematizan las demandas reconvirtiéndolas en
programas coherentes de acción políticas; y son los que proporcionan la lista de
candidatos para conformar los equipos para la alta gestión política. Obviamente, todo
esto sólo es posible cuando los partidos políticos funcionan, son una realidad
constatable y tienen vida propia. Algo que no sucede en nuestro país. En Argentina,
como lo prueban tantos hechos recientes, el enemigo público de los partidos políticos
ha sido el presidencialismo. El uso de los fondos presupuestarios para quebrar las
lealtades partidarias, el adelantamiento precipitado de las elecciones por razones de
oportunidad, -lo que impide la realización de elecciones internas al tiempo que
favorece el uso del dedo presidencial para componer las listas de candidatos- y la
moda de las “candidaturas testimoniales”, con la dificultad para reconocer quienes
serán en definitiva los encargados de la gestión política, son algunas de las piedras que
el sistema presidencial ha colocado en el camino de los partidos políticos. Estos datos
sugieren la presencia de una suerte de ley que rige la política en el marco del
presidencialismo: existe una relación inversa entre el poder que ostenta el presidente
y el poder que se reserva a los partidos políticos. En el marco de un presidencialismo
hegemónico, el más interesado en reducir el poder de los partidos políticos es el
presidente que, de esta manera, acumula mayor poder de decisión en sus manos. El
hecho de que el presidente haya sido plebiscitado en una elección popular, favorece la
relación directa entre el líder y la sociedad y de este modo se desvanece el rol de
mediación de los partidos políticos. El presidente elegido popularmente cree que
representa al pueblo, cuando en verdad sólo representa a una parcialidad que lo ha
votado, algo que se torna más visible en el sistema parlamentario. El modelo
shumpeteriano de democracia competitiva entre partidos opera con menos fuerza en
un sistema presidencial. Se olvida así que la calidad de la democracia representativa
está directamente relacionada con el nivel de calidad de los partidos políticos. Sin
partidos políticos sólidos, consolidados, con intensa vida interna y funcionamiento
democrático, queda obturado uno de los canales fundamentales para trasladar la
voluntad ciudadana. Se dificulta el rol de control democrático que cabe ejercer a la
oposición y disminuyen las posibilidades de contar con una alternativa de recambio
para posibilitar la circulación de las élites políticas. Ralf Dahrendorf (op. cit. pág.108) se
lamenta de la pérdida de la discusión informada y ponderada sobre las grandes
cuestiones, que era la función que tradicionalmente habían venido cumpliendo los
parlamentos. Añade que “cuanto más se debilitan los parlamentos, perdiendo este
papel, menores son las oportunidades para el debate democrático y más poderes
impropios son asumidos por los nuevos intermediarios. El populismo estimula
voluntariamente este proceso, apelando a sentimientos populares presuntos o reales,
más o menos profundos. Este ha sido siempre la base de cualquier política
antidemocrática: utilizar al pueblo contra los derechos del pueblo; utilizar al pueblo
para sustraerle su derecho al autogobierno. En tiempos en que la mediación de los
parlamentos y de los partidos es tan débil, esta tentación es especialmente fuerte”.
Ahora resta analizar si el sistema parlamentario favorece la existencia de
partidos fuertes, es decir ideológicamente cohesionados, disciplinados y con intensa
vida interna. En general, afirma Sartori, existe acuerdo en que el sistema
parlamentario requiere la existencia de partidos cohesionados y relativamente
disciplinados. “Dicho de otra manera, con partidos indisciplinados los sistemas
parlamentarios se convierten en sistemas de asambleas no funcionales (“Ingeniería
constitucional comparada”, pág. 194). Pero, la pregunta es si el sistema parlamentario
puede favorecer la existencia de partidos adaptados al parlamentarismo, es decir
partidos que tienen suficiente cohesión y disciplina. Para Sartori, sorprendentemente,
la respuesta es que no: “la cohesión y disciplina partidista (en las votaciones
parlamentarias) nunca ha sido una consecuencia de los gobiernos parlamentarios. Si un
sistema se basa en las asambleas fragmentadas, ingobernables y emocionales, por su
propia inercia seguirá tal cual es”. En relación con Argentina, hace la siguiente
afirmación: “…los partidos argentinos no son partidos “sólidos”. Lo que los mantiene
unidos y actualmente produce esa unión es el sistema presidencial, esto es, la
abrumadora importancia de ganar un premio indivisible: la presidencia”. No
compartimos la tesis de Sartori, probablemente muy influenciada por su decepción
frente a los problemas del sistema parlamentario italiano y un cierto pesimismo
acerca de la posibilidad de que las democracias latinoamericanas puedan abandonar
sus formas presidenciales. En nuestro caso, por el contrario, nos sentimos muy
traccionados por el ejemplo de la transición en España y el éxito indudable de su
sistema parlamentario. Los partidos políticos españoles habían permanecido
ilegalizados durante 40 años de dictadura franquista, período en el que debieron
operar bajo mínimos, realizando labores reducidas en condiciones de extrema
precariedad. No obstante, no bien se restableció la democracia, pudieron rápidamente
reorganizarse y adaptarse cómodamente al funcionamiento del sistema parlamentario.
Estamos convencidos de que ha sido justamente la labor parlamentaria, en el marco
de un sistema que obliga a la competencia permanente entre los partidos, el factor
fundamental para su desarrollo y consolidación. La coherencia ideológica y la disciplina
interna se consiguen como un subproducto de la labor parlamentaria, que en las
sociedades mediáticas deben realizar bajo la mirada escrutadora de los medios de
comunicación. La experiencia demuestra que los partidos que carecen de coherencia y
muestran una imagen de división interna, reciben luego el castigo de los ciudadanos en
las urnas. Ahora bien. Esta exhibición de fuerza, esta puesta en escena permanente, se
consigue en el juego parlamentario sólo cuando los partidos están sometidos –al igual
que sucede con las empresas en el mercado- a un intenso juego competitivo. En este
sentido, debe señalarse que cualquier influencia estatal en favor de determinados
partidos, distorsiona las reglas de la competencia. Por tal razón, el Estado debe
mantener una estricta neutralidad frente a los distintos partidos, un hábito
democrático no demasiado arraigado en Argentina, donde el sistema presidencialista
favorece el uso de los recursos públicos para ganar fidelidades políticas. Por la misma
razón, la neutralidad del Estado se preserva también cuando ninguno de los partidos
se identifica con la totalidad del pueblo o se asume como el único y auténtico
intérprete de la voluntad popular.
Flexibilidad ante las crisis
En la teoría política latinoamericana se han escrito muchas páginas acerca de la
conveniencia de incorporar un fusible para preservar la institucionalidad del sistema
presidencialista. La reforma constitucional de 1994, en Argentina, se hizo bajo la
premisa, que luego se demostró errónea, de que con la figura del jefe del Gabinete se
alcanzaba ese objetivo. Esta preocupación era comprensible en las épocas en que el
poder pretoriano condicionaba el funcionamiento de las instituciones políticas. En la
actualidad, sin embargo, como luego expondremos, predomina una perspectiva más
amplia. Frente a la rigidez del presidencialismo, tradicionalmente se ha invocado la
mayor flexibilidad que presenta el sistema parlamentario para afrontar las crisis
políticas. Efectivamente, no puede haber dudas de que el sistema parlamentario
ofrece una mayor flexibilidad política, dado que cualquier crisis da lugar a un simple
cambio de Gobierno, sin que se erosione la base institucional del sistema. En este
sentido se debe tener presente la importante diferencia que media entre la estabilidad
del régimen y la estabilidad del Gobierno. Un régimen parlamentario estable soporta
perfectamente los cambios de Gobierno sucesivos. Ahora bien. En una época donde el
poder pretoriano se ha retraído, la flexibilidad se puede entender también de otro
modo: como la capacidad de un sistema para adaptarse a los cambios de opinión del
electorado o a las más variadas y diversas situaciones políticas que se pueden
presentar.
En el sistema parlamentario el ejecutivo se entiende que es un mero delegado
del legislativo. Si la mayoría parlamentaria cambia como resultado de una elección, ese
cambio se traduce de inmediato en un cambio de la coalición que da sustento al
Gobierno y puede dar lugar a la sustitución del ejecutivo. La coherencia entre ejecutivo
y legislativo se mantiene. Algo que no acontece con el sistema presidencialista. En el
sistema presidencialista, como el mandato del presidente es rígido, el resultado de una
elección en la mitad de mandato puede dar lugar a una situación peculiar, que la teoría
política denomina de gobierno dividido. Se entiende que existe un gobierno dividido
cuando el partido que detenta el control de la rama ejecutiva pierde el control sobre
una o ambas ramas legislativas. Es una situación que se presenta habitualmente en los
sistemas presidencialistas después que tienen lugar las elecciones a mitad del término
de mandato presidencial, para renovar parcialmente las cámaras. Si el resultado
electoral es adverso al oficialismo y los partidos de la oposición obtienen una mayoría
en alguna de las cámaras, estamos ante un caso de gobierno dividido. Una situación
que padeció De la Rúa después de la renovación de las cámaras, en octubre de 2001,
cuando el justicialismo consiguió una mayoría amplia en senadores y diputados. Según
Gianfranco Pasquino (“Sistemas políticos comparados”, op.cit.), al menos desde el
punto de vista teórico, cuando una de las cámaras tiene una mayoría de un color
político contrario al presidente, se generan varios problemas. Como ni el presidente ni
el Congreso consiguen producir las políticas públicas que desean, se produce un
bloqueo recíproco; esto da lugar a un alto nivel de conflicto político y a una legislación
inadecuada, fruto de transacciones y compromisos; existen múltiples actores con
poder de veto y aumenta el estado de crispación, con el riesgo de que el presidente
acuda a las apelaciones retóricas, mediáticas y populistas, seguidas de la
sobrerreacción del Parlamento. Alfred Stepan y Cindy Skach (“Presidencialismo y
parlamentarismo en perspectiva comparada”, en Linz, Juan y otro, op.cit. pág. 203)
afirman que muchas democracias nuevas han elegido el presidencialismo bajo la falsa
creencia de que así se configuraba un ejecutivo fuerte. Pero según sus datos, las
democracias presidenciales tuvieron mayorías legislativas afines menos de la mitad del
tiempo de mandato y el resto del tiempo han convivido bajo conflictos permanentes.
“¿En cuántas ocasiones tuvieron necesidad –se preguntan- esos ejecutivos de gobernar
por decreto ley –al borde del constitucionalismo- con el fin de implementar los planes
de reestructuración económica y austeridad que consideraban necesarios para llevar a
cabo sus proyectos de desarrollo?”. Dado que los presidentes y las legislaturas tienen
mandatos separados y rígidos, y los presidentes, más de la mitad de las veces se
sienten frustrados en el ejercicio de su poder, al tropezar con una mayoría legislativa
que bloquea sus iniciativas, terminan saltándose los límites constitucionales y
gobernando por decretos leyes. Otros analistas, en cambio, sostienen que el gobierno
dividido no es un inconveniente y debe ser asumido como un simple acontecimiento
del devenir institucional. El efecto más probable, aseguran, es que el presidente se vea
en la obligación de negociar con las cámaras, y el resultado es que las políticas públicas
que se adopten resulten más cercanas a las preferencias complejas de los ciudadanos
que las basadas exclusivamente en la voluntad presidencial. El ejemplo al que se acude
es el de Estados Unidos, donde varios presidentes norteamericanos debieron gobernar
sin contar con el apoyo parlamentario, sin que el hecho diera lugar nunca a una crisis
institucional. Señala Sartori (op. cit. pág. 103) que durante casi un siglo y medio, la
práctica norteamericana fue la del “gobierno unido”, es decir que el mismo partido
político controlaba el ejecutivo y el Congreso. Sin embargo, desde la presidencia de
Eisenhower -1954- el presidente norteamericano se ha visto frecuentemente frente a
una situación de gobierno dividido. Desde 1955 hasta 1992, el gobierno estuvo dividido
durante 26 de los 38 años. Diversos politólogos, como David Mayhew (en “La
democracia dividida”, James A. Thurber, Heliasta) afirman que la existencia de un
gobierno dividido no ha sido obstáculo para la aprobación de la legislación más
importante. Es cierto que la peculiaridad del sistema norteamericano, donde
predominan fuertemente los intereses locales, le ha permitido al presidente negociar
el apoyo de senadores o legisladores del partido rival. Pero como señala Sartori, el
sistema estadunidense ha funcionado a pesar de su Constitución. “En la medida en que
puede seguir funcionando requiere, para destrabarse, de tres factores: falta de
principios ideológicos, partidos débiles e indisciplinados y una política centrada en los
asuntos locales. Con estos elementos un presidente puede obtener en el Congreso los
votos que necesita negociando (horse trading) favores por los distritos electorales.
Quedamos finalmente con la institucionalización de la política de las componendas, lo
que no es nada admirable”. Añade que esta política del menudeo, en un Parlamento
donde los legisladores se desempeñan como cabilderos de sus distritos electorales,
convierte a las mayorías parlamentarias en algo voluble y vaporoso. Como se percibe,
un juego que nos resulta bastante familiar en Argentina. Por consiguiente, la ventaja
del parlamentarismo consiste en que el problema del gobierno dividido no se presenta.
El ejecutivo actúa como delegado del Parlamento y siempre cuenta con la mayoría
parlamentaria que le ha dado origen. Si esa mayoría cambia, mediante una moción de
censura provoca el cambio del ejecutivo, conservando de este modo la coherencia
entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. Esto nos sitúa frente a una nueva
reflexión, que abordamos a continuación, y en donde la estabilidad se vincula con la
eficacia en la labor de gobierno.
Mayor eficacia
Generalmente se define la eficacia como la capacidad de un sistema para
conseguir sus objetivos. A diferencia de la eficiencia –la utilización de menores
recursos para lograr un mismo objetivo-, en la eficacia se atiende fundamentalmente a
los resultados y se hace referencia al mayor o menor éxito en conseguir los objetivos
que se proponen. En el terreno de la política, la idea de eficacia se vincula con el
concepto de gobernabilidad. La gobernabilidad viene a significar la capacidad del
gobierno para conseguir que sus decisiones políticas se cumplan. Tradicionalmente se
ha considerado que la gobernabilidad está vinculada a la fortaleza de un gobierno. Los
sistemas presidencialistas fuertes, por ejemplo, parecían ofrecer mayor eficacia a la
hora de combatir la anarquía, de allí que fuera el modelo elegido por la generación del
’37. Pero hoy la fortaleza de un gobierno no consiste en imponer soluciones de un
modo autoritario, sino en obtener los consensos que permitan que sus políticas sean
objeto de general aceptación. El intelectual que abordó la necesidad de trabajar sobre
la idea del consenso social fue el marxista italiano Antonio Gramsci, al introducir su
concepto de hegemonía, a mediados del siglo pasado. A diferencia del partido
leninista, el “partido nuevo” de Gramsci, en la medida que pretendía ser la fuerza
hegemónica de una formación social vasta y compleja, expresión de la diversidad de
clases, requería un sistema institucional que permitiera y facilitara el debate interno
en el que todos los afiliados debían participar activamente. El partido, como
pegamento de un nuevo bloque histórico de fuerzas políticas y movimientos sociales,
en tanto prefigura la nueva sociedad, asume en su interior la misma práctica de la
democracia en general. Y hacia el exterior, dada la fortaleza de la sociedad civil en las
sociedades modernas, la lucha política no puede sino tomar la forma de una “guerra
de posiciones”: el Estado (la sociedad política) es sólo una trinchera avanzada, detrás
de la cual existe una robusta cadena de fortalezas y casamatas (la sociedad civil). Por
consiguiente, un partido político, si aspiraba al poder, debía antes que alcanzar el
poder gubernativo, desarrollar la capacidad para convencer al conjunto de la sociedad
civil. En la actualidad, el concepto de hegemonía ha sido recogido de algún modo por
el profesor de la Universidad de Harvard, Joseph Nye, quien utiliza la expresión poder
blando (soft power) para describir la habilidad de un actor político para incidir en las
acciones de otros actores valiéndose de medios culturales e ideológicos. Si bien la
expresión está referida al plano internacional -para diferenciarla del poder duro, es
decir la acción militar o económica meramente coercitiva- tiene también aplicación en
el plano interno para aludir a los métodos sutiles de la persuasión a través del diálogo
y el convencimiento basados en el peso argumental de las propias ideas. Por
consiguiente, la gobernabilidad, entendida desde una perspectiva moderna, consiste
en la capacidad de un gobierno para convencer a la sociedad civil de la justicia de sus
políticas, y hacer luego una aplicación imparcial de la ley, sin concesiones a los grupos
privados de presión o a los buscadores de rentas injustificadas.
Afirma Linz (op. cit.) que la eficacia de un sistema político radica en la capacidad
para encontrar las soluciones más satisfactorias de los conflictos básicos que surgen
inevitablemente en circunstancias no previstas. Es probable que la estabilidad del
gobierno –no sólo del régimen- sea considerada un valor, dado que permite que
alcancen a desarrollar todos sus efectos las políticas que se ponen en marcha. A esto
se refieren quienes invocan permanentemente la necesidad de preservar la
gobernabilidad. Pero cuando la acumulación de errores es grande, hasta los
integrantes del partido en el poder pueden sentir la necesidad de oxigenar la vida
política. Esto puede dar lugar, en el sistema parlamentario, al acomodamiento de las
alianzas que conforman la coalición gobernante y llegar, inclusive, a la sustitución del
líder que ocupa el ejecutivo. En el Estado de derecho, el poder reside en el pueblo, y
se ejerce a través de representantes elegidos democráticamente en elecciones libre y
competitivas, periódicamente repetidas. En el momento de la elección los
representantes elegidos popularmente adquieren lo que se denomina legitimidad de
origen. Esa legitimidad de origen es muy importante, al punto que es el dato que
habitualmente se toma en consideración para saber si un Estado es democrático. Pero
si bien es una condición necesaria, no es suficiente para definir a un Estado como
representativo. El Estado representativo de derecho tiene que tener también una
legitimidad de ejercicio, que si bien está estrechamente vinculada a la legitimidad de
origen, no coincide con ella. La legitimidad de ejercicio se adquiere y se confirma a lo
largo del mandato del ejecutivo, mediante una actuación que tiene lugar en ejercicio
regular de las funciones otorgadas por la Constitución. Este segundo momento de
legitimidad no es tan espectacular como el primero, pero no por ello es menos
importante. En un régimen presidencialista el presidente recibe en la práctica un
cheque en blanco, que puede llenar luego con cualquier contenido. Se pierde así la
practicidad de comprobar su desempeño mediante el análisis de la legitimidad de
ejercicio. Lo absurdo de esta situación se pone de relieve si, haciendo un mínimo
esfuerzo imaginativo, nos situamos en un escenario familiar, por ejemplo, cuando una
empresa designa a un gerente y lo coloca al frente de cualquier explotación industrial
o comercial. Imaginemos que el gerente de marras demuestra en los hechos una
notoria incapacidad para gestionar la sociedad y comete graves desatinos que la ponen
al borde de la quiebra. ¿Qué opinaríamos si una ley estableciera que el plazo mínimo
de mandato de los gerentes es de cuatro años y durante ese período no pueden ser
despedidos? Esa imposibilidad de “despedir” a los malos gestores es, justamente, uno
de los problemas mayores del presidencialismo.
Por consiguiente, si desligamos el concepto de gobernabilidad de la tradición
conservadora y autoritaria y lo vinculamos con las modernas ideas de la hegemonía y
el soft power es indudable que el sistema parlamentario ofrece mayores garantías para
que el debate democrático se lleve a cabo y no sea eludido mediante atajos como
acontece tan habitualmente con el presidencialismo. Debemos nuevamente acudir al
ejemplo tan ilustrativo de la famosa resolución 125. ¿Hubiera incurrido el gobierno en
los errores cometidos si el tema hubiera sido objeto de un sereno y profundo debate
previo en el Congreso? ¿Ha sido el atajo de la resolución administrativa –como lo son
habitualmente los decretos de necesidad y urgencia- fallos ocasionales del
presidencialismo debido a la ceguera de los operadores políticos, o hay algo en el
sistema que estimula permanentemente el uso arbitrario del poder presidencial?
Quienes participamos de la idea de que el sistema presidencialista fue concebido como
una fórmula relativamente autoritaria para combatir la anarquía de principios del siglo
XIX, estamos convencidos de su actual obsolescencia. Esa facilitad que ofrece para
acudir a la imposición más que al convencimiento, lo convierte en un régimen
notoriamente ineficaz para el manejo político de las modernas sociedades complejas.
En la medida que el sistema parlamentario relativiza el poder, al dotar de mayor
relevancia a las autoridades intermedias, entre ellas la del Parlamento y los partidos
políticos, disminuyen los niveles de incertidumbre y la política se vuelve más previsible.
En esto consiste la ventaja de la deliberación parlamentaria, que permite corregir las
preferencias basadas en la falsa información, mostrar las inconsistencias de algunas
elecciones u ordenar las políticas según una jerarquía racional. Cuando no existen
filtros que permitan cribar las preferencias, aumenta el riesgo de que se seleccionen
políticas inconsistentes. Por otra parte, la estabilidad de las reglas de juego favorece el
clima necesario para estimular las inversiones a largo plazo. Las empresas encuentran
un clima más favorable y se alejan los riesgos de los imprevistos golpes de timón tan
característicos del presidencialismo. Alfred Stepan y Cindy Skach en “Presidencialismo
y parlamentarismo en perspectiva comparada” (op. cit. pág. 185), después de hacer un
estudio comparativo entre gobiernos del mundo entero, brindan una explicación de
por qué el marco constitucional del parlamentarismo ofrece más apoyos para
consolidar una democracia: “ su mayor propensión a que los gobiernos tengan
mayorías que puedan hacer cumplir sus programas; su mayor capacidad para gobernar
en un medio multipartidario; su menor propensión a que los ejecutivos gobiernen
traspasando el límite de la Constitución; su mayor facilidad para destituir al jefe de un
ejecutivo que lo haga; su menor susceptibilidad a un golpe militar; y su mayor
tendencia a asegurar carreras largas dentro del partido o el Gobierno, lo que añade
experiencia y confianza a la sociedad política” .
El presidencialismo absoluto
Estrechamente vinculado con el tema anterior, no es fruto de la casualidad que
hayan aparecido en Argentina, en forma simultánea, varios ensayos que cuestionan el
sistema presidencialista. Un nutrido grupo de intelectuales -“provocados” en esta
ocasión por Ricardo Ferraro y Luis Rappoport- han desgranado sus opiniones acerca
de los excesos del ejecutivo argentino en un atractivo trabajo colectivo titulado
“Presidencialismo absoluto y otras verdades incómodas” (Editorial El Ateneo). El
ensayo comienza con una pregunta “incómoda” pero inevitable: “¿A qué se debe la
precariedad de nuestras instituciones? ¿Qué explica la endeblez de la gestión estatal y
–en forma genérica- la de la acción colectiva?”. A partir de allí se formulan diez
afirmaciones “provocadoras” que se lanzan como hipótesis o diagnósticos sobre
determinados aspectos de la realidad argentina. Para los autores, la reforma
constitucional de 1994, abrió fisuras que permiten gobernar mediante simples
decretos de necesidad y urgencia, sorteando el rol de control del Parlamento. Como en
las viejas monarquías absolutas, muchos parlamentarios deben su carrera política a los
favores del presidente-rey o bien a los gobernadores provinciales. De esta manera,
estos parlamentarios no tienen voluntad ni incentivos para ejercer su labor de control.
En el trasfondo del presidencialismo sigue aleteando la famosa frase de Bolívar: “Los
nuevos Estados de la América antes española necesitan, reyes con el nombre de
presidentes”. En opinión de Roberto Gargarella -un politólogo “provocado” que desde
hace años vierte fuertes críticas al presidencialismo- nuestro marco institucional
puede ser definido en términos de hiperpresidencialismo.
Mientras que en la
democracia es deseable la deliberación y construcción colectiva, el sistema
presidencialista no incentiva la cooperación colectiva. Las fuerzas políticas luchan
encarnizadamente por ganar el premio mayor, dado que perder supone perderlo todo.
Si han perdido se preparan para la próxima puja electoral, tratando de desgastar al
ganador y, si las circunstancias se cuadran, inclusive “destituirlo” antes de que
complete su mandato. En relación con la remanida “falta de oposición”, Gargarella
opina, con acierto, que el sistema presidencialista parece diseñado para desalentar el
disenso, la oposición y la crítica. Es tan grande la disponibilidad de recursos, tanto
materiales como simbólicos, a disposición del presidente, que la oposición siempre
quedará opacada. El manejo discrecional de los recursos presupuestarios hace que
todos sepan, especialmente en las provincias, que tomar una actitud hostil a los
deseos del presidente, puede tener consecuencias devastadoras. Otro tema que los
autores abordan, estrechamente vinculado con el anterior, es la dificultad del
presidencialismo para construir un Estado eficiente y racional. Una Administración
pública profesionalizada e independiente, condicionaría el uso absoluto del poder. No
obstante, como opinan los autores del ensayo que comentamos, es indudable que
Argentina necesita contar urgentemente con un aparato de gestión de los bienes
públicos, dirigido por funcionarios eficientes, seleccionados por mérito y no por el
burdo clientelismo. Para los autores, la Argentina está enferma de clientelismo, de
personalismo (dar mayor jerarquía al conocimiento personal) y de patrimonialismo (la
confusión entre el patrimonio privado y el público). El clientelismo resulta ser una
forma de construcción del poder político que favorece la inequidad, por un lado, y a la
corrupción por el otro. El clientelismo en sentido amplio –es decir, no sólo la entrega
de colchones a los pobres sino también la incorporación como funcionarios del Estado
de punteros y operadores políticos- dificulta también la construcción de un aparato
estatal eficiente y moderno en condiciones de generar políticas que puedan ser
implementadas en forma efectiva. Llama la atención que habiendo efectuado una
crítica tan acertada del presidencialismo, los autores no han dedicado su atención al
único régimen alternativo, es decir al parlamentarismo. Esto evidencia que la
posibilidad de un cambio de régimen no se ha instalado todavía en el imaginario
mental de todos los argentinos. No obstante los autores reconocen que el proceso de
modernización más exitoso en nuestro entorno cultural ha sido el de España. Una
sociedad que se incorporó a Europa después de un cambio institucional formidable, al
despegarse de la ajada y apolillada piel del totalitarismo franquista.
Max Weber, uno de los intelectuales más lúcidos del siglo pasado, en diversos
textos escritos alrededor de 1918 describió un liderazgo que denominó carismático,
en el que refleja el elevado precio que una parte de la ciudadanía debe pagar por
someterse a ese tipo especial de autoridad. Es llamativo comprobar cómo opiniones
vertidas hace 90 años gozan hoy de enorme actualidad en Argentina. Una de las
consecuencias del liderazgo carismático es la despersonalización y la pérdida de
opiniones propias – la pérdida del alma – por los partidarios del líder. La dirección de
los partidos por jefes plebiscitarios, según Weber, determina la desespiritualización de
sus seguidores, su proletarización espiritual. “Para ser aparato utilizable por el caudillo
han de obedecer ciegamente, convertirse en una máquina…no sentirse perturbados por
pretensiones de tener opinión propia” (“El político y el científico”, pág. 150).El segundo
efecto que Weber atribuye al liderazgo carismático es el peligro de que la política se
base en las emociones en vez de la razón. “El peligro político de la democracia de
masas para el Estado reside en primer término en la posibilidad del fuerte predominio
en la política de los elementos emocionales” (“Escritos políticos”, pág. 159). De este
modo se vulneran los principios de razonabilidad, proporcionalidad y búsqueda de
consensos que deberían presidir la acción política. El tercer peligro que Weber registra
en el liderazgo carismático es el riesgo de que se produzca una subordinación total del
poder legislativo a los deseos del ejecutivo. De este modo el Parlamento deja de
cumplir con sus funciones constitucionales y se transforma en “un conjunto de
borregos votantes perfectamente disciplinados, donde lo único que tiene que hacer el
parlamentario es votar y no traicionar a su partido…por encima del Parlamento está así
el dictador plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras de sí y
para quien los parlamentarios no son otra coas que simples prebendados políticos que
forman su séquito” (“El político y el científico”, pág. 136). Esta transformación del
Parlamento era considera por Weber una desnaturalización de su función primordial:
la de creación de leyes racionales por medio de la confrontación de los diversos puntos
de vista. Asimismo señalaba que cuando los discursos parlamentarios no eran intentos
de convencer a los adversarios, sino meras declaraciones oficiales de partido, lanzadas
como proclamas desde un balcón, se perdía el espíritu de la democracia. Los
problemas del liderazgo carismático no acaban aquí. También favorece la
burocratización interna de los partidos que de portadores de ideales se convierten en
patrocinadores de cargos y en el desarrollo de tendencias antidemocráticas en su
seno. Esta burocratización de la política era vista por Weber como el final de la
auténtica política. En la tradición política argentina, el liderazgo carismático tiene una
denominación conocida: equivale a lo que se conoce por “verticalismo”. La socióloga
Maristella Svampa, en su valioso ensayo sobre el nuevo perfil de las clases sociales en
Argentina (“La sociedad excluyente”) ha acuñado la expresión carisma de situación
para hacer referencia a una peculiar característica que adopta el carisma en el sistema
presidencial argentino. Se trata del reconocimiento carismático que obtiene
tradicionalmente la persona que está al frente del Poder Ejecutivo. Ese carisma del
presidente se consigue por el lugar institucional que ocupa, con independencia de los
rasgos o atractivos físicos e intelectuales de la persona que ejerce la primera
magistratura. En el caso de Argentina, la deformación provocada por el uso de
métodos clientelares, al emplearse con enorme desenfado los recursos públicos para
premiar o castigar a gobernadores e intendentes, ha servido para reforzar el poder del
presidente de la Nación. A tal extremo han llegado las cosas, que el carisma de
nuestros presidentes aparece ya estrechamente vinculado al manejo de la “caja”.
Cuanto mayor es el monto de los fondos disponibles, mayor es el poder carismático
del presidente. Existe, indudablemente, un componente institucional que contribuye al
carisma de situación del presidente. Está vinculado al hecho de que el presidente es
elegido por el voto popular, en una suerte de plebiscito, que le brinda enorme
legitimidad. Además, en el sistema presidencialista latinoamericano, el jefe del
ejecutivo que conduce el Gobierno, es también el jefe del Estado. Pasa así a ocupar un
lugar que simbólicamente representa al conjunto del Estado, es decir a los tres
poderes reunidos. Ahora bien. La utilización clientelar de los fondos públicos, ha dado
lugar a una cierta perversión del sistema de poder simbólico tradicional. Cuando las
autoridades y cargos políticos -que por pragmatismo se han visto obligadas a transar
con un sistema clientelar despótico- perciben que la llave que abre el grifo de los
recursos públicos puede cambiar de manos en un futuro cercano, comienzan a
revolverse incómodos y se disponen a efectuar nuevas apuestas. Los menos audaces
optan por colocar, como inversores previsores, los huevos electorales en diferentes
cestas. La conclusión salta a la vista. Se verifica que el carisma de situación, de origen
fundamentalmente institucional, se ha visto erosionado en Argentina por una situación
fáctica que, si bien en el origen acrecienta el poder del presidente, luego contribuye a
debilitarlo muy rápidamente. Cuando el presidente pierde la mayoría parlamentaria,
su poder se diluye vertiginosamente. Es un rasgo típico del sistema presidencialista: el
presidente es muy fuerte cuando domina las cámaras -al extremo que el Parlamento
prácticamente desaparece de escena- , pero el presidente es muy débil cuando pierde
el control de una o ambas cámaras. Esta escena se seguirá repitiendo invariablemente
en Argentina mientras no se sustituya al viejo y caduco presidencialismo. Como esta
afirmación la hacemos en junio de 2009, quienes lean estas páginas en un futuro no
lejano, podrán verificar la exactitud de este diagnóstico.
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