Vida de Lombroso - Portal Iberoamericano de las Ciencias Penales

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Contenido
Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Dr. L. Rafael Moreno G.
Palabras preliminares. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
José Ángel Ceniceros
A los lectores mexicanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
Gina Lombroso
Dedicatoria. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
I. Familia. Infancia (1835-1849). . . . . . . . . 27
II. Paolo Marzolo (1849-1852). . . . . . . . . . . 41
III. Albores de juventud (1852-1854)
Los primeros años de universidad. Su
primer amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
IV. En la carrera (1855-1858)
Por qué se dio Lombroso a la ciencia.
En Viena. El estudio acerca
del cretinismo. El doctorado. . . . . . . . . 57
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vida de lombroso
V. Lombroso, soldado (1859-1866)
En la guerra. Oficial y profesor.
De la Psiquiatría al delito y al genio. . . 63
VI. El regreso a la vida civil (1866-1869)
Primeras desilusiones. La guerra de 1866.
Descubrimientos clínicos. Causa y cura
de la pelagra. Muerte de Marzolo. . . . . 75
VII. Etapa decisiva en la vida de Lombroso
(1870-1871)
El matrimonio. Conclusión del concurso.
Descubrimiento de la relación que existe
entre el atavismo y el delito.
Nombramiento en Pesaro. . . . . . . . . . . 87
VIII. Primeras luchas por la pelagra (1871-1874)
En Pesaro. Manicomios criminales.
Violentos ataques por la cuestión
de la pelagra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
IX. La gran tragedia (1875-1876)
Decisión de la Comisión del Instituto
Lombardo. La cátedra en Turín . . . . . . 117
X. En Turín (1876-1878)
Primera edición de
El hombre delincuente. . . . . . . . . . . . . . . 137
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contenido
XI. La instalación del laboratorio (1878-1880)
Genio y locura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
XII. La Nueva Escuela de Antropología Criminal
y de Derecho Penal (1878-1882)
La difusión de El hombre delincuente.
Los primeros partidarios en Italia,
Europa y América. . . . . . . . . . . . . . . . . 155
XIII. Época de oro (1882-1889)
Batallas y triunfos. . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
XIV. Nuevas grandes batallas (1889)
El nuevo Código. El Congreso de París. . . 175
XV. Crisis externa y relámpagos
de luz (1889-1891)
Crisis económica. Cátedra
de Psiquiatría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
XVI. Nuevos estudios. Nuevos consuelos
(1891-1893)
La mujer delincuente. El espiritismo.
El Congreso de Bruselas. . . . . . . . . . . . 191
XVII. Días tranquilos (1893-1898)
Congreso de Ginebra. Nuevos estudios
sobre delito y el genio. Viaje a Moscú. . . 199
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vida de lombroso
XVIII. Acontecimientos públicos y privados
(1898-1904)
Traslación del museo. Reacción política.
Entrada de Lombroso en el socialismo. . . 209
XIX. Últimas desilusiones. Últimas alegrías
(1904-1906)
Desilusiones políticas. Fiestas y triunfos. . . 223
XX. Últimas amarguras. Últimos estudios
(1906-1909)
Hostilidad contra la pelagra.
El espiritismo. La muerte . . . . . . . . . . . 233
Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
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gina lombroso de ferrero
Vida de Lombroso
INSTITUTO NACIONAL DE CIENCIAS PENALES
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Traducción:
José Silva
Universidad de Padua
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DIRECTORIO
Eduardo Medina Mora Icaza
Procurador General de la República
y Presidente de la H. Junta de Gobierno del inacipe
Juan Miguel Alcántara Soria
Subprocurador Jurídico y de Asuntos Internacionales de la pgr
y Secretario Técnico de la H. Junta de Gobierno del inacipe
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Gerardo Laveaga
Director General
del Instituto Nacional de Ciencias Penales
Álvaro Vizcaíno Zamora
Secretario General Académico
Rafael Ruiz Mena
Secretario General
de Profesionalización y Extensión
Citlali Marroquín
Directora de Publicaciones
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Primera edición, 2009
Edición y distribución a cargo del
Instituto Nacional de Ciencias Penales
Magisterio Nacional 113, Tlalpan
14000 México, D. F.
www.inacipe.gob.mx
[email protected]
Se prohíbe la reproducción parcial o total,
sin importar el medio, de cualquier capítulo o información
de esta obra, sin previa y expresa autorización del
Instituto Nacional de Ciencias Penales,
titular de todos los derechos
D. R. © 1940 Ediciones Botas, México,
Biblioteca Criminalia, vol. i
D. R. © 2009 Para esta edición:
Instituto Nacional de Ciencias Penales
ISBN 978-970-768-093-7
Diseño de portada: Victor Hugo Garrido Soto
Impreso en México • Printed in Mexico
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PRÓLOGO
Me han presentado a un joven sabio desconocido (1869),
llamado Dr. Lombroso, que es una especie de tocado, un
monomaniaco. Me ha hablado de ciertos signos anatómicos por los cuales puede reconocerse a los criminales,
lo que sería muy cómodo para los jueces de instrucción.
Con estas palabras Emilio Laveleye describe, escueta pero certeramente, la personalidad de César
Lombroso, quien sólo siete años después de aquel
encuentro suscitaría grandes controversias, merced a
la aparición de su libro El hombre delincuente (1876),
punto de partida de la antropología criminal: una
nueva y prometedora ciencia, para algunos, y mera
charlatanería o el sueño utópico de un ingenuo, para
otros. Lo cierto es que el psiquiatra italiano, doctorado en Medicina por la Universidad de Pavía (1859),
posteriormente prestigioso catedrático y director del
manicomio de Pesaro, alcanzó celebridad mundial
por sus estudios acerca de la genialidad, la locura y la
delincuencia, en el marco de una teoría de sustento
anatómico tan fascinante como discutible.
La primera biografía de este personaje, quien figura
junto con el médico vienés Franz Josef Gall, el prefecto de la policía de París, Alphonse Bertillon, el odon11
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vida de lombroso
tólogo norteamericano Paul Revere y el científico
inglés sir Francis Galton, entre otros ilustres pioneros
de la criminología y la criminalística, fue escrita por
su propia hija, Gina Lombroso de Ferrero, y publicada en 1921 con el título Vita di Lombroso, resumen
de un trabajo mucho más extenso: César Lombroso.
Historia de la vida y de la obra (Turín, 1915).
Transcurridos 68 años desde que apareciera la primera edición mexicana, en traducción al castellano de José
Silva para la colección “Biblioteca Criminalia” de la editorial Botas (1940), el Instituto Nacional de Ciencias
Penales (inacipe), siempre interesado en la divulgación
de bibliografía selecta acerca de los temas científicos y
humanísticos de su competencia, sean obras nacionales
o extranjeras, reedita el texto ya clásico según la versión
de editorial Botas, tanto en virtud de su valor histórico
como de la indiscutible relevancia de su protagonista,
el famoso criminólogo italiano César Lombroso, nacido
en la ciudad de Verona el 6 de noviembre de 1835 y
fallecido el 19 de octubre de 1909 en Turín.
El metro y la balanza eran sus herramientas de trabajo. Pesaba y medía todo: la estatura, los brazos, las
orejas, el cráneo. Estudiaba y examinaba meticulosamente todo: ojos, tatuajes, argot, temperatura. Para
él, en un principio, casi todo era anatomía. Su obra
es la de un naturalista, centrado en la observación directa de los hechos. Su cerebro estaba dispuesto para
la observación. Tenía curiosidad por la naturaleza, la
mirada analítica, la paciencia de piedra y amor inquebrantable a la verdad.
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PRÓLOGO
En cierta ocasión, teniendo sobre la plancha el cadáver de Vilella, viejo bandido calabrés, al hacer la
disección del cráneo encontró una anomalía insólita
en el hombre actual, mas no así en las razas antiguas
y en algunas especies animales: la foseta media de la
cresta occipital.
Tal descubrimiento le sirvió de base para señalar
que el criminal era un salvaje resucitado por un fenómeno de atavismo. Años después, atribuye también
a la epilepsia la causa de la criminalidad, una vez terminado el estudio de Salvador Misdea, que había cometido un crimen con una rapidez insólita, crueldad
y multiplicidad de lesiones fuera de lo común y sin
complicidad alguna.
Finalmente, indica que la locura moral, perturbación que recae sobre los sentimientos y deja intactas
las facultades intelectuales, es otra de las causas de la
delincuencia.
Las fórmulas lombrosianas antes expuestas fueron
englobadas por Paul Von Nacke, distinguido criminalista alemán, en la teoría tríptica de la criminalidad,
la que se resume en las siguientes conclusiones: el
criminal propiamente dicho es nato; equiparable con
el demente moral; con base epiléptica; explicable principalmente por atavismo, y forma un tipo biológico y
anatómico especial.
Como resultado de todas estas observaciones y experiencias, César Lombroso publicó El hombre delincuente, su obra cumbre que, en un principio, constaba de tres volúmenes. Gina, su hija, quien dedicó lo
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vida de lombroso
mejor de sus afanes y una buena parte de su vida a la
exposición de la obra de su padre, la redujo a uno solo,
conservando la parte fundamental de la doctrina lombrosiana, “sobre la que —según afirma Mariano Ruiz
Funes— la acción del tiempo había proyectado ya la
autoridad de lo imperecedero”. La primera edición
apareció en 1876; la segunda en 1878; la tercera en
1885; la cuarta en 1888; la quinta entre 1896 y 1897.
Así fue como el psiquiatra italiano abordó la naturaleza del crimen desde la perspectiva de la antropología.
La teoría lombrosiana conoció el esplendor y el
ocaso conforme se fueron realizando nuevos descubrimientos científicos. Ahora bien, cuando fue analizada fuera de su propia esfera, en otras áreas del conocimiento y mediante procedimientos diferentes del
método causal-explicativo, comenzó a cuestionarse
con gran severidad hasta caer en el total descrédito,
no sólo en perjuicio de su expositor sino de toda la
antropología criminal.
La existencia de un delincuente nato no ha podido demostrarse empíricamente; es decir, no hay
hombres que constituyan unas especies generis humani como Lombroso creyó. Al morir éste, en 1909, la
teoría lombrosiana se hallaba en la última fase de su
desprestigio. Sin embargo, a partir de 1912 comenzó,
en buena parte, a reinvindicarse. Así, tenemos que
A. F. Bronner, H. H. Goddard, Edith L. Spaulding,
Mauricio Parmelee y William Healy destacan, sin ser
ortodoxos de la doctrina, la importancia de los factores congénitos en el crimen. Asimismo, se esmeran
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PRÓLOGO
en su defensa Vervaeck, el gran criminólogo belga, y
el médico inglés de prisiones Charles Goring, sosteniendo que existen características mentales y morales
de la persona normal que tienden al delito. También
se manifiestan partidarios de las teorías del famoso
“medico de Turín” Von Rohden, Mezger y Evelio Tavío, por mencionar algunos penalistas destacados.
Respecto a las causas o factores de la delincuencia
han corrido y siguen corriendo ríos de tinta, porque
cada estudioso del tema, como no podía ser menos en
una cuestión tan compleja, tiene su propia versión.
En la actualidad, no se puede afirmar que la existencia de una tara hereditaria determine fatalmente
la génesis del delito, puesto que lo que se hereda es la
predisposición, no la enfermedad o criminalidad. En
otras palabras, el crimen no puede definirse ni comprenderse exclusivamente como un hecho biológico,
ya que se trata, ante todo, de un suceso jurídico, histórico y cultural. El hombre, como afirma García Andrade, no es sólo “herencia” sino “historia”.
Hoy la antropología criminal, con este u otro nom­
bre, se ha inscrito en el cuadro de las ciencias imperecederamente y junto a ella está el nombre de su fundador, César Lombroso, cuyo mérito perdurable no
reside en sus opiniones acerca del delincuente, sino
en que no se limitó a proponer teorías en torno al crimen desde su “mesa de gabinete”, sino que, antes de
ello, realizó personalmente investigaciones empíricas
respecto a una cantidad de delincuentes y convictos,
de los que dedujo sus afirmaciones.
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vida de lombroso
Haber creado una ciencia nueva es el gran mérito
de Lombroso. Es verdad que el corpus que le dio está
hoy superado y sólo perviven los chispazos del genio;
pero esto no es motivo suficiente para negarle la paternidad de una ciencia, inédita hasta él, así como
nadie arrebata a Hipócrates su calidad de padre de
la medicina, no obstante que haya cambiado cuanto
de ella dejó, desde la raíz hasta la frondosa copa. El
genio suele equivocarse, pero sus errores son siempre
fecundos, fuente de inspiración para las generaciones
futuras.
Dr. L. Rafael Moreno G.
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PALABRAS PRELIMINARES
La revista Criminalia —que me honro en dirigir—,
de acuerdo con Ediciones Botas, de México, ha determinado publicar algunos libros cada año, con la
finalidad de divulgar trabajos relacionados directa o
indirectamente con los estudios penales y criminológicos.
Hemos creído conveniente iniciar esas publicaciones con la traducción al español de Vita di Lombroso,
escrita por su hija la señora Gina Lombroso, doctora
en Medicina y en Letras.
Esta admirable mujer, desde niña, como compañera y colaboradora de su padre, presenció muy de cerca
la tenaz y fecunda obra de investigación de Lombro­
so, cuya vida de pensamiento y acción merece el ca­
li­fi­cativo de ejemplar, con un mérito singular que el
aguafuerte de la crítica científica actual no puede
disputarle: haber abierto una nueva ruta al pensamiento jurídico penal, con la tendencia por él iniciada de elevar al Derecho Penal, del silogismo apriorístico a la amplitud fecunda de una Ciencia Social.
Nacida Gina en Pavía el 5 de octubre de 1872,
honorable señora de Ferrero desde hace 39 años, llega
a la plenitud de su vida con laureles legítimamente
conquistados en las ciencias y en las letras, templada
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vida de lombroso
el alma en la lucha y en el dolor, inclusive el de ver
malogrado a su hijo Leo cuando en él cosechaba ya
frutos opimos del espíritu.
Reproduzco a continuación los datos más destacados de su biografía.
Fue hija de César Lombroso y Nina Debenedetti,
ambos judíos de raza pura. Fue educada por sus padres
con la mayor libertad de acción y de pensamiento.
A los seis años fue enviada a la escuela primaria.
Nadie en la familia daba importancia a los estudios
y la niña mucho menos, sin embargo, llegó a querer
mucho a su escuela, porque en ella encontraba una
norma de conducta.
Terminada la escuela primaria, fue enviada a la escuela profesional femenina. Una institutriz encontró a
la niña tan inteligente, que insistió mucho con sus padres para que la mandaran a estudiar latín a un Liceo.
Una compañera de escuela de su hermano tuvo el
encargo de preparar a la niña para el grado de Liceo
inferior. Un año después, a la edad de 15 años, Gina,
que no amaba el estudio, aunque tuviera gran facilidad
para aprender, entró al Liceo superior con el propósito
de estudiar Medicina para poder ayudar a su padre, a
quien adoraba. Pero una vez terminados los estudios
en el Liceo, no se atrevió a inscribirse en la Facultad
de Medicina, donde no había entonces ninguna joven, y se dedicó al estudio de las Letras. Terminados
éstos, cuando ya se habían inscrito otras jóvenes en
la Facultad de Medicina, se inscribió ella también y
continuó sus estudios con gran entusiasmo.
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PALABRAS PRELIMINARES
Para obtener su título de Medicina, publicó su te­sis
acerca de “Las ventajas de la degeneración”, en la
cual sostenía que no hay en la naturaleza lo que se
lla­ma degeneración o evolución, sino sólo una adapta­
ción que los hombres a su capricho definen de maneras diferentes. Antes había publicado varios es­tudios
de eco­nomía política: “Investigaciones en un ba­rrio de
Turín”, “El analfabetismo en Italia”, “Las leyes sobre
huelgas”, “Las leyes de protección a la mujer y de los
niños”, una investigación acerca de “Las causas populares”, etcétera.
Su verdadera pasión eran la Economía Política y
la Filosofía.
En 1896, preocupada por la crisis económica tan
grave que sufrió Italia, comenzó a reflexionar respecto
a los peligros del maquinismo y a estudiar las leyes de
In­gla­terra, donde nació el maquinismo, la historia
de China y de América, para comparar en el país en
el cual el maquinismo fue rechazado con aquel donde
llegó a su apogeo.
Se casó en 1901 con Guillermo Ferrero y tuvo dos
hijos; un niño, Leo, nacido en 1903, y una hija, Nina,
nacida en 1910, a los cuales se consagró. Su padre,
César Lombroso, murió en 1909 y Gina se dedicó a
reunir los escritos paternos, a corregir los libros en
prensa y a juntar cartas y manuscritos. Reconstruyó,
recogiendo los estudios de Lombroso acerca de enajenación mental, “El hombre enajenado”. Como el
libro El hombre criminal estaba agotado, lo resumió
en un volumen, según los deseos del editor; arregló
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vida de lombroso
la reedición de La mujer criminal, recogió todos los
documentos relativos a la vida de su padre y diferentes estudios científicos, en un gran volumen titulado
César Lombroso, estudio de su vida y de sus obras, que
resumió después para una biblioteca popular, en un
pequeño volumen, La vida de César Lombroso.
Se ocupó, durante la guerra, en obras de beneficencia y estuvo en contacto con las mujeres de su
tiempo, por lo que se dio cuenta de que la mujer no
se apreciaba debidamente a sí misma y hacía responsable a la educación de las diferencias profesionales
entre los dos sexos. Entonces escribió su libro Alma
de mujer, donde fija los caracteres esenciales que distinguen a los hombres de las mujeres. Este libro tuvo
gran resonancia en el mundo y fue traducido en 16
idiomas.
Después escribió: La mujer frente a la vida, La mujer
en la sociedad actual y Vidas de mujeres.
Cuando comenzó la crisis económica, Gina Lombroso encontró en ella la confirmación de sus estudios contra el maquinismo, iniciados en 1896; reunió
entonces estos estudios en un libro, La tragedia del
progreso, publicado en 1929, que fue inmediatamente
traducido al inglés, al español y al francés, con el título de El precio del maquinismo. Este libro dio lugar a
muchas controversias y fue continuado en 1933 por
otro, Retorno a la prosperidad.
En 1933, una inmensa tragedia cayó sobre su vida.
Su hijo Leo murió en un accidente. Desde entonces,
la madre se dedicó a recoger los estudios de su hijo.
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PALABRAS PRELIMINARES
Sus primeras notas, La eclosión de una vida, aparecieron en 1936.
* * *
No quiero dejar de destacar en especial, una cualidad de la señora de Ferrero, que por sí sola hace de la
autora de la biografía de Lombroso, una figura respetable; me refiero a su serena devoción para los suyos
y por la sociedad, y, en particular, por sus elevadas y
bien orientadas enseñanzas feministas.
Es prueba de ello este libro acerca de su padre, que
cautiva por su hondo sentido de persuasión.
Gracias en nombre de los juristas mexicanos, por
la autorización dada por la señora Lombroso de Ferrero, para editar esta versión en español de la vida de
César Lombroso, con un prefacio escrito ex profeso
para los lectores mexicanos.
Gracias también al doctor José Silva, quien ha sabido conquistar gran simpatía en México, sobre todo
en los centros universitarios, por el noble y desinteresado esfuerzo que significa esta traducción.
Estamos seguros de la cordial acogida que los lectores de habla hispana darán a este libro, que tiene gran
actractivo por su calidad humana y sus amplias sugestiones para la historia del pensamiento científico.
José Ángel Ceniceros
México, abril de 1940
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A LOS LECTORES MEXICANOS
Esta obra es el resumen de un libro acerca de Lombroso, compuesto aprovechando todos los documentos,
ya sean privados, como el diario, las cartas autógrafas,
cartas de amigos y resúmenes de sus cuadernos, ya sean
públicos, como nombramientos, diplomas, artículos,
informes en Congresos, libros, prólogos, dedicatorias,
relaciones de Con­gresos, investigaciones, polémicas,
todos los cuales he podido reunir y estudiar.
De estos documentos, estudiados en el cuadro y en
el tiempo a los cuales pertenecen, he tratado de destacar la figura humana de mi padre. Como su vida refleja las vibraciones de los tiempos en que vivió; como
su vida estuvo llena al mismo tiempo de estudios y de
acción, me he detenido en los lugares y en los tiempos en que vivió y entre los hombres y los sucesos que
obraron en él y en los cuales él tuvo influencia. Me he
dedicado a estudiar sus luchas para hacer triunfar sus
ideas en los dominios de la psiquiatría, del crimen y
de la psicología del genio, y sobre todo en su estudio
acerca de la pelagra, que constituye el episodio más
trágico y más hermoso de su vida.
Para no ser traicionada por mis sentimientos o por
recuerdos infantiles o documentos demasiado parciales, antes de publicar la edición italiana de este volu23
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vida de lombroso
men, sometí cada página a la revisión de aquellos que
conocieron mejor que yo los tiempos y las circunstancias de que he hablado y que hasta donde fue posible
tomaron parte en los mismos sucesos.
Discípula fiel de aquel que puso la verdad por encima de los deberes humanos y divinos, he tratado
de ser imparcial, de dejar que los hechos hablen de
acuerdo con los documentos reunidos al final del volumen. Pero si el lector encuentra de vez en cuando
un relámpago de ternura o de admiración, que me
perdone, pensando que quien escribió estas páginas
tra­bajó, lloró y pensó desde su más tierna juventud,
con el protagonista de esta historia, y que es su hija.
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Gina Lombroso
Doctora en Letras y en Medicina
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DEDICATORIA
Este libro estaba destinado a ti, Leo. A ti, que estabas
entonces próximo a entrar en la vida, quise confiar la
suerte de esta biografía en la edición italiana.
Pero tú ya no existes, hijo mío. En aquellas tierras
mexicanas que encantaron tus últimos meses, hallaste la muerte.
A tu hermana Nina Raditza, a su hijo Leo, que ya
lleva flores a tu tumba, a su Bosilka y a tus primos Enrico Carrara, Nora Rossi y César Lombroso, que continúan velando sobre tu memoria y sobre la de Él, confío
el recuerdo de tu abuelo y el tuyo. Y no sólo el recuerdo, sino la tarea que el abuelo se había propuesto en
beneficio de los hombres. Nosotros, sus hijos, hemos
procurado cumplir con esa tarea hasta lo último. Leo
la había continuado también. Haced lo mismo vosotros que tenéis en vuestras venas la misma sangre. No
os dejéis cegar por los tiempos terribles en que vivimos. No creáis en el triunfo de la fuerza sobre el amor
y de la astucia sobre la rectitud. Como Leo dice en sus
Desesperaciones, a los altruistas toca la mejor parte de
la vida. Aun en los tiempos más sombríos, continuad
sirviendo a la humanidad y el sol triunfará de las tempestades acumuladas sobre vuestra vida, como triunfó
de las que amenazaron a vuestro abuelo.
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I. FAMILIA. INFANCIA
(1835-1849)
De la clase alta en la cual nació, consiguió
Lombroso la seguridad de sí mismo, el
desprecio para la opinión pública, para la
riqueza y los honores, que se encuentran
sobre todo en los hijos de una estirpe que
desde mucho tiempo no han debido jugar
de astucia con los hombres pequeños, ni
inclinar la cabeza frente a nadie.
César Lombroso nació en Verona el 6 de noviembre
de 1835, de Aarón Lombroso y Céfora Levi, los dos
judíos de purísima estirpe. No nació por casualidad
en Verona. Cuando su futura madre, una de aquellas pequeñas judías tímidas y ardientes como las que
describe Walter Scott en su Ivanhoe —en las cuales toda la idealidad, el ardor, la inteligencia de su
raza han quedado intactas entre los cerrados muros
de la casa bien defendida contra las fealdades exteriores—, estuvo en edad de casar, había declarado a
sus padres que se casaría sólo en un país donde sus
hijos pudieran aprovechar la instrucción pública, y
ejercer profesiones liberales, lo que estaba prohibido
a los judíos del Piamonte donde ella había nacido y
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donde los judíos eran oprimidos con todo género de
vejaciones.
Los padres —ricos industriales y propietarios de
Chieri, liberales, de sentimientos y de tradición—,
los abuelos, que habían tomado parte en el gobierno
de Napoleón, y varios parientes que militaban en las
filas mazzimianas, entre otros David Levi —autor de
Giordano Bruno— no obstaculizaron el deseo de su
Céfora, a quien habían instruido en los más severos
estudios clásicos y educado según una mezcla de rígida moral judía y de ideas liberales a la Rousseau.
Por tanto le buscaron un esposo en el LombardoVeneto, que podía considerarse en 1830 no sólo co­
mo la región más rica y culta de Italia, sino también
como la más libre, pues Austria había respetado muchas de las reformas excelentes llevadas por la Revolución francesa; entre otras cosas, las escuelas eran
laicas y los judíos se admitían para gozar de la ley
común.
Aarón Lombroso —el novio escogido— era un jo­
ven culto, bueno, amable, generoso, pero muy tímido, muy religioso, indeciso, débil y muy apegado a
las tradiciones conservadoras. Por su inteligencia y
por su carácter, era inferior a la joven Céfora, y sobre
todo lo había educado con principios muy distintos
su padrastro Del Grego, con el cual su mamá había
casado una segunda vez. Pero en las tradiciones judías
la situación social de la familia tiene casi la misma
importancia que las cualidades personales del candidato, y la familia Lombroso poseía un patrimonio
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FAMILIA. INFANCIA (1835-1849)
conspicuo y era de ilustre ascendencia Aarón Lombroso, el último descendiente de una antigua familia
de judíos españoles, emigrados a Túnez en tiempos de
la persecución, que después pasó a Liorna y a Florencia, donde uno de ellos, bisabuelo de Aarón Lombroso, presidente del Consejo del Gran Duque de Toscana, emigró a Venecia para publicar un comentario de
la Biblia.
La novia, acompañada por el recuerdo de los ami­
gos y hombres de letras, para los cuales la casa materna era hospitalaria, se marchó a pequeñas jornadas
(pues no había ferrocarriles) con sus padres, a Verona,
y el 6 de septiembre de 1832 se celebró el casamiento:
casamiento de familia a familia, más bien que de persona a persona, pues los dos jóvenes nunca se habían
visto.
* * *
Aun cuando los dos jóvenes no se hubiesen conocido, la unión fue dichosa por el amor ferviente y la
armonía perfecta, que duraron inalterables hasta el
último día. Hubo, es verdad, una nube en la persona
de la suegra Pasqualina Lattes del Grego Lombroso.
Esta señora, nacida en 1764, educada en la alta sociedad de Venecia antes de la Revolución francesa,
aristócrata en el sentido tradicional de la palabra,
ambiciosa, altanera, llena de prejuicios, atacada por
el convencionalismo y la etiqueta, adoradora de la
forma más que del fondo, estaba en contraste perfecto
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vida de lombroso
con su nuera pequeña y tímida, ardiente de patriotismo, que despreciaba el lujo y la etiqueta y que por
su idealismo había pasado de un golpe de una pobre
aldea piamontesa a la suntuosa y elegante Verona.
No sólo una generación, sino un siglo entero y una
revolución dividían a las dos mujeres.
Hasta que vivió Del Grego y las riquezas fueron suficientes, los choques fueron soportables. La riqueza disminuye los disgustos y la esposa estaba encantada de su
nueva residencia. Ninguna ciudad podría mejor adormecer y calmar los dolores de un alma artista y culta.
Fundada por los pueblos euganeos cerca de sus mon­
tes, ocupadas sucesivamente por los romanos, los emperadores de Occidente, los hunos, los godos, los lon­
gobardos, los francos, los octones, los scalígeros, hasta
que se sometió espontáneamente a Venecia, con la
cual cayó antes bajo la dominación de los franceses y
después de los austriacos, Verona tiene en todo —en
la arquitectura, las industrias, la cultura, las costumbres— huellas de cada uno de aquellos pueblos que
los sucesores no pensaron demoler. No hay un pedazo
de aquella tierra, llena de historia, que esté sin hermosura y sin recuerdos. A lo largo del Adige, ahora
protegido; a lo largo del Adigetto, ahora enterrado; a
los pies del panorama maravilloso del monte Baldo, de
San Leonardo, de los Montes Euganeos; en las co­linas,
las plazas, las calzadas, los planos, sobre las aguas; por
todas partes los puentes, las basílicas, los tea­tros, los
circos, los templos, los monumentos, los pozos, recuerdan a uno u otro de sus dominadores.
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FAMILIA. INFANCIA (1835-1849)
La joven esposa, en los primeros años pudo gozar
todo el encanto de la risueña ciudad y de sus habitantes, cultos e inteligentes como son casi siempre los de
países agitados. La familia Lombroso del Grego, en el
ápice de la riqueza y el lujo, vivía en un gran palacio,
tenía quintas y reunía en recepciones y fiestas a la
mejor sociedad de Verona.
En aquel gran palacio nacieron, sucesivamente: en
1833, Sansón Hércules; en 1834, Pasquetta; en 1835,
Ezequías Marco, llamado César; en 1837, otro hijo,
Rómulo, y después Chiarina.
Pero en 1844, imprevistamente, Del Grego murió.
Los Lombroso, que estaban en Chieri, regresaron a
Verona dejando a los abuelos maternos el pequeño
César que era su preferido.
Chieri, donde el chico quedó algunos años, es una
pequeña ciudad del Piamonte en una posición maravillosa. Abierta sobre una larga llanura, sobre la cual
sopla una brisa de monte seca y ligera, circundada
por fértiles escaleras de colinas sobre las cuales se
erigen palacios y castillos medievales, con el fondo
lejano de los Alpes. La casa de los abuelos era un
verdadero puerto de mar, siempre lleno de parientes
y amigos. Estaba en la calle principal, unida en el
interior con otras casas donde vivía, según la costumbre patriarcal de aquella época, la parentela, y
se abría por atrás sobre la campiña. Todos los parientes, naturalmente, rodeaban al pequeño huésped que
muy pronto fue su benjamín. El afecto y el gozo de
aquellos años que recordó siempre como los más be31
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vida de lombroso
llos de su vida, fueron para él un capital inagotable
en su porvenir.
Mientras el niño estaba tranquilo y feliz en Chieri,
su familia sufría desgracias muy graves. El abuelo Del
Grego había dejado una herencia difícil de liquidar.
El padre, inepto, y no acostumbrado a negocios, complicó siempre más las cosas. Los parientes maternos
se fueron de Chieri y pasaron seis meses en Verona
para arreglar los asuntos; hubo desgracias exteriores:
robos, incendios, inundaciones que absorbieron mucho dinero. La familia tuvo que cambiar su existencia
y se fue a vivir en una modesta casa de su propiedad.
El nuevo ambiente mucho más modesto había encantado al padre Lombroso, que, obtenido un puesto
en la Sinagoga Sefardita, era feliz viviendo quietamente, estudiando y discutiendo los Libros Sagrados, sin
tener que pasar por las tenazas de la etiqueta. Pero, por
el contrario, la abuela estaba casi desesperada. ¿Có­mo
podía doña Pasqualina Lattes Lombroso del Grego,
que hasta entonces había adorado sólo el lujo y la
etiqueta, renunciar a la servidumbre, a la vida lujosa,
reducirse a un barrio vulgar donde vivían personas
de pocos recursos que hasta entonces ella había despreciado? ¿Y sobre quién verter el dolor y la aspereza
de su alma sino en la nuera que acusaba de haber degradado a la familia? En realidad, con sus padres, la
nuera había sido precisamente el ancla de salvación
de la familia Lombroso: a su sentido común, a su actividad, la familia debía el hecho de poder continuar
una existencia seria y decente; pero la nuera debió,
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hasta la muerte de la suegra, tolerar sus reproches más
atroces como una verdadera víctima expiatoria.
El retorno del pequeño César a ese ambiente no fue
muy feliz. Molestó al chico no encontrar su antiguo palacio, con el jardín y el pozo que eran para él los confines encantadores entre los cuales se había desarrollado
su infancia: no le gustó verse ahogado en el corazón de
la ciudad, entre calles estrechas; no le gustó abando­
nar la casa de los abuelos. Una larga molestia física,
producida por la tenia, vino a entristecerlo aún más.
Cuando sanó, fue enviado a la escuela primaria, don­de se hizo mucho honor. Lombroso recordó
siempre como una de las grandes joyas en su vida,
un pre­mio —el libro Asno de oro, de Apuleyo—, que
había obtenido y las aclamaciones de cuando, chico,
se dirigió hacia el palacio imperial para recibir una
corona: primera y última corona de lauros que le dio
su inteligencia.
Pero no fue lo mismo en las escuelas “de gramática”, que corresponden a nuestros liceos o escuelas
preparatorias. Aun cuando existen las calificaciones
que comprueban que César Lombroso estuvo entre
los primeros de las clases, él mismo recordaba aquellos años como una pesadilla.
Yo creo que esto se debía al hecho de que no había podido encontrar en la escuela un centro de las
queridas amistades que tanto le habían consolado en
Chieri.
No hizo amistad entonces sino con tres compañeros. Y muy estrecha con cierto R., que tenía su edad,
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joven rico, inteligente, alegre, en el cual Lombroso
concentró toda su sed de afecto.
Solía pasear con él a lo largo del Adige, llevando
un Lucrecio que leían en alta voz. Para no traer consigo el libro, los dos amigos habían encontrado un
escondrijo en un hueco de una roca. Un día el libro
desapareció, lo buscaron inútilmente y después abandonaron las investi­gaciones. Pero algunos meses más
tarde, Lombroso descubrió en una librería de viejo
su libro y se dio cuenta de que R., su amigo, lo había
robado y vendido.
Fue éste —escribió Lombroso en 1853, en una página de
su diario, a propósito de otro robo del mismo amigo— el
dolor más grande de mi vida. El libro valía pocas liras;
no era, pues, la pérdida lo que me agitó; pero verme traicionado por aquel amigo al cual yo no podía continuar
queriendo (el corazón de Lombroso era independiente
de su razón), me dio agitación y desilusión tan grandes
que me sentí mal por muchos meses.
Este episodio describe muy bien al muchacho de
entonces, extremadamente sensible, apasionado, delicado, impulsivo, uno de aquellos jovencitos a los
cuales se podría decir como del protagonista de la
Cartuja de Parma: “Usted tiene demasiado fuego para
las almas prosaicas; dedíquese al bello sexo; sólo las
mujeres lo comprenderán.”
Su primer cenáculo fue, efectivamente, de mujeres: formado por su madre, su hermana y las amigas
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FAMILIA. INFANCIA (1835-1849)
de la madre. ¡Tan poco le basta a un alma llena de
fervor!
Animado por este humilde grupo, el jovencito (tenía 15 años) escribió, entre otras cosas, dos monografías: “Ensayo sobre el estudio de la historia de la
República romana” y “Ensayos sobre la agricultura de
Roma antigua”, publicadas en 1852, que pueden compararse con las obras mayores escritas en edad madura, y que están escritas con un estilo vigoroso, una
precisión de frases que después no se encuentra sino
en sus conferencias de inauguración de cátedras.
Debemos recordar —escribe al terminar sus “Ensayos sobre el estudio de la República romana”— que al estudio
de la historia romana debemos dirigir las investigaciones
especiales. Nunca se vio en el mundo más luminosa y
constante síntesis política ni estudio que pueda ofrecer
tantos materiales al mismo tiempo a la filosofía de la
historia. Y hay más. Algunos se sorprenden de que con
tantos otros sublimes modelos sea tan grande todavía
en Europa la veneración para las obras de los clásicos.
¡Oh!, hasta el pedante lo siente sin entenderlo: no es
tanto la magnificencia del estilo o la amplitud de los
conocimientos lo que nos encanta, cuanto el conocer
que ahí debemos encontrar el origen de nuestras leyes,
nuestras ciencias, nuestra dominación: que su historia es
continuada por nosotros y que para nosotros, italianos,
es esa una historia nacional. Evidentemente, el estudio
del hombre —en su incremento y desarrollo en el mundo— nos inducirá frecuentemente a tristes confesiones:
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vida de lombroso
nos hará desear amargamente la serena amplitud de los
estudios naturales. Pero ningún otro nos interesa más
de cerca. También entre las más bellas o más grandiosas
obras de la naturaleza buscamos ansiosamente los vestigios mezquinos de la vida humana, y no hay, como decía
Pagano, meditación más agradable y profunda que la relativa a los orígenes, las obras y las facultades de esas entidades de las cuales nosotros mismos somos un eslabón.
Hay más aún: los grados de la civilización social están limitados por la acumulación de los tesoros de tradiciones,
de manera que el niño de nuestros días puede aprender
lo que en muchos siglos aprendieron naciones enteras.
Sólo a la historia, podemos decir, se debe el maravilloso
progreso de nuestra edad; pero cuán poco, y tal vez qué
mal, se estudia, si se comparan sus ventajas inmensas y
su absoluta necesidad. ¡Cuántas ideas mezquinas y cuántos prejuicios! Con la diferen­cia de que tenemos mucho
material, no estamos muy lejos de historiadores simples
y casi desconocidos. Barrer estos prejuicios, enseñar,
por decir así, las longitudes y las latitudes morales de
las naciones, y, sobre todo, con síntesis de hechos reales y positivos, libres de complacencias vulgares, hacer
reflejar en el espacio la facultad y la esencia del espíritu
humano. Es éste el fin de un estudio severo de la historia
y particularmente de la romana: ésta, al enseñarnos con
Bacon “que el arma de la sociedad moderna es la inteligencia”, nos enseña también la manera de emplearla.
Para entender cómo un joven de 15 años podía es­
cribir cosas tan serias, hay que pensar en el fermen-
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to vivo de aquella época típica y sublime de nuestra
vida nacional italiana, que de 1844 a 1850 culminó
en todo su esplendor, obligando a los jóvenes, que por
lo regular en aquella edad son distraídos, a ocuparse o
preocuparse de las grandes cuestiones públicas.
En 1844 había tenido lugar el triste epílogo del complot de los hermanos Bandiera. Calabria no se había
rebelado, pero Italia se había conmovido: en 1845, el
libro de Gioberti, Del primato morale e civile degli italiani,
hizo gran ruido; en 1846, la elección del Papa MastaiFerreti había excitado a los italianos hacia la libertad y
la independencia. Habían estallado en muchas partes
insurrecciones: en la Romaña, en Calabria, Sicilia y
Piamonte. Con el año de 1848 una época nueva pareció
nacer para Italia: Toscana, Sicilia, Nápoles se habían
agitado pidiendo Libertad, Constitución, Fraternidad.
El 25 de enero de 1848, Fernando de Borbón promete la
Cons­titución: el 4 de marzo Carlos Alberto de Savoya
la concede al Piamonte. El 12 de febrero se constituyó
en Roma el primer ministerio laico: en marzo de 1848
toda Italia, con excepción del reino Lombardo-Veneto,
se encontraba organizada sobre bases liberales.
Pero también el Lombardo-Veneto se estremecía.
Milán dio la alarma, se levantó y con sus solas fuerzas en cinco memorables jornadas expulsó al mariscal
austriaco. Contemporánea, y tal vez independientemente, Brescia, Bérgamo, Peschiera, Treviso, casi
todas las ciudades italianas pertenecientes al Imperio
austriaco se levantaron y encerraron a los dominadores en la ciudad de Verona.
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Pío IX, desde lo alto de su solio, bendijo a la Italia
renacida: escritores, músicos, poetas, cantaron la era
nueva, el hecho nuevo de que los pueblos italianos
por primera vez después de tantos siglos habían mezclado sus armas y su sangre unidos para expulsar al
extranjero.
Fue una llamarada a la cual siguió un periodo de
desconsuelo, desastres, reacciones. Pero ¿qué hacer?
Las llamas de 1848 habían envuelto el alma simple
del joven de 13 años y la sombría reacción nunca más
podrá apagar su exaltación.
* * *
Son estos los estudios, los lugares, el ambiente en
que Lombroso nació y pasó su primera juventud, casi
debería decir su infancia: dos ciudades de provincia
llenas de recuerdos históricos, de monumentos artísticos, llenas de sol, con una suave brisa montañesa, circundadas por montes y colinas: dos familias que desde
varias generaciones pertenecían a las clases elevadas,
cultas y ricas, en las cuales las dos formas persistentes
de la aristocracia, el idealismo y el formalismo, quedaban juntas en contacto y en contraste. Un ambiente
familiar, culto y estudioso, donde las tradiciones judías
estaban armoniosamente fundidas con las revolucionarias por una madre de inteligencia superior y de feminidad idealista, que concentraba su inteligencia, su
corazón, sus aspiraciones en el afecto para sus hijos.
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FAMILIA. INFANCIA (1835-1849)
La belleza estética del ambiente en que se formó,
produjo en Lombroso la pasión para todo lo que es
bello, lleno de sol y de bellezas naturales y artísticas,
y la intolerancia para vivir, aunque fuera temporalmente, en países monótonos y antiestéticos.
El momento revolucionario en que vivió le produjo el inmenso amor para la libertad, para toda forma
de libertad, la fe férvida en el amor y el idealismo humano. Del conflicto entre su mamá y su abuela, esto
es, entre el antiguo régimen y la Revolución francesa,
conflicto al cual asistió día tras día, obtuvo el desprecio, casi diría el odio, para todo lo que es etiqueta,
formalismo, convención, exhibición exterior, lujo,
servidumbre, para todo lo que hay de trivial en la palabra “aristocrático”.
De la alta categoría social en que nació, tuvo la seguridad de sí mismo, el desprecio de la opinión pública, de la riqueza y los honores que se encuentran, sobre
todo, en los hijos de una raza que desde hace tiempo
no están obligados a luchar por astucia con los hombres pequeños y a inclinar la cabeza frente a nadie.
Del amor intenso que lo rodeó en su primera infancia, del estoico idealismo de su madre que había
sacrificado su felicidad para ensanchar el campo de
reflexión y cultura de sus futuros hijos, tomó la fe segura en lo bello y en lo bueno que los años y los acontecimientos nunca después llegaron a destruir. Había
visto lo que es el heroísmo desinteresado, sabía que la
vida podía consentirlo: nunca se cansó de buscarlo y
perseguirlo.
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II. PAOLO MARZOLO
(1849-1852)
Si es difícil conocer su propia naturaleza,
más difícil es que sea comprendida y bien
dirigida por otros.
Aun cuando los ensayos de que hemos hablado nos
ofrezcan un espíritu singularmente maduro, el autor
era todavía un adolescente.
En las Memorias de un médico psicólogo publicadas
en 1863 se lee: “De mi existencia psicológica me di
cuenta sólo en 1850.” Esta nota y otra parecida que se
encuentran en su diario establecen indiscutiblemente
en 1850 el momento en que el joven se hizo hombre.
Tenía entonces 15 años.
El tránsito fue rápido. Como en los cuentos de
hadas, se durmió un día niño y despertó hombre; o
mejor, despertó tan niño y tan hombre como fue hasta el último día. Si en la adolescencia ya poseía las
cualidades de un escritor y la fuerza de penetración de
un hombre maduro, conservó siempre la ingenuidad
y el candor de un niño, la necesidad de expansión,
de gozo, de pasión, que es propia de la adolescencia;
el rápido tránsito del gozo excesivo a la melancolía
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vida de lombroso
excesiva, la timidez y la audacia de los jóvenes inexpertos.
¿Cuál fue el beso que despertó pronto el alma durmiente del niño, que lo reveló a sí mismo? ¿Cuál fue
el soplo que dio vida a la llama que debía arder en él
toda su vida? El Diario no lo dice, pero su pasión, sus
escritos, su existencia, todo lo revela: fue el encuentro con Paolo Marzolo, quien ejerció en el joven una
influencia tan grande, que si hubiera, como en China,
la costumbre de glorificar a los antepasados, tendría el
derecho de ser recordado cerca de su madre.
Te sequor… inque tuis nunc
Fixa pedum pona pressis vestigia signis
Naturam rerum haud divina mente cohortum
Diffugiunt animi terrores,
escribió en 1850 sobre una fotografía del maestro.
¿Quién fue Paolo Marzolo? Pocos entre los contemporáneos de Lombroso todavía lo recuerdan; nadie probablemente entre los hombres nuevos lo conoce: no tuvo honras y cargos en su vida, no tuvo
monumentos después de su muerte. Una piedra muy
sencilla recuerda su agitada existencia en el cementerio de Pisa, donde enseñó en sus últimos años.
Médico, filósofo, historiador, naturalista, filólogo eminente, nació en Padua de una familia noble
y liberal, en 1812, poco antes de que comenzara la
terrible contrarrevolución que debía conmover otra
vez al mundo entero.
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PAOLO MARZOLO (1849-1852)
Entró a los 14 años en la Universidad de Padua,
con el alma llena de amor, poesía, ideal, y mientras
conspiraba por las libertades de su país, mientras cantaba en poesía la vida, el sol y la primavera, mientras
estudiaba los antiguos poetas, concibió una idea de
enorme importancia: reconstruir la historia del hombre a través del análisis de la palabra.
Pero desgraciadamente, cuando el joven, apenas
trazada esta gran obra, estaba saboreando los primeros dulces frutos de la fama, cuando, comenzados los
estudios naturales y de Medicina, estaba encontrando los elementos complementarios de su concepción,
imprevistamente murió su padre, dejando a la familia
en las más graves condiciones.
Nacido en la riqueza, lanzado por la fatalidad a
una situación precaria, Marzolo no tenía ni los defectos ni las virtudes necesarias para adaptarse a la
nueva situación a que lo había llevado la fortuna. La
naturaleza y la educación materna lo habían hecho
un estoico y las adversidades de la vida no podían
llegar a transformarlo. A la rica clientela de Padua
que un amigo de la familia le ofreció, prefirió un
mezquino pueblo en el campo, donde podía encontrarse frente a los hombres que ahí viven lejos de
todas las mentiras convencionales. En Trevigliano,
solo, pobre, con la ayuda exclusiva del gran libro de
la naturaleza, comenzó a escribir la obra concebida
en la Universidad de Padua: traer del estudio de los
idiomas las leyes universales idiomáticas y las de la
historia.
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Pero en aquel pueblo, Marzolo no podía publicar
ni la Introducción a los monumentos históricos revelada
por el análisis de la palabra, pues le eran necesarios los
caracteres de todos los idiomas conocidos y de muchos casi desconocidos. Por tanto, en 1848 pensó ir a
Treviso para hacerla imprimir en Propaganda Fide.
“Esta obra —escribe Marzolo— se divide en dos
partes: ‘La historia natural de los idiomas’ y ‘La historia revelada por razones etimológicas’”.
En “La historia natural de los idiomas”, Marzolo
quería comprobar que los idiomas nacen, se desarrollan y mueren por una transformación espontánea y
continua. Debía dividirse en ocho tomos. Se proponía
en el primer tomo explicar el origen de los idiomas;
en el segundo, el progreso del desarrollo de ellos, por
la organización de las palabras; en el tercero, dar un
ensayo de elementos comparativos eufónicos especiales de varias lenguas; en el cuarto, analizar y demostrar las relaciones de la palabra con el sentimiento y
el pensamiento; en el quinto y sexto, hacer la historia
natural de la gramática; en el séptimo, tratar la historia de la escritura y la cronología de las palabras;
en el octavo, fijar las derivaciones que dimanan de la
historia natural de los idiomas.
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Cuando se publicó el primer tomo —escribe Ceccarel—, algunos periódicos hablaron de él y lo elogiaron;
pero él no estaba contento y rechazaba los elogios, porque los críticos no lo habían entendido. Un día leyó
un artículo que demostraba comprensión de sus ideas y
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PAOLO MARZOLO (1849-1852)
deseó conocer al autor. Marzolo pensaba que debía ser
un hombre experto en la ciencia, un pensador aislado
que vivía en la oscuridad por condiciones accidentales
o por la tristeza de los tiempos. El autor lo visitó poco
después en Treviso: era un jovencito de 15 años, César
Lombroso. Quien había adivinado primero en Italia el
genio de Marzolo se le presentó con el afecto de un hijo
y la veneración de un discípulo.
Si se piensa que el joven todavía no estaba en la
Universidad, que no había pasado por ninguna influencia, que vivía en una pequeña ciudad veneciana, separado del mundo, se entiende cómo maestro
y discípulo se ligaron ardientemente y qué enorme
influencia debe haber ejercido en el discípulo, todavía no abierto a la vida, el filósofo de 40 años en el
apogeo de sus fuerzas físicas, morales e intelectuales.
Por naturaleza, por raza y por educación, por sentimiento, maestro y discípulo eran muy distintos.
Pero si las fisonomías y los temperamentos no coincidían, si no coincidían afortunadamente el tiempo
y las circunstancias en que habían vivido, coincidían
por el contrario perfectamente en la naturaleza de su
ingenio.
De cultura inmensa, de genio enorme, era Marzolo
uno de los genios que sólo ofrece Italia, tanto más
generosos y desinteresados cuanto no esperan nada
de la sociedad; tanto más audaces porque saben que de
los poderosos nunca obtendrán piedad; tanto más individualistas porque ninguna escuela puede haberlos
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forjado o dirigido, tanto más perfectos por ser inexorablemente seleccionados en la lucha extenuante que
deben sostener. Era un genio según el modelo ideal de
Foscolo en el cual las facultades de sentir fuertemente,
de observar rápidamente, de imaginar nuevamente y
aplicar exactamente, están reunidas y vigorosamente
equilibradas en un mismo individuo, y obran de manera simultánea no ya por esfuerzo o regla, sino con la
espontaneidad con que obra la naturaleza misma.
Idéntica era la índole del jovencito.
Como Marzolo, tenía necesidad de emplear su
aguda mirada en buscar no sólo una, sino todas las
verdades que existen en la naturaleza; como Marzolo,
tenía aptitudes latentes de filósofo, historiador, naturalista, poeta. ¿Qué habría sido su vida si se hubiera
encontrado con los sabios analíticos de su época —y
de todas— y cómo habría evitado el joven el peligro,
si no hubiese encontrado a Marzolo?
La influencia que el maestro ejerció en el discípulo
fue triple; y en lugar de disminuir se acentuó siempre
más con los años. Primero, abrió al joven, hasta entonces sumergido en la lectura de los antiguos, en la
poesía y en la historia, el gran libro de la naturaleza;
le enseñó a observar todo, a dar importancia a todo,
tanto a las voces de los niños como al pensamiento de
los filósofos, a la transformación de una larva y a las
muecas de un loco, al vuelo de un ave y al sueño de
un enamorado; le mostró que no existe ninguna ley
física ni moral sin analogías y expresiones en todo el
mundo de la naturaleza, que ningún movimiento es
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PAOLO MARZOLO (1849-1852)
aislado y accidental, y que en el mundo físico y psicológico todo acto está provocado por una causa, toda
forma se reúne a lo demás que existe en la naturaleza,
en fin, que todo está en todo.
En segundo lugar, fue su guía seguro, sereno, capaz
de ver en él y fuera de él, de abrirle los ojos ante las
flores y las espinas que hubiera podido encontrar en
su camino.
En tercer lugar, y fue lo más importante, le mostró
que se pueden hacer grandes obras, siguiendo, en lugar de combatir, la propia naturaleza y abandonándose con confianza en los brazos de la verdad.
De estas influencias benéficas, Lombroso fue consciente. El afecto y la admiración que tuvo luego para
el maestro no disminuyó con los años y los transmitió
a sus discípulos y a nosotros, hijos suyos, que sin embargo nunca lo conocimos.
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III. Albores DE JUVENTUD
(1852-1854)
Los primeros años de universidad.
Su primer amor
Existen intelectos sublimes que tienen ne­ce­
sidad del contacto ajeno para ser fecundos.
El jovencito tenía 15 años cuando conoció a Marzolo. Pequeño, tímido, modesto, pero sanguíneo, fuerte,
apasionado, impulsivo, sin preocupaciones económicas ni ambiciones personales: ¡cómo le pareció luminosa en su primer despertar, la vida! ¡Cuán espléndido el camino que se le abría adelante, cuando estaba
lleno de ardor y ávido de beber todas las sensaciones
que pueden ofrecer el sol, el amor, la amistad, el estudio, la ciencia y la juventud!
El soplo de Marzolo no despertó a un genio abstracto, precozmente grave, encorvado sobre los papeles:
despertó a un joven que tenía todas las debilidades y
los entusiasmos, las pasiones y los desconsuelos que deberían tener los jóvenes: despertó un alma que anhelaba darse toda al ideal escogido y darse con el júbilo y la
generosidad permitidas por sus fuerzas exuberantes.
Pero era aquel el año de 1850: dos años después
de la Revolución que había conmovido el Lombardo49
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Veneto. Las universidades están cerradas, los viajes
obs­ta­cu­lizados y frecuentemente prohibidos; y el mu­
cha­cho debe quedar en Verona donde la reacción dominante hace la vida imposible a todo espíritu amplio.
Afortunadamente había en Verona, y todavía existe, una “Sociedad literaria” que daba incremento a
los estudios, con conferencias bien preparadas y, sobre todo, con una biblioteca magnífica donde estaban reunidas las obras fundamentales de la cultura de
aquella época.
Esta sociedad fue un refugio precioso para el joven
que, sin embargo, nunca despreció los otros atractivos
que ofrece la ciudad. El teatro tenía entonces importancia casi política; la Sociedad Filarmónica —el club
elegante de la ciudad— que reunía a la juventud alegre de Verona en fiestas, bailes, comedias en las cuales
el joven Lombroso tomaba parte de buena gana.
Pasaron así 1850, 1851, 1852, los años más terribles de la reacción. En 1852, acabado el periodo del
terror, Austria abrió otra vez las universidades y el
joven corrió a Pavía para inscribirse en la Facultad
de Medicina.
Escogió ésta no ciertamente por una particular
simpatía para aquella ciencia. Gustaba entonces mucho más de las letras, la historia y la historia natural
en las cuales había continuado ocupándose durante
los años de espera forzosa, y comenzó un libro sobre los orígenes de la raza humana: Hombre blanco
y hombre de color, en el que llegaba casi a las mismas
conclusiones a las cuales más tarde llegó Darwin. Su
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ALBORES DE JUVENTUD (1852-1854)
mamá deseaba que estudiara leyes para dedicarse a la
carrera diplomática. Pero Marzolo insistió en la Medicina, sobre todo para aumentar su cultura psicológica
con el estudio de los enfermos mentales y para alejar
al discípulo de la influencia de las escuelas filosóficas
que él temía como destructoras del talento.
Otra consideración debe haber influido para que
escogiera la Medicina: el hecho de que estaba entonces en aquella Facultad, Bartolomé Panizza, un verdadero genio que ponía en su asignatura, la Anatomía,
la misma pasión y altura de miras que Marzolo había
puesto en la Lingüística. Pero estudiar letras, leyes,
Medicina, era poco para un autodidacta como Lombroso que “quería aprender todo y saber todo” (Diario, 1853). Lo importante para él después de aquellos
años de estudios aislados y agitados era tener contacto con personas inteligentes a las cuales comunicar la
cantidad de ideas que se agolpaban en su cerebro.
Ya dije que lo que más sufrió en Verona fue la ausencia de amigos. Indiferente a la gloria y a los honores, tenía una necesidad orgánica de afecto y expansión. Apenas el joven en busca de nuevos afectos,
tuvo la posibilidad de encontrarse con jóvenes, se dio
a una verdadera orgía de amistades. Poetas, escritores, artistas, estudiantes, profesores, quiere estudiar a
todos los que conoce, con todos simpatiza y de todos
ellos, en sus cartas y en su Diario, entre las “Observaciones psicológicas del mundo y del yo”, anota la
fecha del primer encuentro y pone también algún adjetivo entusiasta.
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Muy pocas de aquellas amistades tuvieron cierta
duración. Desgraciadamente, el mundo no quiere
saber nada de los hombres que están fuera de la mediocridad, aun cuando quieran sólo poder amar más
que los otros. ¡Pero de real en la vida no hay sino el
presente, y el presente era tan bello!
Aun cuando después resultaran infieles, todos los
compañeros que encontró, todos los jóvenes a los cuales confió más o menos prudentemente su ingenio y
su afecto, fueron para él en aquel momento verdaderos amigos. Dieron ellos a su intelecto y a su corazón
lo que él esperaba, la posibilidad de expansión libre,
y fueron para él causa de júbilo inmenso, semilla de
más vivas energías en aquel comienzo de vida uni­
versitaria.
Estoy ahora en Milán —escribía a un amigo en 1853—
en una situación feliz, de aquellas que más bien se sueñan que se desean. Sin molestias, sin centinelas, libre
de detenerme donde quiero, de ir a donde me gusta,
dueño total de mí mismo. Gozo la compañía de jóvenes
de corazón e intelecto tan bello que difícilmente habría podido encontrar en Venecia. No pasa día sin que
yo pueda atraer con mis estudios a alguna de aquellas
mentes vírgenes que tan raro es descubrir en los jóvenes.
Gozo además de tal abundancia de materiales para mis
estudios, que sólo tengo la dificultad de escoger.
Dos de las amistades de aquella época deben tener importancia particular en su vida: la de Alfredo
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ALBORES DE JUVENTUD (1852-1854)
de Maury, sociólogo, psicólogo y hombre culto de
gran renombre que más tarde en circunstancias trágicas pudo protegerlo, y la de Paolo Mantegazza, unos
cuantos años mayor, Paolo II, como por chiste se
firmaba entonces para distinguirse de Paolo Marzolo. Lombroso le tributaba un afecto tan efusivo que
cuando en 1854 abandonó Mantegazza Pavía, Lombroso también la abandonó y se fue a la Universidad
de Padua.
En Padua, Lombroso no se encontró muy bien. La
ciudad era más artística y atractiva que Pavía, pero el
clima era igual, los profesores eran de menor valor y
faltaba Milán, tan cerca de Pavía, que podía presentar un movimiento constante de hombres y cosas de
las cuales el joven tenía necesidad.
A las melancolías exteriores de Padua se añadió
otra causa que extinguió el entusiasmo del joven
inexperto: la primera experiencia de la vida, el primer amor. Al entrar en el mundo en la plenitud de
su fuerza, pleno de fe y ardor para la vida, los amigos
y todo lo que es bello, el joven no podía permanecer
indiferente al amor.
“Hay una gran diferencia entre el afecto inspirado
de pronto por la contemplación de una bonita cara de
rubia y la teoría de un viejo filósofo. La diferencia que
hay entre apariencia y realidad”, escribía en su diario
hacia 1855.
Basta haber estado una vez frente a una rara belleza femenina, o haber oído una armonía de las más suaves o
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vida de lombroso
haber sufrido los dolores del tétanos […] para descubrir
cuán limitada y escasa es la expresión de la palabra. Se
comprende entonces que el mejor canto de Goethe sobre el amor, de Leopardi sobre el dolor, no son sino una
pintura respecto a la verdad.
Cuando el joven escribió esto ya debía estar enamorado de una de esas bellezas femeninas. Pero no era
una cara bonita de rubia lo que lo había alejado de las
teorías de los filósofos, sino una morena oriental, una
lejana parienta suya, Eloísa Della Zara. La chica vivía
en Padua con sus abuelos que él conocía; era judía,
de 17 años, una suave cara de oriental con grandes
ojos negros, el cuello blanco, el temperamento dulce, alegre, amable. No creo que si el joven estudiante
hubiera declarado su amor hubiera encontrado serias
oposiciones. Pero Lombroso, que mostró tal audacia
en desafiar al mundo, es muy tímido: no sólo no abre
su alma a la jovencita, sino que no se atreve a hacerle
la corte.
Hay algunos que pasan por personas indelicadas
por la excesiva delicadeza, tanta que tienen miedo de
externar sus verdaderos sentimientos.
“Frecuentemente quiero hacer una cosa y hago lo
contrario: queriendo atraer, trato de huir, frecuentemente queriendo ocultar una cosa llego a expresarla
más claramente” […] (Diario, 1855).
Pero algunas veces, aun cuando no se exprese, espera ser entendido igualmente; pero se convence de
que esto es una ilusión.
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ALBORES DE JUVENTUD (1852-1854)
“En la pasión se interpreta y se cree interpretar el
silencio, como en el delirio se leen las figuras en las
tinieblas.”
“Jóvenes que quisieran hablar con una mujer no
comienzan a hablar sino hasta que ésta ha salido de
la pieza.”
Pero la timidez no es favorable a los enamorados.
La jovencita no prestó ninguna atención al tímido
estudiante tan reservado y el mismo año se comprometió muy tranquilamente con un joven con el cual
se casó unos meses más tarde. El pobre enamorado
que todavía no se había atrevido a declararse, desesperado, pensó en el suicidio.
Hay algunos casos —escribe en su Diario— en los cuales el placer y el amor de una mujer, de una determinada
mujer, pueden tomar un carácter particular para el sistema nervioso, como la música para el músico, de manera
que el individuo no puede vivir sino de aquello, como
otros no pueden comer si les falta un cierto alimento. Y
entonces la locura y el suicidio se justifican.
“El suicidio es una cobardía”, dicen aquellos que no
se sienten bastante cobardes para matarse. “Sólo los cobardes creen que el suicidio es cobarde.” “Me ocurrió en
amor una derrota que me enciende llamas de desesperación en el alma, pero sin obtener el placer agudo que
da un gran dolor.”
De este periodo nos quedan varias cartas escritas y
no enviadas a Eloísa. Después de la última, escrita el
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vida de lombroso
día de la boda y, naturalmente, no enviada, Lombroso, para huir del recuer­do, partió de Padua decidido
a inscribirse en la Universidad de Viena. Su herida
se curó rápidamente: la tristeza no era orgánica en
él, porque tenía un temperamento tan raro que podía
olvidar inmediatamente los dolores y prolongar los
placeres indefinidamente.
Eloísa no fue olvidada; pero su recuerdo, en el
marco del pasado, en lugar de fuente de tormento se
hizo una imagen consoladora, y pocos meses después
Lombroso habla de ella con afectuosa tranquilidad en
su Diario.
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IV. EN LA CARRERA
(1855-1858)
Por qué se dio Lombroso a la ciencia.
En Viena. El estudio acerca del cretinismo.
El doctorado
Frente a la idea de poder salvar vidas humanas, como una neblina al sol desaparecen las aspiraciones literarias y artísticas.
Antes de salir para Viena, el tímido enamorado había
publicado un estudio acerca de “Un curioso fenómeno propio de los himenópteros”, en el cual, con interesantes observaciones de las abejas y las hormigas,
demuestra que el desarrollo de la inteligencia es contrario a la prolificidad. Había acabado también una
monografía que se publicó un año después, “Sobre la
locura de Cardano”. Estos estudios, sin embargo, son
muy inferiores en el estilo y la fuerza de la argumentación a los “Ensayos sobre la historia de la República
romana”, de que ya he hablado; y esto se comprende.
Los cursos médicos de Pavía y Padua lo habían alejado de los estudios literarios, pero no habían tenido
la fuerza de ligarlo a ellos; abandonado el empirismo
medieval, pero todavía no difundidos el microscopio
y los análisis químicos, las escuelas de Medicina se
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reducían en las universidades menores, como lo eran
las de Pavía y Padua, a torneos oratorios que no podían penetrar y absorber a un joven como Lombroso, en el cual cierta confusión de ideas y de ideales
se revela en su Diario bajo la forma de melancolía
y de continuas quejas contra su propia decadencia, y
en sus escritos de aquella época, de una inferioridad
efectiva.
La Universidad de Viena, donde los profesores daban clases verdaderas, introduciendo a sus discípulos
en las clínicas y los hospitales, dejaban ver y actuar en
los enfermos, sobre los cuales hacían con seriedad
diagnósticos, prognosis, curas, debía ejercer una influencia decisiva en la vida de Lombroso. Por primera
vez tuvo la visión de que la Medicina es una ciencia
con valor intrínseco.
Por primera vez tuvo la revelación de que, estudiando, se podía dar remedio a muchas enfermedades,
aun las mentales. Tuvo la visión de que los locos que
había visto sin esperanza en los oscuros corredores de
los hospitales de Pavía y Padua podrían ser curados,
si se los estudiara y curara como en Viena. Decidió,
pues, dar su vida para llegar a esto.
Esta idea lo exalta. Era una misión a la cual él tendía sin saberlo cuando en su Diario se desesperaba
“por no ser bueno”, “por deber rehusarlo todo”, “por
sentirse bajar”. El quería “hacer el bien”, “hacer el
bien por el gusto de hacerlo”, como escribía en las
cartas que no envió a Eloísa; pero hasta entonces no
había tenido idea de lo que se podía hacer.
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EN LA CARRERA (1855-1858)
El ardor misionero de su raza, dormido en él hasta aquel día, se despertó, cálido y trepidante, en el
momento en que entrevió su rumbo. Se sintió como
un hijo de los antiguos profetas para los cuales era
indiferente estudiar o combatir para servir a la patria.
Ya estaba soñando dar alivio a todos los locos, a todos
los que sufren en su país. Una nueva exaltación lo
invade, la misma que lo había hecho escribir cuando
tenía 16 años, el estudio sobre Roma antigua, “cuando creía que todos los goces del mundo estaban encerrados en una moneda que recordaba los tiempos de
los primeros pueblos de Roma”.
Él curaría las enfermedades mentales. Sus notas,
su diario, se llenan de observaciones, de esquemas de
enfermos; ha encontrado su fin, la razón de su existencia: desde aquel día ya no conocerá la incertidumbre: las llagas a las cuales dar su tiempo no faltarán.
Se atreve a estudiar lo más grande: con todas sus fuerzas, que hasta entonces había desperdiciado en tantas
direcciones, se pone a estudiar la llaga más horrible y
más frecuente en la Lombardía y la Venecia, la que
atrae sobre aquellas regiones “el desprecio del extranjero”: el cretinismo.
Abandona Viena para establecerse otra vez en Pavía, que es el centro de la enfermedad con la cual él
quiere acabar: se presenta a través de los campos, en
todos los lugares donde hay un principio de la llaga
que él quiere curar y en todos los pueblos donde le
señalan un núcleo de cretinos.
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* * *
El problema no es ni sencillo ni fácil.
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El observador que se ocupa del fenómeno del cretinismo
no tanto en la tranquilidad de un hospital, sino donde
se produce, entre las chozas de la ciudad y de los pueblos
lejanos —escribía Lombroso en el prefacio a El cretinismo en Lombardía, 1859—, sufre de un ansia particular.
El alma y los ojos sufren por aquella atmósfera oscura,
por aquellas calles sucias, por aquellas caras pálidas y
torvas de los habitantes, por aquella horrible miseria
que emana de todo; observa más tristemente aún aquella nueva especie de hombres brutos que balbucen, se
tiran al suelo entre sus apáticos parientes que presentan
la afinidad de la sangre y de la enfermedad en los repugnantes caracteres de sus caras y de la voz. ¿Qué pasa,
pues, cuando se comienza a interrogar a aquellos seres y
a través del mezquino rayo de inteligencia que todavía
luce en aquellos semblantes poco humanos se revelan
las formas más innobles del egoísmo y de la maldad?
No son estos espectáculos que por el dolor den a
uno el sentimiento de la compasión y tampoco de la
indiferencia: nace en el alma un sentimiento al mismo
tiempo pesado, preocupado y confuso en el cual tienen
mucha parte las causas mismas que engendran el cretinismo; y este sentimiento acompaña a uno en sus investigaciones científicas, de manera que los hechos más
claros vienen a contradecirse y escapan a la síntesis,
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EN LA CARRERA (1855-1858)
transforman y oscurecen no sólo la esencia y las causas,
sino la forma misma de la enfermedad; de manera que
frecuentemente la fatiga del observador resulta ser no
sólo ingrata, sino también inútil.
* * *
La fatiga no será inútil, pues al recorrer uno a uno
todos los valles infestados por la terrible enfermedad,
al examinar el aire, el agua, el suelo y los enfermos, él
encontrará el origen lejano del cretinismo —el agua
mala—, el inmediato —el bocio—, la cura —el yo­
do—, la profilaxis —buenos acueductos—, descubrimientos que se publicarán más tarde en los primeros
meses de 1859.
Las conclusiones a las cuales llegó el joven estudiante introdujeron una verdadera revolución en el
campo de la Psiquiatría y de la Higiene. Aun cuando
no tenga otra ayuda más que sus ojos y su ingenio, estas conclusiones no pudieron ser rebatidas por aquellas a las cuales llegaron más tarde sus enemigos y los
que discutieron su obra apoyados en las ciencias físicas, histológicas y químicas. Las medidas descubiertas
por Lombroso, estudiante en 1859, adoptadas cinco
años más tarde, mostraron su utilidad transformando
en poblaciones activas e inteligentes las pobres tribus
embrutecidas por el agua mala.
Mientras comenzaba los estudios acerca del cretinismo, que duraron cuatro años, Lombroso acabó en
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vida de lombroso
la Universidad de Pavía un curso monográfico en el
cual se ocupaba desde hace tiempo: “Influencias de la
civilización sobre la locura, y de la locura sobre la civilización”, en el cual la Historia, la Psicología, la Psiquiatría y la Lingüística sirvieron en forma muy curiosa
para resolver el problema en parte teórico y en parte
humanitario de la influencia de la civilización sobre
la locura.
Este estudio en el cual la locura comenzó a ser estudiada hasta su esencia concreta constituyó el último puente de tránsito entre la ciencia teórica y la
medicina práctica en las cuales él se había sumergido.
Pero el tránsito no podía ocurrir bruscamente.
Algunas veces, en los años siguientes, aun cuando
tuviera mil ocupaciones, algún remordimiento le viene por haberse desterrado del paraíso terrenal de la
literatura para vivir en un mundo lúgubre de vivos y
de muertos. Pero el ardor de sus nuevos estudios es tan
absorbente que no deja ni lugar a los remordimientos.
Su actividad, efectivamente, ha aumentado muchísimo: mientras estudia a los cretinos y escribe la
monografía de que he hablado, había obtenido del
buen doctor Zanini, director del Hospital de Santa
Eufemia en Pavía, el establecimiento de una pequeña
sección de enfermos mentales, primer núcleo del inmenso manicomio de Voghera que iba a crearse con
base en su proyecto algunos años después cerca de
Pavía. En esta época acaba sus estudios y el día 13
de marzo de 1858 consigue el doctorado con pleno
honor.
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V. LOMBROSO, SOLDADO
(1859-1866)
En la guerra.
Oficial y profesor.
De la Psiquiatría al delito y al genio
Tenía la costumbre de observar, razonar, y
con estas dos brújulas el hombre siempre
puede encontrar su rumbo aun cuando sea
oscuro y desconocido.
Después de doctorarse, Lombroso regresó a Verona
efectuando, sin embargo, varios viajes a Lombardía
para acabar y completar sus estudios acerca del cretinismo. Su país estaba entonces sacudido por terribles
borrascas.
En el Piamonte la pasión liberal aumentaba cada
día, apoyando a Cavour que había llegado al gobierno
y trabajaba febrilmente para obtener la alianza de Francia para ayudar al pequeño Piamonte a eliminar a Austria de Italia. En los primeros días de mayo de 1859, las
voces de guerra entre el Piamonte, aliado de Francia, y
Austria, se hicieron insistentes. El Piamonte llamaba
para aumentar sus ejércitos a los voluntarios italianos.
Lombroso, sin hablar con sus padres, tomó consigo
sólo sus libros más preciosos y marchó a Milán donde
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vida de lombroso
presentó solicitud para ser admitido en el ejército italiano, y después de pasar, el 19 de julio de 1859, otro
examen de doctorado en Génova, entró regularmente en campaña.
La nueva vida era muy distinta de la que él había abandonado. En guerra, bajo la tienda, en los
hospitales, en los cuarteles, no había llagas de las
cuales investigar el origen, y tampoco locos acerca
de los cuales escribir la historia del hombre, sino
miembros heridos que curar, medicinar y amputar;
enfermos de tifoidea o de cólera; infecciones que se
debían vencer con las escasas medicinas de un hospital de campo.
Lombroso no se desalentó: estaba acostumbrado a
observar, a razonar, y con estas dos brújulas el hombre
siempre puede encontrar su rumbo aun cuando sea
oscuro y desconocido.
Los microbios todavía no se conocían y él no los
descubrió; pero cuando vio que después de las amputaciones y de las curas venían infecciones más peligrosas que las heridas mismas, no dudó que la causa
estaba en las vendas deshilachadas y las suprimió para
sus enfermos, sustituyéndolas con algodón impregnado de alcohol, método antiséptico burdo que, sin embargo, tuvo gran éxito en su hospital.
La campaña de 1859 duró pocos meses. Condecorado con dos medallas por valor militar, quería retirarse; sus superiores insistieron para que se quedara
y él cedió. La guerra no podía decirse ya terminada;
Verona y Venecia quedaban en poder de los austria-
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cos; Roma, con el Papa; la paz de Villafranca pareció
a los italianos más bien que una paz un armisticio durante el cual debían prepararse para otras batallas. En
Turín, el partido de Cavour que quería continuar la
guerra, triunfaba; parecía ser inminente la reanudación de las operaciones; era, pues, razonable que un
joven que había entrado voluntariamente en el ejército, permaneciera todavía en él mientras los acontecimientos estaban por desarrollarse.
Aun cuando permanecía en la más completa libertad
para la acción, la meditación y el estudio, Lombroso no
era inadaptado a la vida militar. Concienzudo hasta el
escrúpulo, muy sociable, pero no orgulloso y ambicioso,
tenía también gran fuerza de resistencia contra la fatiga
y las epidemias; una facilidad increíble de dormir, estudiar, leer, pensar por cualquier periodo de tiempo, aun
el más pequeño. Las molestias de la disciplina, pues,
estaban compensadas para él con la actividad que debía desarrollar en los hospitales, por el placer de vivir
en medio de jóvenes entusiastas y apasionados que tenían con él en común un ideal a lo menos: la patria.
Además, no debía disgustar a Lombroso la alegría y la
ligereza de los militares, pues en él la seriedad de los
estudios nunca apagó la juvenil alegría. Los cuadernos
de notas de 1859-1862, que contienen su Diario, están
llenos de observaciones graciosas y alegres, de burlas,
de caricaturas, de anécdotas humorísticas. De este periodo nos queda hasta los estatutos de una sociedad por
broma, que escribió en Calambria… contra las pulgas
y los perros.
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Además, el hecho de permanecer en el ejército
no significaba el abandono de sus queridos estudios:
significaba sólo algún cambio. Marzolo le había hecho ver cómo en los mezquinos dialectos de los campesinos en un pueblo, en lo que balbuce un niño se
pueden descubrir las leyes que rigen la historia de la
humanidad. Además, le había enseñado a leer en el
gran libro de la Naturaleza, abierto siempre a todos
en todo tiempo y en todo lugar. No podrán faltar,
pues, en el ejército, los documentos para el discípulo
de Marzolo.
Desde el primer día en que entró en él, comenzó a observar las diferencias que imprimen las razas,
el clima, el país, en los hombres pertenecientes a las
diversas regiones de Italia, su distinta inmunidad respecto de las enfermedades epidémicas y endémicas y
sus distintas medidas antropológicas.
No son estos los únicos documentos que él recogió
durante la guerra y su permanencia en los cuarteles;
hay los sueños suyos y de un compañero, las sensaciones distintas de los heridos de los dos campos que
reunió y puso en relación con sus estudios anteriores
en su monografía “Fragmentos médico-psicológicos”.
Aun cuando este título sea tan modesto, estos fragmentos son de las obras más importantes que debían
salir de la pluma de Lombroso, de las más originales y
geniales. En ese estudio se manifiesta la necesidad de
llegar al método experimental para el análisis de las
locuras, y se establece la base fisiológica de las enfermedades mentales en relación con el concepto —que
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se comprueba ampliamente con comparaciones entre el sueño y los sueños, las visiones, la hipnosis, las
alucinaciones— de que no existe psicopatía que no tenga
analogía y relaciones con las alteraciones transitorias de la mente sana, es decir que no hay fenómeno patológico que
no sea momentáneamente psicológico, ni fenómeno
fisiológico que no pueda, al ser exagerado, convertirse
en patológico. Conclusión muy audaz en su época,
pues en París, Trousseau y Pidous escribieron en un
tratado de anatomía adoptado por las universidades:
“entre un hecho fisiológico y un hecho patológico
hay la misma separación que entre un mineral y un
vegetal”.
Estos “Fragmentos…” fueron escritos casi de manera contemporánea a una monografía de otra naturaleza: “Sobre las heridas por arma de fuego”. Esta
obra, en la cual sostiene que la cura de espera es mejor que la cura de intervención operatoria en los hospitales en tiempo de guerra, y la operación mejor bajo
la tienda que en los hospitales improvisados fue tan
apreciada por sus superiores que el 8 de septiembre de
1861 lo promovieron médico de batallón de primera
clase y le dieron su premio acompañándolo con simpáticas palabras de felicitación y augurio.
Como se ve, sus superiores ayudaban de todas maneras a Lombroso; sin embargo, sobre todo después
de algunos años de paz, comenzó a encontrarse casi
ahogado en el pequeño círculo de su batallón y aspiró a difundir en un mundo más amplio de estudiosos
las nuevas teorías que había meditado. Sus compa67
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ñeros de estudios que no habían tomado parte en las
guerras, habían hecho en las universidades italianas
rápidas carreras. Él no se atrevía a aspirar a esto, pero
quería, cuando menos, dar lecciones públicas.
A finales de 1860 escribió a Massarani, que presidía
la Sociedad de Ciencias y Letras de Milán, pidiéndole
dar allá algunas conferencias. Este presidente contestó con mucho retraso, aceptando en principio, pero
aconsejando esperar época imprecisa. Lombroso, im­
pa­ciente por ensayar sus alas, escribió en 1861 a Panizza para que apoyara su solicitud y convenciera a
Massarani de fijar una fecha precisa. Panizza, entonces rector de la Universidad, en lugar de escribir a
Massarani contestó a vuelta de correo ofreciéndole
para el próximo año sustentar no sólo una serie de
conferencias, sino un verdadero curso de Psiquiatría
en la Universidad de Pavía, donde no existía una cátedra de esta asignatura.
Aun cuando se tratara de un curso gratuito y semiprivado, sin efectos legales, la proposición produjo
inmenso júbilo en el joven que, con razón, entrevió
en aquella invitación el primer paso de la nueva carrera a la cual aspiraba dedicar su vida. Pero precisamente cuando ya estaba madurando sus futuras clases en la Universidad, Lombroso fue designado por
sus superiores para participar en la lucha contra los
bandoleros en Calabria. No era esta una designación
ideal para un joven que estaba preparando un curso de Psiquiatría, pero él, tan ávido siempre de ver
nuevas tierras y nuevas gentes, y tan satisfecho por
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la proposición de Pavía, no sintió perturbar su gozo.
Además, pudo encontrar también en Calabria una
mina inagotable de estudios. Las pequeñas ciudades
de aquella región eran entonces muy primitivas, pero
encontró la manera de “alegrar la vista y el olfato,
cansados por la fealdad de los pueblos, en la Naturaleza”, de cuyas impresiones se llenan los cuadernos de
notas, además de hacer en Calabria muy interesantes
estudios lingüísticos, históricos, antropológicos y, sobre todo, médicos.
Hasta entonces había creído que Lombardía y Venecia representaban lo último en materia de higiene
y de medicina, pero en Calabria vio algo peor. Su
ardor misionero se despierta aún más fuerte viendo
tanta fealdad. Como ya lo había hecho con el cretinismo, aquí también caminaba a pie a través de
los pueblos, escoge y propaga y difunde remedios y
curaciones para los males que ve, publica una serie
de estudios clínicos, queriendo mejorar la salud de
los campesinos y los obreros, estudios que después
continúa sin interrupción.
* * *
En los primeros meses de 1863, Lombroso regresa a
su regimiento, que estaba entonces en Génova, y ahí
prepara sus clases futuras y completa sus estudios psiquiátricos, profundizando la parte terapéutica que entonces se resolvía para los enfermos mentales en “una
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estrategia psiquiátrica”, como él la llamaba, a base de
“cura moral o remedios de caballo”. Incrédulo para
la primera, desconfiado para los segundos, se puso a
estudiar con intensidad una teoría médica muy combatida, la homeopatía, en la cual se hizo iniciar por el
doctor Gaiter, de Génova, hombre de profunda cultura y muy conocedor de esta materia. Preparado ya
también por lo que concierne a la terapéutica, pidió
y obtuvo ser trasladado a Pavía, donde Panizza estaba
insistiendo para que comenzara su curso.
Pero cuando llegó a Pavía y estaba para alcanzar la
meta desde hacía tanto tiempo soñada y comenzar sus
primeras clases, la Facultad de Medicina se opuso, declarando que no se podía permitir un curso de clínica
sin enfermos. Lombroso se dirigió entonces al Hospital de Santa Eufemia, en el cual había comenzado a
practicar cuando era estudiante.
El doctor Zanini, que era el jefe, médico culto, atento, escrupuloso hasta el punto de que parecía desconfiado e irritable, pero de tenaz voluntad, indiferente a
la popularidad, desafió la ira de los profesores dándole
enfermos reunidos en una pequeña sección y permitiéndole presentarlos a los estudiantes.
Gracias a la generosidad de este hombre, el 3 de
mayo de 1863, Lombroso pudo sustentar en la Universidad de Pavía su conferencia inaugural.
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Os pido perdón, señores, si hablo balbuceante, casi confuso —comenzó—, pero grande es mi emoción al verme
nuevamente, después de tantos acontecimientos, entre
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LOMBROSO, SOLDADO (1859-1866)
vosotros, venerados maestros, y vosotros, dilectos jóvenes amigos, entre estas queridas salas que recuerdan
los escasos bellos años de la vida en los cuales se vive
estudiando. Y demasiado tarde me doy cuenta de mi
juvenil atrevimiento, pues, joven desconocido, quiero
atraer vuestra atención que está preocupada por tantos
y difíciles estudios.
Pero me conforta y me incita el amor grande para
esta ciencia médica a la cual, si la suerte me lo permite,
quiero consagrar toda mi vida.
En esta lección inaugural, que siento mucho no
poder publicar íntegra, trazaba Lombroso el programa
de su vida científica: esto es, la necesidad de examinar
al enfermo mental de manera precisa y exacta para
tener una norma en la curación y también para distinguirlo del criminal; problema éste que ya preocupaba entonces, pues con el triunfo de las doctrinas
penales clásicas, el juez estaba obligado a condenar al
acusado sólo cuando era responsable, es decir, “sano
de mente”, y el psiquiatra tenía sobre todo la misión de
ilustrar al juez respecto de la responsabilidad del
delincuente, esto es, acerca de su salud mental.
En el mismo año, fijó las bases de esta distinción
en la “Medicina Legal de los Enajenados Mentales”,
que puede considerarse como el primer núcleo de El
hombre delincuente. En este libro por primera vez en el
mundo comenzó un examen sistematizado del loco y
del delincuente, sustituyendo las palabras vagas con
las cuales se estudiaba antes y describía a los locos
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con el “método experimental” que se propone examinar a estos enfermos “como objetos de la historia
natural”: la piel, el pelo, los dientes, el esqueleto,
el sistema muscular, visceral; los sentidos, la sensibilidad, el examen anatómico, etcétera.
Para completar estas investigaciones que había interrumpido a finales de 1863 para regresar a su regimiento en Génova, pidió un año de licencia.
Contemporáneamente, el filósofo Carlo Cantoni,
que había sucedido a Panizza como rector, obtuvo que
su curso fuera legalmente reconocido por el gobierno.
Fue éste un segundo paso en la carrera universitaria,
y el joven profesor, feliz por esto, inauguró el 1o. de
enero de 1864 las clases de “Clínica de los Enfermos
Mentales”, a la cual añadió en aquel año la “Antropología”, con un discurso inaugural que escribió en
ocho días de intenso trabajo, casi como una exaltación: fue este “Genio y locura”, esto es, el primer núcleo de El hombre de genio.
Pero ni las clases ni la curación de los locos ni los
estudios acerca del genio y el demente, a los cuales
se deben añadir también algunas conferencias en el
hospital militar, distrajeron a Lombroso del gran problema de la redención médica de Italia, que lo había
inducido a los estudios médicos. En 1863 había publicado numerosas notas y memorias sobre Higiene
y promovió entre los médicos italianos una investigación para conocer las condiciones higiénicas particulares de todas las regiones: en 1865 reunió los
resultados en sus “Estudios para la geografía médica
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LOMBROSO, SOLDADO (1859-1866)
de Italia”, que debían constituir la base de las estadísticas nosológicas centrales que más tarde se hicieron.
En 1865 publicó también los Ensayos de higiene tecnológica, obra de unas 100 páginas en las cuales examinó separadamente las enfermedades del trabajo,
particulares de las distintas profesiones y la manera
de preverlas y combatirlas.
Pero después de un año escolar, Lombroso fue lla­
mado otra vez a su batallón en Génova. No pudo quejarse del ejército, pues después de la licencia lo habían
dejado siempre en el hospital de Pavía, pero comprendió que no podría ocuparse al mismo tiempo del
servicio militar y de la cátedra, y, por tanto, decidió
abandonar una de las dos. Este hecho lo puso en una
condición de duda que llegaba casi a la desesperación.
Es evidente que su misión lo llamaba a la Universidad; pero él quería demasiado todo lo que hacía para
abandonar el ejército sin profundo dolor. El ejército lo
atraía más que el mundo universitario donde veía por
todas partes ideas enemigas, por tener allá la alegre
compañía de los camaradas, que eran fieles y afectuosos. Pero la decisión final no podía tardar: aun cuando
con dolor, el 22 de noviembre de 1865 presentó su
dimisión de oficial.
Acabó así el primer periodo, que fue el más feliz
de su vida.
Tenía entonces 30 años: había hecho la guerra de
1859 contra Austria y en la de 1863 contra los bandoleros; había recibido dos medallas por valor militar
y un premio por una memoria acerca de las heridas;
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estudió y resolvió el problema del cretinismo; había
puesto las bases para una geografía médica de Italia,
indispensable para crear una buena legislación sanitaria. Con sus “Fragmentos médico-psicológicos”, con
la Medicina legal para enajenados mentales, con los “Estudios clínicos sobre las enfermedades mentales” iniciaba una nueva ciencia psiquiátrica y antropológica
sobre bases experimentales. Con todo esto, con toda
la actividad que había puesto en el dominio práctico,
iniciando la cura de las heridas con el alcohol, organizando el hospital de Santa Eufemia; y en el dominio
teórico con los estudios iniciados, se encontraba, por
lo que concernía a la carrera universitaria en la cual
había deseado quedarse, más o menos al mismo punto
en el cual se encontraba ocho años antes, cuando había obtenido “la triste corona del odiado soberano”. Y
mientras sus contemporáneos que habían trabajado,
también en el dominio teórico, mucho menos que él,
eran ya profesores ordinarios, él tendría que esperar
todavía por unos 10 años, un puesto estable en la enseñanza.
Pero si este periodo de vida fue perdido para su carrera universitaria, no lo fue para su experiencia científica. Durante la vida militar había tenido bajo la
mano un “material” de hombres anormales como ninguna cátedra, ningún instituto de perfeccionamiento
en el extranjero o en la misma Italia, hubiera podido
procurarle: había podido recoger un enorme capital
de medidas antropométricas para fundamento de la
nueva ciencia de la cual estaba poniendo las bases.
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VI. EL REGRESO A LA VIDA CIVIL
(1866-1869)
Primeras desilusiones. La guerra de 1866.
Descubrimientos clínicos.
Causa y cura de la pelagra.
Muerte de Marzolo
Una generación puede encontrar apoyo en
la generación que la ha precedido; algunas
veces en la que le sigue o en el extranjero;
pero nunca en los contemporáneos.
La nueva vida civil se abrió con tristes auspicios para
el joven profesor adjunto, a quien se le había muerto el
más querido y poderoso de sus protectores: Panizza.
Médico primario gratuito en la sección de “enfermedades mentales”, en el hospital de Pavía, profesor gratuito de Antropología y de Clínica de las Enfermedades Mentales en la Universidad, redactor sin sueldo de
infinitas revistas médicas, favorecido por una amplia
pero gratuita clientela popular, no tenía a su disposición ni los escasos ahorros hechos durante la carrera
militar, pues los había prestado a un pariente que estaba entonces en condiciones más tristes que las suyas.
A esta época, que realmente duró sólo siete meses, aun cuando Lombroso hablara de ella como de
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vida de lombroso
un periodo enorme, se refieren los recuerdos de las
semanas vividas con castañas puestas en leche, del
ratón que venía a su pobre cuarto todas las noches
a hacerle compañía y a comer lo poco que quedaba;
de las traducciones pesadas con las cuales se ganaba
el pan cotidiano. Pero la miseria no podía aplastar a
un joven ardiente, activo y pleno de vida como era
Lombroso; pero fue duro para su alma expansiva que
necesitaba de afectos el vacío de amistades que se
hizo a su regreso.
Había publicado el año anterior la Medicina legal
de los enajenados mentales, de la cual hemos hablado,
en la que había concentrado todas las fuerzas de su
inteligencia para resolver cuando menos dos aspectos
del problema de la responsabilidad hacia el cual en
aquel momento estaban dirigidos los esfuerzos de todos los juristas y psiquiatras de Europa. Este libro, en
el cual había puesto todas sus esperanzas, no le había
merecido ni un solo elogio, ni una sola estimación en
Italia; no le había procurado ningún amigo, ningún
admirador y, por el contrario, había hecho el vacío a
su alrededor.
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En Italia —escribía dos años más tarde— la suerte más
grande que se puede augurar a un pobre autor de estudios no literarios es la de ser bien criticado, pues esto
significa a lo menos que ha sido leído por alguien. Desgraciadamente yo lo sé, pues de mi único trabajo original que se ha publicado tuve traducciones y análisis
inteligentes en Alemania, Inglaterra, Francia y Holan76
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EL REGRESO A LA VIDA CIVIL (1866-1869)
da, pero ni una sola nota que pueda ser encontrada en
Italia.
Pero hubo una nota y muy larga: escrita por Rosmini, médico del manicomio público de Milán. Éste
comenzó una campaña contra Lombroso con los méto­
dos conocidos de las acusaciones falsas, de las reticencias, de las modificaciones de cifras y de palabras,
el ridículo y las insinuaciones, hasta el punto de que
sostuvo que Lombroso aumentaba el peso de sus enfermos con una dieta especial y no con los tratamientos que describía. Muy pronto se unieron a este señor
los colegas y aun los mejores amigos de Lombroso,
hasta los más queridos: sus coetáneos.
Si se piensa en lo que ocurrió a Lombroso en aquel
año, leyendo ahora, después de 50 años, tantas cartas
piadosamente conservadas de compañeros afectuosos
y entusiastas que se hicieron demasiado reservados
después de aquella primera publicación, una conclusión amarga surge espontáneamente: que una generación puede encontrar apoyo en la que la ha precedido, algunas veces en la que la sigue o en el extranjero;
pero nunca en los contemporáneos.
* * *
Pero la vida nunca es totalmente de espinas, en particular cuando uno posee la naturaleza tan intensa y ardiente como Lombroso. Él encontró gran consuelo en aquel
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triste año de aislamiento, en sus trabajos: ellos, a lo menos, nunca lo traicionaron. A los numerosos temas que
había comenzado a tratar en aquellos últimos años había
añadido otro nuevo: “La acción de los astros y de los meteoros sobre la mente humana”, que el Instituto Lombardo había puesto a concurso. Pero sus estudios fueron
otra vez interrumpidos: al principio de 1866 comenzaron a correr voces de una guerra con Austria. Lombroso
regresó al ejército y tomó parte en aquella guerra.
Pero ésta duró poco y fue un desastre. Cavour había muerto: en el ejército prevalecieron las discordias,
aun cuando hubo inútiles heroísmos parciales, vino la
derrota para el ejército de tierra y para la marina. Pero
Prusia, con la cual Italia había ligado su suerte, había
ganado, y entonces Venecia fue anexada a Italia.
A finales de julio, Lombroso pudo regresar a Verona, donde no había estado después de unos 10 años.
Podía regresar a Pavía para acabar sus estudios, pero
entonces se había difundido en todo el país el cólera,
haciendo un estrago espantoso. A los médicos militares se había confiado el encargo de organizar las tareas
para dominarla, y él quedó con sus compañeros en
la difícil empresa. Trabajó en el hospital de Treviso,
ganando una mención especial por el interés y la eficacia con que cumplió con su deber.
Finalmente, en noviembre de 1866, terminada la
guerra y dominada la epidemia, Lombroso abandonó
para siempre el uniforme militar y regresó a Pavía,
donde el nuevo director del hospital de Santa Eufemia lo nombró oficialmente médico en jefe de la
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EL REGRESO A LA VIDA CIVIL (1866-1869)
Sección de las Enfermedades Nerviosas, que él había
creado.
* * *
Este segundo regreso a la vida civil fue para Lombroso mucho menos brillante que el primero. Su trabajo
acerca de los astros, que había completado durante la
guerra, obtuvo del Instituto Lombardo un premio: el
filósofo Cantoni, entonces rector, le había prometido
y conseguido una cátedra extraordinaria de enfermedades mentales con 1 200 liras anuales de sueldo. En
total, sólo ganaba 2 000 liras anuales; no era mucho,
pero significaba para él el final de toda preocupación
económica, la renuncia al trabajo de las traducciones,
la posibilidad de sumergirse en su querida ciencia. Es
feliz, pues, y se da a una verdadera orgía de trabajo. Se
ocupa de la revista trimestral psiquiátrica que continúa para “Los Anales Universales de Medicina”; del
proyecto que después fue aceptado, del manicomio de
Voghera; de una monografía “Causas de mortalidad
en el ejército italiano”; de otra respecto a “La mortalidad de los judíos en Verona”; de la traducción de la
Circulación de la vida de Moleschott, a la cual añadió
un prefacio que es una verdadera monografía acerca
de la situación contemporánea de las ciencias biológicas; de la publicación de Rarísimos casos clínicos, que
fueron publicados también en El hombre enajenado;
además, hizo dos descubrimientos médicos de mucha
importancia. El primero, de una extraña enfermedad
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nunca antes descrita en la literatura médica, a la cual
dio el nombre de macrosomia; el segundo, acerca de la
difteria. Como había examinado dos casos de manía,
uno sucesivo y otro casi contemporáneo a una típica
difteria, y como pudo hacer la autopsia, concluyó que
la difteria no era una enfermedad local limitada a la
garganta, sino una infección general en la cual los fenómenos de la garganta tienen un carácter local. Más
aún, observó la analogía que esta enfermedad presenta con la viruela y llegó a la conclusión de que se
habría podido encontrar un remedio sólo en algo parecido a la vacuna. Por eso intentó curar un segundo
caso de manía diftérica con una inyección de viruela,
consiguiendo mejorar los síntomas mentales, pero no
los otros que llevaron al enfermo a la muerte.
Y, sobre todo, en aquellos años, Lombroso dirigió
sus esfuerzos al examen sistemático de los delincuentes y los locos, publicando una serie de peritajes y
“Diagnósticos médico-legales ejecutados con el método experimental”. Abrió también en Pavía un Curso libre de Antropología para exponer su método a
los estudiosos.
* * *
Inmediatamente después de esta actividad múltiple e
intensa, comenzó 1868, que fue un año importantísimo para Lombroso, pues comenzó las investigaciones
acerca de la pelagra, que si por una parte le permitieron realizar ampliamente su primer sueño de reden-
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EL REGRESO A LA VIDA CIVIL (1866-1869)
ción médica de Italia, por otra parte debían ser causa
de las contrariedades más intensas.
Es la pelagra una enfermedad de las más difíciles
de estudiar, pues tiene varios aspectos: la duración, la
intensidad, las manifestaciones, son distintas: algunas
veces viene en forma aguda como una tifoidea, otras
en forma crónica, débil, con una descamación en las
manos y en los pies, con dolores de estómago; otras
veces ataca la mente produciendo odios, manías, melancolías, tendencias al suicidio; otras veces también
ataca los órganos de la generación. Para complicar aún
más el diagnóstico, estas distintas manifestaciones
varían no sólo de un individuo a otro, sino también
en función de la raza, el ambiente, el lugar, el tiempo,
y, además, hay la dificultad del hecho de que la causa en la enfermedad se manifiesta con efecto lejano,
de manera interrumpida: todos los enfermos mejoran
en el invierno y se empeoran en la primavera. Así se
explica que la causa y el remedio de esta enfermedad,
estudiada desde hace unos 100 años por centenares
de hombres de ciencia, tardara tanto en ser descubierto, y que cuando se descubrió, centenas de estudiosos
habían podido y todavía pueden continuar estudiándola, a refutar y a proponer otras teorías.
Pero si el problema era difícil de resolver, era ur­gen­
tísima la necesidad de encontrar una solución, pues
esta enfermedad había tomado en Italia proporciones
terribles. Según Lussana, los pelagrosos hospitalizados en 1850 eran 2 000 en la ciudad de Milán, y 6 000
cada año en provincia; 8 000 en la provincia de Bér81
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gamo, y 11 000 en la de Brescia; y estas cantidades
aumentaron aun de 1850 hasta 1860.
Si la causa de la pelagra era poco conocida, abundaban, por el contrario, las hipótesis acerca de su origen.
Algunos la atribuían sencillamente a la miseria (era esta
la teoría más difundida); otros a la escasez de la sal en la
alimentación; otros a la escasez del ázoe en el maíz de
que se alimentaban las poblaciones donde había la enfermedad y, por último, al maíz averiado y a los hongos.
Esta última hipótesis no era nueva. Había tenido
entre sus predecesores, hasta el Senado de la República de Venecia, que en 1776 había promulgado leyes
prohibiendo la venta y el consumo del “maíz turco”
averiado.
Un doctor, Ludovico Ballardini, había hecho, además, experimentos con pollos, alimentándolos con
maíz averiado y produciendo una enfermedad parecida a la pelagra. Además había encontrado entre los
hongos del maíz el sporisorium maidi, al cual había
atribuido la causa de la enfermedad.
Pero este médico y otros se habían limitado a comprobar que la pelagra derivaba del maíz averiado sin
buscar cómo y por qué. Por este hecho los estudiosos
que estaban en contra de estas teorías podían fácilmente refutar sus deducciones.
Lombroso se ocupó en el asunto desde donde habían llegado aquel doctor y el senador Roussel, comenzando por examinar el sporisorium y los otros hongos
que se desarrollan en el maíz averiado, haciendo cultivos de ellos y experimentos en alcohol, efectuando
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en abril de 1868 experimentos separados y después
reunidos con los animales y con los hombres. Con
una gran sorpresa vio que el efecto era nulo. Fiel al
método de no forzar los hechos, sino de seguir la traza
que ellos mismos indicaban, hasta que las aparentes
contradicciones se expliquen y armonicen entre sí,
repitió los experimentos en 28 individuos, hombres y
mujeres, con infusión de maíz averiado. Los hombres
presentaron los síntomas especiales de la pelagra. Entonces, pensó Lombroso, los hongos “no son la causa
de la pelagra, sino lo es el maíz averiado por estos
hongos”. Volvió a estudiar este punto hasta que un
día tuvo que ocuparse de un caso de tifoidea pelagrosa
con uremia aguda, que ofrecía todos los síntomas de
un envenenamiento. Tuvo la sospecha, y con febriles
investigaciones se convenció después de que la pelagra no era causada por una infección sino por una intoxicación; no se debía a este o aquel hongo del maíz,
sino a las toxinas que se forman en el pe­ris­per­ma del
maíz averiado por estos hongos. La teo­ría tóxica presentaba ventajas enormes contra la teo­ría maídica,
pues explicaba la variedad de las formas que tomaba la enfermedad, variando de un año a otro, de un
país a otro, y esto por ser conocido que las toxinas
producidas por los hongos resienten la influencia del
ambiente donde se desarrollan.
Seguro, pues, de que la causa era una toxina y no
un microbio, se puso a estudiar ante todo los remedios, buscándolos entre las antitoxinas. Después de
cientos y cientos de tentativas se convenció de que el
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vida de lombroso
mejor remedio era el ácido arsenioso para los adultos
y el cloruro de sodio para los niños.
Intentó esta cura antes en su sección médica y en
enfermos de otros hospitales de Milán en 31 casos que
detalladamente describió en sus “Estudios clínicos experimentales” (1869). Pero como quiso separar la mejoría conseguida por la cura en lo que concernía al remedio y en lo que concernía a la dieta abundante, a la
cual se podía atribuir toda ventaja, hizo experimentar
su sistema en el campo por algunos médicos rurales
en varias regiones: los efectos fueron maravillosos.
Todavía tengo sus cartas que fueron las que dieron a
Lombroso la más viva satisfacción en la vida.
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Tres de los ocho enfermos se curaron con cinco miligramos de ácido arsenioso cada uno, y este hecho me ha
entusiasmado. Mientras escribo, está frente a mí un viejo enfermo desde hace muchos años, que está siguiendo tu cura desde hace sólo cuatro días, y me asegura
mejorar visiblemente. Ayer he visitado otros dos que
hacen elogios de tu remedio y que estaban enfermos
desde hace unos cuatro años. ¡Qué inmensa utilidad
para la humanidad si estas tentativas pudieran confirmarse! ¡Qué cúmulo de miserias apartadas del camino
de la vida, en la cual desgraciadamente ya hay bastante
cantidad de otros males! ¡Cuántos brazos ganados para
el trabajo, cuántas suciedades de menos, qué vida nueva para la Lombardía cuando vea alejarse esta horrible
amenaza! Los resultados se presentan en mi mente tan
enormes que no me atrevo a creerlos.
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EL REGRESO A LA VIDA CIVIL (1866-1869)
Encontrada la causa, encontrado el remedio, Lombroso se dedicó íntegramente a encontrar la manera
de difundirlos para impedir que la enfermedad prosperara.
En 1869 se ocupó casi exclusivamente en la pelagra. Puso en movimiento a todos sus amigos: botánicos, químicos, psiquiatras, dermatólogos, agricultores,
para controlar sus descubrimientos, experimentar sus
remedios, examinar el pan cocido y si el maíz previamente seco podía neutralizar el terrible veneno.
Escribió a los ministros para que prohibieran la venta
del maíz averiado; dio conferencias a los campesinos;
publicó diálogos populares acerca de la pelagra para
enseñar a los campesinos a abstenerse del consumo
del maíz enfermo, a impedir cuando menos que se
averiase y a curarse cuando enfermaran. Armado con
todos estos estudios se presentó, al fin, en 1869, en un
concurso del Instituto Lombardo para “Un descubrimiento relativo a la cura de la pelagra, hecho después
de 1860, absolutamente comprobado y de importante
ventaja para la sociedad y el progreso”.
* * *
Pero precisamente mientras Lombroso, sumergido
en el estudio de la pelagra, ocupado en las investigaciones psiquiátricas, estaba para recoger los primeros
frutos de sus fatigas, su maestro, Marzolo, que le había
revelado los primeros elementos de la ciencia y lo ha85
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vida de lombroso
bía determinado a dedicarse a los estudios médicos,
después de una larga serie de terribles acontecimientos, murió.
En esta ocasión, Lombroso comenzó por tercera vez
sus “Estudios acerca de las razas humanas”, que había
concebido a los 16 años cuando estaba con Marzolo,
y se decidió a completarlos y publicarlos.
En medio de tanta incertidumbre, un triste caso me abate —escribe en el prefacio de esta obra—; el primero de
los antropólogos italianos, mi Marzolo, murió sin haber
podido cumplir y difundir su gran obra a la cual estaba
más ligado que a la vida misma. No pudiendo erigirle
con mis pobres fuerzas un regio monumento, quiero a lo
menos colocar sobre la solitaria tumba de aquel gigante
entre los pensadores italianos, algunas pobres ramas de
una planta que él hizo crecer robusta y fue el solo placer
y la gloria de su vida.
Con la muerte de Marzolo, otro periodo de la vida
de Lombroso viene a cerrarse. Con él perdió la única
guía que lo podía aconsejar en sus estudios, el único
amigo verdadero que tenía y que seguía con interés,
con ansia, con amor, su trayecto ascendente.
Ahora está solo en el maremágnum de la vida, con
un gran equipaje de amor y uno muy pequeño de experiencia de los hombres. Y precisamente entonces Lombroso está para comenzar sus más grandes batallas.
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VII. ETAPA DECISIVA
EN LA VIDA DE LOMBROSO
(1870-1871)
El matrimonio.
Conclusión del concurso.
Descubrimiento de la relación que existe
entre el atavismo y el delito.
Nombramiento en Pesaro
Mientras estemos unidos, conspiraremos a
favor de los hombres, los cuales, claro, nos
lo agradecerán a golpes; pero, ¿qué recompensa hay más grande que el placer de hacer el bien?
El año siguiente a aquel en que Marzolo había muerto, Lombroso contrajo la única liga que debía sostener y constituir en toda su vida: el matrimonio.
Era costumbre entonces en las familias judías que,
cuando llegaba el momento del matrimonio, los padres buscaban para los hijos la esposa que juzgaban más
conveniente. César Lombroso tenía ya 34 años y sus
padres le habían hecho muchas proposiciones. Pero
el hijo siempre se había negado a aceptar. Respecto
a este punto no era fácilmente contentable: quería,
ante todo, una buena mujer; estimaba que la bondad
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vida de lombroso
es la virtud primaria y más necesaria en la mujer; pero
quería también que fuera inteligente y enérgica, pues
no podía tolerar a las personas estúpidas o linfáticas o
pasivas. Tenía necesidad de una mujer que lo quisiera
con la devoción de una amante, que lo ayudara con
la inteligencia de un colaborador, que tuviera práctica en las cosas materiales de la vida (en las cuales
él no conocía nada) como un hombre; que, por el
contrario, fuera suave y dócil como un niño, que no
fuera impaciente, ni irritable, ni nerviosa (quería ver
siempre a personas calmadas y satisfechas), que no estuviera ávida de distracciones (pues él no tenía la posibilidad de proporcionárselas) y que, en fin, tuviera
una salud de hierro: una mujer, en suma, capaz de ser
para el pobre sabio que estaba para iniciar una lucha espantosa, una ayuda, un descanso y nunca una
preocupación. Encontró a esta perla que necesitaba:
una jovencita delgada, con enormes trenzas negras,
de ojos azules y suaves. Nacida de una familia de banqueros acaudalados establecidos en Alejandría, en el
Piamonte, desde hacía muchos años, muy experta en
todos los trabajos femeninos, práctica en las pequeñas cosas de la vida, llena de intuición, de sentido
común, de inteligencia, sin embargo de aspiraciones
literarias y hasta inconsciente de su valor.
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Ella tiene 22 años, es de Alejandría, judía de nacimiento y algo también por convicción (esto pasará), amable
en sus maneras y sobre todo en el alma, sensible, hasta
sensitiva y ávida del bien y de afectos; tiene unos ojos
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ETAPA DECISIVA EN LA VIDA DE LOMBROSO (1870-1871)
que responden a su alma; todo esto digno más que de
mí, de un alma poética como yo no lo soy y nunca lo
llegaré a ser.
Así escribía Lombroso a un amigo después de haberla visto por primera vez. Con ese instinto que le
guía en todas las cosas, Lombroso ha comprendido
que la suerte lo ha ayudado ofreciéndole lo que el
mundo podía crear más indicado para él: toma la ocasión al vuelo y luego, sin otras formalidades, pide la
mano de la jovencita.
La decisión fue tan rápida que sus padres mismos
que la habían esperado y deseado, se enfadaron. Las
tradiciones eran todavía en 1869 tan cerradas en las
familias judías que no se juzgaba lícito para un joven
de 34 años prometerse directamente.
Pero los padres pronto se aplacaron, y también se
entusiasmaron con la futura nuera, a la cual el hijo
luego comenzó a asociar en sus trabajos. Le mandaba
cartas para que ella las contestara, manuscritos para
que los copiara, le pedía consejos, la encargaba de vigilar enfermos que residían en Alejandría, la incitaba
al bien que él hacía y que querría hacer.
Tus consejos son magníficos —le escribía—; tú serás mi
colaboradora: nos uniremos; conspiraremos en bien de
los hombres, los cuales, claro, nos lo agradecerán a golpes. ¡Pero qué compensación más grande hay en el mundo, que el placer de hacer el bien! […]
Si el niño está mejor, no darle más remedios. Estoy
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vida de lombroso
más satisfecho de que él se haya curado, que si hubiera
curado a un príncipe. Es esta mi religión y dentro de poco
espero será también la tuya. Hacer el bien por el placer
del bien, y no para ganar, es la más sagrada de las religiones y también el más dulce de los placeres, si no estuviera
amargado por el miedo y el disgusto de la ingratitud.
Pero el placer puro, completo, no debía existir pa­ra
Lombroso ni durante su noviazgo. Mientras va conociendo siempre mejor a su esposa, lo inquietan escrúpulos y dudas; teme que ella se haya ilusionado acerca
de sus cualidades y de la vida que la espera. Y tiene
razón: ser un gran hombre es cosa triste en un país
como Italia; pero ser la esposa de un gran hombre es
peor aún; probablemente es la peor situación social
que puede esperar a una mujer. Sin ninguna luz de la
gloria que se refleja, cuando menos un poco, respecto
a la madre y los hijos de los grandes hombres, condenada por la grandeza del marido a perder toda personalidad propia para no impedir sus movimientos, está
condenada a sufrir con él (lo que algunas veces es peor
que sufrir solos), todas las injusticias a las cuales está
expuesto el gran hombre sin el consuelo de sentirse
apoyada, como las otras mujeres, en las decisiones diarias de la vida, en las cuales un gran hombre no puede
ocuparse.
El joven sabía todo esto y por tanto duda antes de
ligar a su destino a la ingenua joven que él ve tan
sensible y suave. Por esto le preocupan los peligros de
la condición en la cual ella está por entrar. En los seis
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ETAPA DECISIVA EN LA VIDA DE LOMBROSO (1870-1871)
meses que pasan entre el noviazgo y el casamiento,
las cartas de Lombroso revelan continuamente este
pensamiento; teme que su esposa será muy infeliz.
Pero su esposa tenía uno de aquellos raros caracteres
femeninos tan esencialmente maternales que por los
sacrificios se sienten no ya deprimidos, sino incitados,
y aun cuando su vida debía ser muy dolorosa, conservó intacto el altruismo ardiente, la casi inconsciente
ofrenda de sí misma, también cuando la tempestad y
el dolor se abatieron sobre ella y su familia.
Cuando el novio se convenció de que la joven no
tenía tristeza por la vida que la esperaba, comenzó a
preocuparse por las dificultades financieras.
Un librero me encargó una traducción y he aceptado
luego, pensando en la miseria de los primeros meses
—escribía en febrero de 1870—, pero, ¿esto podrá bastar? ¿Será posible con los mezquinos sueldos y la pequeña
dote de la esposa hacer vivir a una familia y poner casa?
Tú eres una de aquellas almas elegidas para las cuales los sacrificios siempre son pocos hacia quien aman,
pero yo soy de aquellos que no permiten sacrificio ni
por parte de quienes quieren. Siempre he tenido horror
a la pobreza, no porque aprecie yo la riqueza, pues para
quien trabaja intelectualmente es muy poca cosa, sino
porque el amor muere en la miseria.
A esta objeción, la esposa respondió con los hechos.
Ella es muy activa e ingeniosa; con los pocos miles
de liras de que dispone su novio llega a poner muy
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bien los muebles en la casa, a comprar las joyas tradicionales, para que su novio no haga mala figura frente
a sus cuñados.
De todo se ocupó ella, pues compró personalmente
algunos muebles, cortó y preparó cortinas y tapices.
Superados los escrúpulos financieros y los de origen moral, la boda se celebró en Alejandría el 10 de
abril de 1870, con el rito judío y el civil.
Los primeros meses de casados fueron felices. La
nueva familia había encontrado en la casa Del Maino
un apartamento con un inmenso jardín lleno de árboles, de agua, de flores, de pájaros, cerca del departamento de Julio Bizzozero y de doña Gina del Maino,
en la cual todo era bondad, entusiasmo, alegría. La
esposa, que luego fue promovida a secretaria general
y particular de Lombroso (que tenía una letra ho­
rrible), entre un plato de cocina y un manuscrito que
copiar, con la actividad que sólo el júbilo puede dar,
encuentra la manera de preparar una canastilla para
el vástago que ya había anunciado. Efectivamente, el
14 de marzo de 1871 nació la primera hija que en
recuerdo del maestro se llamaba Paola Marzola.
El joven padre trabaja también con mucho ardor:
continúa el estudio, el análisis y la cura de los enfermos mentales —para los cuales había inventado
también una tina especial premiada en la Exposición
de Viena, 1872, y un instrumento (citófago) para alimentarlos forzadamente—; continúa el estudio de los
criminales acerca de los cuales dicta varias monografías, y se ocupa particularmente en la pelagra.
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Está en comunicación constante con muchísimos
médicos rurales que experimentan sus remedios respecto a los pelagrosos; con dermatólogos de varios
países que había encargado de experimentar las infusiones de maíz averiado en la cura de la psoriasis y de
las enfermedades de la piel, y está acabando sus “Estudios clínicos sobre la pelagra”, que una casa editora
había aceptado publicar en Bolonia.
Llegó entonces julio de 1870: fecha esperada ansiosamente, pues debía llevar el resultado del concurso. Lombroso había participado en éste con sus “Estudios clínicos experimentales sobre la naturaleza, el
génesis, la causa y la terapia de la pelagra”, en parte
impresos y en parte manuscritos.
El 2 de julio de 1870 la Comisión presentó su relación. Los concursantes eran varios, entre otros el
doctor Ballardini, el decano de los pelagrólogos maidistas; pero nadie, en opinión de la Comisión, podía
disputar a Lombroso el premio, pues sus trabajos fueron declarados “Considerablemente superiores a los
de todos los otros concursantes”.
Tributado el debido honor —está escrito en la relación
del concurso— al ilustre veterano (Ballardini), cuyo
valor abrió un surco por donde pasaron los otros, queda
derecho y armado sólo un campeón: el profesor Lombroso. Se declaró éste desde el principio continuador
de Ballardini, pero queriendo proseguir la obra de éste, de
hecho llega a demolerla[…]
Ustedes habrán podido apreciar la amplitud de las
investigaciones de Lombroso, que comprenden todo el
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campo pelagrológico. Sirviéndose de todos los medios
modernos de análisis y de experimentación, acostumbrado a los instrumentos diagnósticos, preparado a pesar, a medir, a numerar todo lo que en los fenómenos
biológicos es susceptible de exacta determinación, capaz de pedir a la química, al microscopio, los secretos
del átomo y de la célula; a la estadística la luz de su
ayuda; a la agronomía, a la mecánica, a la economía
social sus consejos; al arte del dibujo sus reproducciones; preparado en una palabra y educado en las duras y
severas exigencias de la ciencia médica.
Ustedes lo han seguido en el difícil camino, desde la
etiología hasta la sintomatología, la patología, la anatomía patológica, la profilaxis, la cura, y casi en todas partes lo han visto tratar nuevos hechos, acumular pacientes observaciones, desarrollar nuevos conceptos […]
La Comisión pudo, evidentemente, encontrar en algunas partes hechos no suficientemente comprobados,
observaciones todavía no numerosas, pero no puede
desconocer cómo los estudios de Lombroso, aun cuando
incompletos, reúnen en un haz muchos conocimientos
distintos, coordinan un gran número de hechos; concilian opiniones distintas, se explican y se completan
entre sí, haciéndonos considerar el problema desde un
punto de vista más elevado y comprensivo hasta ahora
no logrado.
Por este juicio podría creerse que la Comisión deseara otorgar el premio a Lombroso. Pero no: la Comisión se pregunta:
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¿Responde Lombroso a las condiciones del programa?
¿Puede nuestra Comisión coronar sus fatigas otorgándole el premio?
La contestación no puede ser dudosa, si se recuerda
que para dar el premio se necesita un descubrimiento
relativo a la cura de la pelagra, hecho después de 1860,
absolutamente comprobado y de notable beneficio para
la sociedad y el progreso.
Nuestra Comisión puede hacer votos para que alguien en el porvenir satisfaga estas condiciones, pero
no puede permitirse prescindir de ellas, invitando a
premiar una memoria que, aun cuando contenga un
descubrimiento de notable beneficio para la sociedad y
el progreso, no llega, sin embargo, a la demostración
absoluta.
Sin embargo, sería duro e injusto que trabajos como
los de Lombroso no obtengan de nosotros una distinción y un estímulo, que por tantos títulos merece y que
sirva al autor para completar una obra tan bien iniciada. Asignando por lo tanto a Lombroso una cantidad
de mil liras y publicando en las actas de la Fundación
que administramos, un amplio resumen de la Memoria,
nuestra Comisión cree que se pueden conciliar todas
las disposiciones y todas las exigencias: 28 de julio de
1870.
El criterio adoptado por esta Comisión para negar el premio a un concursante que ella misma declaraba “muy superior a los otros”, que presentaba un
descubrimiento que ella misma declaraba “de notable
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vida de lombroso
beneficio para la sociedad y el progreso”, se entiende sólo hasta que se leen atentamente las relaciones
del año siguiente. Se ve entonces que la Comisión
llegó a estas conclusiones por un espíritu de conciliación, pues el ponente y algunos comisarios habían
demostrado la necesidad de coronar con el premio los
estudios lombrosianos, y otros se habían opuesto rígidamente. El profesor Giacomo Sangalli, en las Actas
del Instituto Lombardo, se opuso también a este premio de estímulo que mientras elevaba a Lombroso de
los otros concursantes, le daba los medios para continuar más eficazmente sus experimentos y conseguir
en otra ocasión el premio tan deseado.
Y aquí observamos que el hecho de obtener el premio deseado, resolviendo el problema de la pelagra,
no debía ser una cosa tan criminosa y fatal para la humanidad que dudase el Instituto Lombardo mantener
lejano este acontecimiento.
El resultado no dio mucho gusto a Lombroso; había fundado una familia y estaba para ser padre: un
premio de 20 000 liras habría podido ser precioso en
aquellas circunstancias y, además, habría servido para
dar crédito a sus doctrinas pelagrológicas, para hacer
adoptar más fácilmente las medidas preventivas que
él reclamaba; pero no le dio tampoco mucha amargura.
Este premio, aun cuando incompleto, había dado
cierto prestigio a los estudios de Lombroso. El mundo científico los examinó con cierta benevolencia.
Hirsch y Fraenkel, en Alemania; Gasquet en Francia,
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hicieron de ella largos y elogiosos resúmenes: casi todos los médicos italianos rurales se pusieron a experimentar el ácido arsenioso en sus enfermos y ayudaron
con entusiasmo a Lombroso en su lucha contra los
sostenedores de las doctrinas no maidistas.
Lombroso reunió estos datos y otros con los cuales
contestó en 1871 a sus contradictores. Continuaba
tranquilamente sus investigaciones de la pelagra y armado con nuevas confirmaciones a su doctrina, tomó
parte en un segundo concurso de la Academia de Turín, para la memoria publicada entre 1868 y 1870, de
interés evidente para la Medicina y la Higiene.
* * *
En 1871 Lombroso se ocupó menos de la pelagra que
de otros problemas abandonados en años anteriores,
sobre todo del examen de los delincuentes.
Mientras estudia a los criminales en masa en las estadísticas, y personalmente con sus ojos y con la ayuda de sus estudiantes, desaparecen los límites entre
la locura y el delito que él quería fijar. Los criminales
presentan muchas anomalías, así como las presentan
los locos —y aun más graves y evidentes—; pero él no
sabe cómo coordinarlas, cuando una mañana, abriendo el cráneo de un famoso bandolero, Vilella, que
tenía ya 70 años y se había escapado de los gendarmes corriendo ágilmente por los montes, Lombroso
encontró en la base del cráneo una foseta occipital
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media. También los que no han hecho estudios médicos saben que nuestro cerebro está dividido en dos
hemisferios y que en el cráneo, casi para separarlos,
hay una cresta mucho más pronunciada en la base:
cresta occipital media, que se irge donde en las aves
se presenta una fosa destinada a contener un tercer
lóbulo medio. Ahora bien, en aquel cráneo, precisamente en el lugar de la cresta occipital, se presentaba
una fosa, tan lisa y exenta de vasos inflamatorios que
parecía haber sido como receptáculo a un tercer lóbulo medio, como se ve en los embriones en el tercero
y cuarto mes, y normalmente en las aves; anomalía
rarísima que Lombroso nunca más debía encontrar en
aquella proporción.
Viendo aquella fosa —escribe Lombroso—, me apareció bruscamente, como en una amplia llanura bajo un
horizonte infinito, aclarado el problema de la naturaleza del delincuente, que debía reproducir en nuestros
tiempos los caracteres del hombre primitivo hasta los
carnívoros.
Esta era la razón de los pómulos salientes, de la fosa
temporal, de las mandíbulas voluminosas, de todas las
analogías que había encontrado entre los delincuentes, los salvajes, los enajenados y los hombres prehistóricos: todos representaban estadios sobrepasados de
la evolución. Entre los locos y los delincuentes no
hay diferencia de calidad sino sólo de intensidad: todos eran atávicos (fue Lombroso quien inventó esta
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ETAPA DECISIVA EN LA VIDA DE LOMBROSO (1870-1871)
palabra en aquellas circunstancias), pero respecto de
los locos, el delincuente era el más atávico, el más
anómalo. El tumulto que la revelación despertó en él,
está comprobado por la relación que escribió para el
Instituto Lombardo.
“La anomalía de que voy a hablar puede decirse
única en la historia natural y patológica del hombre”…
Poco después tuvo que hacer un peritaje a un delincuente que completó aun de manera maravillosa la
primera revelación.
Se trataba de un individuo, Versen, que había estrangulado sucesivamente y despedazado en uno o dos
años a muchas mujeres. Él confesó a Lombroso que lo
hacía por encontrar en este acto un placer inefable: que
las estrangulaba con las manos y después chupaba la
sangre y mordía las carnes y, además, llevaba unos pedazos de carne a una choza, donde con tranquilidad en
los días siguientes gozaba en morderlos y husmearlos.
No tenía remordimiento por estos hechos y decía
que si estuviera libre, “no habría podido resistir a la
tentación de husmear y estrangular a otras mujeres”.
Lombroso no podía encontrar una prueba mejor
del origen atávico del delito. Comprendió, sin embargo, que el atavismo del delito con la fuerza irresistible que deriva de él, lo había hecho llegar más
allá del límite a donde pensaba llegar, pues había comenzado sus investigaciones para completar el código
vigente dando a los jueces y a los peritos un medio
de distinguir a los responsables de los irresponsables,
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vida de lombroso
y había terminado por encontrarse en un conflicto
terrible. Mientras trabajaba por controlar y completar su descubrimiento, pensaba en cómo la sociedad
podría defenderse de esos irresponsables, que, según
el antiguo código, debían ser puestos en libertad, pero
que él juzgaba más peligrosos que los criminales responsables.
En este momento, julio de 1871, el Consejo Provincial de Pesaro propuso a Lombroso tomar la dirección de aquel manicomio.
Esta oferta fue hecha con deferencia y con generosidad a las cuales no estaba acostumbrado: se le daba
libertad absoluta para todos los cambios que él considerara útiles en el manicomio, y para tomar consigo
todos los ayudantes que deseara. No se atrevió a rehusar esta fortuna que le permitía trabajar tranquilamente con amplio material a su disposición, pero no
quería, por otra parte, abandonar la cátedra que había
sido el sueño de toda su vida y decidió trasladarse a
Pesaro a título provisional para reorganizar el manicomio y regresar el año siguiente a Pavía.
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VIII. PRIMERAS LUCHAS
POR LA PELAGRA
(1871-1874)
En Pesaro.
Manicomios criminales.
Violentos ataques por la cuestión de la pelagra
La diferencia del que investiga por amor a
la verdad y el que lo hace por otras razones, está en el hecho de que el primero no
sabe qué cosa es la desgraciada habilidad
que el otro invoca, y en éste toda la ciencia corresponde sólo a la habilidad.
El 1o. de diciembre de 1871, Lombroso partió hacia
Pesaro.
Allí encontró, caso único en su vida científica, listos los materiales y los hombres que lo podían ayudar.
El manicomio y el cercano presidio penal fueron muy
pronto transformados en un maravilloso laboratorio de psiquiatría y antropología criminal. Los mozos iban y venían con cráneos y documentos de los
criminales de la cárcel al manicomio; los locos escribían al dictado, hacían gráficas, cuentas, estadísticas;
sus asistentes, los doctores Riva y Frigerio, tomaban
medidas, examinaban, controlaban mientras el doc-
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tor Tamburini, director del manicomio de Ancona,
efectuaba los exámenes a los locos. Así se estudiaron
experimentalmente a 400 delincuentes, y fue éste el
primer núcleo de la antropología criminal.
En el manicomio de Pesaro, Lombroso resolvió
también la cuestión que tanto le había preocupado el
año anterior, esto es, cómo defender a la sociedad “de
estos delincuentes o considerados como tales, para
los cuales la prisión es una injusticia y la libertad un
peligro”. Si los delincuentes son una especie de locos, no deben ser castigados, sino tratados como los
locos, estar segregados de la sociedad, ya no de manera temporal en proporción del delito cometido, sino
indeterminadamente en razón de su temibilidad, en
manicomios criminales.
Creyó, pues, haber logrado su fin por haber comenzado los estudios de los delitos con la intención de dar
a la justicia penal medios para mejorar. El remedio le
pareció tan sencillo, y la necesidad tan urgente, que
se ilusionó con verlo luego aplicado. Dirigió en noviembre de 1872 al Instituto Lombardo su Memoria
sobre los manicomios criminales; propuso un verdadero
proyecto de ley en el cual se limitaba —para que la
proposición pudiera ser adoptada prácticamente sin
modificar excesivamente el Código— a pedir que se
aplicara a algunas categorías de criminales, el párrafo
del Código Penal italiano que concernía a los menores y a los locos.
Hizo esta propuesta lleno de confianza y después
de estudiarla en todas sus partes para su aplicación
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
inmediata, al ministro de Justicia, pidiendo que se
ejecutara.
Su solicitud era ingenua. ¿Desde cuándo un ministro ponía en ejecución el proyecto de un profesor sin
amistades, fuera de las luchas políticas, que además
estaba en pugna con el mundo académico y científico, que pedía nada más que una reforma en el Derecho y en las penas?
Pero aquella vez la solicitud ingenua tuvo un resultado inesperado. El ministro no se ocupó de su
monografía, pero ésta atrajo la atención de Martino
Beltrami Scalia, director general de Prisiones, que en
una carta entusiasta le dejó entrever la esperanza no
sólo de que se realizara el manicomio criminal, sino
de que él mismo podría ser el director.
* * *
Regresemos ahora a Pesaro, donde debía reorganizar
aquel manicomio.
Escrupuloso como era, no descuidó a los locos por
los delincuentes. Ordenó aquel asilo con el sistema
inglés de las puertas abiertas, buscando la manera de
crear para los hospitalizados un ambiente alegre, con
todas las atracciones que pudieran conciliarse y hacer dulce su vida, ofreciéndoles teatros, libros, música, pintura. Excitó su actividad para que dieran libre
desarrollo a sus tendencias artísticas y poéticas, con
funciones, con exposiciones en donde presentar sus
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trabajos, y, sobre todo, con un periódico del manicomio, que por primera vez creó para dar a los parientes
noticias acerca de los enfermos, y a éstos una tribuna
donde publicar sus mejores trabajos literarios y artísticos.
Continuó las investigaciones psiquiátricas respecto de las cuales publicó varias interesantes monografías, volvió a comenzar sus estudios acerca de “Genio
y locura” y los reunió en un librito que con este título
publicó en Milán.
Acerca de la cuestión de la pelagra no creo que
tuviera intención de gastar más tiempo, sino el necesario para reunir los datos estadísticos y los casos clínicos que pudieran ocurrir. Pero a principios de 1872
el doctor Filippo Lussana, profesor de Fisiología en la
Universidad de Padua, publicó un librito en el cual
intentaba demostrar que la pelagra podía provenir de
cualquier causa, menos del maíz averiado.
Lombroso, contra el cual, aunque no se le hubiera
nombrado, estaba dirigido el ataque, contestó vivamente con una larga monografía irónica, en la cual
comprobaba los errores groseros en que había caído
Lussana.
Replicó éste, y a él otra vez Lombroso.
Lussana había cerrado su primer ataque declarando que podría creer en el origen maídico de la pelagra
sólo si del maíz averiado se hubiera podido extraer
el veneno que contenía. Esta objeción era seria y ya
la habían hecho más o menos abiertamente los otros
dignos adversarios. Lombroso quiso hacer esta ex-
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
tracción, eficazmente ayudado por el ilustre químico
Francisco Dupré, profesor en la escuela local de agricultura.
Lombroso y Dupré extrajeron entonces del maíz
averiado un aceite y algunas soluciones acuosas, una
de las cuales particularmente producía las reacciones
generales de los alcaloides, y bebida o inyectada a los
perros, a los pollos y a las ratas producía convulsiones
y otros fenómenos propios de la pelagra.
Era precisamente la sustancia que Lussana le había
pedido. Las pruebas a las cuales los enemigos sometían a su adversario, amenazaban transformarse en
actos gloriosos para su víctima, lo que evidentemente
no habían deseado.
Después del año de prueba, Lombroso se dispuso a
regresar a Pavía. El cargo de director del manicomio
era espléndido, el material de estudios abundantes,
las gentes amigas, el aire y el clima maravillosos, la
ad­ministración no había faltado a ninguna promesa:
le había dado una casa principesca, servidores, médicos, ayudantes…, pero faltaban en ella los estudiantes. Lombroso habría perdido, si hubiera permanecido
allí, el contacto continuo con las nuevas generaciones del cual tenía necesidad para hacer fermentar su
pensamiento.
Por esta razón, aun contra las instancias de las personalidades locales, en los primeros días de noviembre de 1872 abandonó Pesaro, que fue un oasis único
en su vida, un paraíso terrenal donde todos querían
que se quedara, y se fue a Pavía, donde su esposa lo
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había precedido en espera de otra criatura que debía
aumentar la pequeña familia.
* * *
El regreso a Pavía fue triste. El ex director del Manicomio de Pesaro, tan festejado y cortejado en aquella
bonita ciudad, encontró una acogida glacial en su
segunda patria. ¿Esperaban sus colegas que el joven
director al cual en Pesaro se habían hecho tan interesantes proposiciones, nunca más regresara al modesto
puesto de Pavía? ¿O eran simplemente envidiosos de
la fama que tenía por los nuevos descubrimientos?
¿Estaban irritados por las polémicas contra Lussana? Lo cierto es que en Pavía se había roto aquella
especie de cadena de simpatía, que encendida por
Lombroso cuando estudiante, había continuado, aun
cuando menos fuerte, para Lombroso profesor, y se
había formado una densa red de rivalidades que las
polémicas con Lussana habían contribuido a hacer
más ásperas.
Al principio, sin embargo, Lombroso, ocupado de
tantos problemas y feliz por la acogida hecha a sus pro­
yec­tos respecto a los manicomios criminales y sus ex­
pe­rimentos sobre la pelagra, no se dio cuenta de esta
situación. El hecho de concebir, de crear, produce tal
exaltación que frente a ella se hacen pálidos todos los
desengaños. Pero los dolores debían ser muy numerosos y atroces aquel año para él.
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El 1o. de noviembre de 1872, como primer saludo
del mundo académico, se publicó el informe del Congreso de Turín que debía, como dije, dar un premio al
descubrimiento médico hecho entre 1868-1870, que
más hubiera contribuido al progreso y al beneficio de
la ciencia médica.
Lombroso se había presentado en el concurso con
sus “Estudios clínicos y experimentales sobre la naturaleza, causa y cura de la pelagra”, que ya estaban en
su segunda edición; con sus nuevos descubrimientos
sobre los venenos del maíz que había enviado desde
Pesaro; con una serie de memorias de los médicos rurales que referían los efectos de su medicamento en
los pelagrosos en sus pueblos, y otra serie de historias clínicas de enfermos de psoriasis, curados con el
aceite del maíz averiado. Había enviado también una
serie de preparaciones químicas y microscópicas del
veneno y los hongos del maíz y una colección de maíz
alterado en distintas formas.
En el concurso no había ningún otro concursante
de importancia. Lombroso estaba seguro del premio,
tanto más cuanto que entre los jueces había algunos
grandes admiradores y amigos suyos. Pero en una
asamblea el mérito tiene poco valor y 10 amigos tienen menor fuerza que un solo enemigo; ¡y los enemigos no faltaban en la Comisión!
No sólo la Comisión le negó el premio, sino que
el informe que acompañó al juicio negativo tenía un
tono muy diferente del emitido por el Instituto Lombardo.
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vida de lombroso
El ponente del Instituto Lombardo en 1870 casi reprochó a Lombroso el hecho de apoyar sus nuevos descubrimientos sobre sus precursores, que de hecho había
derrumbado. El ponente del nuevo concurso reprochó
a Lombroso haber “olvidado” a sus predecesores.
El ponente del Instituto Lombardo estaba entusiasmado por el remedio que había encontrado Lombroso: el nuevo ponente que tenía bajo sus ojos una
cantidad mucho más grande de experimentos, de resultados prácticos, de cartas de médicos, etcétera, ni
se ocupó de la terapia de la enfermedad, que constituía la base del concurso y a la cual el concursante había dado amplio desarrollo, y escribió: “Merecen ser
tenidas en cuenta las curas arsenicales”, como si éstas
fueran citadas como hipótesis, mientras que estaban
abundantemente comprobadas.
En 1870, en el primer Concurso, consiguió un premio de estímulo y no se había dado premio a otros
concursantes. Los nuevos jueces no manifestaban ni
una palabra de aliento para Lombroso y reservaron
sus elogios y dan el premio a un concursante desconocido, por una memoria relacionada con “La estrechez
de la uretra”.
Para quien lo lea atentamente, el informe está hecho maravillosamente para hacer quedar mal los descubrimientos de Lombroso, aunque dé la impresión
de elogiarlos: para hacer callar, conforme la apariencia de imparcialidad, a sus sostenedores ya bastante
numerosos y entusiastas, y para asegurar a los sabios
académicos que Lombroso no podía ir muy lejos. Era
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
ésta una advertencia al ardiente joven para que abandonara el escabroso tema y estudiara algo más inofensivo y que ofendiera menos los intereses ajenos…, por
ejemplo, “La estrechez de la uretra”.
Pero Lombroso no era hombre que se amilanara
por aquella advertencia. Pocos días después del informe, expuso brevemente en el Instituto Lombardo
los resultados de los experimentos de los venenos del
maíz averiado ejecutados en Pesaro con el químico
Dupré. Los resultados eran “que del maíz averiado se
podían extraer tres distintas sustancias: aceite rojo
del maíz averiado, una sustancia tóxica del maíz averiado, y una sustancia glutinosa”.
Esta última en los experimentos se había mostrado inocua. El aceite rojo producía en los pollos, pero
sobre todo en los perros, las ranas y las ratas, después
de breve tiempo, fenómenos parecidos a los de la pelagra: descamación, diarrea, vértigos y convulsiones;
en los hombres sanos, somnolencia, diarrea, fenóme­
nos morbosos parecidos a los que en los enfermos
crónicos produce la inanición completa. La sustancia
tóxica preparada en tintura, inyectada en los pollos y,
sobre todo, en los perros, había dado pocos minutos
después fenómenos de diarrea, contracciones, somnolencia y abatimiento extremo. Por lo contrario, esta
misma tintura suministrada por Lombroso y por otros
médicos a 20 enfermos de psoriasis crónica, produjo
una notable mejoría y en muchos casos la curación
definitiva, aun cuando al principio de ella se hubiera
determinado una ligera agravación.
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Para comprobar sus experimentos, Lombroso, después de la lectura, presentó al Ilustre Consejo dos po­
llos que desde hacía varios meses estaban tratados con
aceite de maíz averiado y mostraban algunos síntomas
de la pelagra: movimiento constante lateral de la cabeza, encorvamiento, caída de las plumas, eccemas
en la cresta, etcétera. Pero apenas había exhibido a
los animales, se levantó uno de los más importantes
miembros del Instituto, Porta, profesor de cirugía en
la Universidad de Pavía. Era éste un viejo lombardo,
rudo, insolente e imponente, que imponía su opinión
entre los profesores serios de Pavía, y gozaba de gran
renombre, aun cuando fuera mínima la cifra de sus
pacientes que sobrevivían a sus sabias operaciones.
Con su acostumbrada altivez y firmeza, declaró al
Consejo que estas comunicaciones eran charlatanerías, que de los experimentos de Lombroso todos reían
desde hacía muchos meses en Pavía, y que los gallos
que había presentado estaban amaestrados. Le hizo
eco el profesor Sangalli (el mismo que dos años antes
se había opuesto al premio de estímulo de mil liras),
afirmando “que había personas dispuestas a someterse
a un experimento para comprobar que el aceite del
maíz averiado de que hablaba Lombroso era inocuo y
que sus demostraciones eran charlatanerías”.
Escribía Lombroso:
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Cómo me quedé con estas palabras que para mí representaban una sentencia de muerte científica, no podría
decirlo, sino que recuerdo que nunca entendí mejor el
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
verso de Dante: Io non piangea, si dentro impietrai, pues
sentí un frío horrible que me invadió el pecho y fue casi
un acto automático en el cual el cerebro tomaba poca
parte, como dije que no habría salido de allá si no nombraban una comisión para volver a hacer mis experimentos y escribir un informe […].
La comisión fue designada: presidente y ponente, el doctor Biffi; miembros, Todeschini, Valvassori,
Zucchi.
Entre tanto, el 9 de enero de 1873 el doctor Luigi
Stroppa comenzó a tomar el aceite de maíz averiado
para sostener lo dicho por Sangalli.
Este señor, que efectivamente era inmune a aquel
veneno —y Sangalli debía saberlo—, continuó tomando por un mes, y más aún, el veneno dado por
Lombroso, sin que —por lo que él dijo— resintiera
ningún efecto objetivo y ningún malestar subjetivo.
Científicamente, el experimento no tenía mucho
va­lor, pues el sujeto estaba libre de oponerse con contravenenos, como el café y el arsénico, y con la dieta
abundante a los efectos del tóxico, pues este aceite
extraído de manera muy grosera tenía un valor benéfico desigual y además por existir —y Lombroso ya
lo había dicho— sujetos refractarios a éste, así como
hay otros refractarios al alcohol, al arsénico y hasta a los hongos venenosos. Pero para Sangalli y los
adversarios de Lombroso la prueba se podía declarar
eficaz y en este sentido se hizo un informe al Instituto
Lombardo en 1873.
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vida de lombroso
Inútilmente Lombroso repitió sus experimentos en
los pollos, sometiendo una serie de animales a la acción
del maíz averiado frente a médicos y naturalistas indiscutibles. Inútilmente el 17 de julio de 1873 Lombroso
presentó al Consejo casos de individuos sanos que, sometidos al aceite, habían presentado notables molestias,
y enfermos de psoriasis que por el contrario se habían
curado. Los hombres de hielo frente a la verdad se hacen de
fuego frente a la mentira, y el experimento de Sangalli
debía ser reprochado a Lombroso durante toda su vida.
Pero existen hombres para los cuales los fracasos
producen una especie de reacción por la cual callan
y se aplacan como niños después de una corrección
merecida, y hay otros que por los fracasos y las correcciones injustas se rebelan y adquieren un vigor
de lucha que ellos mismos probablemente no creían
poseer. Así era Lombroso.
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Cuando la habilidad de los adversarios me cerró todos los
caminos, me dediqué a multiplicar en todas las formas,
para uso externo e interno, estos remedios. Ni uno solo
de los buenos dermatólogos de Italia se salvó de mi insistencia, y pocos del extranjero. Había varios que serían
del delirio del descubridor; había otros que creyeron que
el aceite era un veneno atroz y no querían suministrarlo
sino por miligramos; otros, en fin, sorprendidos de no encontrar graves fenómenos con las primeras dosis, daban
cantidades que podían matar a sus enfermos; pero yo acogía todo y principalmente intentaba curar yo mismo a los
enfermos. Llegué hasta el punto de detener en la calle a
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
personas cubiertas de eccema para que se hicieran curar
por mí y obtuve resultados espléndidos. Me acuerdo, entre
otros, de un individuo del campo, que me había sido enviado por el doctor Pagano, que desde hacía muchos años
estaba enfermo de psoriasis, y mejoró rápidamente con la
tintura y no podía vivir sin tener una provisión de ella.
Pero esto no le bastaba. Siguió sus experimentos
químicos; escribió artículos, dio clases, conferencias;
los domingos, con una canasta en la cual había un
gallo pelagroso, con una colección de maíz averiado,
paseaba por el campo para hablar a los campesinos y
demostrar cómo estaba enfermo el gallo por haber engullido el aceite extraído de esos granos, cómo debía
rehusar esas semillas para la alimentación y, en fin,
cómo curarse si la enfermedad ya se había declarado.
Fundó una revista pelagrológica mensual en los Anales Universales de Medicina de Milán; en 1874 impartió un curso gratuito en la Escuela de Agricultura de
Milán acerca de la curación y la causa de la pelagra y
acompañó al campo a los estudiantes para indicarles
los síntomas de la enfermedad y lo eficaz del remedio;
para reunir a favor o en contra de su doctrina hechos,
objeciones, pruebas, contestaciones, que reunió en
un nuevo libro sobre la pelabra publicado en 1872.
Estas campañas, estos artículos, las conferencias,
que naturalmente provocaban opiniones en contra de
los grandes agricultores de aquellas regiones, irritaron
a las altas clases sociales, que antes aparecían benévolas hacia este teórico estudioso. La rica clientela que
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vida de lombroso
había comenzado a afluir, lo abandonó. Pero todo fue
inútil: ninguna calumnia, ninguna infamia, ningún
perjuicio pudo sacudir a Lombroso: estaba conducido
por la pasión y a ésta no le importan ni las tentaciones
ni las amenazas.
La diferencia entre el que estudia por amor de la verdad
y aquel que estudia por finalidades extrañas a la ciencia
—escribía al doctor Gemma, que atribuía a la habilidad
de Lombroso el hecho de haber reconocido a la pelagra
su origen maídico para complacer al doctor Ballardini— reside sobre todo en esto: el primero ni sabe en qué
consiste aquella habilidad que el segundo invoca; en el
segundo, toda la ciencia se resuelve sólo en esto.
Pero si Lombroso es apasionado, impetuoso, casi
violento, no es bilioso; reacciona vigorosamente,
pero en la reacción consume su dolor y lo olvida.
El efecto de los estudios basta para consolar, para
exaltar al maltratado maestro y permitirle, mientras
se grita en contra de él, continuar en su trabajo. Por
esto, con todas las ansias, los dolores, las fatigas que
la cuestión de la pelagra le procura, en 1873 y 1874
continuó publicando no sólo de este problema, sino
también de todos los otros en los cuales se había interesado hasta entonces.
Continuó las investigaciones de la “Geografía médica de Italia”, en la cual pensó basar una geografía
de las razas italianas que debía publicar después; completa el plan del manicomio de Voghera, que después
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PRIMERAS LUCHAS POR LA PELAGRA (1871-1874)
fue adoptado; siguió las investigaciones de la foseta
occipital media por las cuales tuvo polémicas violentas, y, por último, fue encargado en 1874 de la cátedra
de Medicina Legal e introdujo una revolución en la
enseñanza de esta ciencia, acompañando a sus estudiantes a las cárceles para estudiar directamente con
él a los delincuentes.
* * *
Con toda esta actividad, sin embargo, Lombroso no
vivía muy tranquilo. En 1874, le llegó un telegrama
de Roma que decía: “Estoy encargado de preguntarle
si usted aceptaría ir a Turín como profesor ordinario
de Medicina Legal. Telegrafíeme luego sí o no, sin
condiciones. Después escriba para mi tranquilidad.”
La cátedra de Medicina Legal no era el sueño de
la Psiquiatría en Italia: aspiraba a la cátedra de Enfermedades mentales, también vacante en Turín, pero
los términos del telegrama no dejaban lugar a dudas:
o Medicina Legal en Turín, o encargado provisional
perpetuo en Pavía. Después de la acogida de dos años
antes no podía haber vacilación para escoger: Lombroso contestó aceptando y poniendo como condición que se preparara un laboratorio donde reunir sus
colecciones antropológicas. Esta condición era muy
modesta; pero el ministro y la Facultad tuvieron miedo, y la cátedra que debía ser conferida inmediatamente, fue puesta a concurso.
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IX. LA GRAN TRAGEDIA
(1875-1876)
Decisión de la Comisión
del Instituto Lombardo.
La cátedra en Turín
Él estaba solo y tenía las armas de la gente honrada, poco ofensivas, con las cuales
tenía que combatir la turba de los catedráticos oficiales, dispuestos a servirse de
todas las armas.
El 15 de abril de 1875 se publicaron las conclusiones
de la Comisión del Instituto Lombardo, que debía
examinar y dar cuenta de los resultados y los experimentos de Lombroso acerca de la acción tóxica del
maíz averiado y del aceite rojo, además de la acción
terapéutica del extracto del maíz averiado, cuyos efec­
tos había atribuido el profesor Porta sólo a charlatanerías de Lombroso, que había amaestrado a los animales que él afirmaba que estaban intoxicados.
La Comisión no había tenido limitaciones ni de
tiempo ni de lugar; había sido libre de experimentar
en tantos y cualesquiera animales que hubiera querido, y también en hombres; además, Lombroso le
había pedido estudiar la acción del maíz averiado en
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hombres enfermos de psoriasis y en animales carnívoros, que él consideraba más receptivos del veneno
maídico.
La Comisión había tenido a su disposición no sólo
el manicomio de Milán, en donde el presidente de la
Comisión era director y debía forzosamente ir todos
los días: tenía a su disposición un médico asistente
para registrar los resultados de los experimentos, y
cuantos enfermos quisiera para controlar la eficacia
terapéutica del veneno de maíz contra algunas enfermedades de la piel.
Para que su trabajo fuera más fácil, análogos experimentos se hicieron en otros manicomios, hospitales
y hasta en clínicas veterinarias y sus resultados fueron
enviados al presidente.
Esta Comisión se ocupó durante dos años y medio;
y a pesar de esta larga espera, con todas las facilidades
de que dispuso, en este periodo no encontró la posibilidad de efectuar ni un solo experimento en carnívoros, los perros, ratas y ranas que Lombroso había
declarado ser más sensibles al veneno, y se contentó
con observar a enfermos y pollos.
Los enfermos fueron muy pocos: sólo cuatro; en dos
de ellos la Comisión no había podido continuar la
curación por “faltar tal remedio en las farmacias”, y a
los otros dos se les había suministrado sólo pocos días,
suspendiendo la curación cuando el remedio dio la
primera agravación, cuando Lombroso expresamente
había dicho que se necesitaban varios meses antes de
ver los efectos del aceite en estos enfermos que son
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LA GRAN TRAGEDIA (1875-1876)
siempre crónicos, y que con los remedios ordinarios
son de larga y difícil curación, si no es que imposible.
La Comisión concentró sus experimentos en los pollos, en los cuales hizo tres clases de experiencias: con
maíz averiado que se dio por largo tiempo; con aceite
de maíz que se dio en pequeñas dosis por menos tiempo, y con grandes dosis de maíz averiado que se dio
por pocos días.
Para estas tres series de experimentos destinados
a decidir el asunto de la pelagra frente al mundo y
para los cuales se había puesto a disposición de la
Comisión una gran jaula en el manicomio de Milán,
donde el presidente era médico en jefe, la Comisión,
después de dos años, se presentó con el mezquino número de tres gallinas, tres pichones y dos gallos (comprendiendo a los animales testigos). Con estos 18
animales había hecho la Comisión tres series de experimentos.
Primera serie. Cuatro gallinas alimentadas con maíz
averiado, dos de las cuales se encontraron muertas en el
gallinero, una después de 13 días y la otra después de
seis meses del experimento. De esta serie la Comisión
concluyó:
1) Los pollos comen de mala gana la harina y el
maíz demasiado alterado. Pero alimentados durante
largo tiempo con aquellos granos y aquella harina,
no presentan ninguna molestia en la motilidad, y en
general en el sistema nervioso, ni ninguna alteración
en la piel, las plumas, la cresta. En la autopsia presentaron vísceras sanas.
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2) Los poquísimos pollos que murieron durante los
experimentos, no presentaron en vida ningún síntoma especial de la pelagra y su muerte pareció deberse
a alteraciones extrañas a la ingestión del maíz averiado.
La segunda serie de experimentos fue hecha con
cuatro gallinas y un gallo a los cuales se suministró durante mucho tiempo de uno a ocho gramos de aceite
de maíz averiado diariamente, y dos gallinas testigos
a las cuales se suministró la misma dosis de aceite de
olivo sano. Pero como la Comisión no tuvo confianza
en el aceite proporcionado por Lombroso, y no supo
extraerlo ella misma, hizo los experimentos con aceite de maíz sano al cual añadió maíz averiado, esperando que el aceite tomara los signos exteriores que
Lombroso había descrito como propios del aceite de
maíz averiado.
Los resultados fueron: un gallo que se encontró
muerto en el gallinero sin ninguna traza de estrangulación exterior, después de casi 12 meses; y una gallina que fue víctima de los gatos en el tercer mes de
prueba, después de haber sufrido conjuntivitis purulenta y tenido temperatura de 42 a 43 grados.
Una segunda gallina que murió dos meses después.
Una tercera que sobrevivió, presentó a la autopsia,
catarro del tenue, con manchas hiperémicas y adiposidad hepática; temperatura, 43 a 43.5 grados.
La cuarta gallina presentó en la autopsia notable
cantidad de adiposidad en el tejido conjuntivo subcutáneo abdominal, flacidez de los músculos del pecho,
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tumefacción en las placas de Pleyer, sanos los otros
órganos; temperatura, 42 a 43.5 grados.
En esta segunda serie de experimentos la Comisión
concluyó que el aceite del maíz averiado puede ser ingerido por los pollos sin perjuicio, por largo tiempo,
en dosis diarias de más de ocho gramos.
Tercera serie. Tres gallinas, un gallo y dos pichones
que fueron sometidos a fuertes dosis de aceite de maíz
averiado: 15 a 20 gramos, tomados durante 15 días.
Resultado: en la primera gallina, diarrea que desapareció poco después de la ingestión; temperatura de 43 a
43.9 grados. En la segunda gallina, poca y fugaz diarrea,
temperatura de 42.9 a 43 grados; nada en la autopsia. En
el gallo, fugaz diarrea; temperatura de 43 grados, nada
en la autopsia. En el pichón, leve y fugaz diarrea, la temperatura no se tomó, nada en la autopsia.
La gallina testigo que tomó cinco, 10, 20 gramos
de aceite de olivo puro, tuvo un poco de diarrea, temperatura de 43 a 43.2 grados. Nada en la autopsia.
El pichón, que tomó tres, cuatro y nueve gramos de
aceite de olivo, tuvo abundante diarrea y estuvo atontado. La temperatura no se tomó; nada en la autopsia.
Como el profesor Lombroso insistió entonces para
que se hicieran otra vez las pruebas no ya con el aceite sino con el extracto acuoso de maíz averiado, se
hizo una cuarta serie de experimentos en un pichón de
un mes, al cual durante 11 días se le dieron tres, cuatro y 12 gramos de extracto acuoso de maíz averiado y
sólo tuvo un poco de aturdimiento. No se tomaron la
temperatura ni el peso.
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Por estas dos últimas series de experimentos la
Comisión concluyó que el extracto acuoso es inocuo,
así como lo es el aceite del maíz averiado, ya sea que
se dé en dosis pequeñas por mucho tiempo, o que se
dé en dosis importantes por poco tiempo; las conclusiones generales, pues, del informe fueron: 1) el maíz
averiado es un alimento excelente; 2) el aceite del
maíz averiado tiene en los pollos el mismo efecto que
el aceite de olivo, y 3) el extracto acuoso del maíz
averiado es la bebida ideal.
Es evidente la mala voluntad y la poca seriedad
de esta Comisión, que llamada a juzgar un problema de
tan grave importancia e invitada a experimentar simultáneamente en varias especies de animales, sobre
todo en los carnívoros, se contentó con experimentar
con 13 gallinas, tres pichones y dos gallos, declarando
que “no quería entrar en el asunto de la pelagra, por
ser difícil, y que esperaba una solución de estudios
más serios y complejos que no fueran los experimentos sobre los pollos”.
También es evidente la poca seriedad de esta Comisión, pues después de morir seis de los 10 animales del experimento, no los sustituyó. Es evidente su
poco celo, pues debía experimentar el efecto del aceite de maíz averiado en los enfermos de la piel, y en
tres años sólo encontró en todo Milán cuatro casos y,
además, emprendida la curación, fue interrumpida en
dos casos por faltar en las farmacias la tintura que se
debía experimentar.
Es evidente esta mala voluntad por haber experi-
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LA GRAN TRAGEDIA (1875-1876)
mentado el aceite extraído por Lombroso por vía oral
en lugar de hacerlo por inyecciones (como lo había pedido Lombroso), y por no haber tenido en cuenta en los
experimentos ni las muertes ni la temperatura aumentada ni la disminución de peso.
Evidente, por último, su poca seriedad, pues experimentó el extracto acuoso en un solo sujeto y se
atrevió a presentar sus conclusiones.
Todos estos hechos fueron puestos de relieve por
Lombroso en una candente contestación que terminaba así:
Los honorables miembros de esta Comisión, evidentemente temiendo ceder al excesivo afecto personal que
los unía al descubridor de los fenómenos tóxicos del
maíz averiado [el presidente de la Comisión era compañero y amigo de Lombroso], quisieron abundar en
la imparcialidad y después de exponer los hechos que
estaban todos a su favor, dar a ellos un matiz distinto y
una impresión diferente. Por fortuna, en la Ciencia los
hechos permanecen y las interpretaciones se van.
Pero, ¿qué valor podían tener las afirmaciones del
descubridor frente a las negativas de la Comisión que
debía decidir? Esta decisión de unos colegas, que él
mismo había pedido como jueces, era inapelable.
El aceite del maíz averiado, en consecuencia, era
inocuo; los granos averiados, tan buenos como los
otros; los experimentos de Lombroso, charlatanerías.
Los fisiólogos y los químicos catedráticos se dedica-
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vida de lombroso
ron a confirmar la conclusión de la Comisión y algunos iniciaron contra el pobre Lombroso una lucha
tre­men­da.
La lucha era desigual. Lombroso, un pobre profesor
extraordinario en Pavía, estaba solo y tenía las armas
de la gente honrada, siempre poco ofensivas, y contra
él estaba la jauría de los catedráticos oficiales, ¡apoyados nada menos que por una Comisión nombrada por
una academia honrada y estimable como el Instituto
Lombardo!
Sin embargo, el duelo comenzó. Lombroso contestó con el artículo ya citado y con otros experimentos
que volvió a hacer él mismo; con investigaciones y
experimentos ejecutados en otros hospitales.
Pero, con rapidez aún mayor, repitieron sus experimentos los adversarios, que habían aprendido de la
Comisión del Instituto Lombardo, que la muerte no
es síntoma de enfermedad, pues las gallinas —cuando
le parecía cómodo al experimentador— podían “encontrarse muertas” en el gallinero.
El profesor Lussana, que en sus experimentos encontró también un importante porcentaje de las gallinas “muertas en el gallinero”, escribió hasta una teoría acerca de “la mortalidad de las gallinas” y ofreció
una cuidadosa estadística de ella en tiempo normal.
Con todo esto, convencido de buena fe de que la
acción nociva de la sustancia tóxica del aceite rojo
del maíz era una ilusión de Lombroso, el doctor Lussana inició una segunda serie de experimentos en los
pollos por inyección.
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LA GRAN TRAGEDIA (1875-1876)
El primer pollo que no conocía probablemente las
conclusiones de la Comisión del Instituto, apenas le
fue puesta la primera inyección, vacila, cae y poco
después muere. Lo mismo pasa con el segundo pollo, y mueren en las mismas condiciones el tercero y
el cuarto. ¿Cómo explicar este hecho? La estadística
sobre la mortalidad de las gallinas no llega a justificar
tal mortandad. Pero Lussana no pierde el ánimo.
El aceite rojo enviado por el señor Dupré tenía un
olor pronunciado al éter que se emplea de costumbre
para extraer de la grasa las sustancias oleosas. Deberá
estudiarse si ligeras cantidades de éter empleado de la
misma manera sobre los mismos animales no producen
fenómenos análogos.
Si Lombroso era capaz de amaestrar a las gallinas
para fingir las convulsiones, ¿no podía ser también capaz de dejar caer algunas gotas de éter sobre su aceite
para hacerlas morir? La inducción era lógica; se debía
comprobar si el éter es un veneno, sin perder el tiempo en hacer una segunda serie de experimentos con
aceite averiado, poniendo en él oxígeno, como había
hecho Lombroso presentándolo al Instituto Lombardo, precisamente para que no se pudiera oponer la
acción del éter con el cual se extraía el aceite.
Lussana, pues, tomó dos pollitos, uno de 45 y otro de
53 gramos, y los hizo tragar 35 centigramos de éter sulfúrico. Los pollos se aturdieron un poco y después se repusieron como antes. Tomó otros dos más chicos, uno
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de 32 gramos y otro de 50 y les inyectó bajo la piel 25
centigramos de éter sulfúrico. Esta vez los pollos murieron, uno seis horas después y el otro al día siguiente.
La identidad para Lussana no podía ser más evidente.
Lombroso, ya exasperado por la decisión de la Comisión contra la cual había protestado con energía
que pareció excesiva a Lussana, exigió que éste repitiera los experimentos con aceite de maíz extraído de
su propio laboratorio o comprado en cualquier parte.
Lussana aceptó, compró aceite de maíz averiado, le
puso oxígeno y lo dio a seis pollos. Cuatro días después, el primero de los animales murió y había adelgazado. Dos días después murió el segundo pollo y un
tercero un día más tarde. Inútil decirlo, los tres pollitos murieron absolutamente sanos sin que nada de notable se encontrara en la autopsia. Pero otras dos gallinas de 700 gramos, experimentadas con uno y tres
gramos de aceite por vía oral, y otra de 800 gramos a
la cual se había puesto una inyección de tres gramos
de aceite, estaban vivas. Tres muertes de seis, ¿qué
representan cuando se trata del éter? Ya lo había dicho la Comisión del Instituto Lombardo, que tres de
seis es un porcentaje mínimo. Lussana, pues, se creyó
con el derecho de concluir que el aceite rojo extraído
del maíz averiado era inocuo y, además, que ninguna
sustancia del maíz es venenosa por sí misma.
Pero… si eran inocuas las sustancias extraídas por
Lussana y si las de Lombroso eran mortales, la introducción de mala fe de un veneno extraño era evidente.
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Después del ímpetu de los sabios serios y respetables
—escribía Lombroso en sus “Memorias de un pelagrólogo” —, contra los cuales podía defenderme con paridad
de armas, encontré la fogosidad de los miles de ignorantes, felices de pisotear a un caído y de señalarlo a las
multitudes como un malvado charlatán […].
Pero no fue éste el único mal. Un sabio distinguido,
Brioschi, me designó en pleno Consejo Superior de la
Instrucción Pública como un mentecato que no podía
ser elegido en una cátedra, gracias a estos supuestos errores míos.
Vivía, por mi desgracia, en una noble y patriótica
ciudad donde no se podían, sin embargo, entender y tolerar los entusiasmos científicos; yo, que de los fracasos
me consolaba mostrando a todos mis pobres pollos, los
cuales, por no aspirar a ningún grado académico, continuaban balanceando sus cuellos y marchando hacia
atrás, provocaba en lugar de las esperadas conversiones,
las muecas de la buena gente que llegó a presentarme
en farsas carnavalescas como un gran sacamuelas que
vendía el agua de la pelagra para los pollos.
Asistí a lo que hacían a mi pobre efigie y compré los
versos que igualmente se hicieron, y los conservo pre­
cio­samente en mi armario pelagrológico como un documento del agradecimiento humano.
La guerra contra Lombroso se facilitaba por el hecho de que los aceites sobre los cuales se habían hecho
los experimentos hasta entonces, habían sido extraídos en pequeñas cantidades y no daban un producto
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constante; lo cual ponía algunas veces en peligro el
éxito de los experimentos. Entró en juego entonces
un generoso protector al cual Lombroso tributó eterna gratitud: el químico farmacéutico Carlo Erba, de
Milán. Este señor, al cual Lombroso se había dirigido
para que le prestara algunos instrumentos para extraer
los aceites con mayor seguridad, espontáneamente
contestó al pobre pelagrólogo poniendo a su disposición su laboratorio, sus obras, su experiencia y su talento; se ofreció hasta a hacer él mismo la extracción,
simplificando y regularizando la operación, de modo
que se consiguieran resultados fijos y constantes.
* * *
Mientras Erba extraía las sustancias venenosas del
maíz, en los primeros días de agosto de 1875, se abrió el
concurso para la cátedra de Medicina Legal e Higiene
en la Universidad de Turín, ofrecida a Lombroso el año
anterior: cátedra que había llegado a ser el ancla de salvación, la cumbre de los sueños del pobre pelagrólogo.
Para este sabio que había resuelto los problemas del
cretinismo y la pelagra, redactado y publicado separadamente los documentos de El Hombre delincuente; que
había publicado tantos informes acera de la higiene en
Italia, el resultado no podía ser dudoso; además, tenía
contra sí sólo a otro concursante que era un mediocre
médico práctico de Turín, sin títulos docentes o científicos. Un miembro de la Comisión, el doctor Livi, es-
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cribió a Lombroso que se presentara sin temor, pues
debía ser el primero sin disputa. En efecto, Lombroso
obtuvo 10 puntos más que el otro, pero, ¿qué pueden
servir estos 10 puntos cuando se ha visto que ni la
muerte sirve como síntoma de enfermedad?
Así como se había encontrado alguien que comprobara que la muerte en las gallinas era un fenómeno
natural, se encontró a la mayoría de los consejeros
que sostuvieron en el Consejo Superior de la Instrucción Pública, que si Lombroso había sido el primero
en el concurso, no podía sin embargo ser elegido,
“pues no poseía títulos suficientes para ser profesor
ordinario, como lo exigía el concurso”, esto es, que
aun cuando hubiera ganado el puesto, no era digno de
ser nombrado.
El 25 de septiembre de 1875, Lombroso recibió del
Ministerio una carta en la cual se le preguntaba si
aceptaba ser nombrado profesor extraordinario de
Medicina Legal en Turín. El pobre, en lucha ya en
Milán y Pavía, con los colegas, con los académicos y
con los ciudadanos, se irrita; protesta porque lo habían puesto en situación de aceptar una cátedra que
no era libre, de exponerlo en un concurso donde debía figurar como vencido, dándole aún más molestias
con sus colegas de Pavía.
Un amigo le escribió: “Contesta al Ministro que
estás dispuesto a ir a Turín si se te da también el encargo de la clínica de las enfermedades mentales, o al
menos pide que te nombren ordinario de Medicina
Legal en Pavía, con el encargo de la Psiquiatría.”
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Otro senador amigo suyo, le escribió en el mismo
sentido. Esta solución no era ideal para Lombroso,
pero no se le oculta que las dificultades para conseguirla son muy graves.
“Escriba al Ministro e insista para que transforme
la cátedra en ordinaria”, le escribía Moleschott. “Rehúse su nombramiento extraordinario”, le sugería un
comisario del concurso, prometiendo hablar para que
una personalidad interviniera.
“Es inútil escribir al Ministro: éste podrá dar el dinero, pero no cambiar el juicio de la Comisión”, le
escribe otra vez el senador amigo suyo.
Contesta Lombroso: “Entonces en este caso es inútil
que yo me vaya a Turín; si voy a ser extraordinario de
Medicina Legal en Turín, prefiero quedarme en Pavía.”
Pide que te confíen a título provisional la cátedra de
Psiquiatría en Pavía —le escribe un amigo—, si tienes a
tu favor a la Facultad, esto será fácil. En Turín conseguir
la cátedra de enfermedades mentales es casi imposible.
Por otra parte, conseguir la cátedra sin enfermos… el
Manicomio nunca te permitirá entrar allá.
Lombroso siguió este consejo. Francamente, dejar la cátedra que había fundado con tanta fatiga, el
hospital que había surgido por él, para ir de profesor
extraordinario de Medicina Legal a Turín, sin laboratorio, sin clínica, sin enfermos, era absurdo.
Después de obtener que la Facultad diera su aprobación para que la enseñanza en Pavía fuera ordinaria, es-
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cribió al Ministro para que le dieran o el cargo de profesor ordinario en Pavía, o bien el laboratorio en Turín.
El Ministro contestó que no podía asegurarle nada
en Turín, ni siquiera el laboratorio; que él podía aceptar y que cuando estuviera en Turín, se buscaría lo que
se pudiera hacer. El cargo de enfermedades mentales
en Turín o el nombramiento de profesor ordinario en
Pavía, eran imposibles.
Lombroso entonces rehusó ir a Turín, y declaró
firmemente que se quedaría en Pavía como profesor
extraordinario.
* * *
Mientras las intrigas y las maniobras impiden a Lombroso conseguir la cátedra que había ganado en un
concurso regular, sus colegas de Pavía y de Milán están preparando venganzas aún peores.
Había continuado con Erba sus investigaciones sobre el maíz averiado. En agosto habían extraído: 1) una
sustancia oleosa amarga soluble en alcohol; 2) una sus­
tancia nueva, nunca antes identificada, alcaloidea, a
la cual Lombroso dio el nombre de “pelagroseína”;
3) una sustancia resinoide, sustancia glutinosa del
maíz, y 4) un extracto acuoso resultante del tratamiento de los residuos con agua, que presentaba el
olor de la ergotina.
La sustancia alcaloidea era de una virulencia mucho más grande de lo que Lombroso había pensado,
pues en las preparaciones hechas en los meses cálidos,
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vida de lombroso
desarrollaba una acción absolutamente análoga a la
de la estricnina.
Era ésta precisamente la sustancia que exigía la Comisión del Instituto, que en su informe había escrito:
“Que para hacer evidente la acción maléfica del maíz
averiado necesitaba aislarse del maíz un principio ac­
tivo tóxico, que proporcionado directamente a los ani­
males manifestase su acción rápida y evidente.”
Pero una ola de malévola incredulidad acompañaba cualquier descubrimiento de Lombroso en el campo pelagrológico.
Como Lussana había sospechado que el éter sulfúrico y no el aceite del maíz había hecho morir a
los pollos y había querido comprobarlo con sus experimentos, cuando Lombroso comunicó su nuevo
descubrimiento, los colegas, en lugar de declararse
vencidos, encontraron más cómo afirmar que él había fabricado la sustancia de la cual daba entonces
noticia, añadiendo estricnina al aceite.
Lombroso hizo llegar de Erba dos litros del extracto debidamente sellados, para que los químicos de la
Universidad lo analizaran, y ellos encontraron, efectivamente, un cuerpo alcaloideo que presentaba las
reacciones somáticas y fisiológicas de la estricnina;
pero hicieron a Erba la misma acusación que se había
hecho a Lombroso, o sea, el haber introducido estricnina en la preparación.
Propuso entonces Lombroso a sus adversarios que
ellos mismos hicieran averiar el maíz y examinar así
el alcaloide.
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LA GRAN TRAGEDIA (1875-1876)
Los químicos Brugnatelli y Zenoni se ofrecieron a
ha­cer el experimento, no sólo para el maíz, sino para
otros cereales, trigo y centeno sanos y averiados, pa­
ra in­vestigar si esta sustancia se podía extraer sólo del
maíz o también de los otros. En estos cereales no encontraron ningún alcaloide, en cambio lo extrajeron
del maíz averiado y presentaba las reacciones somáticas de la estricnina y hasta sus efectos tetánicos.
“Ocurrió entonces —escribe Lombroso— que aquel
que había comenzado estas investigaciones exclusivamente para hacerme caer, cuando vio que estaban en
mi favor, calló y rehusó dar un informe público.”
Pero no calló Lombroso, que las mandó a la Revista
Clínica de Boloña (1875) y las hizo publicar en una
revista alemana otra vez.
Todo esto pasaba pocos días después de que el Consejo Superior de la Instrucción Pública había anulado
el nombramiento de ordinario en la Universidad de
Turín, y rehusado nombrarlo en Pavía. Hubo hasta
quien propusiera que el Consejo Superior le quitara la cátedra extraordinaria de Psiquiatría que había
fundado en Pavía y que cultivaba con tanto amor.
Se puede imaginar en qué estado quedaría el pobre
Lombroso, el cual, por el silencio obstinado del químico Brugnatelli, quedaba condenado al desprecio
científico más miserable y se veía amenazado hasta
en la cátedra.
La gloria de haber salvado definitivamente su
honor y su puesto se debió a un sabio extranjero:
Berthelot.
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vida de lombroso
Ya he dicho que cuando tenía 18 años, Lombroso
había tenido gran amistad con Alfredo de Maury, el
célebre historiador, fisiólogo y psicólogo francés.
En los primeros días de octubre de 1875, éste había
estado en Pavía y había encontrado a su admirador
disgustado por el comportamiento de Brugnatelli. Verdadero amigo, le pidió algunas muestras del aceite y de
granos averiados y prometió hablar de esto al famoso
químico Berthelot, y así lo hizo.
El 4 de marzo de 1876, Maury escribió:
Acabo de recibir una carta del señor Berthelot que me
manifiesta que no se ha encontrado en el maíz averiado
ni estricnina ni ningún alcaloide vegetal conocido. La
descomposición de este cereal produce una sustancia sui
generis de la cual la química orgánica en su estado actual no puede decir nada. Los análisis repetidos no han
dado ni estricnina, ni nicotina, ni morfina, ni codeína,
ni nada análogo a lo que se produce con la descomposición de vegetales que tienen acción deletérea.
Independientemente de Berthelot, el profesor Pietro
Pellogio, de la Escuela Superior Veterinaria de Mi­lán,
había hecho nuevamente los experimentos de Brugnatelli, y el 10 de febrero de 1875 los comunicaba al Instituto Lombardo, declarando precisamente que “del maíz
averiado se puede extraer una sustan­cia que se manifiesta como alcaloide fijado con los reactivos generales,
aun cuando debe admitirse que no se puede garantizar
que se trate verdaderamente de un alcaloide”.
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LA GRAN TRAGEDIA (1875-1876)
Poco después, Auspitz en Viena y Huseman en Estrasburgo, repitieron los experimentos y declararon
que del maíz averiado, y sólo de él, se extraía un alcaloide que presentaba los caracteres de la estricnina,
pero que se diferenciaba de ella por caracteres especiales. El profesor de Estrasburgo comprobó también
que los venenos extraídos del maíz averiado tienen una
fuerza tóxica diferente si se extraen en los meses fríos
(menor), o en los meses cálidos (mayor).
Frente a estas autoridades médicas indiscutibles, el
público médico académico guardó silencio; Brugnatelli repitió sus experimentos y obtuvo el alcaloide
“pelagrosina” y declaró públicamente que no se podía
extraer de ningún otro cereal en putrefacción.
En 1877, la Academia dei Lincei niega el premio
a un profesor Selmi, que había pretendido exhibir la
prueba de que el alcaloide de Lombroso no era sino
oleína amoniacal.
Ya era hora. Este asunto de la pelagra comenzaba a
cortar no sólo la carrera, sino la misma vida del pobre
pelagrólogo.
La familia, que había aumentado con un tercer
hijo —Aarón Arnaldo— nacido en 1874, hasta entonces había sido para él un descanso, un reposo, de
la cual no había sufrido ninguna molestia ni moral ni
material ni económica. La mujer bastaba para las necesidades de todos. Había amamantado a los recién
nacidos, los había criado, cuidado, educado, sola. En
1875, la gran tragedia que tanto había perturbado a
Lombroso, había conmovido el alma tierna de la es-
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vida de lombroso
posa encinta, y cuando nació el pequeño Leo, el 1o.
de abril de 1876, fue presa de una infección que la
tuvo entre la vida y la muerte durante cuatro meses.
¿Qué había ocurrido con el pobre psiquiatra que había pasado los años más bellos de su vida dedicado al
asunto de la pelagra, si hubiera quedado solo con
cuatro niños, pocos recursos y el mundo entero en
con­tra de él?
Pero las preocupaciones habían terminado. El cielo
estaba a punto de aclararse. Las palabras de Berthelot,
Huseman, Auspitz y Pellogio fueron de mágico efecto.
Todos comprendieron que se habían excedido y se callaron.
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X. EN TURÍN
(1876-1878)
Primera edición de
El hombre delincuente
Muy distinto es el camino del que busca
su bienestar, del de aquel que quiere ser
útil a una sociedad que le es hostil, y que
lo odia, mientras él la ama.
Mientras sus colegas de Pavía y de Milán se dan prisa
para probar que Lombroso es un escamoteador; mientras sus futuros colegas de Turín intrigan para que se
le declare indigno del puesto de profesor ordinario de
Medicina Legal, ganado en un concurso regular, Lombroso reanuda sus estudios antropológicos preferidos,
un poco deprimido por la tremenda lucha contra la
pelagra, y acaba su Tratado antropológico experimental
del hombre delincuente, que se publicó en Milán el 15
de abril de 1876.
Este tratado resumía en 200 páginas todas las inves­
tigaciones hechas por Lombroso sobre tal asunto. Comprendía el examen sistemático, somático, senso­rial,
anatómico, esquelético, etcétera, de un gran nú­mero
de criminales, el estudio de su alma, de sus costumbres, de sus pasiones; la comparación con los locos y los
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anormales y la conclusión de que los criminales son una
especie de locos que reproducen los caracteres propios
de nuestros abuelos hasta llegar a los animales: que son,
pues, individuos atávicos.
Sigue después un largo y minucioso análisis de las
medidas jurídicas y sociales tomadas para prevenir la
formación de estos delincuentes (colegios, reformatorios para menores, para huérfanos, etcétera), y para defender a la sociedad (manicomios criminales, colonias
perpetuas para reincidentes, pena de muerte, etcétera).
Este libro, publicado sin mayor ilusión que la pobre
Medicina legal de las enajenaciones mentales, que siempre fue desconocida del público, obtuvo, por lo contrario, un enorme, inesperado y espontáneo éxito.
Todos los psiquiatras, todos los directores de cárce­
les enviaron su aprobación incondicional. Hubo altos funcionarios que prometieron su apoyo para crear
manicomios criminales. De todas partes, poetas, literatos, médicos, locos, delincuentes, víctimas, juristas, hombres del pueblo, envían a Lombroso con su
aplauso, el fruto de su experiencia.
Todo este entusiasmo del cual era objeto Lombroso,
no podía dejar de reflejarse en las esferas oficiales universitarias. Un amigo suyo aprovechó este incidente
para obtener que el concurso para la cátedra de Medicina Legal en Turín fuera abierto nuevamente e insistió para que Lombroso se presentara otra vez. Pero si
El hombre delincuente comprobaba que el autor podía
aspirar a ser profesor ordinario, no era la obra un título
suficiente para obtenerlo.
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EN TURÍN (1876-1878)
“Mis colegas rehusarán otra vez tu nombramiento,
si no escribes algo acerca de ‘Medicina legal del cadáver’”, le escribió el senador Maggiorana. Lombroso
dudaba, tenía muchas cosas urgentes que atender; su
ardor para Turín ya se había apagado: si Turín no lo
quiere, se quedará en Pavía. Pero el amigo insiste; están en juego su honor y el del competidor. De manera
que el autor de El hombre delincuente, mientras continúa experimentando los alcaloides del maíz averiado,
mientras corre para vigilar las recién creadas comisiones pelagrológicas, mientras responde a sus nuevos
discípulos que espontáneamente se agrupan alrededor de él para trabajar en El hombre delincuente, tiene
que perder meses enteros para medir la temperatura
de los cadáveres, para examinar en ellos el efecto de
las balas, seccionar y anatomizar tejidos, para crear
títulos que lo hagan digno de ser nombrado profesor
ordinario.
Trabaja, mide, disecciona, hace trabajos de mi­cros­­co­
pio y fuera de algunas monografías sobre “La medicina
legal del cadáver”, se presenta en 1876 al concurso. Esta
vez no hubo ningún incidente. Sus “nuevas investigaciones acerca de la tanatología forense” fueron de plena
satisfacción de la Comisión y del Consejo Superior, que
en septiembre de aquel año lo nombraron en la cátedra
de Turín.
Pero este nombramiento tan ansiosamente esperado dos años antes, no le proporcionó gran entusiasmo.
Demasiados acontecimientos habían ocurrido des­
de 1874 cuando había recibido la proposición de ir a
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vida de lombroso
ocupar aquella cátedra. El juicio de la Comisión del
Instituto Lombardo, las acusaciones y la polémica con
Lussana, el descubrimiento del alcaloide del maíz averiado, la indignación de los sabios italianos, el silencio obstinado de Brugnatelli, el concurso de Turín, el
nombramiento y la anulación del nombramiento y, por
fin, el juicio de Berthelot confirmado por Huseman sobre el discutido alcaloide, la publicación de El hombre
delincuente, el inesperado éxito. En noviembre de 1874
se marca el principio de la gran tragedia, de la cual
septiembre de 1876 viene a ser el fin.
Lombroso dudó entre aceptar el nombramiento
que debía alejarlo para siempre de aquella ciudad de
Pavía, en la cual había vivido de estudiante lleno
de ilusiones y de alegría, de aquella cátedra a la cual
en 1865 había soñado “dedicar toda la vida”, de aquel
hospital, de aquellos enfermos que habían sido la base
primera de sus estudios, de sus luchas, de sus triunfos;
de aquellos estudiantes que tanto lo habían confortado. Ya en este centro había mejorado la atmósfera
para él. En todas partes se hacían investigaciones y se
nombraban comisiones para combatir el uso del maíz
averiado; en todas partes, en Lombardía y en Venecia, se creaban hornos para secar el maíz. El Instituto
Lombardo le había adjudicado aquel año un premio
por una memoria acerca de “La transfusión de la
sangre”, operación que Lombroso afirmaba ser siempre peligrosa y casi siempre ineficaz. El doctor Biffi,
presidente de la terrible comisión que había juzgado
inocuo el maíz averiado, trataba a Lombroso con de-
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EN TURÍN (1876-1878)
ferencia. Él, por otra parte, no era hombre inquieto
que deseara cambios: ponía demasiado cariño en las
cosas que lo circundaban para desear cambiarlas. Sin
embargo, acabó por aceptar, y el 10 de noviembre de
1876 inició sus clases en Turín, guiado por la misma fatalidad que lo había inducido a abandonar la
literatura por la medicina, que lo había inducido a
cambiar el oasis de Pesaro por el infierno de Pavía,
que siempre lo incitaba hacia decisiones que parecían
absurdas y que no lo eran, por ser muy diferente el camino de quien busca su propio bienestar, del camino
del que quiere ser útil a una sociedad que le es hostil
y que lo odia, y a la cual él ama.
* * *
Cave canem, le había escrito el director del manicomio
de Reggio, el profesor Livi, que era uno de los ju­ra­dos
para el concurso. “Puede ser que no sea, pero te­mo que
atrás de la puerta de Turín están ocultos males peores
que en Pavía.” Tenía razón.
El joven profesor recibió en Turín una acogida glacial; aun más, si es posible, de la que había recibido
en Pavía al regresar de Pesaro. Las gentes de allá, desconfiadas por costumbre hacia cualquier elemento de
fuera, opusieron una resistencia hostil al recién llegado. La Facultad de Medicina, que había hecho esfuerzos inauditos para que no se le nombrara, hizo ver
lue­go al colega toda su aversión, negándole el cur­
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so li­bre de Psiquiatría. La administración del mani­
comio le prohibió visitar a sus enfermos aun cuan­do
fue­ra gratuitamente.
Así, el fundador de la Antropología Criminal,
cuan­do llegó a Turín para difundir desde allá sus nuevas doctrinas en el mundo, se encontró sin laboratorio, sin clínica, sin enfermos, sin poder entrar en las
cárceles y en el manicomio, esto es, sin la posibilidad
de ver ni locos ni criminales; la población hostil, la
Facultad enemiga, obligado a enseñar una materia
que no quería a estudiantes que algunos colegas ya le
habían dicho que eran fríos y desconfiados.
Esto era demasiado, aun para un carácter alegre y
jocundo como el del ardiente antropólogo. Todavía
recuerdo, aun cuando entonces era una niña, nuestra
llegada a Turín, que nos dio la impresión de la expulsión del paraíso terrenal, de la llegada a un lugar de
destierro, a una prisión.
Lombroso había tomado un apartamento, exigiendo sólo que estuviera lleno de sol y cerca de la Universidad. Efectivamente, vivíamos a 10 pasos de la
Universidad y estábamos en pleno sol, pero no ofrecía
otras ventajas: era muy pequeño y aun más lo parecía
a nosotros que estábamos acostumbrados a las casas
grandes de provincia, y al gran jardín de doña Gina.
Además, estaba toda llena de esqueletos y de cajas de
material destinadas al museo que todavía no se habían
podido colocar en el laboratorio que no estaba listo.
¡Qué terrible año! El papá, siempre expansivo en
el dolor como en la alegría, se desesperaba todo el día;
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EN TURÍN (1876-1878)
los hermanitos, encerrados en cuatro paredes, se sentían mal; Arnaldo lloraba, el pequeño Leo crecía delicado como una flor de invernadero; ya otro hermanito
anunciaba absorber las últimas energías de la mamá.
Fue entonces cuando pasé a ser la consentida, cuan­
do comencé a querer al papá con todo el afecto de que
era capaz, concentrando y confundiendo en él el afecto
filial y el materno. Con la intuición que da el amor,
había comprendido que mi misión era reír, llenar la casa
de gritos de júbilo, aunque el papá pareciera más desesperado; reír también cuando el corazón lloraba; hacerlo
hablar de sus estudios, sus luchas, sus esperanzas.
Éramos muy insignificantes amigos, pobre papá,
pero siempre éramos algo. Si no podíamos entender con la cabeza, podíamos hacerlo con el corazón,
y cuántas veces el corazón ha podido sustituir a la
cultura, la edad y la experiencia. Para nada intimidados por nuestra ignorancia, discutíamos audaces
de la pelagra, de los delincuentes, de los genios y de
los locos, que para nosotros eran los únicos hombres
razonables, pues ellos sólo habían sido fieles a papá
y se acordaban de él en medio de la multitud de los
hombres normales, tan indiferentes y hostiles.
Por esto, mientras El hombre delincuente se difundía
por el mundo con rapidez inesperada, quien lo había
escrito gemía en Turín, imposibilitado de proseguir
sus investigaciones, en una negra desesperación, reducido a exponer sus ideas a niños de pocos años.
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XI. LA INSTALACIÓN
DEL LABORATORIO
(1878-1880)
Genio y locura
El trabajo lo excitaba, lo embriagaba, como
a otros el vino; el dolor más negro se borraba en la exaltación de la creación.
Afortunadamente, Lombroso tenía un carácter tan
feliz, que podía trabajar y dormir aun en medio de la
más profunda angustia, y en el trabajo y en el sueño
olvidaba toda preocupación. De carácter expansivo,
lo era en el dolor como en la alegría. Cuando recibía un nuevo golpe, una desilusión, una injusticia,
se indignaba, gritaba, se desesperaba, protestaba, se
desahogaba con todos y después… ya sea de día o de
noche, se iba a acostar y cuando despertaba su dolor
había perdido toda aspereza, se alejaba en el espacio
y en el tiempo, como si 12 horas de sueño hubieran
sido 12 años.
El trabajo lo excitaba, lo embriagaba, como a otros
el vino; cuando había escrito una bella página, reía,
corría, se expansionaba con todos, era feliz; el dolor
más sombrío se borraba en la exaltación de la creación;
estaba dotado de una imaginación fertilísima, que le
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permitía cambiar fácilmente el género de trabajo. Privado de sus enfermos, de sus delincuentes, del hospital,
y casi podría decirse del laboratorio, se dedicó aquel
año a la única cosa que le habían dejado: los libros,
acabando los estudios sobre el genio comenzados en
1865, y en 1877 salió la tercera gran edición de Genio
y locura, dedicada “A su Nina, colaboradora de la obra y
único consuelo en la tristeza de la vida”.
Aun cuando contenga grandes cosas, es muy difícil que un libro pequeño haga impresión en el público, ya acostumbrado a los gruesos volúmenes. Esto
ocurrió con esta obra. El público no había leído las
breves monografías impresas por Lombroso en 1864
y en 1873, por lo que este volumen, que tenía la indicación de “Tercera edición”, fue efectivamente la
primera que el público leyó.
Además, la demostración de las íntimas relaciones
entre el genio y la locura, estaban aquí mucho más
completas, más cuidadas y bien presentadas que en
las otras ediciones, en las cuales el tema había sido
tratado en forma algo ruda y analítica.
Pero no gustó el libro a los filósofos y a los historiadores, quienes dieron en mofarse del autor; pero
gustó mucho al público, y en un año la edición se
agotó.
En junio de 1877 murió el director del manicomio
de Reggio, Livi, y la administración de aquella institución ofreció la sucesión a Lombroso. Otra vez se
le ofrecía el bienestar, la paz, los estudios fáciles y en
un momento precisamente en que él carecía de todo.
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LA INSTALACIÓN DEL LABORATORIO (1878-1880)
Pero esta vez también rehusó. La vida acomodada, la
facilidad de los estudios era poco para él, frente al placer de poder enseñar, “de poder exponer las ideas que
más le preocupaban a una reunión siempre renovada
de gente joven”. No desesperó aclimatarse también
en Turín; por esto creó con Bizzozero y con Moleschott, un fuerte núcleo de cultivadores de las ciencias experimentales; y tenía viva confianza en poder
conseguir su finalidad. El pequeño núcleo ya estaba
ensanchándose. En 1877 se añadió a ellos Concato;
además, la ciudad, en virtud de la extraordinaria deferencia del prefecto, parecía hacerse menos hostil a
Lombroso. Consiguió dos cuartos en un antiguo convento de San Francisco para organizar su laboratorio
de Medicina Legal y Psiquiatría Experimental. En el
primero, el más grande, con una inmensa ventana
sobre la calle Po, reunió todas las colecciones de su
museo y puso una gran mesa rectangular que servía
para todo: cama para los enfermos, mesa para los experimentos y escritorio para el profesor. En el segundo cuarto, en muy malas condiciones, que tenía dos
ventanas, Lombroso hizo una división. La parte más
grande la dedicó al mozo, que por ser semigratuito
había solicitado redondear su mezquino sueldo continuando su oficio de encuadernador y litógrafo.
El profesor, sin embargo, había encontrado la manera de poner entre los útiles del mozo, la biblioteca
pelagrológica y un estante, en el cual colocó dinamómetros, manómetro, algómetro, reloj de Weiss, y
algunos otros instrumentos científicos. La segunda
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parte del cuarto, una celda de casi dos metros cuadrados, estaba reservada a los experimentos. Tenía
como único mueble una llave de agua potable y una
pileta. Cuando se hacían experimentos se transportaba a aquel lugar una mesita hecha expresamente, que
se instalaba cruzando la puerta, dejando al experimentador prisionero hasta el fin de los experimentos,
cuando se podía quitar la mesa.
Para completar los muebles, en el corredor Lombroso había instalado una pequeña jaula para los perros y los animales operados.
Estos tres cuartos, si puede hablarse de un tercero,
estaban llenos de sol y cerca de los ocupados por Bizzozero, muy cerca de la Universidad y de la Biblioteca; y
Lombroso, que no estaba viciado por la suerte, cuando
pudo instalarse fue feliz como si estuviera en un palacio real.
Y este palacio tenía también su mayordomo: Giovanni Cabria, litógrafo y encuadernador, además de
mozo. Era un veterano de los “bersaglieri”, que había
participado en las guerras patrias: de mediana edad, de
mediana estatura, delgado, moreno, con una gran barba negra, los ojos profundos, de respuestas breves y
ásperas; arrogante, silencioso, gruñón, pero lleno de
cordialidad y de afecto. Fue él un precioso amigo para
su nuevo amo, a quien luego comenzó a defender con
la misma fidelidad y audacia con que en la guerra habría defendido a su capitán. Ya dije que Lombroso le
había cedido casi la mitad de su pequeño laboratorio
para que continuara ganando por su propia cuenta.
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Pero él se aprovechó de esto sólo en cuanto podía ser
útil para “su” laboratorio, para “su” dueño. Trabajaba
de día y de noche para suplir la mezquina dotación de
“su” laboratorio, para que no hiciera mala figura frente
a los otros. Él mismo fabricaba los estantes para las
colecciones, alimentaba a los perros, construía los instrumentos que el laboratorio no podía comprar, revelaba las intrigas que los profesores y sus adeptos habían
combinado contra su patrón. Como era entonces, así
fue siempre: listo, de ceño fruncido, afectuoso, bueno,
silencioso, fiel, gruñón hasta la muerte.
Jefe de un laboratorio tan bello y de un ayudante
tan precioso, Lombroso, finalmente, pudo ponerse a
trabajar tranquilamente.
Todavía le faltaba el material vivo. Para los enajenados la cosa no fue difícil. Si el renombre de Lombroso era discutido en las esferas oficiales, por lo contrario estaba bien arraigado en el pueblo, que también
en Turín lo consideraba un “término medio” entre el
genio y el mago. Bastó que Cabria pusiera en la puerta de “su” laboratorio un pequeño rótulo que él había
escrito, en el cual informaba que Lombroso iba a dar
consultas gratis, para que en pocos meses hubiera ya
enfermos que se agolpaban.
Visto el éxito de esta prueba, pensó Lombroso en
abrir las puertas del laboratorio también a los delincuentes. Pero éstos no se presentaron ni espontáneamente ni con oferta de dinero; fue necesario, pues,
ir a buscarlos, y Cabria se ofreció también para este
servicio, que no estaba comprendido en sus funciones
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de ayudante con 60 liras mensuales. En unos cuantos
meses se hizo un verdadero perro de caza para los criminales. Se paseaba por los portales, en las tabernas
que sabía ser peor frecuentadas, y con una firmeza especial sacaba al cliente, lo persuadía de la necesidad
de dejarse conducir a ver al profesor Lombroso, contrataba el precio por dejarse visitar y lo llevaba. Así,
con la ayuda fiel del pobre Cabria, en 1878 Lombroso
comenzó su curso libre de Psiquiatría y de Antropología Criminal.
Las lecciones eran de una nueva especie, siempre
prácticas e improvisadas. El ayudante preparaba para
aquella hora tres o cuatro delincuentes. Lombroso los
veía, como los estudiantes, por primera vez, los examinaba y los estudiaba como ellos.
Mientras el delincuente hablaba, Lombroso contaba casos análogos oídos de otros delincuentes, o hacía
notar a los estudiantes sus anomalías físico-psíquicas
que relacionaba con otras psiquiátricas ya notadas,
etcétera.
A los delincuentes, Lombroso añadía con frecuencia, para ilustrar su curso, casos curiosos de anormalidades ocurridas en la práctica privada o encontradas
en las ferias: monstruos, salvajes, ayunadores, hombres peludos, enanos, gigantes, hipnotizados, transmisores del pensamiento, “santos”, matoides, inventores, etcétera.
Las lecciones se daban en la calle Po 18, en una
amplia sala y había siempre cantidades enormes de
público que se agolpaba para poder entrar; concurrían
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no sólo estudiantes de todas las facultades, sino también extraños y profesionistas.
Lombroso se divertía muchísimo y el público también; de manera que algunas veces las lecciones duraban dos y tres horas sin que los alumnos ni el maestro
lo notaran. No faltaban además los incidentes emocionantes. Ocurrió varias veces que el delincuente supuesto, que había pasado varios años en la cárcel, era
reconocido honesto por el examen físico y psíquico y
después rehabilitado; y, por lo contrario, aparecieron
los autores de delitos ignorados.
* * *
El éxito de El hombre delincuente y el de sus clases, no
hizo olvidar a Lombroso la pelagra. Apenas tuvo un
laboratorio completó las investigaciones acerca de la
acción tóxica del maíz averiado y publicó los resultados aquel mismo año en un volumen de 300 páginas.
El extracto de aceite de maíz averiado como remedio contra la psoriasis y otras enfermedades de la piel
comenzó a ponerse de moda y a entrar en la práctica. Erba, de Milán, le propuso una compensación de
20 000 liras para obtener el permiso de hacer una pomada para las enfermedades de la piel con ese extracto
y poniéndole el nombre de Lombroso. Éste dudó y acabó por rehusar: no despreciaba el dinero, pero la idea
de recibir una compensación por un descubrimiento
que le había costado tantas lágrimas, le repugnaba.
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Aparte de la pelagra y de la delincuencia, hizo otro
descubrimiento interesante no sólo desde el punto
de vista natural, sino también del psicológico, pues
reveló, por una parte, cómo la mente de Lombroso
estaba abierta y preparada para observar también las
cosas más alejadas de sus estudios, y, por otra parte, la
importancia que la cultura tiene acerca de los descubrimientos del genio, pues aumenta las ocasiones de
observar, analizar y sintetizar.
En 1879, pasando examen de clínica con el profesor Concato, Lombroso observó con gran sorpresa
que un enfermo, de profesión cargador de barriles, tenía sobre sus hombros, precisamente donde apoyaba
su carga, una especie de cojín adiposo. Este hecho
le sugirió la idea de que la joroba de los camellos y
de los dromedarios tenía el mismo origen, es decir,
que fuera un cojín adiposo formado donde se apoyan las cargas y que este fenómeno podía contribuir
poderosamente a la debatida cuestión de la herencia
de los caracteres adquiridos. Inmediatamente, con su
asistente, se dedicó a examinar a todos los cargadores
que encontró en Turín, escribió a un profesor de Génova para que examinara a los alijadores del puerto,
se puso en relación con todos los veterinarios para
que examinaran todos los asnos que pudieran. Reunidas las contestaciones, estudió el cojín adiposo de
los camellos y de los dromedarios y de los hotentotes,
y con su asistente comunicó los resultados a la Academia de Turín y más tarde a la de Bruselas (1885),
concluyendo:
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LA INSTALACIÓN DEL LABORATORIO (1878-1880)
Aquí se ve cómo en la vida todo se relaciona. El pequeño tumor profesional del hombre explica un carácter
de los animales y éstos, a su vez, nos revelan el secreto de
unas anomalías de una de nuestras razas, dándonos casi
un monumento arqueológico que pertenece a una época humana que fue probablemente anterior de centenas
de siglos a la invención de la escritura.
Así se cierra la parte más dramática y bella de la
vida de Lombroso. Tenía entonces 42 años, la gloria
apenas lo había rozado; no había recibido por sus esfuerzos sino dolores y desilusiones innumerables; pero
no estaba vencido ni domado.
Si la tristeza algunas veces le marca la frente, si
el pelo y la barba comienzan a encanecer, si algunas
veces el disgusto por la ingratitud humana lo invade,
ha conservado íntegro “el placer de hacer el bien, la
ilusión de poder dar su contribución al mejoramiento
de su país”.
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XII. LA NUEVA ESCUELA
DE ANTROPOLOGÍA CRIMINAL
Y DE DERECHO PENAL
(1878-1882)
La difusión de El hombre delincuente.
Los primeros partidarios en Italia,
Europa y América
El éxito es un juego de acción y reacción.
El hombre delincuente difundió el nombre
de Lombroso, y su celebridad vino a acreditar sus estudios anteriores.
De 1878 a 1882 la vida se desarrolla fácil y llana.
En los primeros meses de 1878, Lombroso publicó en
Turín la segunda edición de su tratado con el título de
El hombre delincuente en relación con la antropología, la
jurisprudencia y las disciplinas penitenciarias.
Esta edición, mucho más completa que la primera,
obtuvo un éxito aún más grande que aquélla en todo
el mundo. En Francia, el senador Roussel propuso al
Senado una ley para modificar las instituciones penales para los jóvenes descarriados, de conformidad
con los principios de la “moderna Antropología Criminal”; los diputados Reinach, Waldeck Rousseau
y Poincaré propusieron una ley especial contra los
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reincidentes, con base en la nueva doctrina; Lacassagne fundó en Lyon una escuela, Taine declaró que
todas las ciencias deberían tratarse con el método
lombrosiano.
En Rusia, Bélgica, Alemania, Holanda, Austria, Hun­
gría, Argentina, Brasil, se fundaron revistas, se ini­cia­
ron estudios, reformas, se abrieron concursos para la
aplicación de las teorías lombrosianas en las cárceles,
los manicomios y en el Derecho Penal.
En Italia, en 1880 y 1882 fueron aprobadas sucesivamente por la Cámara la fundación de manicomios
criminales y la de reformatorios para incorregibles, y,
además, el Ministerio ofreció en concursos premios
importantes para estudios de antropología.
Este enorme éxito que sorprendió al autor, se explicó con el hecho de que El hombre delincuente, aun
cuando fuera un libro científico fundado sobre hechos experimentales expuestos científicamente, era
esencialmente un libro de propaganda, escrito por un
misionero animado de la fe más viva en su descubrimiento y que ponía en sus pasajes la vivacidad y el
ardor que lo habían impulsado al descubrimiento con
la intención de resolver un problema que él consideraba básico.
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A quien me preguntara —escribió en el prefacio de la
obra Incremento del delito en Italia y medios para prevenirlo, que se publicó poco después y es la conclusión de El
hombre delincuente— por qué razón sin ser yo un hombre
político, un jurista, me he atrevido a emprender una
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obra de esta naturaleza, contestaría sólo que miro a mi
alrededor. Frente a la ola de crímenes que suben siempre
y amenazan sumergirnos y al mismo tiempo infamarnos,
sin que nadie piense en oponerse, me pareció que un
hombre honrado, que haya estudiado por muchos años
el delito como psiquiatra, aunque no como estadista, no
podía callar […].
Pero el lector debe recordar que si la empresa tenía
el aspecto de estar inspirada en una audacia enorme, fue
iniciada y acabada con la confianza de quien prefiere su
perjuicio personal al de la patria.
El éxito es un juego de acción y reacción; El hombre
delincuente difundió en todas partes el nombre del autor. Se hizo célebre, todos querían verlo, todos querían
conocerlo. Entre 1878 y 1880 es casi una fa­lange de
gentes los que se precipitan hacia él; ministros, hombres de Estado, médicos, psiquiatras, juristas, quieren
su opinión; descubridores, inventores, matoides, tímidos jovencitos piden su consejo; delincuentes que
quieren rehabilitarse; seminaristas que, impresionados
por las nuevas ideas, abandonaban la Iglesia y buscaban un empleo; periodistas y escritores que ofrecen sus
servicios; extranjeros y admiradores de las más lejanas partes del mundo —Rusia, Alemania, Argentina,
Brasil, India y hasta de Japón— vienen a ver al nuevo
Beccaria, al autor de El hombre delincuente.
Debían quedar muy sorprendidos estos admiradores que llegaban vestidos atildadamente, emocionados por la idea de presentarse al venerable cerebro
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jefe de la “Nueva Escuela”, cuando llegaban a los dos
cuartos de la calle Po, o a la casa de la calle de Vanchiglia, donde vivíamos entonces.
No se habían cambiado ni los muebles ni el género
de vida desde que Lombroso, pobre profesor extra­
ordi­nario, se había instalado con su esposa en el pe­
queño apartamento de Pavía. En el estudio se veía
todavía el antiguo escritorio y la antigua silla que había pertenecido a Volta, y el gran librero de nogal, fiel
compañero de nuestra infancia. Sólo se había añadido un acuario, en el cual el asistente ponía siempre
renacuajos y pececillos, y un sillón que servía a veces
a Lombroso y a veces a los visitantes, y para nosotros
los niños, pues papá quería siempre que nosotros estuviéramos alrededor de él cuando escribía y, además,
nos seguía cuando nos poníamos a escribir o a trabajar en otro lugar. La desilusión de los admiradores
debía aumentar aún más por el hecho de que, como
Lombroso no quería hacer esperar a nadie, tampoco
quería interrumpir su trabajo por nadie; por tanto, el
admirador debía decir su discurso, expresar su admiración mientras el admirado continuaba dictando el
capítulo, el artículo, las cartas en que se estaba ocupando; y esto muchas veces en medio de un alboroto
de niños.
Con el aumento de la fama se multiplicaron naturalmente también los discípulos. Uno se presentó espontáneamente a Lombroso en 1879, que debía tener
una gran importancia para la Antropología Criminal:
Enrico Ferri.
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Apenas establecidos en Turín, Ferri llegó a ser el
hermano, el amigo, el hijo y hasta un poco el padre de
Lombroso. Aun cuando era mucho más joven, era más
experto en la vida y en los hombres que su ingenuo
maestro. Sabía tratar a la gente, ser suave con algunos,
hiriente con otros, digno con otros; sabía reír y hacer
chistes, imitar los gestos y los discursos de los personajes importantes, pero sabía contestar a todos ellos con
cartas diplomáticas que dejaban admirado a Lombroso,
siempre violento, impetuoso, apasionado e ingenuo.
Seguramente Lombroso no había encontrado nunca
en su vida un joven en el cual apoyarse tan completamente como Ferri y comenzó luego a admirarlo y a
quererlo con toda la impulsividad de su alma.
En aquel mismo año, poco después que Ferri, se
presentó espontáneamente otro discípulo que debía
igualmente tener gran importancia en la nueva escuela: Rafael Garofalo. Garofalo era magistrado y puso a
disposición de las nuevas doctrinas su profunda cultura jurídica y su amplio conocimiento del Derecho
en acción. Su colaboración fue preciosa, porque la
Antropología Criminal estaba en los primeros pasos,
que eran los más difíciles, sobre todo en el terreno
jurídico.
* * *
Así, pues, sin darse cuenta, el pobre pelagrólogo que
con enormes esfuerzos había obtenido la cátedra en
Turín, pasó a ser el jefe de una nueva escuela de Dere-
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cho Penal y Antropología Criminal, a la cual debían
llegar discípulos de todas las partes del mundo.
El hecho de ser el jefe de una escuela, como de
cualquier movimiento social, económico, moral, no
es cosa fácil. No sólo se necesita para esto un genio
intuitivo que sepa rápidamente ver la buena dirección
de los nuevos estudios (que necesariamente proceden
por tanteos) y una fantasía infatigable para utilizar a
sus discípulos en las investigaciones para las cuales
son aptos; sino que también necesita una gran cantidad de cualidades contradictorias que difícilmente se
encuentran en una misma persona: un gran amor por
los hombres para buscarlos, amarlos y animarlos, y
una cierta indiferencia hacia la opinión de ellos para
que no lleguen a dominarlo; una gran confianza en sí
mismo y en sus obras, capaz de vencer el escepticismo
de todos y una extraordinaria modestia para poner
a todos más arriba que a sí mismo; una gran generosidad, y casi diría una insensibilidad moral para inmunizarse contra los ataques, los chistes, los choques
que colegas, amigos, discípulos, acostumbran dirigir
contra sus jefes y cierto tacto para no ofenderlos, para
conciliar las inevitables controversias que surgen entre los discípulos; un ardor inmenso y una actividad
infatigable que permita estar en todas partes, entusiasmar y ayudar a todos.
Estas cualidades contradictorias, tan raras de encontrar juntas, las poseía Lombroso en grado sumo.
Observar a los jóvenes, excitar su inteligencia, hacerlos trabajar, ponerlos a la vista del mundo también
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cuando los veía indiferentes y apáticos, era para él,
aun a los 40 años, uno de sus placeres más vivos. Ponía en esta obra de rebusca e incitación una habilidad
maravillosa, ayudado por una facilidad para entusiasmarse con sus obras y con sus palabras que acababa
por encender aun a los más fríos. No conocía a un
individuo si no hacía 10 minutos y ya había pensado en qué podía tener éxito; cuáles eran sus fuerzas y
cómo podía darles más realce; incitaba al artista hacia
las investigaciones literarias y artísticas; al intuitivo
hacia el estudio de la fisiognómica y del tatuaje; empujaba al individuo paciente hacia investigaciones
minuciosas y precisas; utilizaba a los enfermos de la
clínica para hacer copias y estadísticas; a los encarcelados, para reunir documentos y revelar su psicología
y su jerga; al mecánico, para fabricar y simplificar instrumentos.
Después de haber sugerido a los discípulos el camino para nuevos estudios, después de haber obtenido
para ellos el material (cárceles o museos) que explotar,
después de prestarles los libros, después de corregir el
estilo de sus informes, olvidaba toda su participación
frente al entusiasmo para el trabajo cumplido, para el
cual él mismo buscaba un periódico donde publicarlo, y si lo necesitaba, defenderlo con toda la fuerza y
la autoridad de que disponía.
Todo esto lo hacía, no con la solemnidad del estoico
que juzgaba la vida desde arriba, ni con el ascetismo del
apóstol que quiere el sacrificio, sino con el placer de
quien satisface una necesidad, de quien sigue su propia
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naturaleza. No era éste el fruto de demasiado generosas
ilusiones: amaba a los hombres, pero no los estimaba.
“El agradecimiento no existe en la naturaleza, por tanto
es inútil pretenderla de los hombres”, acostumbraba decir. Y esto lo consideraba no tanto como una necesidad
dura e inevitable, sino como una cosa natural, que lo
afectaba sólo indirectamente. Por esto, él, tan pesimista
en la previsión, supo ser optimista en la acción. Preveía
casi siempre, con una visión extrañamente aguda, que
un individuo estaba por traicionarlo, que otro deseaba
crearle molestias; pero esta visión pesimista no tenía
alguna influencia en sus acciones. A pesar de su pesimismo, actuaba y se comportaba con las personas que
consideraba infieles y hostiles, como si, en un perfecto
e ingenuo optimismo, las creyera entusiastas y fieles:
luchaba por las causas que creía perdidas, con la misma
fuerza con que habría luchado teniendo fe en la victoria. ¡Cuántos jóvenes descubrió así y puso a la vista del
mundo, que después se hicieron indiferentes o enemigos! ¡Por cuántas empresas fallidas luchó, trabajó y sufrió! Nosotros frecuentemente protestábamos porque
era poco cauto al escoger a sus protegidos, observando
sólo el ingenio, sin cuidarse de otra cosa.
“¡Bah! —decía—, será un enemigo, lo sé, pero este
trabajo lo puede hacer bien: no hay razón para que no
lo haga.”
Y nosotros le contestábamos: “¿Cómo es posible
hacerse amigos, si se da igual trato a los amigos y a los
enemigos? ¿Para qué sirven la razón y la previsión si
no se actúa según ellas?”
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Y él contestaba: “Dejadme hacerlo así, porque así
me gusta.”
Releyendo las cartas que cuando era joven le enviaban queridos amigos de la infancia, que después
se volvieron crueles enemigos; tantas cartas hostiles
y soberbias de personas que después fueron sus protegidos, he comprendido que también en esto tenía
él razón. Saber desde el principio cuál de las causas
por las que se combate triunfará, qué hombres permanecerán amigos, es cosa difícil; y queriendo hacer
triunfar las propias doctrinas con medios honestos,
conviene actuar, por pesimista u optimista, ingenuo o
perspicaz que se sea, como si todos los hombres fueran
honrados y amigos, aun cuando no lo sean, como si
siempre se fuera a ganar, aunque se tema la derrota.
Es verdad que con esta táctica él no había recibido
nada de Italia, ni dinero, ni estímulo, ni honores; es
verdad que fue combatido y discutido hasta el último
día; pero es verdad que de este modo y sólo de este
modo pudo fundar una Escuela; pudo dejar un Museo,
partidarios, discípulos; pudo actuar y trabajar; cosas
todas estas que él estimaba más que los honores públicos y el reconocimiento oficial.
Fundada una Escuela, como Lombroso no podía,
como los antiguos fundadores de órdenes sagradas,
abrir un convento donde reunir a sus discípulos, y
tampoco concederles puestos y beneficios, debía a lo
menos tener un periódico suyo. Era este su sueño casi
desde que había entrado en la Universidad de Pavía
como estudiante; era este su sueño desde que siendo
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jefe de una Escuela tenía bajo la mano a cierto número de jóvenes que guiar. Pero ahora el sueño debía
tornarse en realidad: la necesidad de tener una revista
era imperiosa; decidió pues publicarla a sus expensas
y el 1o. de enero de 1880 fundó el Archivio di Psichiatria, Antropologia Criminale e Scienze Penali, per servire
allo studio dell’uomo alienato e delinquente. El pequeño
barco de esperanzas del fundador de la Escuela Positiva de Derecho Penal, salió a la mar para llevar su
palabra a las tierras del nuevo y del antiguo mundo.
El Archivo fue quizá el gusto más grande en la vida
de Lombroso. Estaba muy contento de las funciones de
director y administrador de su periódico. Cada nuevo
suscriptor que mandaba su cuota marcaba para él “el
día más bello de su vida”. Escribía para el Archivo,
recibía artículos, conseguirlos era un placer inmenso.
Si tenía 10 minutos libres corría a la imprenta, donde
discutía largamente con el fiel corrector, Gribaudi, un
amable tipo de piamontés, decente, deferente, preciso, cuidadoso, que tomaba viva parte en el Archivo,
para el cual era no sólo el corrector sino el secretario
y consejero. Pero, ¿quién no era consejero en el Archivo? Lombroso, que en las grandes decisiones no seguía
la opinión de los demás, para el Archivo siempre tenía
necesidad de la opinión de todos. Apenas llegaba un
artículo, apenas se cometía un delito, apenas se publicaba un libro que pudiera interesar a los lectores de su
revista, sentía el deber de escribir a Garofalo, de consultar a Ferri, a Cougnet para que se ocuparan de ello,
para que admiraran la belleza de alguna frase, para
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que contestaran a otras personas, para que dieran las
gracias o interrogaran a otros más, para que examinaran otra vez algunos libros, para que se informaran de
ese delincuente o de aquel loco.
Cuando Lombroso está en la imprenta, es feliz.
Todo lo que se imprime allá quiere verlo y todo lo que
ve le parece bello por estar impreso donde se hace
su Archivo. Y el Archivo registra día tras día todo el
amplio campo científico de que se ocupa su fundador, desde psiquiatría experimental, hasta el delito y
el genio.
* * *
Pero precisamente cuando la ciencia comenzaba a
darle alguna satisfacción, Lombroso tuvo el dolor de
perder en ocho días a su padre y a su madre.
Se rompió así el último eslabón que lo unía a la
generación pasada; así acabó precisamente cuando
comenzaba a conocer y a saborear los frutos de la celebridad de su hijo, aquella mujer que, para que fuera
libre su hijo, para que pudiera tener una instrucción
adecuada, no había dudado en abandonar en voluntario exilio su tierra.
Un año después, en 1882, otra grave pena lo golpearía: la muerte, por difteria, del pequeño hijo suyo,
Leo.
¡Pobre pequeño querido! Había nacido en el momento más terrible de la vida del papá y su nacimiento había amenazado la vida de su mamá. Había
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creci­do muy delicado y todos nosotros habíamos con­
cen­tra­do en él el amor que su vida precaria hacía más
intenso. Era tímido, dulce, precoz en la inteligencia
y en el afecto: aun cuando no tuviera todavía seis
años, tomaba parte muy viva en los dolores de los de­
más, hasta el punto de enfermar casi cuando los otros
sufrían. ¡Cuántas veces, cuando en los años anteriores, papá sufría por las ofensas recibidas, nos poníamos en un rincón oscuro para discutir cómo se podía llegar hasta aquel Dios del cual nadie nos había
hablado, para pedirle que concentrara sus iras sobre
nosotros en lugar del papá; así es como aquel Dios
desconocido, desgraciadamente muy pronto había
escuchado nuestras voces!
¡Pobre pequeño Leo! Otros dolores y otras penas
debían llegar hasta nuestro papá después de tu partida, que nos hicieran envidiar tu suerte; pero ninguna
nos dejó el vacío, la pérdida, la angustia que nos dejó
tu muerte.
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XIII. ÉPOCA DE ORO
(1882-1889)
Batallas y triunfos
Gira el mundo sobre su eje, ofreciendo al
beso de la suerte sucesivamente una de sus
caras.
Gira el mundo sobre su eje, ofreciendo al beso de la
suerte sucesivamente una de sus caras. Así ocurre que
quien dio al mundo tantas ideas, asiste alternativamente al triunfo de unas y al desprecio de las otras
frente a la gran rueda.
Ya dije que la tercera edición de Genio y locura había obtenido un gran éxito inesperado, y se agotó en
pocos meses. En 1882 Lombroso dio a la luz la cuarta edición, de doble tamaño, pues le había añadido
un largo estudio sobre los matoides, nuevo género de
locos, que Lombroso había caracterizado y bautizado
por primera vez con este nombre; raros enfermos que
se oscilan entre la genialidad y la criminalidad, individuos sanos en la vida normal, pero absurdos en la
ideación; en contraposición con los genios, locos en
la vida normal y genios en la ideación. El descubrimiento se lo inspiró Passanante, un cocinero grafó-
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mano, que por hallarse desocupado, sin motivo alguno había intentado matar al rey de Italia.
Sostuvo Lombroso en su nueva edición del libro
—que por primera vez tomó el nombre de El hombre
de genio—, que estos matoides tienen gran importancia en la historia, pues frecuentemente se les considera genios, en lugar de los genios verdaderos. La
idea disgustó al público y la publicación de este libro
suscitó una gran cantidad de artículos, gritos y chistes
de todo género. Pero el autor no perdió la serenidad y
justamente más excitado por la lucha volvió a afirmar
la importancia que tienen los matoides en la política
y en la sociedad y publicó pocos meses después una
pequeña obra, Dos tribunos, en la cual comparaba a
Cola di Rienzi con Coccapieller, un matoide, además
de estúpido, que en 1880 había logrado en Roma los
honores públicos y que comprobaba mejor aún el fanatismo que el pueblo siente hacia los locos y la facilidad con que hasta las personas eminentes confunden a los locos y a los delincuentes con los verdaderos
genios.
Esta obra indujo a Lombroso, casi a la fuerza, a escribir y polemizar en un periódico hebdomadario Il
Fanfulla della Domenica, y que fue después su tribuna
literaria. Escribió para este periódico en aquel año
muchos artículos que reunió en 1885 en un volumen
Locos y anómalos.
Mientras la Diosa Fortuna se aleja de Genio y locura, Lombroso tiene la gran satisfacción de verla acer-
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ÉPOCA DE ORO (1882-1889)
carse por primera vez a su obra acerca de la pelagra, la
cual, aun cuando el pobre autor se hubiera sacrificado, hasta entonces había dado muy escasos frutos.
Golpeando sin cesar, gutta cavat lapidem: las dos
regiones de Lombardía y Venecia donde la pelagra
hacía víctimas desde mucho tiempo atrás, se habían
convertido a sus ideas. En 1882 la municipalidad de
la ciudad de Oderzo invitaba a Lombroso a indicar
medidas contra la pelagra; Vicenza establecía premios
para los inventores de secadores; Udine reunía un
congreso para dictar medidas contra la pelagra.
En 1880, un sacerdote lombardo, Anelli, convencía a los campesinos para que se reunieran en cooperativas para fundar “hornos públicos” donde secar la
harina de maíz. En 1882 se había creado cerca de Milán un pelagrosario para curar a los jóvenes enfer­mos
y al mismo tiempo transformarlos en propagandis­tas
contra la enfermedad. En 1883 varios municipios prohibieron a los molinos moler maíz averiado.
En julio de 1883, por iniciativa del ministro Berti,
el Consejo de Salubridad, por unanimidad de votos,
declaró que la pelagra provenía exclusivamente del
maíz averiado y manifestaba la necesidad de que el
gobierno preparara una ley contra el maíz averiado, y
en ese mismo año Berti la hacía compilar.
Para completar esta serie de acontecimientos favorables, en 1884 Lombroso fue nombrado médico
de las cárceles de Turín. Fue esto para él otra alegría, parecida a aquella de la fundación de su Archivo: comenzaron “los más bellos días de su vida”: se
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regularizó su existencia, y puede comprenderse esto
si se pien­sa que el primer criminólogo del mundo estaba obliga­do a estudiar desde hacía siete años a sus
sujetos, algunos de lejos por medio de los procesos
criminales, y a otros buscándolos por las calles. Con
la misma ale­gría con que un adolescente va al teatro, Lombroso se iba cada mañana a “sus cárceles” y
aun cuando estuvie­ra enfermo o cansado, o en días
de terrible melancolía, sus cárceles tenían la facultad
de darle la vida, el impulso, la fuerza de continuar
trabajando y actuando.
* * *
Igual satisfacción, aun cuando se tratara de cosa muy
distinta, debía darle el Congreso de Antropología
Criminal, que por primera vez debía reunir el año siguiente a sus discípulos dispersos en el nuevo y en el
antiguo mundo.
Este Congreso nació bien: tenía un secretario ideal,
el joven diplomático barón Major des Planches, ayudado por Lombroso, Ferri y Garofalo; cuadriunvirato
perfecto para una ciencia como la Antropología Criminal que tiene tantas relaciones con el Estado, la
justicia y la medicina.
El secretario encontró para el Congreso una sede
maravillosa, donde la exposición de Antropología
Cri­minal que estaba unida al Congreso, pudo establecerse dignamente. Después se dedicó a obtener comu-
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nicaciones y miembros, no tanto entre los profesores
—los cuales por envidia profesional están frecuentemente contra las ideas nuevas—, sino entre los estudiantes, directores de cárceles y manicomios, jefes
de policía, magistrados, médicos, psiquiatras. El Congreso fue magnífico por la cantidad y calidad de sus
miembros y por los temas que se discutieron. En este
Congreso, por primera vez, Alfonso Bertillón expuso
al público su método dactiloscópico de identificación
de los delincuentes, que debía después adoptarse en
el mundo entero.
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El triunfo más grande del Congreso —escribió Holtzendorff en una relación— fue la alianza efectiva que
se comprobó entre la ciencia médica antropológica y
la jurídica, pues los mejores representantes de las dos
participaron en las discusiones que fueron al mismo
tiempo biológicas y jurídicas, introduciendo cada uno
en el dominio de estas ciencias la visión completa de la
realidad, observándola desde un punto de vista distinto.
Muy impresionante fue también la alianza de la teoría
con la práctica, que fue ampliamente comprobada por
la Exposición, también muy brillante.
Bordados delicados hechos por las mujeres de los
ban­doleros o envenenadores, cofres construidos por las
manos todavía débiles de los ladronzuelos, trajes muy
variados, groseros, toscos o vistosos y bien hechos —así
describe Ferri esta exposición—. Cráneos, jeroglíficos,
estadísticas antropológicas, caracteres de locos que locamente representan sus conceptos desequilibrados,
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dando algunas veces apariencias y sustancia de verdad
sabia a la desordenada fosforescencia de los cerebros enfermos; tatuajes que conservan en la nota viva de hoy
las más remotas costumbres de nuestros prehistóricos
abuelos, cuando éstos ponían los emblemas de su nobleza guerrera sobre su piel en lugar de ponerla, como
ahora se hace, sobre los papeles o sobre los coches; preparaciones anatómicas y monstruosas del Ecce Homo,
retratos de delincuentes y emperadores romanos que sobreviven a las multitudes por la infamia de sus delitos.
Retratos, también por elocuente contraste, de mártires
políticos, que el ímpetu de la pasión generosa indujo a
chocar contra las tablas de las leyes penales: estatuitas y
dibujos de prisioneros y locos, que daban nueva vida a
las arcaicas formas del arte primitivo y que proveían el
día de la liberación con el suicidio; todo el caleidoscopio
doloroso y brutal de nuestra vida civil hemos entrevisto
por el agujero abierto por la Exposición Antropológica
Criminal, adivinando a través de ella las profundidades
innumerables e inesperadas del mundo criminal.
El éxito del Congreso y de la Exposición fue muy
grande.
Alguien afirmó que el resultado de una batalla se
ve cuando, después de la acción, el enemigo se somete o huye. Lo mismo se puede repetir para todas las
controversias, aunque estén confiadas a la palabra o
a la pluma. El efecto absolutamente inesperado del
primer Congreso fue confirmado por el hecho de que
muchos congresistas que llegaban de todos los paí-
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ses todavía indecisos, se transformaron en entusiastas
prosélitos; que los viejos discípulos aumentaron su
orgullo por haber visto por primera vez apoyada una
doctrina tan estimada, y que los sostenedores aumentaban enormemente.
Después del Congreso hubo un espontáneo pulular de investigaciones o aplicaciones, comparaciones,
exposiciones de las nuevas teorías acerca del hombre
delincuente en todo el mundo.
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XIV. NUEVAS GRANDES BATALLAS
(1889)
El nuevo Código.
El Congreso de París
¿Combatía como un león para defender cas­
tillos de arena que una ola de mar englutía
calladamente?
De 1878 a 1884 fue un periodo feliz y se pudiera creer
que el siguiente periodo traería nuevos triunfos a la
Antropología Criminal. En 1887 se fundó el reformatorio de Elmira; en 1888 se creó en Buenos Aires
la Sociedad de Estudios Psiquiátricos y Antropológicos sobre el Hombre Delincuente; en aquel mismo
año la Universidad de Heidelberg abrió un concurso internacional “para la mejor memoria que estudie
las aplicaciones de la Nueva Escuela penal italiana
a los códigos”. También en 1888 la Societé MédicoPsychologique de París puso a concurso el tema “De
la existencia y determinación de los caracteres anatómicos y psicológicos de los delincuentes”. El 17 de
mayo de 1888, por iniciativa de Von Hamel, Adolphe Prins y Liszt, se fundó la Unión Internacional
de Derecho Penal para estudiar y difundir las nuevas
ideas en el campo jurídico.
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En los congresos jurídicos de Lemberg (1888) y
Lisboa (1889) se discutió la reforma de los códigos
para ponerlos de acuerdo con las nuevas ideas de la
Antropología Criminal y defender a la sociedad de
los delincuentes.
En aquel mismo año, Alvarez Taladriz y César Silio iniciaron en Madrid la publicación de la Revista de
Antropología Criminal, y se publicó la cuarta edición,
completamente rehecha, de El hombre delincuente, en
dos tomos.
Pero también estos éxitos debían anunciar nuevas
amargas desilusiones.
Italia, en aquellos años, estaba preparando su nuevo Código Penal, por iniciativa de Zanardelli, que se
había mostrado siempre favorable a la Antropología
Criminal. Había nombrado a Ferri, que sólo tenía 23
años, para formar parte de la Comisión de Estadística Judicial, y había defendido abiertamente las ideas
de la Nueva Escuela, por lo que Lombroso le había
dedicado recientemente un libro con estas palabras:
“Para Zanardelli y De Renzi, los únicos entre nuestros
hombres políticos que han reconocido públicamente
la autoridad de una tendencia que se propone elevar
el Derecho Penal del silogístico apriorismo jurídico a
la amplitud fecunda de una ciencia social.”
Esperaba, pues, Lombroso ansiosamente el proyecto de Zanardelli, y no pensaba encontrar absolutamente reproducido ahí el libro de Garofalo acerca de
Criminología, pero sí algunas de sus ideas, a lo menos
aquellas que el ministro había aprobado. Pero cuan-
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NUEVAS GRANDES BATALLAS (1889)
do recibió el proyecto, ¡qué desilusión! No solamente
Lombroso no encontró ninguna de las reformas que
más había pedido, ni siquiera las relativas a los reincidentes que ya se habían aplicado en Francia, España,
Argentina, o sobre los delincuentes locos, para los
cuales Italia había fundado manicomios criminales
desde 1878. Nada, nada. Para aquel proyecto de Código Penal, la Nueva Escuela ni había nacido.
El golpe fue aún más terrible, porque no lo esperaba,
aún más amargo, porque venía de alguien a quien creía
su amigo, aún más cortante porque venía en un momento de auge. Entonces Lombroso no se desanimó: reunió
todas sus fuerzas y en ocho días de intenso trabajo, antes
de que el proyecto se distribuyera a los diputados, escribió y publicó en enero de 1888 un libro contra el proyecto: Demasiado pronto. Apuntes al nuevo Código Penal,
destinado a ofrecer un arma a los posibles opositores que
el Código pudiera encontrar en el Parlamento.
En ese libro combatió el proyecto esencialmente
en tres puntos:
1) Porque este proyecto (publicado demasiado pron­
to después de la renovación nacional) no tenía en
cuenta el regionalismo que en un país poco unificado
como era Italia, tenía enorme importancia.
2) Porque ofrecía excesiva suavidad, que habría de
producir graves perjuicios al país, dada su naturaleza.
3) Por no haber tenido en cuenta los dos únicos
medios que existían, con las instituciones penales de
entonces, para frenar el delito: la pena en vida para los
reincidentes y el manicomio criminal para los locos.
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No niego que los castigos demasiado feroces de antaño
depravaban a las gentes honradas, e irritaban siempre
más a las almas malvadas —escribía Lombroso en el
prefacio—; pero si de esto pasamos al extremo opuesto, por el cual el delito disminuye con el disminuir de
las penas, hay mucha diferencia. La paradoja no está
justificada por los ejemplos que se tienen a la vista, ni,
sobre todo, por nuestro temperamento meridional que
quiere por freno un mal sensible, cuya mira se oponga
a las medidas del mal y que, por tanto, se pierda toda
sensación de la pena, cuando ésta sea demasiado lejana
o poco sensible.
Predijo Lombroso irremediablemente —y esto por
desgracia ocurrió— un aumento importante de delitos en todas las regiones de Italia una confusión terrible en los manicomios, obligados a recibir también
a los criminales; pero no se contentó con sus predicciones. Se va a Roma y suplica a los diputados que
discutan bien todos los aspectos del problema, antes
de aprobar ese Código que podría producir mucho
mal al país.
El desahogo no fue inútil: iníciase entonces una
violenta tempestad entre los cultivadores de materias
jurídicas y penales, dentro y fuera de la Cámara legisladora, a favor y en contra del Nuevo Código.
Pocos meses después, Lombroso reunió los escritos
favorables en una nueva edición de su libro que tuvo
el título más sencillo de Apuntes sobre el Nuevo Código Penal.
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NUEVAS GRANDES BATALLAS (1889)
Naturalmente —a pesar de toda esta lucha— el
proyecto del nuevo Código fue aprobado íntegramente y fue esto para la Nueva Escuela una derrota que
marcó el fin de “la época de oro de la Antropología
Criminal” y el comienzo de la gran batalla que se debía realizar entre las nuevas y las viejas teorías en Italia, en Europa y en el mundo.
* * *
Ya se acercaba el segundo Congreso de Antropología
Criminal que se debía efectuar en París en agosto de
1889. Al final del primer Congreso se había establecido que el segundo igualmente debía estar organizado
por un comité mixto de juristas, médicos y hombres
de Estado, y debía presentar una exposición parecida
a la del primer Congreso. Pero los organizadores de
este segundo Congreso no tuvieron en consideración
esta proposición; rechazaron la Exposición y reunieron a los miembros del Comité y los participantes en
los trabajos casi exclusivamente entre los profesores
y los antropólogos, todos contrarios por espíritu de
cuerpo a las nuevas ideas. Este Congreso nació, pues,
con un vicio de origen que debía permanecer hasta
el fin.
Por buena suerte inesperada, y casi inmerecida po­
dría decirse, pues fue accidental, la presidencia tocó
de oficio al doctor Brouardel, profesor de Medicina
Legal y decano de la Facultad de Medicina, que con
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todos sus grados académicos era hombre de inteligencia, de fe, de mirada amplia. Él puso toda su inteligencia, su amplia cultura, su habilidad diplomática, su savoir faire, a la disposición de Lombroso, y fue
presidente muy hábil en este borrascoso Congreso,
protegiendo eficazmente a los italianos en contra de
los ataques de los adversarios y logrando mantener la
batalla sobre el terreno científico. Pero su habilidad
no bastó contra el número y la tenacidad de los enemigos y la falta de habilidad táctica de Lombroso y de
sus amigos.
Abrió el Congreso el profesor Manouvrier con un
largo discurso en el cual negó la existencia del “tipo”.
Lombroso, que no se esperaba el ataque, contestó con
vivacidad, posiblemente excesiva. El Congreso fue
un duelo áspero entre los dos, pues Manouvrier hasta
el último día continuó impasible sosteniendo la no
existencia del “tipo”, favorecido por la ausencia de la
Exposición que habría podido resolver, con la materialidad de los hechos, su oposición.
Así, por causa de las discusiones entre esos dos
hombres, el segundo Congreso, tan tempestuoso, no
fue inconcluyente. El duelo de los dos había excitado
la audacia de las dos partes; había aclarado también
a los profanos muchos puntos oscuros, había ganado a
Lombroso muchos adeptos, como después se vio, y por
poco no se resolvió en una gran victoria para los italianos, que no supieron aprovechar. Efectivamente,
los adversarios no habían podido ganar ningún adepto a su tesis ni presentar en su apoyo hechos con-
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cluyentes; mientras Lombroso había logrado el apoyo de muchos franceses y extranjeros, demostrando
la existencia de signos degenerativos especiales, que
los otros negaban, en los enfermos y en los cráneos
presentados por los mismos adversarios; había podido hacer nombrar una comisión mixta encargada de
hacer una investigación en 100 criminales y 100 normales, para resolver la cuestión del tipo.
Creyó, pues, Lombroso haber ganado, y de regreso
a su país escribió para su Archivo un informe acerca
del Congreso muy brioso, afirmando que la reunión
había dado la confirmación a la joven Antropología
Criminal. Pero si él creía haber salido victorioso,
casi igual pensaban de ellos mismos los adversarios.
Efectivamente, la victoria debía quedar al que mejor
supiera hacer valer sus ventajas. Era necesario que
alguno de los lombrosianos se quedara en París para
trabajar el ambiente y para aclarar y comprobar las
ventajas. Y habría valido la pena, pues la Antropología Criminal estaba en uno de aquellos momentos
críticos de desarrollo en los cuales las derrotas dejan
una impresión duradera. Pero, como dije, los fundadores de la Nueva Escuela no eran hábiles estrategas.
Convencidos de que la verdad se abre camino por
sí sola, ilusión terrible y difundida, regresaron todos
tranquilamente a Italia. Los adversarios, que vivían
en París y por esto permanecieron ahí, aprovecharon —y no puede decirse que no tenían razón— para
decir a los periodistas que informaron sobre el Congreso, que ya habían ganado, que la Nueva Escuela
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“había sido muerta”, que además se trataba de una
escuela sin bases, que quería liberar a todos los delincuentes y poner en prisión a todos lo hombres que
tenían la nariz desviada.
El segundo Congreso fue, pues, una grave derrota
para la Antropología Criminal, y determinó, como
siempre, un cambio en la opinión pública. Benedict
se puso contra Lombroso; Lacassagne y Lizst fundaron escuelas propias; Colajanni atacó furiosamente
a Lombroso en un escrito: “Iras y despropósitos del
profesor Lombroso”.
Lombroso resintió mucho esta actitud del público
y de sus discípulos. No era la primera borrasca de la
cual fue víctima en su vida: en 1872 había pasado
por pruebas más crueles; en 1875, también. Pero su
juventud entonces cubría de ilusiones iridiscentes las
amarguras más terribles. Ahora ya no. Estaba en la
edad en que uno mide su pasado y se interroga desconfiado por el porvenir. No se declaraba vencido;
pero sí disgustado de la vida. No había buscado los
honores, sino el amor; quiso hacer cosas buenas, útiles, no bellas; y ahora se veía observado, juzgado, medido, como quien pide un aplauso; se veía por tercera
vez traicionado por muchos de aquellos a quienes había creído discípulos entusiastas. Si estas críticas venían a coronar el éxito siempre mayor, casi unánime,
que la Nueva Escuela había logrado en el mundo, si el
Nuevo Código era la forma en que un partidario que
él creía fiel, inteligente y amigo, aplicaba las nuevas
ideas, ¿qué otra cosa más podía esperar todavía de la
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vida? ¿Combatía como león para defender castillos de
arena que una ola de mar englutía silenciosamente?
Escribía él en el prefacio a una nueva edición de
Locos y anómalos publicado aquel año:
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Cuando voy revisando estos estudios y polémicas, la
sucesión de las luchas continuas y desesperadas para
defenderme de la opinión pública, desviada y engañada, mis conclusiones sobre la pelagra, la Antropología
Criminal, la Psiquiatría Experimental, estos hijos consentidos y mal acogidos de mi pensamiento; y recuerdo
las fatigas y los dolores crueles que me han dejado sus
huellas y los frutos mezquinos que he recogido, me comparo con un hombre que con los ojos pesados, pero en la
imposibilidad de descansar, mide los vidrios rotos y los
restos infames de una orgía humosa, donde el cansancio
y el tedio ahogaron toda forma de placer, y comprendo
cuánto es inútil la obra de los que hablan en épocas y
en países que no los entienden, a menos que no deseen,
como los santos y los matoides, pasar por mártires.
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XV. CRISIS EXTERNA
Y RELÁMPAGOS DE LUZ
(1889-1891)
Crisis económica.
Cátedra de Psiquiatría
Él temía ya anticipadamente la venganza
que el mundo habría tomado sobre nosotros
—sus hijos inermes—, si hubiéramos quedado solos y pobres en medio de tantos odios.
Esta vez el abatimiento era desproporcionado a la causa. La derrota se limitaba a Francia. Pero como Lombroso antes había creído ganar, ahora pensaba haber
perdido mucho más de lo que efectivamente era, y esto
le impidió gozar la rápida aunque tempestuosa difusión
de sus doctrinas en Europa y el inmenso resplandor
que de todas partes del mundo venía hasta él.
Para aumentar el desconsuelo, se añadió en 1889
una crisis económica temporal que sumergió a Italia
por cerca de un decenio y consumió todos los ahorros.
A pesar de la crisis, Lombroso no quedó reducido
a la miseria como alguno de sus biógrafos llegó a decir. Como profesor ordinario, tenía un sueldo fijo que
le permitía vivir con cierta comodidad; además, co­
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vida de lombroso
mo alienista, tenía una amplia clientela internacional que le fue fiel. Sin embargo, este desastre económico, que vino precisamente cuando se producía la
tercera crisis científica, afligió mucho a Lombroso, le
dio la sensación de la miseria más negra, le resucitó la
idea, que ya lo había atormentado en la adolescencia,
de que estaba cerca de la muerte, y este hecho le daba
miedo con anticipación de la venganza que el mundo
habría tomado contra nosotros, sus hijos inermes, hijos suyos desamparados, si nos hubiéramos quedado
solos y pobres en medio de tantos odios; y esto le hacía tener la visión de las cosas más terribles, y se desesperaba y hacía que nos desesperáramos.
La consecuencia directa de este desastre fue que buscó la manera de ganar escribiendo. Ya dije que Lom­
broso tenía una maravillosa facilidad para trabajar:
siempre se ocupaba en unos 10 o 12 estudios y series
de investigaciones distintas, además de dos o tres libros que preparaba, y continuaba al mismo tiempo,
sin olvidar nunca el punto preciso donde se había
quedado del uno al otro; dictaba algunas veces a dos
personas al mismo tiempo y sobre temas distintos, y
esto mientras hablaba, mientras buscaba entre sus papeles, mientras comía, mientras se hacía la barba, o
mientras contestaba cartas. Podría decir que dictaba
siempre cuando uno de nosotros estaba cerca, frecuentemente también cuando paseábamos, confiándose a nuestra memoria.
De esta facilidad para escribir no se había aprovechado hasta entonces sino para sus libros o la ciencia,
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CRISIS EXTERNA Y RELÁMPAGOS DE LUZ (1889-1891)
sin recibir ninguna ganancia ni de aquéllos ni de ésta;
pero como ahora la crisis era grave, se decidió a ganar
con éstos.
Comenzó en el extranjero, como había hecho Fos­
colo, aceptando la colaboración para La Nación de
Buenos Aires y para Italia de Montevideo, que le había ofrecido el doctor Camillo Ferrua, un raro magnífico amigo, desde hacía poco tiempo establecido en
Uruguay; después colaboró en periódicos y revistas
francesas, rusas, húngaras, alemanas, inglesas y más
tarde estadounidenses.
Escribir artículos se hizo muy pronto para Lombroso una verdadera diversión, pues aun cuando lo hiciera para ganar algo, siempre se los hizo pagar poco,
y contra las protestas de los amigos, nunca quiso pedir compensaciones mayores, pues prefería dictar 10
artículos a 50 liras y no uno solo a 500.
Además de estos artículos, varios acontecimientos externos volvieron abrir a la alegría el corazón de
Lombroso, en 1890. Ante todo, la publicación de El
delito político, escrito en colaboración con Laschi, que
redactó la segunda parte, mientras Lombroso había
escrito la primera.
En la parte que corresponde a Lombroso, se estudia
a fondo el problema del delito político que se manifiesta en las insurrecciones y las revoluciones históricas, por las cuales pasa toda civilización en su desarrollo. Esta parte es posiblemente el libro más bello de
Lombroso, en el cual más armoniosamente se reúnen
sus cualidades artísticas y científicas, la intuición y
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la deducción, la amplia cultura histórica, etnográfica,
antropológica, psicológica y literaria. Pero el libro no
tuvo ningún éxito en Italia: se había publicado demasiado pronto y a la vez demasiado tarde: tarde, pues
la atención para los problemas políticos, tan viva en
Europa entre 1848 y 1870, se había apagado o disminuido en 1890; pronto, porque ese problema todavía
no lo consideraban los nuevos revolucionarios, esto
es, los socialistas y los anarquistas organizados después de 1890.
El escaso éxito de este libro no apenó mucho a Lom­
broso. Cuando comenzaba un trabajo se consagraba a
él con un ímpetu y una intensidad enormes y casi antes de haberlo escrito ya tenía impaciencia por verlo
impreso, no tanto para oír el juicio del público cuanto
para ver sus ideas presentadas en aquella forma. Tenía
una letra horrible y corregía tanto sus escritos y sus
pruebas que él mismo acababa por no entenderlos. La
publicación de alguna obra suya, cualquiera que fuese
su suerte, marcaba una etapa alegre, una sucesión de
“los más bellos días de su vida”; y apreciaba su nuevo
alumbramiento con el estremecimiento de júbilo con
que una madre palpa a su propia criatura, y no se molestaba por la indiferencia del lector.
* * *
Otro acontecimiento vino muy pronto a confortar a
Lombroso: la cátedra de Psiquiatría.
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Aun cuando hubiera perdido toda esperanza de ser
profesor de esta disciplina, nunca la había abandonado. Desde la tribuna de su periódico, que había titulado “Archivo de Psiquiatría, etcétera, para servir al
estudio del hombre enajenado”; desde la dirección de
su modesto laboratorio, al cual había añadido el título
de “Clínica Experimental de las Enfermedades Mentales”, desde 1876 Lombroso había seguido día a día
los descubrimientos y los experimentos que los sostenedores del experimentalismo habían hecho en Italia
y en el extranjero; había aportado una contribución
no insignificante a la determinación de nuevas y antiguas enfermedades mentales con sus estudios acerca
del hipnotismo, la histeria, la epilepsia, el matoidismo
y con los otros estudios clínicos experimentales. Ocurrió que el profesor de Psiquiatría de Turín, Morselli,
fue llamado en 1890 a la Universidad de Génova, e
insistió para que su puesto se diera a Lombroso, con
la clínica relativa anexa al manicomio.
Esta clínica era, efectivamente, “volante”, como la
bautizó Lombroso, pues consistía en una sala donde
tenía el derecho de reunir a horas fijas a cierto número de enfermos para examinarlos, que después entraban otra vez en los pabellones del manicomio. La
escuela era una especie de bodega, baja, sin aire, donde mal se acomodaban 20 estudiantes (fue sustituida
después, en parte con erogación de Lombroso, por la
actual escuela): el laboratorio era un cuarto de unos
20 metros cuadrados, ocupado por un sofá inservible
y un escritorio minúsculo; pero esto no tiene impor-
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tancia; cuando el alma y la mente están llenas de entusiasmo, también una “clínica volante”, un cuarto y
una oscura bodega, pueden servir como instrumentos
para grandes cosas.
Apenas obtenida la clínica, aprovechó esta cir­cuns­
tancia para continuar sus investigaciones acerca del
cretinismo, que publicó aquel mismo año bajo el título
Microcefalia y cretinismo, para acabar la parte clínica
de sus estudios sobre la pelagra.
En esta serie de experimentos, Lombroso comprobó, explicándose así la tenacidad de las doctrinas extratóxicas, que los perros alimentados con maíz sano
eran mucho más receptivos a la pelagra, que los alimentados con otras sustancias.
Fuera de estos experimentos, que tan maravillo­
samente comprobaban y confirmaban los antiguos,
publicó aquel mismo año su definitivo Tratado sobre la
pelagra, dedicada “Al maestro doctor Teophile Roussel,
a Carlo Erba y al amigo y compañero de armas Alpa­
go Novello, que fueron los únicos que me confortaron
con las palabras y los hechos en las luchas y las investigaciones sobre la cura y la etiología de la pelagra”.
Este tratado, que él quería más que a todos sus libros, fue la base de las leyes contra el uso del maíz
averiado, que eliminaron definitivamente de Italia
esta horrible enfermedad.
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XVI. NUEVOS ESTUDIOS.
NUEVOS CONSUELOS
(1891-1893)
La mujer delincuente.
El espiritismo.
El Congreso de Bruselas
El Congreso de Bruselas demostró una vez
más cuánta generosidad existe en el fondo del corazón de los hombres, cuando un
ideal las hace aflorar del fondo del alma
donde yace casi avergonzada.
El periodo de 1890-1892 fue también portador de felices acontecimientos, y no fue menor el júbilo que le
proporcionó el descubrimiento de Guillermo Ferrero.
Ya dije que Lombroso quería mucho a los jóvenes, y
que a todos los que se acercaban a él los hacía sus discípulos. Pero el caso de Ferrero fue distinto de los otros;
fue un verdadero descubrimiento, que con razón le dio
la alegría que proporcionan los descubrimientos.
El joven tenía entonces 18 años, no había publicado nada, nunca había escrito a Lombroso y nunca
se había acercado a él. Casualmente iba en una excursión escolar desde Pisa a Turín, tomó parte en un
banquete ofrecido a Lombroso por los estudiantes, y
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vida de lombroso
al final de la comida improvisó un brindis. Este brindis gustó tanto a Lombroso que se entusiasmó por el
joven, al cual predijo luego la gloria más fúlgida, y
no estuvo tranquilo sino hasta que pudo encontrarlo
otra vez.
La cosa no era fácil: Ferrero no vivía en Turín y
Lombroso no sabía ni su nombre; pero tanto hizo hasta dar con él. El segundo encuentro no quitó al protector ninguna ilusión, y poco después, aun cuando
Ferrero fuera tan joven y no tuviera ninguna práctica
en estudios antropológicos, le propuso escribir junto
con él La mujer delincuente.
Colaborar con Lombroso no era cosa fácil: no se
atrevía a decir lo que quería, pero creía que todos debían y podían intuir lo que él deseaba. Después daba
a sus compañeros de trabajo unas tareas muy bonitas
en teoría, pero difíciles en la práctica: dejarse llevar
por los hechos y formar la síntesis; nunca formular la
tesis y buscar su demostración.
La primera parte de la obra —la más importante—
fue muy fatigosa. Pero cuando se pusieron las bases
de la mujer normal, lo demás vino fácilmente, y la
redacción del libro fue una alegría para los dos.
Otro acontecimiento en 1891 tuvo mucha importancia en los estudios posteriores de Lombroso; fue su
primer contacto con los espiritistas.
Nunca se había ocupado en esto y había declarado
en público que lo consideraba como charlatanería.
Pero en febrero de 1891 estaba en Nápoles, cuando
el conde Chiaia le propuso presentarle a la médium
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Eusapia Paladino en el hotel donde él estaba con dos
colegas psiquiatras, para que los tres la examinaran
directamente. Lombroso aceptó. La sesión se hizo en
plena luz. La médium fue desnudada y vestida otra
vez con trajes preparados por los médicos: en plena luz se produjeron fenómenos de levitación de la
mesa, toques, repiques, y en la oscuridad otros fenómenos.
En una segunda sesión que se hizo en las mismas
condiciones, se produjeron fenómenos aún más impresionantes: aparición de rosas frescas, lluvia de harina, etcétera.
Impresionado por estos resultados, Lombroso presenció en casa del conde otras varias sesiones privadas, examinó más minuciosamente a la médium, y,
además, los documentos que esta mujer dejaba cuando estaba en trance (esto es, una serie de caras en
bajorrelieve sobre una mezcla de cal, poseídos por el
conde). Después de esto, Lombroso declaró públicamente “estar muy apenado por haber combatido con
tanta tenacidad la posibilidad de los hechos llamados
espiritistas, de los cuales ahora había comprobado la
existencia”.
Ocurrió entonces en Italia un alboroto inmenso,
parecido a aquel que había marcado la publicación de
Dos tribunos. Por todas partes se dijo que Lombroso
se había hecho “compadre” de la Eusapia: se hicieron
canciones, artículos y libelos, para los cuales Lombroso fue completamente indiferente.
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vida de lombroso
* * *
Habían pasado ya tres años y se debía efectuar en
Bruselas el Tercer Congreso de Antropología Criminal; pero Lombroso, disgustado por la retardada publicación del informe sobre el Congreso de París, que
se hizo hasta 1891, exasperado porque Manouvrier,
con el pretexto de que no era posible una distinción
neta entre la gente honrada y los delincuentes, ha­bía
rehusado reunir en sesión a la Comisión que se ha­
bía establecido en el Congreso de París para examinar a 100 criminales y a 100 normales, y presentar un
informe en el próximo Congreso; confundiendo en su
ira a los amigos y a los enemigos, a los belgas y a los
franceses, rehusó tomar parte en el Congreso de Bruselas que imaginó debía ser una simple repetición del
anterior.
Inútilmente el profesor Semal, que había aceptado
la presidencia del Congreso de Bruselas para hacer
triunfar a Lombroso, vino a Turín para explicarle que
estaba equivocado. Lombroso no se movió, y por las
razones expuestas indujo también a muchos de sus
discípulos para que se abstuvieran. Y así ocurrió que
el Tercer Congreso, que se había organizado en Bruselas por los belgas para conseguir una revancha sobre
el Congreso de París y hacer brillar la Nueva Escuela,
si los organizadores no hubieran puesto interés, hubiera podido acabar peor que el segundo Congreso,
por culpa de Lombroso.
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Esta vez los hechos no correspondieron a lo que se
esperaba, pues los organizadores del Congreso —Semal, Heger, Prins—, aun contra la dura negativa de
Lombroso, en lugar de descuidarse, se dieron a trabajar aún más para reunir a todos los adeptos. Cuando
el Congreso se abrió, llegaron de Alemania, Italia,
Francia, en gran número, los adversarios de la Antropología Criminal, imaginando obtener una victoria sin lucha; pero encontraron fuertes trincheras. El
Congreso fue solemne; intervino el rey en persona; el
ministro de Justicia no faltó a una sola sesión. Todos
los médicos psiquiatras belgas lombrosianos intervinieron en masa; y eran necesarios, para enfrentarse
con los adversarios de Lombroso, los cuales, como sabían que él iba a estar ausente, se habían precipitado
en gran número de todas partes del mundo.
Pero inútilmente Liszt, Colaianni, Lacassagne, Dar­
ville, Manouvrier y sus amigos presentaron sus escuelas: la “segunda”, la “tercera”, la “metafísica”, la “sociológica”, la “positiva jurídica”, la “fisiopatológica”,
la “positiva de sociología criminal”; inútilmente el
doctor Gauckler y Liszt se obstinaron en enunciar en
sus discursos el prejuicio de que la Nueva Escuela había muerto desde 1889; inútilmente Colaianni, con
singular sentido de italianidad, intentó aprovechar la
ausencia de Lombroso para echarle piedras y tomar su
lugar. Los belgas dijeron: “¿De qué segunda y tercera
escuela nos hablan? No hay sino dos escuelas: la que
considera el delito, la clásica; y la que considera al
delincuente, la lombrosiana”. “¿De qué muerte ha-
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blan ustedes?” —contestaron a los adversarios—, “si
la Antropología Criminal hubiera muerto, ¿cómo y
por qué estaríamos aquí reunidos?”
Con razón, el presidente del Congreso concluyó: “Los
Congresos anteriores han consagrado los esponsales entre la ciencia médica y la penal; este de Bruselas tiene el
honor de haber consagrado la unión definitiva.”
En resumen, el Congreso de Bruselas fue un gran
triunfo para Lombroso y la Escuela Italiana; nunca
la Antropología Criminal fue tan refulgente, después
del Congreso de Roma, como en aquellas jornadas
memorables de Bruselas, que una vez más mostraron
que la generosidad de los hombres existe también hacia los ausentes, cuando algún ideal la hace aflorar
desde el fondo, donde yace casi avergonzada.
* * *
Durante este periodo fatigoso de trabajo y preocupaciones, el destino golpeaba a Lombroso en su vida
íntima robándole otro hijo, el primero, de nombre
Arnaldo. Nacido en Pavía en 1874, antes de que
comenzaran las luchas formidables por la pelagra,
Arnaldo no tenía, como el pequeño Leo, en su débil
cuerpo, en su alma incierta, el miedo por la vida, la
aspiración a un mundo mejor. Grande, fuerte, musculoso, lleno de vida y de amor para la vida en sus 20
años, saboreaba la juventud con toda la voluntad y la
exuberancia de un joven que nunca había sufrido ni
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NUEVOS ESTUDIOS. NUEVOS CONSUELOS (1891-1893)
física ni moralmente. Parecía, y probablemente era,
el más fuerte de nosotros: el más grande, el más adaptado para la existencia, pues la aceptaba y la quería
como era; por esta razón, la obra terrible de la tifoidea
sobre él aumentó el dolor por su larga agonía, durante
la cual pudo medir todo lo que significaba ver escaparse de un golpe una larga vida de alegría.
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XVII. DÍAS TRANQUILOS
(1893-1898)
Congreso de Ginebra.
Nuevos estudios sobre delito y el genio.
Viaje a Moscú
Nadie que no sea italiano podrá entender
el amor desesperado que nos une a esta
tierra, tan suave nodriza en la infancia,
tan amarga madrastra en los años viriles.
La importancia del Congreso de Bruselas se vio, sobre todo, en 1896, en el Congreso siguiente que se
efectuó en Ginebra. Este Congreso, por la cantidad y
la calidad de los participantes, fue el más importante
después del de Roma. Ginebra no se había escogido
como sede del cuarto Congreso, así como se había hecho con Bruselas, para que hubiera allá lombrosianos
entusiastas que quisieran dar una victoria definitiva a
su maestro; por lo contrario, había sido escogida por
Manouvrier y sus amigos, para conseguir el desquite
que le había faltado en Bruselas.
La organización del Congreso se confió al doctor
Ladame, amigo de Manouvrier. Pero si no compartía
las ideas de Lombroso, era hombre de segura lealtad,
que ponía su propio honor en cumplir con su deber,
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vida de lombroso
aun contra sus convicciones personales. Él, pues, invitó a sus amigos para que intervinieran, pero igualmente invitó a los lombrosianos, muy numerosos
en Suiza, aun cuando poco ruidosos. Nadie de entre
ellos faltó al llamado, comenzando por Lachenal,
presidente de la República, hasta Gustavo Cornevon y Alberto Dunant, consejero el uno y juez el
otro en el Tribunal Federal; Binet, Claparede, Forel,
Pittard, etcétera, profesores en Ginebra, Lausana y
Zurich.
El mismo día de la inauguración los campeones de
las dos partes comenzaron la lucha. Pero los adversa­
rios de Lombroso tuvieron que saber luego cómo, aun
cuando hubieran declarado reiteradamente que la
teoría del “tipo” había muerto, ésta existía por lo contrario y había ganado terreno desde 1889. Esto había
sucedido porque, aun cuando los lombrosianos fueron
estrategas poco hábiles, en aquellos seis años habían
tenido un aliado: el tiempo, que apaga los fuegos pequeños y aviva los grandes. Después de haber comprobado la existencia del tipo criminal, después de
haber puesto a las masas en duda de que los criminales fueran hombres más parecidos a los locos que a
los sanos, la idea había marchado por sí misma, casi
fuera de las luchas científicas; había penetrado, por la
acción de su aliado invisible, en todas las categorías
sociales, las cuales, a su vez, por muy diferentes rumbos, habían aportado a ella su contribución.
Y no sólo el tiempo había trabajado para Lombro­so,
sino también los hombres. La famosa encuesta acerca
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de los 100 criminales y los 100 normales, que Lombroso había pedido inútilmente en París en 1889, se había
iniciado y terminado después del Congreso de Bruselas,
por parte de un sabio que Lombroso no conocía, que
pertenecía a otra rama de estudios y forzosamente era
neutral: el fisiólogo holandés Paul Winkler, pro­fesor
de la Universidad de Amsterdam. La investigación se
publicó en 1895 y fue una luminosa confir­mación de la
teoría de Lombroso. Hizo tanta impresión en el Congreso, que los representan­tes de Inglaterra y Bélgica,
Griffiths y Lejeune, se com­prometieron formalmente
a efectuar otra investigación análoga en sus respectivos países, bajo el control de sus gobiernos, y esto lo
hicieron después en grande escala.
El 27 de agosto acabó el Congreso, que fue el más
importante para la nueva ciencia, después del de
Roma.
Para completar el espléndido éxito de la reunión,
se añadió una ceremonia conmovedora, un banquete
de despedida ofrecido a Lombroso por los emigrados
italianos, agradecidos por haber hecho resplandecer
el nombre de Italia en Suiza.
¡Pobre Italia! Nadie que no sea italiano puede en­
ten­der el amor desesperado, amargo, contradictorio
que nos une a esta tierra, que es tan suave nodri­
za en la infancia, tan espléndida amiga en la adolescencia, tan dura maestra en la juventud, tan hostil
madras­tra en los años viriles, dejando a través de la
vida la vaga nostalgia de un paraíso perdido que nunca más llegaremos a volver a encontrar.
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* * *
Durante 1896, 1897 y parte de 1898, Lombroso trabajó intensamente. Le parecía que la vida se le escapaba y quería concentrar lo que pensaba que eran sus
últimas fuerzas, para recoger todas las ideas y reunirlas
después de haberlas lanzado al mundo.
Nunca había estado delicado, nunca había estado
enfermo seriamente, pero, por otra parte, nunca había estado muy bien. Siempre fue de digestión difícil,
de manera que durante largos años se alimentaba de
jaletinas y frutas cocidas, otras veces con pescado cocido y algunas veces con leche. Por lo contrario, a
cual­quier hora del día, en cualquier mínimo espa­cio
de tiempo podía dormir y compensaba con el sue­ño
los inconvenientes del estómago delicado. En 1894
se añadió a sus males acostumbrados un “pseudobasedow”, que le perturbaba el sueño y le alteraba el
equilibrio.
Al Congreso de Ginebra había llevado consigo
los dos primeros tomos de El hombre delincuente en
la edición definitiva, donde la epilepsia ocupaba el
lugar que entonces creía que le tocaba (después pensó que debía tener más importancia). Debía todavía
ahondar la causa y los remedios sociales del delito:
la acción del ambiente y de la educación que antes
había descuidado, por ser los más estudiados desde
hacía siglos. Para profundizar este problema se puso
a trabajar en 1896-1897 y los resultados que obtuvo
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los resumió y expuso en el tercer tomo de El hombre
delincuente, al cual dio el título de Causa y remedios
sociales del delito.
Además, trabajó con mucha intensidad para acabar sus estudios sobre el genio, de los cuales, desgraciadamente, no pudo hacer una edición definitiva.
En 1890, Max Nordau, afligido por la hostilidad
monótona y tenaz de la cual era víctima su maestro,
por los decretos de muerte continuos con los cuales
Manouvrier y sus compañeros intentaban sepultar
la doctrina lombrosiana, había reaccionado con su
Degeneración, en la cual —como dice en la dedicatoria— intentaba hacer penetrar a las Letras y a las
Artes en la corriente de luz que Lombroso había introducido en la psiquiatría, en el Derecho Penal y en
la Política.
El libro hizo mucha impresión entre los sabios. Se
publicaron muchos trabajos en los cuales por primera
vez se comenzaron a estudiar los genios que vivían,
desde el punto de vista somático y psíquico, además
de psicológico y literario. Muy importante, entre
otras, fue la “Investigación Psicológica” del doctor
Toulouse acerca de Zola.
Mayor impresión aún hizo el libro en el público,
particularmente en América. Todos los periódicos,
todas las revistas americanas quisieron presentar a sus
lectores a Max Nordau y a su maestro, y comenzó entonces a llover de Estados Unidos una cantidad de
peticiones de artículos, así como después de Rusia,
Inglaterra, Hungría, Alemania. Lombroso era feliz
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por esta insistencia: la posibilidad de escribir en tantas distintas revistas, de tantos diferentes asuntos, fue
una ocasión magnífica para completar y volver a estudiar 100 problemas que su ágil espíritu de observación
le sugería continuamente, sobre todo los estudios
acerca del genio, que reunió sucesivamente en dos
tomos, Genio y degeneración y Nuevos estudios, nuevas
batallas, que se pueden considerar como el segundo
tomo de la obra El hombre de genio.
* * *
La actividad literaria y científica en la cual Lombroso
se había sumergido en aquellos años fue interrumpida brevemente en agosto de 1897 por un viaje a
Moscú.
Ya he dicho cómo en Ginebra habían partici­pa­
do muchos rusos; todos, amigos y adversarios, habían
insistido mucho para que Lombroso fuera, en 1897,
a Moscú, donde se debía efectuar en agosto un Con­
greso General de Medicina. Lombroso había acep­
tado.
Durante todo el mes de julio de aquel año llegaron muchos telegramas de personalidades rusas que
excitaban a Lombroso a mantener su promesa; pero
a él le gustaban los viajes cuando estaban lejos en el
tiempo, y los odiaba cuando se debían efectuar; de
ma­nera que, también por su precaria condición de salud, aun cuando tuviera ya el pasaporte, decidió no
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partir. De improviso, un día que había ido por unas
cuantas horas del campo a Turín, como vio a algunos
ami­gos que partían para Moscú, se dejó remolcar por
ellos y se decidió a marchar. Y así se fue sin nada, con
el mezquino equipaje de una persona que por unas
cuantas horas se va del campo a la ciudad.
Estaba acostumbrado a no quedarse nunca solo, a
no tener nunca dinero en el bolsillo. Cuando viajaba,
no se ocupaba de los trenes ni de las maletas, ni de
nada relativo a la vida práctica; y todo esto lo hacía
nuestra mamá. En un viaje tan largo y complicado,
debía sucederle forzosamente alguna desventura. En
Budapest, los amigos, que deseaban hacer el viaje de
una sola tirada, lo dejaron, y Lombroso, cansado, entró en el primer hotel que encontró. Cuando despertó
a la mañana siguiente vio que había perdido su cartera, en la cual tenía el dinero y hasta el boleto del viaje. Solo, sin conocer una palabra de húngaro, con su
equipaje miserable, en una ciudad desconocida, ¿qué
podía hacer? Expuso su caso al dueño del hotel y por
consejo de éste se hizo conducir a la casa del doc­tor
Sarbó, ilustre médico alienista de Budapest, con el
cual había tenido alguna relación epistolar. Cuando
supo la razón de la visita, no sólo puso su bolsillo y su
casa a disposición de Lombroso, sino que le hizo muchos halagos, quiso que se quedara a comer con él, le
hizo conocer la ciudad, lo presentó a sus amigos y no
lo abandonó sino hasta la llegada de la noche, cuando lo volvió a llevar al hotel donde Lombroso tuvo el
placer de saber que habían encontrado su cartera.
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Pero ya todo Budapest sabía que Lombroso era hués­
ped de la ciudad. En los dos días que permaneció ahí,
hubo en el pequeño hotel un vaivén continuo de personalidades que querían conocer al autor de El hombre
delincuente, de periodistas que querían entrevistarlo,
fotografiarlo y hacerle contar los hechos de su vida; de
enfermos que querían ser consultados, de admiradores
que querían verlo; y así, por efecto de una cartera que
había perdido, Lombroso tuvo el placer de comprobar
cuán cálida era la admiración de que gozaba en la hermosa ciudad que se retrata en el Danubio.
Llegó a Moscú siempre con su traje gris de verano
con el cual había bajado del campo a Turín, con un
par de anteojos absolutamente oscuros que habían
sus­tituido a los suyos, perdidos en el viaje, y con su
maleta maltratada. Se refugió en un pequeño hotel,
pues odiaba los grandes, donde los criados miraron
con desconfianza la maleta y la tímida y vacilante
persona que pedía hospedaje. Pero también en Moscú, apenas se supo que había llegado, se precipitaron
profesores, personalidades, estudiantes que querían
verlo; el gran duque que presidía el Congreso, quiso
que Lombroso se hospedara en el Palacio Imperial del
Kremlin, donde el zar había hecho reparar apartamentos para los personajes más ilustres del Congreso.
Los estudiantes lo aclamaron, los judíos repitieron la
triste ceremonia que ya los italianos desterrados habían hecho en Ginebra: se pusieron de rodillas ante
ese judío que había llegado por los solos méritos de su
ingenio, a imponerse y a ser aclamado en la fortaleza
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del enemigo. Lombroso pasó en Moscú seis días de
fiesta.
Durante aquel viaje quiso hacer una visita a Tolstoi, del cual era un gran admirador. El encuentro fue
dramático: no se entendieron. Aun cuando pertenecieran casi a la misma generación y los dos fueran
intuitivos, sensitivos, artistas e idealistas, Lombroso
y Tolstoi, moralmente, estaban en las antípodas. Con
todos sus dolores, sus injusticias, sus molestias, a los
62 años, Lombroso era siempre el ingenuo y apasionado estudiante que ya en Viena había deseado dedicarse a sanar las llagas de su país. Ni una sola contradicción había en su vida, nadie más sinceramente
que él, que ya tenía 62 años, podía mirar hacia atrás
en su pasado, sin encontrar una sola sombra de traición hacia sus ideales. Modesto y humilde, nunca había ostentado su grandeza; idealista, lleno de amor,
nunca había querido imponer a los otros sus ideales
de vida. Odiaba cordialmente el lujo, la etiqueta, la
servidumbre, no tenía palacios lujosos ni frecuentaba
la alta sociedad: trataba como iguales al barrendero y
al ministro que le pedían una opinión; al prisionero
y al director que le hablaban en las cárceles; trataba a
todos igualmente, pero no encontraba ninguna razón
para hacer ostentación de ello ni para reducir a sistema su manera de vivir.
Un hombre así no podía entender, o mejor, concordar con el gran novelista ruso, que manejando la
pluma con tanto valor, perdía la mitad de su tiempo
en ponerse bien las botas, que quería hacerse humilde
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y tenía su sala llena de retratos, que ponía la silla a su
caballo y tenía servidores a cada paso, cuya vida era
un tejido de contradicciones amargas, de contrastes
dolorosos, de luchas sin igual, que debían hacerle llegar finalmente al acto más absurdo y puede ser el que
más respondía a sus íntimos deseos, a la fuga hacia un
convento en la inminencia de la muerte.
Por otra parte, Tolstoi, prevenido contra Lombroso
y sospechando que éste creía encontrarlo loco, no lo
dejó penetrar en su alma; y Lombroso quedó encantado más de la condesa que del conde, convencido de
que Tolstoi, en lugar de contradecir sus teorías sobre
el genio, era una confirmación viva de ellas.
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XVIII. ACONTECIMIENTOS
PÚBLICOS Y PRIVADOS
(1898-1904)
Traslación del museo.
Reacción política.
Entrada de Lombroso en el socialismo
Lombroso había considerado siempre co­
mo el bien más necesario en la vida, una
fe o un ideal.
Regresando de Moscú, Lombroso decidió permitir el
traslado de su laboratorio, o mejor, de sus colecciones criminológicas. Aun cuando fuera desordenado
y poco celoso de lo que poseía, era un coleccionista
nato. Mientras paseaba, mientras hablaba, en la ciudad, en el campo, en los tribunales, en las cárceles, de
viaje, siempre estaba observando algo que los otros no
veían, y recogía así o compraba una cantidad de curiosidades de las cuales al momento nadie, y quizá ni
él mismo, podía decir el valor, pero que inconscientemente estaban en relación con alguno de sus estudios
presentes o futuros. Cráneos de criminales, autógrafos,
dibujos de locos, de encarcelados; vestidos, banderas,
insignias de locos y matoides, fotografías, cuerpos de
delito, pistolas, puñales, limas, monedas auténticas y
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falsas ocultas en bastones, crucifijos, sombrillas, ganzúas; llaves falsas, piedras preparadas por falsarios para
fabricar papel moneda, látigos de masoquistas, cajas de
doble fondo, naipes falsos, naipes dibujados por anormales con su sangres, colecciones de cartas de suicidas
y homicidas, trabajos estéticos hechos con el pan o
la piedra ordinaria en prisión, documentos de las celdas, cráneos de salvajes que los viajeros mandaban de
países lejanos, cuerpos de delito que le mandaban los
policías y las cárceles de Italia; él lo conservaba todo.
Pero si los materiales habían aumentado, no había
aumentado el lugar donde ponerlos. En los 20 años
pasados en Turín se habían fabricado magníficos edificios para los institutos biológicos y también para la
Medicina Legal. Pero Lombroso, innovador en tantas
cosas, era misoneísta en otras: odiaba el cambio de
ciudad, sufría mucho cuando cambiaba de casa y aun
de laboratorio; amaba los dos cuartos de la calle Po,
desnudos testigos de sus luchas; quería los grandes corredores claustrales del convento donde, desde hacía
tanto tiempo, estaba acostumbrado a oír el sonido de
sus pasos; quería el aire antiguo, clásico de la amplia
iglesia que le servía de escuela; quería vivir cerca de
la Biblioteca Nacional, de su librero, Bocca; además,
le eran naturalmente antipáticos los nuevos edificios
donde debía ir, porque con sus blancas escaleras de
mármol y sus lucientes columnas le recordaban el lu­
jo de los odiosos “Palace Hotel”, de manera que en
1896 todavía vivía en los dos mezquinos cuartos conseguidos en 1878 con tanta fatiga.
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Pero, como dije, aun cuando Lombroso estuviera
enamorado de sus antiguas celdas, no podía en absoluto
permanecer ahí. En 1898, Mario Carrara, que después de
haber sido seis años su asistente precioso, fue nombrado
profesor en Cagliari, tomó la responsabilidad, antes de
partir, de trasladar cuando menos las colecciones.
Mientras esto ocurría, Lombroso se ocupaba en dos
libros que tuvieron gran repercusión El antisemitismo
y Los anarquistas. Antes de 1890 no había en Italia
señales de anarquismo, de manera que Lombroso había debido estudiar para su Delito político a los delincuentes políticos rusos y americanos. Pero la doctrina
anarquista se había difundido rápidamente durante la
crisis económica de que hablé.
El proceso de Caserio, el asesino de Carnot, que no
era un auténtico monómano, sino más bien un fanático, hizo ver precisamente este hecho de que hablo,
es decir, en las clases menos elevadas de Italia, un
movimiento de violencia desordenada, nacido como
reacción contra las condiciones en que vivían y que
ellos atribuían, no sé si con razón, al gobierno.
Lombroso examinó en ese libro la anarquía como
movimiento político. Expresó las razones que lo habían provocado: expuso sus doctrinas (de las cuales algunas consideraba erróneas y otras ciertas), concluyó
que las teorías anarquistas estaban basadas en algunos
ideales altruistas, pero que apoyaban un concepto antihumano por excelencia: el de la violencia. Examinó
después a los anarquistas; dijo cómo se reclutaban, sobre todo, entre los delincuentes y los locos, pues por
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su enfermedad pensaban y sentían de manera distinta
a las personas normales. Concluía:
Esto es lógico, pues si fueran hombres normales habrían
experimentado demasiado disgusto en ejecutar actos co­
mo el regicidio, los incendios, que aun cuando ennoblecidos por el fin, son siempre crímenes y están en oposición con las ideas dominantes y el sentido moral.
Sus amigos le habían pronosticado venganzas por
parte de los anarquistas. Pero no pasó nada.
Los anarquistas de Milán lo invitaron a una especie de polémica, y Lombroso aceptó: fueron discusiones teóricas y nadie le dio molestias.
En Turín no hubo nada: un individuo en la cárcel
dijo a Lombroso que algunos anarquistas habían querido estropear su casa, pero que otros se ha­bían opuesto y habían colocado algunos de ellos cerca de la casa
para impedirlo.
No sé si este hecho fue verdadero; pero debo de­
cir, en honor de los anarquistas y de los criminales, que en nuestra casa, cuya puerta estaba siempre
abierta y a donde iban todos los días ladrones, asesinos, anarquistas a pedir subsidios, consejos o consultas, nunca se registraron un robo o un destrozo.
* * *
Mientras Lombroso trabajaba con ardor en sus estudios, la crisis económica que había comenzado en
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Italia desde 1889 se complicó con una crisis moral y
política terrible. La crisis había provocado cierta difusión no sólo del Partido Anarquista, sino también
del Partido Socialista Internacional.
Aun cuando tuviera orígenes esencialmente cooperativistas y económicos, este movimiento tomó en
Italia entonces una apariencia idealista mística, política y social, más bien que económica. Su finalidad
pareció ser en aquel momento hermanar en liga de
amor a todos aquellos que amaban a sus semejantes,
prometiéndoles un común bienestar universal futuro,
con la condición de ser audazmente justos en el presente y de oponerse a todas las injusticias.
Las sesiones se efectuaban en Turín, en algunas
cantinas de los suburbios, donde difícilmente podían
caber unas 40 personas. Ahí se discutía de la guerra,
de la paz, de las alianzas; se discutían los medios de
ayudar a todos los perseguidos, aunque no estuvieran
inscritos en el Partido, y de mejorar todas las instituciones, aun las burguesas.
Naturalmente, el socialismo fue luego combatido
por el gobierno, contra el cual se había declarado. Los
adeptos fueron encarcelados, desterrados, expulsados;
sus escritos y sus periódicos fueron confiscados.
Lombroso, aun cuando no consintiera en el programa máximo de los socialistas y menos en la lucha
de clases y en muchas partes del programa mínimo,
fue favorable a este movimiento que en medio del
cinismo universal parecía atraer a los jóvenes a su órbita, y quitarles el egoísmo estrecho y vulgar en que
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se encontraban. Una fe, cualquiera que sea, un ideal
cualquiera, había pensado Lombroso siempre que era
el bien más necesario en la vida: así, pues, no podía
dejar de ver con simpatía a este Partido, aun cuando
su programa no se ajustara con sus opiniones personales.
Entre tanto, la crisis económica aumentaba, y las
conquistas africanas, con las cuales se había intentado desviar la opinión pública, acabaron en 1896 en
Abba Garima. Fue esta una pequeña derrota, una de
las derrotas inevitables en todas las guerras, pero hizo
una enorme impresión en el público, que siempre había sido contrario a las conquistas en África.
El presidente del Consejo, Crispi, era impopular,
África también. La derrota de Adua, en lugar de
provocar audaces propósitos de revancha contra los
etíopes, excitó un ardiente sentimiento de odio contra los políticos, que habían querido invadir Abisinia
pa­ra anexar un territorio que nadie deseaba. En toda
Italia hubo demostraciones contra Crispi; en Milán,
el alcalde debió proponer en público hacer cesar la
guerra; hubo revueltas en Roma, Milán, Turín, durante las cuales no faltaron los gritos de “Abajo el rey,
viva la República”.
Crispi, obligado a presentar su dimisión, pasó las
riendas del Estado a Di Rudiní, hombre leal, sólido,
liberal, que disminuyó la reacción pensando que era
mejor dejar desahogarse la ira del pueblo y no añadir otros sufrimientos a los que ya lo atormentaban.
La paz se firmó, pero en Italia quedó un sordo rencor
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contra sus gobernantes, que la habían llevado a aquellas conquistas no deseadas, que habían consumido
vidas y dinero para llegar al desprecio de que los italianos fueron objeto después de Adua. Las elecciones,
hechas poco después, llevaron en masa a la Cámara
republicanos y socialistas, los cuales eran también favorables a la República.
Pero en 1898 se encontró Italia otra vez agitada.
No eran demostraciones políticas, sino sólo económicas, provocadas por la antigua crisis que se había
hecho crónica, intensificada aquel año por una mala
cosecha de trigo, que había hecho subir el pan a un
precio altísimo. Hubo tumultos, el pueblo había comenzado a gritar contra los acaparadores; en la Italia
del Sur se quemaron muchas tiendas, se asaltaron oficinas fiscales y hubo también amenazas de revuelta a
mano armada ahogadas en sangre.
Fue una desgracia que estos tumultos se efectuaran
en 1898, precisamente cuando se estaban celebrando
las grandes fiestas cincuentenarias conmemorativas
de la Revolución italiana. No hay duda de que este
hecho conmovió a la gente, así como la excitó la
imprevista muerte de Cavallotti, el más formidable
y querido tribuno de Italia, el único que había sabido
oponerse a Crispi y a su loca política. Pero todos estos
acontecimientos excitaron aún más las sospechas de
las clases directoras: ocurrió entonces que cuando en
los primeros días de mayo se hizo en Milán una demostración contra la carestía de la vida, así como se
habían hecho muchas en el sur de Italia, y aun cuan-
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do esta manifestación milanesa tuvo una importancia
infinitamente menor que las semejantes efectuadas en
1896, el gobierno creyó que se trataba de una revolución. Milán fue puesto en estado de sitio, el ejército
fue mandado contra supuestos grupos de estudiantes
que de Pavía debían marchar a Milán o que debían
llegar de Suiza; se publicó que el clero ya había armado a sus frailes, que los socialistas, los anarquistas y los
republicanos habían distribuido armas a sus partidarios. En todas partes se vieron barricadas; las calles de
Milán fueron barridas por la metralla, los jefes de los
partidos Republicano y Socialista —De Andreis, Turati, Zavattari— fueron encarcelados cuando estaban
trabajando tranquilamente en sus casas; los periódicos democráticos y liberales fueron suprimidos, sus
directores encarcelados, fue bombardeado un convento pacífico y asesinados centenares de ciudadanos
dispersos y desarmados. Si no hubo una revolución,
hubo, sin embargo, una contrarrevolución perfecta.
Después del pánico, para no confesarlo, gritaron
más que antes en contra de la Revolución. Comenzó, pues, por parte del gobierno, una caza feroz contra los socialistas, que el sentimiento público de las
mismas clases elevadas alimentó con furor indigno.
Aquellas mismas personas que el año anterior habían
aclamado el socialismo y la paz, que habían acogido
con indulgencia simpática las teorías de Turati y de
Pram­polini, que habían aplaudido las conferencias
de Ferri, declaraban ahora haber sido siempre sus feroces adversarios y para comprobarlo denunciaban
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sin freno a sus antiguos amigos como sospechosos y
fingían no conocer a los que pocos días antes habían
acogido en su casa. Todos los días encarcelaban gentes, y la misma inmunidad parlamentaria ya no cubría
a los diputados en las ciudades que estaban en estado
de sitio.
Las escasas personalidades no encarceladas escaparon al extranjero o se callaron por miedo de peores
consecuencias. Fue entonces cuando Lombroso se
inscribió oficialmente en el Partido Socialista y con
esta calidad aceptó ser candidato en el Consejo Comunal de Turín y comenzó a ocuparse activamente
en la política. Indignado porque las clases directoras
quisieran hacer pesar en los socialistas y los liberales las consecuencias de la política expansionista que
éstos inútilmente habían combatido, protestó contra
los gobernantes, contra las ofensas hechas a la libertad y a la Constitución, se esforzó en reanimar a los
desterrados, en disminuir sus penas y en apoyar con
todas sus fuerzas a Enrique Ferri, el cual, con un gesto audaz, cuando fue puesto en prisión en Bissolati,
había asumido la dirección del periódico socialista
Avanti y lo había sostenido, en contra de la lluvia
de decretos, procesos, injurias, amenazas con que se
intentó amedrentarlo para que suprimiera el periódico.
Lombroso escribió en aquel año y en los siguientes
artículos de actualidad, políticos e históricos al mismo
tiempo. Son particularmente importantes. En Avanti
y en Nuova Antología: “¿Por qué vencen los Boeros?”,
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vida de lombroso
“La libertad de Venecia”, “El peligro amarillo”. Estos
estudios con otros escritos políticos publicados posteriormente, fueron reunidos en un libro que tiene el
título de El momento actual.
Escribía en el prefacio de este libro:
Desgraciadamente tarde, cuando mi pelo emblanquece
y las fuerzas disminuyen, he sentido cómo hace mal el
sabio cuando olvida el mundo que se agita y hierve a
su alrededor: y de esto me dieron la sensación de la necesidad los tristes acontecimientos en los cuales Italia,
hasta hace pocos años, casi iba a ser presa del dominio
militar y despótico […]
Estas notas, unas dispersas en los periódicos y las
revistas, sin otra razón si no es el desahogo del alma
herida y la excitación a los oprimidos, o admonición a
los imprudentes que ponen a Italia en inmensos peligros por su inmensa ignorancia, están reunidas en este
libro, que aparentemente inorgánico, tiene una unidad
de inspiración en el tiempo presente y en el alma de un
sabio que se esfuerza en sentir sus vibraciones.
* * *
Aun cuando Lombroso se había lanzado a combatir
en la política, la Antropología no había disminuido
su avance.
La reacción de 1898, con la emigración forzosa
de ingenios que había provocado, ayudó inesperada-
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mente a la difusión de la Nueva Escuela, más de lo
que hubiera podido hacerlo un gobierno favorable.
Enrico Ferri y Scipio Sighele sostuvieron sus cursos
en Bruselas y París, en lugar de en Roma; además, la
reacción echó fuera de Italia no sólo a muchos alumnos de Lombroso, sino a un gran número de jóvenes
cultos. Estos pretendidos rebeldes, encontrándose en
tierra extranjera y viendo que la Antropología Criminal era la única rama científica que su calidad de
italianos podría hacer valer médicos, abogados, hombres de letras, se transformaron en antropólogos criminalistas. En América, en Australia, en las Antillas,
en la India, hubo algunos de estos discípulos improvisados, de los cuales tuvimos noticia mucho tiempo
después.
Los italianos, versátiles por excelencia, poco sistemáticos por naturaleza, cambian de profesión gustosamente, hacen con entusiasmo las cosas nuevas que
emprenden y, por tanto, estos neófitos forzados fueron, en general, propagandistas excelentes y muchos
dieron contribuciones científicas y prácticas importantes a la ciencia que habían tenido que abrazar por
necesidad.
Pero la suerte no era favorable sólo a la Antropología Criminal, sino también para la pobre pelagra, por
la cual Lombroso había hecho tantos sacrificios y sufrido tantos dolores. Ya dije que los antilombrosianos
habían vuelto a comenzar a trabajar en los laboratorios y academias para combatir la obra de los lombrosianos; pero éstos eran tenaces. Habían constituido
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comisiones pelagrológicas que hacían una propaganda práctica, eficaz y activa en el campo. Entre ella
fue maravillosa la de Udine: sin ninguna ayuda del
gobierno había abierto en pocos años cuatro pelagrosarios destinados a curar e instruir a los campesinos,
y muchos “almacenes de cambio” para cambiar a los
campesinos el maíz averiado por otro sano; varios
establecimientos higiénicos para distribuir alimentación abundante a los pelagrosos de mayor edad, leche
y otras medicinas a los niños; muchos hornos, secaderos gratuitos y dispensarios de medicinas; también había organizado cursos para los maestros de primaria,
conferencias; publicó folletos acerca de la causa y los
remedios de la pelagra; lanzó una Revista Pelagrológica Italiana, que todavía se publica y, por fin, se había
constituido en Comité Permanente Ejecutivo para
todo lo relativo a la lucha contra la pelagra.
Debido a la acción enérgica del Comité Permanente Ejecutivo, la venta y el consumo del maíz averiado fueron evitados en todas las provincias y, por
fin, el gobierno se decidió a hacer estudiar una ley
para prohibir su venta y consumo.
En el Congreso Pelagrológico de Bolonia de 1902,
el Comité pudo probar que por su obra los pelagrosos
italianos habían disminuido de 104 000 a 72 000.
Finalmente, en 1902, se presentó a la Cámara la
ley contra la introducción y el comercio de maíz averiado.
Aun cuando esta ley fuera incompleta desde el pun­
to de vista lombrosiano —¿cómo podría una ley ser
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ACONTECIMIENTOS PÚBLICOS Y PRIVADOS (1898-1904)
completamente buena, cuando debe contentar a todo
el mundo? —, fue sin embargo para Lombroso el más
grande triunfo de su vida, la coronación de su suprema
ambición. Ya podía morir, su vida no se había gastado
inútilmente.
Efectivamente, gracias a la aplicación de esta ley,
en pocos años la pelagra disminuyó a su mínimo y en
1924 la Comisión Pelagrológica pudo disolverse, después de haber comprobado que por sus obras la pelagra había sido vencida completamente y ya había
desaparecido.
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XIX. ÚLTIMAS DESILUSIONES.
ÚLTIMAS ALEGRÍAS
(1904-1906)
Desilusiones políticas.
Fiestas y triunfos
Los grandes hombres que resisten al tiempo, tienen al menos la ventaja de poder
echar un vistazo sobre la posteridad.
Mientras las teorías lombrosianas comenzaban a gozar nuevamente de un favor inesperado, las condiciones económicas de Italia habían mejorado mucho:
las renovadas relaciones comerciales con Francia, la
gran prosperidad de que gozaba entonces el mundo
entero, el dinero que los emigrados italianos mandaban de América, la reiniciación de la exportación,
habían dado otra vez al país el acomodo sin el cual la
vida de una nación moderna sería muy penosa. Con
los capitales se habían establecido nuevas industrias y
mejorado la agricultura: los obreros y los campesinos
habían más que duplicado sus salarios.
Entre tanto, el poder había pasado en 1900 de las
manos reaccionarias de Pelloux a las liberales de Saracco, y después de un breve periodo, a las habilísimas
de Giolitti, estadista inteligente y astuto que se pro-
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puso, y lo logró, adormecer a los socialistas hasta que
se disolvieran. Desde que entró al poder cesaron las
persecuciones y las confiscaciones contra los socialistas: las reuniones obreras fueron protegidas por la
policía, los periódicos de nombre subversivo fueron
leídos pública y benévolamente en las altas esferas: se
puso de moda ser socialista.
Naturalmente, tal socialismo no tenía del antiguo
sino el nombre; se había reducido a una simple asociación cooperativista con finalidades económicas, y
de los obreros se extendía hasta los empleados, los
profesionistas y los mismos funcionarios del Estado.
El nuevo socialismo no se ocupaba absolutamente de
oposición al gobierno, ni al militarismo, ni de justicia
ni de economía; por lo contrario, reproducía exactamente la misma parcialidad, los mismos derroches del
dinero público, las mismas incongruencias que hasta
hacía pocos años había combatido, y que ahora cubría con el manto de nombre socialista.
Puede ser que ésta haya sido una evolución fatal,
pero Lombroso no era fatalista y no podía contentarse con mirar, resignándose frente a lo ineluctable.
Había aceptado entrar en las filas del socialismo aun
cuando no creyera en la finalidad comunista, por el
solo hecho de que era un partido de oposición a un
gobierno que él creía indigno: había aceptado ser elegido por los socialistas para protestar contra los errores de los conservadores y no para consentir con su
autoridad que el partido del pueblo los repitiera; no
dejó de intentar conducir a los socialistas a lo que él
creía los ideales comunes, llevando a la lucha el ardor
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ÚLTIMAS DESILUSIONES. ÚLTIMAS ALEGRÍAS (1904-1906)
y la fe de un neófito, que cándidamente imagina que
los buenos argumentos pueden persuadir a las masas y
a sus jefes, más que el interés personal.
En 1902 aumentaron los gastos militares de Italia,
y Lombroso inútilmente tronó para que los socialistas
se opusieran al “peligro tripolitano” y advirtió al público que estos armamentos debían fatalmente hacer
llegar a una guerra por Tripolitania y que ésta debía
ser difícil y costosa.
En 1903 siguió protestando contra los gastos militares y reclamando reformas económicas en “Barbarie
china”, “Patriotismo y vida moderna”, “¿Seremos nosotros los polizontes del mundo?”; reprochó ásperamente a Italia su agresividad, su indiferencia frente a
las otras aspiraciones nacionales, mientras por tradición debía alimentar el odio contra los opresores.
Estas admoniciones no conmovieron mucho al pú­
bli­co socialista, que estaba ocupado sólo en hacer aumentar sus salarios. En 1905 Lombroso comenzó a verlo y en un artículo “Neofranciscanos y neosocialistas”
(Avanti, 1o. de mayo de 1905), después de resumir la
vida de San Francisco, concluyó:
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¿Quién de entre los compañeros no ve cómo —después de
tantos siglos— se repiten los hechos y los juicios nuestros
y de nuestro partido? […] Aquí también, después de los
primeros entusiasmos, en todas partes surgen hombres que
llamándose discípulos del maestro, quieren desviar este
gran acontecimiento ideal que tiende a la renovación progresiva de los humildes, para obtener, como Fra Elia, algu225
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nas escasas ventajas inmediatas más bien personales que
de clase, más bien temporales que perennes, de las cuales
la historia encontrará ridículo hasta el hecho de ocuparse en ello; ventajas que desgraciadamente muchas veces
tienen por móviles la miope impaciencia o la ambición
terrenal. Todo esto —como pasó con el franciscanismo
cuando cayó en manos de Elia— convertirá en mortal veneno para el pueblo lo que debía ser su bálsamo redentor.
Con todo y este fuerte reproche, el caso de Fra Elia
se hizo, desgraciadamente, general en los grupos socialistas de toda Italia.
Entonces Lombroso comprendió, y fue esta su última desilusión, que también este ideal había caído.
La amargura de esto ya se entreveía en los últimos artículos políticos que se publicaron en 1905. En “Frutos de un voto” escribía:
Este efecto regenerador me pareció por mucho tiempo
que tocaba a la parte más sana de Italia, el campesino
y el proletario, animada y organizada por el Partido Socialista. Desgraciadamente, temo que también esto fue
un sueño, pues observo que en la práctica de los hechos,
mientras el proletario se ha acercado al poder y a la riqueza de la burguesía, ha tomado de ella todos los vicios
y se ha hecho él mismo un instrumento de corrupción.
Después de 1906 escribió, de cuando en cuando,
algunos artículos; pero esporádicamente: ya no había
en ellos la fiebre que caracterizaba a los primeros.
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ÚLTIMAS DESILUSIONES. ÚLTIMAS ALEGRÍAS (1904-1906)
* * *
Presentada su renuncia como consejero en el municipio de Turín, volvió a comenzar, algo deprimido, en
verdad, los estudios acerca del delito y el genio.
Estos estudios debían traerle un último gozo. En
abril tuvo lugar en Roma un Congreso Internacional de Psicología. El organizador fue Enrico Morselli,
uno de los más geniales y activos discípulos suyos:
éste había reservado una sección del Congreso a la
Antropología Criminal y Lombroso, muy complacido, había prometido inaugurarla. Pero durante todo
el año (1905) estuvo muy mal, de manera que a todos los telegramas que lo invitaban a ir, hubo que
contestar negativamente; pero al último momento,
con todas sus enfermedades, se dejó llevar por Mario
Carrara hasta allá.
Llegado a Roma de improviso, poco después de la
inauguración, cuando ya se había perdido la esperanza de verlo, Lombroso fue acogido afectuosa y cordialmente, como nunca lo había sido en Italia.
Los grandes hombres que resisten al tiempo, tienen al menos la ventaja de poder echar un vistazo
sobre la posteridad.
Muertos Moleschott, Panizza, Bizzozero, Bertani y
Verga, Lombroso era en Italia, hasta para sus adversarios, el único faro de los tiempos pasados, y para
los extranjeros el único sabio que conocieron. La distancia, también en años, que lo separaba de los re-
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unidos, inspiraba no ya respeto —sentimiento que en
Italia se concibe poco—, sino afecto. Además, en el
Congreso estaban reunidos no sólo antropólogos, naturalistas, juristas de los cuales él no había invadido
el dominio, sino psicólogos, literatos psiquiatras, que
no tenían nada que perder al declararse discípulos suyos. De todas maneras, cualquiera que fuera la causa,
Lombroso fue muy festejado, y estas fiestas le dieron
mucho placer, que repercutió en una notable mejoría
de salud.
Desde hacía unos dos meses, en las riberas de Génova, a donde habíamos ido por él, no podía ni comer,
ni marchar, ni respirar. Regresó de Roma más joven,
tanto que pudimos regresar luego a Turín, donde con
gran energía se ocupó en otro Congreso, el de Antropología Criminal, que debía tener lugar el año siguiente en Turín. Después del Congreso de Ginebra,
la batalla formal había acabado, de manera que por
este lado no tenía temores. Lo perturbaba la idea de
que le habían hablado, que en aquella ocasión iban a
hacer festejos. Ya muchas veces se había proyectado,
pero cuando había podido, Lombroso lo había evitado. Él no quería estos “honores” que por broma llamaba “ceremonias fúnebres”. Por otra parte, aun cuando
gozara intensamente con los elogios que no esperaba,
y más aún del amor espontáneo de quienes estaban
cerca de él, era indiferente a los elogios forzados o al
afecto obligado, de manera que no le atraían festejos
de este género. Había otro sentimiento también que
se los hacía temer: como hombre de lucha, acostum-
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brado a verse siempre solo contra todos, a combatir
siempre, tenía un vago terror, y mejor que terror, angustia, de ser por un día “príncipe fingido”, como él
decía. Por tanto, la idea de estos honores dejó a Lombroso y a todos nosotros muy desconfiados.
Aun contra nuestra desconfianza, se constituyó
un comité que había encargado a muchos discípulos
suyos escribir acerca de su obra, y al escultor Bistolfi modelar una medalla y una placa; se convino que
en la apertura del Congreso de Antropología Criminal se efectuara una modesta ceremonia en la cual
ofrecer a Lombroso el libro, la placa y la medalla. El
Congreso se abrió el 6 de abril de 1906. La ceremonia
de la fiesta debía ser sólo local y limitada, pues ni los
estudiantes ni el municipio de Turín habían pensado enviar representantes. Por lo contrario, 100 voces
se reunieron de improviso en aquella fresca mañana
de abril, para hacerle muchos halagos y expresar sus
recuerdos a Lombroso. Estaban allí casi todos sus antiguos alumnos, los que habían examinado a los primeros locos y a los primeros delincuentes en Italia
con él: Ferri, Marro, Morselli, Tamburini, Frigerio,
Bianchi, y además muchos discípulos extranjeros que
ya eran maestros. Habían llegado representantes de
Francia, Holanda, Bélgica, Inglaterra, Suiza, Bulgaria, Hungría, Portugal, España, Serbia, Grecia, Suecia, Japón, México, y la Isla de Cuba; y además, de las
ciudades italianas de Pavía, Pesaro, Verona, Chieri,
Alejandría, en las cuales Lombroso había trabajado
y vivido.
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A estas voces que vinieron a dar su saludo inesperado al autor de El hombre delincuente, otras infinitas se
unieron más gratas por inesperadas, que en Lombroso honraban al pelagrólogo, al soldado, al médico, al
idealista, al espiritista, al amigo, al hombre. Los obreros socialistas de Turín le ofrecieron un magífico busto
de Calígula, comprado con miles de pequeñas suscripciones; y los pelagrosos de los hospitales de Venecia
le mandaron algunos sus firmas, otros las cruces que
habían dibujado con la mano temblorosa, para recordarle su agradecimiento por haber estudiado la causa
y el remedio de su enfermedad. El rey saludaba con
un telegrama afectuoso en Lombroso el honor de Italia; la duquesa de Aosta, Elena de Orleáns, le escribía
una carta simpatiquísima; Francia le envió el título de
Comendador de la Legión de Honor. Las sociedades
de Antropología y Psiquiatría de Petersburgo, de Moscú, de China, Rumania, Perú, Constantinopla, África,
mandaron sus adhesiones. Sociedades espiritistas de
todos los países e institutos homeopáticos ingleses y
estadounidenses, quisieron serle recordados en aquel
día; el ejército italiano, por medio de un general, recordó al veterano de la ciencia que era también un
veterano de la guerra. Los italianos exiliados en lejanas
tierras de América y de Australia, con telegramas, cartas individuales y colectivas, expresaron su júbilo por
los honores mundiales que se hacían a su compatriota;
así como los judíos sionistas y no sionistas, de Alemania, Hungría y Estados Unidos, por medio de va­rios
rabinos quisieron ser recordados en el festejo.
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ÚLTIMAS DESILUSIONES. ÚLTIMAS ALEGRÍAS (1904-1906)
Amigos lejanos, amigos de la infancia, amigos del
espíritu que nadie había pensado avisar, aparecieron
imprevistamente en la franca mañana del 6 de abril
de 1906 a recordar a Lombroso, como en una rápida
mirada, las luchas combatidas, ganadas y sufridas.
Y muchos se presentaron con regalos, cuadros,
miniaturas, fotografías, dibujos, cráneos, trabajos de
locos, documentos, reproducción de lugares o de personas queridas. Los discursos fueron espontáneos, rápidos, conmovedores, distintos de los acostumbrados
elogios burocráticos, así como el resto de la fiesta.
El movimiento, la confusión de estos discursos, de los
telegramas, de los extranjeros que llegaban, desaparecían y reaparecían; la alegría espontánea de tantas personas inesperadamente reunidas por un amor común y
un entusiasmo único; el júbilo sincero de Lombroso,
feliz de ser el objeto de tantas fiestas espontáneas, en
lugar de las solemnidades estereotipadas de las cuales
tenía miedo, transformaron éstas que Lombroso había
pronosticado anticipadamente “ceremonias fúnebres”,
en una fiesta nupcial; y para consagrarla, Leonardo
Bianchi le hacía el don más grande, regularizando la
cátedra de Antropología Criminal que Lombroso había ocupado hasta entonces con carácter de profesor
libre, nombrándolo “profesor ordinario”.
La alegría de ver a tantas personas queridas, a tantos
amigos lejanos, a tantos supuestos enemigos, fue tanta,
que Lombroso pudo seguir sin sufrimiento las sesiones
del Congreso y a los congresistas en todas las fiestas y
las comidas, y además, estuvo en buenas condiciones
durante algunos meses.
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XX. ÚLTIMAS AMARGURAS.
ÚLTIMOS ESTUDIOS
(1906-1909)
Hostilidad contra la pelagra.
El espiritismo.
La muerte
Murió como había deseado morir, como
mueren las plantas en un bosque, las aves
en el aire, adormeciéndose confiado en
brazos de la naturaleza.
De El hombre delincuente, de la pelagra, del genio,
Lombroso se ocupó poco en los últimos años. En
1902 publicó Delitos viejos y delitos nuevos, en el cual,
como lo dice en el prefacio, había reunido una cantidad de delitos y delincuentes, con la intención precisa de mostrar la gran diferencia que parecía existir
entre el delito antiguo y el nuevo, la cual se reduce
efectivamente sólo a manifestaciones externas de un
mismo egoísmo y de una misma ferocidad. En 1904
hizo, con su fiel A. G. Bianchi, el examen y la historia de Alberto Olivo, extraño tipo de delincuente
loco, que en un acceso de epilepsia había matado a
su mujer; al despertarse la había cortado en pedazos
y echado al mar. En 1905 publicó un libro acerca de
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los “Peritajes”, en el cual enseña a reunir y a presen­
tar los documentos que constituyen la historia de los
delincuentes. Pero estos estudios ya no le daban ningún placer.
Por un lado, la enfermedad le hacía fatigoso el trabajo, y por otro, lo alejaban los insultos y las polémicas y las declaraciones de muerte de la Nueva Escuela, que la prensa italiana y las sociedades científicas
italianas habían reanudado con violencia después de
1906, casi como si quisieran reaccionar contra los honores que ni ellos ni la Universidad de Turín habían
tributado a Lombroso.
Las amarguras más grandes le llegaron en aquellos
últimos años precisamente por el asunto que más parecía definitivamente resuelto: la pelagra. La aplicación de la ley de 1902 había satisfecho las previsiones
de Lombroso. Un diputado demostró que desde 1902
hasta 1905, la enfermedad había disminuido en la
provincia de Milán, de 5 037 a casi 1 400; en la provincia de Como, de 1 550 a 100; en el manicomio de
Reggio Emilia, de 16 000 a 7 000, y que además había
desaparecido completamente en donde las comisiones pelagrológicas habían podido sustituir el cultivo
del maíz, fácil de averiarse, por otros cultivos.
Pero aun cuando las previsiones se hubieran realizado totalmente, la lucha contra la teoría maídica
había comenzado más violenta que nunca.
Es esta la terrible polilla de Italia, que la mantiene
siempre por debajo de las otras naciones; los italianos, pacientes al mal, descuidan el bien cuando lo
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han encontrado. Evidentemente en todos los países
el descubridor debe trabajar, luchar, morir, antes de
ver triunfar la verdad; pero en los otros países, cuando
la verdad ha triunfado, lo ha hecho definitivamente.
En Italia, por lo contrario, después de haber luchado,
sufrido, ganado… se vuelve al punto de partida, hay
que volver a comenzar a luchar, y a sufrir otra vez.
Como la Comisión del Instituto Lombardo había rehusado en 1875 considerar a la muerte entre los síntomas de envenenamiento, así en 1905 los italianos
rehusaron admitir la disminución y la desaparición de
la pelagra como síntoma de la eficacia de la ley contra
el maíz averiado.
Desde hacía algún tiempo dos médicos, Ceni y Bes­
ta, habían sostenido que el origen de la pelagra debía
buscarse no ya en las toxinas del maíz averiado, sino
en una cantidad de hongos, fumigatus, flavescens, gigante, ocreceus, que ellos habían descubierto, que cam­
biaban todas las semanas y se alteraban como mu­chos
ifomiceti y que, más raro todavía, esos hongos germánicos, innocuos en Alemania, eran venenosos en Italia. Todos estos hongos, ifomiceti, aspergilli, en las primeras investigaciones de esos señores se encontraban
sólo en el maíz averiado, después cambiaron de lugar
y se fueron a poblar las chozas y las chimeneas de los
países pelagrosos, de donde caían accidentalmente en
la “polenta” (tarta de maíz). De manera que una cuidadosa limpieza en las casas y las chimeneas parecía
prevenir la pelagra mucho mejor que la ley contra el
maíz.
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Estos variados y variables descubrimientos obtu­
vie­ron la aprobación del público, y el favor, aun cuan­
do con algunas reservas, del Instituto Lombardo, el
cual adjudicó a Ceni la mitad del premio que había
negado a Lombroso; y entonces todos los que en la
ciencia no tienen otra finalidad sino conseguir honras académicas, se precipitaron a investigar nuevos
“micromiceti pellagrógenos”. Hubo de éstos una verdadera epidemia.
El doctor Alessandrini y otros fueron más allá;
pasaron de los microorganismos a los macroorganismos, y descubrieron que la pelagra se debía no tanto
a los simulidi del doctor Sambon, sino a filaridi, sutiles
gusanos que viven en el agua —pues el aire, las ca­
zuelas, las chimeneas, ya se habían explotado—, que
las moscas engullían del agua e inoculaban al hombre, moscas auténticamente amaestradas, pues tenían
la especialidad de morder sólo a los campesinos.
En 1908, la última amargura. El profesor Celli, distinguido higienista del cual Lombroso tenía mucha
consideración, defendió en el Parlamento todas estas
nuevas variadas y variables teorías, proclamando que
la pelagra no provenía del maíz, por la razón de que en
Carolina del Sur los estadounidenses afirmaban que
no provenía del maíz…
Por alguna circunstancia, absolutamente independiente creo yo, también la teoría del genio y del delito, aun con sus más brillantes confirmaciones, pasaba
en aquel trienio por un periodo de estancamiento en
el favor del público. Y así fue hasta 1912.
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ÚLTIMAS AMARGURAS. ÚLTIMOS ESTUDIOS (1906-1909)
Pero Lombroso sentía o creía sentir —pues la en­
fer­medad ya lo hacía inclinarse al pesimismo— que
sus teorías iban a morir con él, e inútiles habían sido
to­das sus penas y sus luchas. El hecho de creer esto
fue para él un gran dolor. Cualquier artículo contrario que leía —y parecía que en aquellos años las gentes se divirtieran en Italia escribiéndolos en gran
número—, lo sumergía en la más negra melancolía,
lo apartaba con disgusto de sus antiguos estudios.
Sólo dos asuntos le interesaban todavía en Antropología, y si su antigua energía hubiera resistido, habría
querido tratarlos a fondo: la epilepsia y la psicopatía
sexual, respecto de las cuales venía convenciéndose
Lombroso que eran variantes de una misma enfermedad.
Con gran voluntad se ocupó en los últimos años de
estudios espiritistas. Había participado en las célebres
sesiones dadas por Eusapia en Milán, en septiembre y
octubre de 1892, en las cuales se habían manifestado
singulares fenómenos de levitación y de apariciones a
través de los muros.
En 1901 asistió a algunas sesiones que Eusapia celebró en Génova, en la casa Celesia, donde además
de los fenómenos de luz y levitación, hubo apariciones. El poeta Guido Vassallo vio a su hijo, que había
muerto desde hacía muchos años; el profesor Morselli vio a su madre; Lombroso mismo vio a su madre.
Excitado por estas observaciones, decidió escribir un
libro acerca de este asunto; lo comenzó regularmente en 1906 y lo continuó en los breves intervalos de
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descanso que le dejaba la enfermedad, en medio de
los accesos de angina de pecho.
Este libro, que fue acabado el último día de su
vida, estaba dividido en dos partes. La primera presenta al lector los hechos que quiere examinar pasando de los más cercanos a la realidad (transmisión
del pensamiento, sueños proféticos, transmisión de
sensaciones), para llegar paulatinamente a los más
extraordinarios (visión a distancia, premoniciones,
profecías), observando cómo en toda la serie de estos
hechos, aun los extraordinarios, se manifiestan fenómenos físicos seguros, ya indiscutibles, pero cuya explicación todavía escapa completamente a las leyes
físicas. Examinó después a los individuos histéricos,
hipnotizados, médiums, que sufrían o provocaban estos fenómenos, y las teorías que se sostenían acerca
de ellos.
En la segunda parte presentó el diario de todos los
experimentos de Eusapia a los cuales había asistido, y
el examen clínico somático de esta mujer: sensibilidad, sentidos, ergografía, etcétera, del cual resultaron
varias extrañas propiedades que poseía Eusapia. Así,
por ejemplo, la de hacer echar chispas a una máquina
eléctrica puesta a distancia, de descargar chispas de
la cabeza, los cabellos, las manos; de influir los electroscopios descargándolos lentamente con sus dedos
puestos a 20 centímetros de distancia del contacto;
de sensibilidad visual, acústica y táctil a distancia; de
sentir a distancia la proporción característica de una
sustancia dada, un olor, una temperatura, un peso,
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etcétera; de sentir a distancia el pensamiento ajeno
y, por fin, de influir con sus manos, aplicadas durante
algunos minutos, sobre una placa fotográfica envuel­
ta en varios papeles negros, en la cual se imprimía la
ima­gen de su mano.
En otro capítulo, Lombroso hizo el examen inductivo, físico y psíquico de otros médiums, examinados
por él y por otros sabios dignos de fe y, por fin, hizo
la historia de los médiums antiguos —magos, brujos,
santos—, según las historias medievales nos lo cuentan, y la enumeración de los milagros que aquéllos
hicieron en las condiciones en que actuaban.
Examinó todas las teorías ideadas para explicar
estos fenómenos, sin dejar aparte las espiritistas. Expuso todos los hechos que están a su favor y los que
están en contra. Declaró que una parte de los fenómenos puede explicarse con teorías experimentales
positivas, pero que otros no, y que por tanto la teoría
espiritista hasta ahora es la única que da una explicación posible.
* * *
Este libro lo ocupó desde 1906 hasta 1909, pero no
totalmente. En los raros intervalos de bienestar que
algunas veces le dejaba su enfermedad, tenía la antigua ansia febril de tener muchos estudios comenzados
sobre la mesa; y como no tenía la energía necesaria
para comenzar nuevas obras, escribió en esos años muchos artículos acerca de varios asuntos. Se dedicó, so-
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bre todo, a estudiar particularmente dos asuntos muy
lejanos uno de otro, y de los estudios que había hecho
hasta aquel día: “El genio de los atenienses” y “El ideal
de la arquitectura gótica”. El primer tema, que lo atormentaba desde hacía ya algunos años, creo que desde
su adolescencia, no pudo concluirlo.
La idea del segundo le vino en una breve permanencia en 1905 en la ciudad de Trieste, durante la
cual había visitado las grutas de Postumia (entonces
Aldersberg) iluminadas. Lombroso tuvo la impresión
de que la fantástica disposición de estas grutas fuera el
origen primitivo de la extraña arquitectura indiana y
morisca oriental, toda hecha de agujas, encajes, arcos
agudos, de los cuales no había ejemplos en la naturaleza; así como los árboles habían sido la idea primera
del arte griego.
Naturalmente no se quedó tranquilo con su idea.
Quiso visitar otras grutas, leer libros de arte, examinar las fotografías de los edificios indianos, orientales,
musulmanes, buscar en todas partes la demostración
de su idea.
Este trabajo acerca de la arquitectura fue el último
que lo divirtió y en el cual saboreó la alegría de la creación. Su última alegría exterior le vino de América.
Ya dije que desde 1878 a 1880, las ideas de Lombroso se habían difundido en Argentina, Brasil y Uru­guay
como una llamarada, y poco después en Estados Unidos, y que desde entonces todos los hombres cultos de
las dos Américas habían puesto en su biblioteca los libros de Lombroso, todos los emigrados italianos su re-
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trato, junto con los de Garibaldi y del rey. Pero Lombroso no conocía de esta fama sino las pobres sombras,
folletos escritos en un idioma desconocido. En 1907,
nosotros —esto es, Guillermo Ferrero, que desde 1901
era su yerno, yo misma y el pequeño Leo— fuimos
de viaje a América Latina y el año siguiente fuimos
a Estados Unidos. Para Lombroso era una parte de sí
mismo que con nosotros se iba más allá del océano:
nuestros ojos eran los suyos, nosotros podíamos ver y
decirle, y él ver y sentir a través de nosotros.
¡Cuántas cosas bellas y buenas pudo así apreciar!
Nunca en Europa había asistido a una glorifica­ción
tan grande. Sobre nuestro paso hubo una aparición
con­tinua de discípulos, de admiradores, del pueblo
entusiasta que quería ver al menos a los descendientes
de su héroe, que mandaban a Lombroso una lluvia de
telegramas, de cartas, de fotografías, de documentos y
elogios. El hecho de que nosotros, sus hijos, pudiéramos saborear esta celebridad que nunca él había sentido, y gozarla y casi tocarla cuando él estaba vivo,
mostrar a América a los hijos predilectos de su sangre
y de su pensamiento; que estos hijos gozaran el reflejo
de su nombre, fueron las alegrías más intensas y más
íntimas tal vez que la celebridad pudo darle.
En noviembre de 1907 regresamos de América del
Sur. Él vino a Génova para encontrarnos, feliz porque
hubiéramos ido y regresado. Y por última vez terminamos el año juntos.
Estaban sobre la mesa las pruebas del último libro
comenzado: El espiritismo. Comenzó el año corrigién-
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dolo alegremente; pero la alegría ya no tenía más que
algunas horas de duración, mientras que la tristeza
duraba largos meses. Todo el invierno se sintió un
poco mal. Decidimos pasar el verano en Inglaterra
para que pudiera gozar el aire del mar que le era muy
saludable, evitando el calor de nuestras costas, que
lo oprimía; pero se sintió peor. Nosotros lo dejamos,
preocupados, y nos dirigimos a América del Norte.
Cuando regresamos estaba mal.
En otoño mejoró; en invierno empeoró. La melancolía ya no lo abandonaba. No podía gozar y no
quería vivir. El verano fue triste, cálido y lluvioso.
Lombroso tenía ataques de angina de pecho también
durante el día y sin causa, que lo dejaban sin fuerzas, con insomnio, incapaz de trabajar. En junio se
fue a Stresa: estuvo muy malo; regresó a Turín, pero
no encontró reposo. Él, tan opuesto a los viajes, deseaba ahora cambiar, moverse continuamente. Se fue
a Aosta, después a Turín, después otra vez a Stresa,
donde Max Nordau, con su familia, lo había precedido pocos días antes. La compañía de Nordau le dio
inmenso consuelo.
El clima, sin embargo, no le convenía y regresó
en septiembre a Turín, de donde esperaba poder ir en
octubre al Congreso Pelagrológico de Udine. Pero no
pudo. Leyó los informes que le enviaron por telégrafo, y mandó también un telegrama en contestación.
Pero con este telegrama llegó a los congresistas el rumor, no sé cómo, de que Lombroso estaba grave. Y era
verdad: insensiblemente, cada día declinaba.
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ÚLTIMAS AMARGURAS. ÚLTIMOS ESTUDIOS (1906-1909)
El 16 de octubre llegó al pequeño Leo una carta de
felicitación de su abuelo para su cumpleaños; pero era
ésta una carta de adiós. Ansiosamente, el 18 fuimos a
Turín; llegamos a las seis de la tarde. Estaba levantado
y cuando me vio lloró.
“Te he esperado —me dijo—, ahora muero contento. No llores, Gina, si eres mi hija debes desear
que muera. ¿Ves? Nada ya me da gusto, ni el placer
tan deseado de verte.” Se puso sobre el sofá y quiso
que yo lo hiciera dormir así, como cuando era pequeña, de rodillas cerca de él, abrazándole el cuello con
mi cara cerca de la suya, intentando modificar con mi
respiración la suya siempre irregular. Durmió cinco
minutos y despertó para estar mejor. Cenó, o mejor
dicho, bebió una tacita de leche; revisó la edición de
El hombre delincuente que había yo hecho para América. Modificó algunas palabras; me dijo que aquel día
había corregido el prefacio de El espiritismo. Sonrió
por la incredulidad que siempre creía advertir en nosotros cuando hablaba de este asunto.
“Es un secreto que dentro de poco yo penetraré”,
añadió.
Había llegado el encuadernador y había traído algunos tomos suyos, hechos empastar unos tres meses
antes. Quiso escribir la dedicatoria; no encontraba la
pluma; le dijimos que podría hacerlo al día siguiente.
“No, nunca se sabe”, dijo. Después quiso acostarse.
Estábamos todos juntos: mamá, mi hermana y su marido, Mario Carrara con Cchicchi, su hijo; mi hermano Hugo; Guillermo Ferrero y Leo, conmigo.
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Estábamos en su cuarto y nos quedamos con él hasta que se adormeció, feliz de sabernos cerca de él.
A media noche nos avisaron que estaba muy mal.
Había pedido un poco de caldo, pero mamá, cuando
se lo dio, vio que ya no podía pasar los alimentos.
Espantada, nos hizo llamar. Lo encontramos como lo
habíamos dejado. Dormía con una respiración calmada, regular, tranquila, como desde hacía ya muchas
noches nunca la había tenido. La respiración paulatinamente se hizo más lenta hasta que se apagó.
Sin un movimiento, sin un espasmo, su alma pasó al
infinito, calmada como un río que en su desembocadura se pierde en el mar.
* * *
Murió como había deseado morir, como mueren las
plantas en el bosque y las aves en el aire, adormeciéndose confiado en los brazos de la naturaleza, que
había sido su creador, su guía, su educador, la inspiradora de su vida. Murió como en la brecha, el mismo
día en que corregía la última palabra de su libro, en el
cual daba la última batalla; murió sencillamente, con
todos sus seres queridos y sólo con ellos.
Después, cuando un oscuro féretro lo quitó de la
luz del día, fue llevado, contra muchas dudas burocráticas, a su laboratorio: para que aquel cerebro, aquel
corazón, aquellos miembros que con tanto amor habían investigado la Naturaleza, pudieran servir, como
él lo había deseado, a explorar otros secretos.
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ÚLTIMAS AMARGURAS. ÚLTIMOS ESTUDIOS (1906-1909)
Era un espléndido día de octubre: hasta su última
morada lo siguieron el canto de los pájaros y el perfume de las flores, con el pueblo afligido, y el sol que él
adoraba lo envolvía en sus rayos más ardientes en
el pequeño cuarto donde fue dejado solo.
Desde hacía unos seis meses, él deseaba impaciente aquel día; había amado la vida con la intensidad de
quien sabe y puede gozarla con todos sus sentidos, con
todo su intelecto; pero no sabía qué hacer con una
vida llena de enfermedades, forzosamente tranquila,
en la cual la enfermedad impedía la lucha. No temía
la muerte: había amado demasiado; sabía que era demasiado amado para creer que todo acabara cuando
la naturaleza hubiera separado los elementos de su
materia. Tenía la segura certidumbre de que dejaba
en nuestras carnes, más aún que su alma, su obra: él
no daba importancia a la diferencia de inteligencia,
de sexo, de edad; tenía fe en el amor y pensaba que el
amor puede triunfar de todo: del tiempo, del espacio
y también del genio.
Tenía entonces 75 años. Nacido en 1835 y apagado antes de la Guerra Mundial, su vida transcurrió en
el periodo más bello para nuestra Italia, después de
las terribles convulsiones de la Revolución francesa
que todo lo habían destruido, se estaba reconstruyendo. Cuando Italia, después de unos 400 años de servidumbre, estaba sacudiendo el yugo y alcanzaba por
primera vez su libertad y unificación. Feliz momento,
del cual él, más que cualquier otro, podía gozar, pues
su alma férvida de amor tumultuoso, de imaginación,
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de ardor, su mente rápida, sensitiva y comprensiva,
convenía a un periodo reconstructor.
Como en un gran lago al cual llegan las corrientes
de los montes, que después se difunden por mil pequeños arroyos en la planicie, en su larga vida se concentraron y difundieron todos los problemas, todas las
pasiones, todos los asuntos que agitaron al mundo en
su siglo: antes, el romanticismo, con un puro amor de
la poesía, del arte, de la filosofía histórica; después, el
posi­tivismo, que fue una reacción, desconfiado de los
impulsos y de las teorías, proponiéndose sólo estudiar
los hechos y descubrir con la guía de los hechos la
ra­zón de ellos; y después, el tumultuoso patriotismo,
que deseaba gloria, libertad, prestigio para nuestro
pa­ís; y después aún, el idealismo político, científico,
que quiere renovar el viejo mundo jurídico, médico,
so­cial; el idealismo económico que quiere dar al pueblo nuevas bases materiales, el idealismo espiritista,
por último, que busca también en el más allá la solución de los problemas humanos.
La naturaleza, haciéndolo vibrar tan apasionadamente con el mundo circundante, dándole tan viva
imaginación, una intuición tan profunda, un conocimiento amplio y fácil de los hombres y una penetración de las cosas, tal vez lo había preparado para ser
poeta, y él habría sido poeta en otros tiempos; pero
los tiempos en los cuales vivió, prácticos por excelencia, no pedían disquisiciones poéticas, sino sólo la
posibilidad que se diera a los hombres de vivir mejor
y sufrir menos.
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ÚLTIMAS AMARGURAS. ÚLTIMOS ESTUDIOS (1906-1909)
Sensible como todos los poetas a las aspiraciones
del momento, fue materializador y misionero de este
ideal. Y porque precisamente este gran ideal fue su
guía, sus descubrimientos permanecieron, pues no se
dejó tentar por los pequeños asuntos que sirven para
recibir premios, ganar cátedras, sino sólo por los problemas cuya solución pudiera ayudar a los hombres a
vivir mejor y sufrir menos, y de los cuales los hombres
conservan el recuerdo.
Por esta razón sus descubrimientos quedaron, pues
la ley que lo había inducido a ocuparse en ellos lo
excitaba a buscar la demostración no tanto en la última teoría oficialmente aprobada, sino en todos los
hechos visibles y comprobables por todos.
Y por esta razón sus teorías quedaron, pues la ley
que lo había guiado a descubrirlas lo inducía a no
encerrarlas en fórmulas misteriosas, como lo hacía la
ciencia contemporánea, sino que lo excitaba a expresarlas con el ardor, la viveza, la claridad necesarias para
hacerlas accesibles a una humanidad a la cual estaba
ligado por el más profundo de los vínculos: el amor.
Y es porque siguió su ideal por lo que, aun contra el
desprecio de los grandes, conservó hasta lo último la
posibilidad de gozar, pues así estuviera en lucha con
el mundo entero, nunca lo estuvo consigo mismo, y
por eso cerró sus ojos cansados sin haber abandonado
nunca los brillantes ideales que habían iluminado la
alborada prometedora de su juventud.
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Vida de Lombroso, edición al cuidado de la
Di­rección de Publicaciones del Instituto
Nacional de Ciencias Penales, se terminó
de imprimir y encuadernar en abril de 2009
en los talleres de Impresora y Encuadernadora Pro­greso, S. A. de C. V. (iepsa), Cal­zada
de San Lorenzo 244. 09830 México, D. F.
El tiraje consta de 1 000 ejemplares.
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