Un caracol en el patio del colegio

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Un caracol en el patio del colegio
El colegio tenía un patio muy grande. En medio del patio había un pequeño
jardín, con un naranjo y muchas macetas con geranios. Todo el patio estaba
rodeado por un muro alto. Y allí, en una grieta entre dos ladrillos del muro, vivía
un caracol, escondido bien profundo, inalcanzable a las manos curiosas de
cualquier niño.
Su vida era bien sencilla. Todos los días, temprano por la mañana, miraba
desde su grieta cómo los padres dejaban a los niños en el patio. Cuando
sonaba por fin el timbre, los niños se metían todos en sus clases. El patio se
quedaba vacío durante dos horas, hasta que sonaba otra vez el timbre y una
avalancha de niños salía a jugar durante el recreo. Durante esas dos horas de
tranquilidad, el caracol, con paciencia, salía de su escondite, bajaba por el
muro, caminaba por el suelo del patio y llegaba hasta el pequeño jardín del
centro, que siempre le parecía tan lejano. Allí se alimentaba de las plantas, y
procuraba volver cuanto antes a su escondite, antes de ser descubierto.
Pero hoy había salido todo mal. Primero se había quedado dormido y no había
oído el primer timbre. Después, debido al calor que hacía, porque ya casi era
verano, no se arrastraba tanto rápido como otras veces. El camino hasta llegar
a las plantas del jardincito se le había hecho larguísimo. Además, comió poco y
mal, porque un mirlo no le quitaba ojo, y se tuvo que esconder en su concha un
buen rato, hasta que el pájaro se marchó. De manera que ahora se arrastraba
de vuelta a su casa, sudando la gota gorda. Estaba agobiado, sin saber si lo iba
a conseguir esta vez. Avanzaba centímetro a centímetro sobre el suelo del
patio, pero el muro donde estaba su casa le parecía lejísimo. Maldición, pensó
el caracol, ya tendría que haber llegado. Pero la verdad es que no había
recorrido ni la mitad del camino.
Entonces pasó lo que más temía. Sonó el timbre del recreo.
El caracol ahogó un grito y empezó a correr a toda la velocidad que puede un
caracol, que desgraciadamente es muy poca.
Un momento después de sonar el timbre, decenas y decenas de niños salieron
al patio. Algunos gritaban contentos, otros llevaban balones para jugar, y todos
corrían sin parar.
Desesperado, el caracol se metió en su concha. No lo había conseguido.
Asustado, pensó que lo iban a pisar. Por primera vez en su vida, tuvo un ataque
de angustia. ¿Es que no hay justicia en el mundo?, pensó tristemente. ¿Por
qué tenía que pasarle esto a él, que nunca le había hecho daño a nadie?
Es curioso, las cosas que pasan por la mente de un caracol cuando cree que
está a punto de morir.
Paula, una niña de siete años que estaba en el patio, lo vio y se agachó.
— Mira, Inés, mira lo que he encontrado— dijo levantado el caracol del suelo y
enseñándoselo a su amiguita.
— ¡Qué bonita es la concha! — le dijo Inés—. Vamos a enseñárselo a los
demás.
Paula puso cara preocupada y negó con la cabeza. Cerró la mano en un puño,
con el pobre caracol dentro, que contenía la respiración y que se daba ya por
muerto.
— No —dijo con el ceño fruncido—, que Alberto y Pablo son muy brutos, y
seguro que lo rompen y le hacen daño al caracol.
Las dos se quedaron un momento en silencio. Paula tenía siempre sus propias
ideas.
— ¿Sabes? —dijo Paula— este va a ser un secreto solo para nosotras dos. Le
vamos a buscar una casita donde esconderlo, ¿vale?, y va a ser nuestra
mascota.
— Sí —dijo contenta Inés—, un escondite que solo nosotras dos sepamos.
Las niñas miraron alrededor y se pusieron a caminar. Paula se acercó al muro,
y allí entre dos ladrillos encontró una grieta grande y profunda. Con cuidado, lo
puso dentro. El caracol no podía creer que lo habían dejado precisamente en
su propia casa.
—Seguro que tiene hambre —dijo Inés—. Le voy a traer algo.
Corrió hasta las plantas del jardincito, cortó con las manos una hojita que le
pareció fresca y jugosa, y volvió a toda velocidad hasta el muro. Despacio, puso
la hoja en el borde de la grieta. Las dos amigas esperaron atentas. Al rato,
gracias al hambre y a la confianza que tenía el caracol de estar otra vez en su
casa, salió de la concha y se puso a comer.
— ¡Bieeen! —las dos niñas aplaudieron divertidas.
— Mañana me traigo una lechuguita de casa —dijo Inés.
— Eso, un día tú, y otro yo —concedió Paula—, verás qué grande y bonito se
va a poner.
Poco después sonó otra vez el timbre, y las niñas corrieron de vuelta a su
clase, contentas del secreto que compartían solo ellas dos.
El patio quedó en silencio de nuevo.
En su escondite, el caracol, mordía tranquilo y a gusto la planta, incrédulo de
como había terminado la mañana. No es que un caracol reflexione mucho, pero
entre mordisco y mordisco, se preguntó si habría un Dios misericordioso, que
se preocupaba hasta de la vida de un pobre caracol.
FIN
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