ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL MENSAJERO EN EL TEATRO ÁTICO CLÁSICO MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ Universidad de Sevilla Entre los recursos dramáticos del siglo V en Atenas estuvo una de las creaciones relativas de la tragedia: la figura del ángelos o mensajero1. Y decimos creación relativa porque ya en la épica existen antecedentes. Tampoco caben dudas de que la comedia se limitó a aprovechar, y no intensamente desde luego según puede comprobarse incluso en la desproporción bibliográfica, un personaje ya presente en la escena trágica. Y era ésta una figura obligada en la medida en que no había la posibilidad de representar acciones más allá del exterior inmediato que se encarnaba en la orchestra y en la escena, ni, a partir quizás de mediados del siglo V y salvo de un modo muy convencional, la de mostrar lo que sucedía en el interior de la llamada skené, que a su vez se identificaba simbólica y generalmente con el interior de un templo o un palacio. De lo que pudiese ocurrir tras la fachada de la skené el público podía así tener noticia no sólo a través de sonidos sino por mediación de un exángelos, es decir, de un personaje que, saliendo de allí, podía explicar lo que ocurría (por ejemplo, en Edipo rey 1223 ss.), como una ampliación de la tarea tradicional del mensajero proveniente del espacio “extraescénico”. Bien es verdad que esta distinción terminológica no es siempre precisa entre los antiguos y en todo caso se refiere a dos realidades que no son sino variantes de una misma función y que responden simplemente a una distinta base espacial, pues apenas puede haber otra diferencia relevante entre un mensajero que trae sus noticias desde un exterior y un sirviente que sale del palacio para comunicar un suceso ocurrido en su interior, aunque las situaciones sean lógicamente distintas, como lo son de obra a obra. Nos encontramos, por tanto, ante una adquisición dramática, que a la vez supuso, como sucede con los prólogos del tipo euripideo, una nueva ganancia para la narración, en detrimento de la representación, en la pugna que el teatro griego sostuvo a lo largo 1 La bibliografía sobre el mensajero es abundante y podemos mencionar como compendios hasta sus fechas el estudio ya clásico de L. di Gregorio (Le scene d’annuncio nella tragedia greca, Milano 1967) y, mucho más recientemente, el libro de J. Barret (Staged Narrative. Poetics and the Messenger in Greek Tragedy, Berkeley-Los Angeles-London 2002). Hoy contamos también con el ensayo narratológico de I. J. F. de Jong Narrative in Drama: the Art of the Euripidean MessengerSpeech, Leiden 1991. KOINÒS LÓGOS. Homenaje al profesor José García López E. Calderón, A. Morales, M. Valverde (eds.), Murcia, 2006, pp. 111-119 112 MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ de su historia entre su herencia narrativa y las posibilidades de la acción representada. Y a la vez ante una figura trágica que era inevitable que padeciese la parodia cómica. El mensajero suplía una debilidad material en el contexto de un teatro en el que, como debe siempre subrayarse, el control de la acción dependía más de la palabra que de la propia actuación física. Ya que, dentro del rango que posee la palabra en el drama ático y sobre todo en la tragedia y a la vez en el contexto de esa complementariedad de la acción representada y el relato, es fácil observar que la narración todavía conserva un gran peso como medio expresivo y, naturalmente, informativo. La comedia, como en tantos otros aspectos formales, se muestra en esto mucho más flexible que la tragedia, que estaba sujeta a una regulación bastante rígida y ritualizada, y, así, por poner un ejemplo, si en Asambleístas primeramente se nos anticipa el ensayo informal de una sesión de la asamblea popular (las mujeres estudian su posterior comportamiento en la institución masculina), más tarde lo realmente ocurrido se nos hace presente en forma de relato. Pero la disyuntiva entre representación directa, con la visión y la palabra colaborando en su papel informativo, e información indirecta, sólo a través de la palabra, no implica una contraposición de dos métodos excluyentes, sino una gradación en el uso del instrumento verbal. De ahí la relevancia en el teatro griego, en el segundo caso y en particular en la tragedia, de la figura del mensajero que constituye uno de sus elementos más típicos, sobre todo y en un principio frente a nuestra concepción teatral moderna, y de ahí también su mucho menor peso en la comedia, a pesar de su empeño paródico y gracias a un muy imaginativo aprovechamiento del espacio disponible. Y conviene señalar que todavía nuestro teatro clásico, aquejado de debilidades espaciales que no son idénticas a las del ático, pero sí cercanas, utiliza esta figura para contar un sucedido exterior según el procedimiento que suele conocerse con el término relaciones: así, por ejemplo, en la escena VI del acto I de Fuente Ovejuna de Lope de Vega. Respecto a los orígenes del mensajero teatral nos limitaremos a recordar esa interpretación tradicional que los sitúa en la epopeya, lo que, para nosotros aquí, es independiente del grado de influencia que puedan tener determinados episodios de los poemas homéricos en obras dramáticas concretas2. Tampoco es posible detallar aquí la historia de las escenas de mensajero, para la cual podemos remitir simplemente a Di Gregorio (sobre todo pp. 33 ss.), el cual se inclina de modo decidido y sin duda con razón por ver en esta figura de informador (un concepto que prefiere al de “messo” o mensajero)3 un elemento existente ya en la tragedia más antigua, a lo que cabe añadir que la tesis contraria, que no ve todavía en un Esquilo más que algún empleo excepcional (en Persas y Siete contra Tebas), no es sino la consecuencia de la aplicación de criterios muy restrictivos, basados en buena parte en los planteamientos euripideos, de la concepción de estas escenas, lo que no significa que la afirmación de Di Gregorio de que “con ogni 2 No compartimos la pretensión de Di Gregorio (pp. 11 ss.) de rebajar considerablemente en las escenas trágicas de mensajero el peso de la herencia épica, que se revela incluso en ciertos usos lingüísticos. En cambio, es un punto de vista muy constante en Barrett. 3 Dado el arraigo de este término, seguiremos empleándolo, al igual que el de “mensaje”, incluso como conceptos amplios, a pesar de su evidente impropiedad. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL MENSAJERO EN EL TEATRO ÁTICO CLÁSICO 113 probabilità la figura del’ángelos è una creazione del primo grande tragico” (36) no nos parezca a su vez sino una simple hipótesis4, cuya base principal reside en los pasos dados por Esquilo en el reparto de los papeles entre actores diversificados. Lo cierto es que Esquilo ofrece ya indiscutibles figuras de informadores y no sólo en las dos obras mencionadas. También es aceptable, en palabras de Di Gregorio, que “la differenza di struttura fra queste scene e quelle di Euripide si comprende quando si consideri che gli annunci sono soggetti, nelle linee generali, ad uno sviluppo” (ibid.), si bien no está de más insistir, sin negar el valor de las innovaciones del tratamiento euripideo de estas escenas, en que algunas de esas novedades se encuentran ya prefiguradas en pasajes de Esquilo y Sófocles. Y, por otro lado, sin que Eurípides haya respondido a esta tradición previa con un esquema estable en la estructura de tales escenas, al menos parece haber intentado articularlas de un modo más natural, lo que es paralelo a otros desarrollos del género cuando nos acercamos a fines del siglo V, siendo un punto esencial de esta nueva articulación una relación más compleja entre diálogo y rhesis como evolución del viejo y simple esquema de las preguntas a las que el mensajero responde con una exposición continuada de unos sucesos. Es importante señalar, por otra parte, que en Homero esta función tiene una variedad y complejidad notables, pero la actuación del mensajero trágico, dada la diversidad de las situaciones, posee, a pesar de ser el núcleo de una escena típica, igualmente una gran riqueza y puede desbordar una simple funcionalidad, de suerte que también en el teatro el mensaje posee diferentes tipos de significación, pero no hay duda de que a la vez el drama ha debido simplificar aquella variedad que ofrecía la épica: por ejemplo, en la escena no tendría ningún sentido un mensajero mudo, como ocurre con los embajadores en Il. 1.326347. Pero, si queremos ser estrictos, deberíamos comenzar por distinguir claramente al menos la función de este personaje como ángelos o simple noticiero de la del enviado con una orden, recadero o heraldo (kéryx)5, como, por ejemplo, el de Heraclidas 55 ss. o la recuperada figura épica de un Taltibio en Hécuba y Troyanas. Y aun se puede ser más o menos rígido en los límites del tipo dramático y distinguirlo, como Barrett (cf. sobre todo p. 97), de figuras afines, pero tampoco se puede negar en absoluto ese carácter, por ejemplo, al guardia de Antígona6 o al sirviente frigio de Orestes7. De ahí que creamos que Barrett va demasiado lejos al atribuirles a estos dos personajes citados un status cómico-paródico y más como perspectiva para entender esa simple afinidad. Sea como sea, 4 Así pensaban sin duda los antiguos, como atestigua Filóstrato (VS 1.9). Di Gregorio a la vez parece apuntar sin embargo una posición diferente cuando afirma que “l’embrione dal quale si è sviluppato il dramma diveva essere costituito dai racconti del messagero e, precisamente, da una serie di angelikaí inserite fra gli stasimi” (p. 39). 5 La distinción terminológica no es constante en la épica (cf., por ejemplo, Od. 16.468 s.) y en la comedia se encuentra la misma indiferenciación. 6 Este personaje tiene ciertamente rasgos particulares y en concreto por sus escrúpulos y temores, pero este aspecto creemos que se debe asociar a la mayor involucración del mensajero trágico en los argumentos como testigo comprometido y, si se quiere, a unos pruritos sicológicos muy euripideos. En este caso los hechos se complican también por su propia reiteración como noticiero. 7 Sin embargo, ambos personajes aparecen luego integrados como mensajeros en su catálogo (pp. 223 s.). 114 MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ aquellos dos tipos, que se diferencian por su actitud y desde luego por el contenido de su exposición, tienen también, y no sólo formalmente, una estrecha relación entre sí como portadores de información. Ambas figuras, tanto en la épica como en el teatro, comparten el papel de intermediario o mediador, al servir de enlace, no como lo expresa Barrett, “between the sender and the recipient of a pronouncement” (p. 57), dado que esta definición es más válida para el segundo caso, sino entre una fuente distante (que puede ser un hecho o un individuo) y un o unos receptores, y es así, con este sentido general y común, como los entenderemos aquí y por lo general bajo la convencional etiqueta de mensajeros. Y no hace falta añadir que el mensajero no es la única fuente información externa en el drama: así, en Siete contra Tebas 24 ss. se nos dice que un vidente ha anunciado una inminente guerra, sin que sea precisa la presencia del adivino. La adopción por el drama de esta figura no debe achacarse a un simple mecanismo de imitación o herencia épica, sino a la necesidad de aprovechar diversas posibilidades que la necesaria existencia de una información extraescénica requería. De ahí que se observen unas claras diferencias en su empleo, dado que con mayor frecuencia en el drama, respecto a lo que sucede en la épica, el mensajero no reitera un mensaje, sino que cuenta un suceso del que generalmente ha sido testigo y en el que no tiene por qué haber tenido otra intervención más que como tal, en tanto que en la épica, por la abundancia de la figura del enviado y naturalmente también por el carácter de la dicción de la epopeya, lo más típico es esa reiteración. Y, por otra parte, si en la épica esa información tiende a poseer un contenido autosuficiente que implica una exposición continua y cerrada y por la propensión de la epopeya justamente al discurso, en el drama, aunque exista, al menos en el caso concreto de la tragedia, la convención añadida de que, una vez iniciado propiamente el relato y como en un distante reflejo épico, haya la tendencia a que éste no se interrumpa8, aunque sí pueda subdividirse, conformando una rhesis o en todo caso una serie de tiradas de versos con evidente pretensión unitaria, no es infrecuente en absoluto que ese discurso se integre secundariamente en un diálogo, lo cual significa que, si bien domina con mucho el relato, se da sin duda una presentación más dramática y un mayor alejamiento respecto al modelo épico. Una tendencia esta que es todavía más acusada en la comedia de corte aristofánico, en la que la información aportada tiende a diluirse en el coloquio, lo que tiene como consecuencia la mayor rareza y brevedad de la rhesis informativa9. Y, si nos referimos a la oportunidad del mensaje, que en tragedia suele estar justificada, no es así siempre en la comedia, donde la propensión paratrágica puede predominar sobre la necesidad de información10. 8 Cf., en sentido muy contrario a esta tendencia, A., Pers. 256 ss. o S., Tr. 180 ss. Las rheseis de mensajeros cómicos más largas se encuentran en Ar., V. (1292-1325), informativa, y Au. (1271-1307), donde se da una combinación de las funciones de heraldo y mensajero estricto. En tragedia la rhesis puede alcanzar y aun sobrepasar fácilmente, sobre todo si sumamos las posibles varias secciones informativas, el centenar de versos. 10 Ejemplos de esto son Ar., Ach. 1073-1094, donde la noticia, con formato paratrágico, se hace realidad representada de inmediato con la aparición del lisiado Lámaco, y Au. 1706-1719, cuando un pregonero festivo anuncia la entrada inmediata del triunfante Pistetero. En S., Tr. 180 ss., este muy particular mensajero comienza por anticipar por muy poco tiempo la entrada de Licas. 9 ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL MENSAJERO EN EL TEATRO ÁTICO CLÁSICO 115 El mensaje trágico, como era de esperar, es usualmente patético, aunque no faltan algunos positivos, como el ya citado de Traquinias 180 ss., y su portador aparece implicado personalmente en el carácter de su información, pero sin que ello presuponga que debe haber participado en los hechos que cuenta desbordando su papel de mero testigo: una excepción, señalada así por H. Strohm11 y el ya mencionado Barrett (pp. 169 ss.), es la exposición del auriga herido en Reso. Y digamos también que, como un resto quizás del carácter imperativo del heraldo épico y a la vez por una convencionalmente atribuida (y autoatribuida) veracidad, el mensaje trágico suele aparecer como un discurso autorizado y objetivo, como “a narrative that in general is conspicuously disassociated from any particular point of view” (Barrett, p. xvii). En relación con esto puede estar el que sea anómalo el mensaje engañoso o ficticio, cuyo sentido se articula en una trama intencionadamente tramposa12. Y añadamos, aunque debería ser innecesario, que buena parte de esa autoridad le es otorgada por su frecuente papel de testigo visual13; también por supuesto y convencionalmente porque de la veracidad de su noticia depende por lo general el desarrollo posterior de la trama dramática. Lo que ya no nos parece en cambio aceptable es que podamos llamar al individuo portador de un mensaje no verídico un “falso messaggero” como hace Di Gregorio (p. 8), al referirse como ejemplo a Filoctetes 542 ss.14. Desde una perspectiva estrictamente formal es indiferente por supuesto que los mensajes sean verídicos o que eventualmente formen parte de un engaño. Lo que importa es su estructura narrativa y su contenido como referido a sucesos que, reales o no, acontecen o podrían haber acontecido fuera de la vista de los espectadores. Otro aspecto que hoy puede llamar la atención en la actuación de los mensajeros es el de la prolijidad de sus relatos, que es inseparable decididamente de la herencia de los habituales pormenores del relato épico y en especial de la tendencia general del teatro griego antiguo a lo que ahora podríamos considerar un abuso de la verbalidad. Sin embargo, la prolijidad del mensajero debería ser más aceptable, en la medida en que lo que narra no se ve en escena, que la también usual de los personajes que se refieren a sus propias actuaciones en ésta, sobre todo en la descripción de detalles que el espectador se supone que también ve. Es imprescindible, por ello, intentar adoptar la perspectiva del público antiguo, que no debía quizás percibir más que una abundancia retórica. Es claro 11 “Beobachtungen zum Rhesus”, Hermes 87, 1959, pp. 257-274: véanse pp. 266 ss. Barrett ha estudiado en detalle (pp. 132 ss.) el discurso ficticio del paidagogós en S., El., que sin poseer la excepcionalidad que le atribuye (“the only fictitious angelia in the extant tragic corpus”) tiene el especial interés, como pieza efectivamente de un engaño, de un complot, y por tanto como motor de la acción. 13 Véase una excepción en S., Tr. 180-199. Pero, como veremos (cf. n. 21), esta anomalía encaja bien con otras particularidades de su actuación. 14 Evidentemente distinto de aquel en que el mensajero relata una intriga o trampa, como en E., Hel. 1526 ss.: cf. sobre este tema F. Solmsen (“Zur Gestaltung des Intrigenmotivs in den Tragödien des Sophokles und Euripides”, Philologus 87, 1932, pp. 1-17) y, para ciertas obras de Eurípides, M. Quijada, La composición de la tragedia tardía de Eurípides. Ifigenia entre los Tauros, Helena y Orestes, Vitoria, 1991, pp. 37 ss. 12 116 MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ que tal superfluidad verbal representaba en sentido general una importante posibilidad de ahorro en la propia acción dramática, pero en nuestro caso esta razón no es aplicable estrictamente, puesto que el mensaje es ajeno a la representación propiamente dicha. Debemos por tanto entender que sus pormenores corresponden más bien a un empeño en trazar un cuadro como visión imaginada lo más convincente posible. El mensaje se entiende que está dirigido a los oyentes escénicos, que esperan paciente o impacientemente su término, y no al público: de ahí la (habitual en tragedia) ausencia en él de metateatralidad. Pero el tiempo escénico que puede llegar a ocupar, así como las posibilidades dramáticas que el mensaje trágico con sus largas rheseis ofrece y sobre todo el impacto de su aportación noticiera son lo que explicaría el dato de que los primeros actores solían representar ese papel, y alguno de ellos se hizo famoso justamente por su lucimiento en este tipo de actuación (cf. Di Gregorio, p. 6). Pero es irrelevante aquí en cambio que la figura del mensajero sea típicamente masculina, ya que esto depende de los argumentos y desde luego de la frecuencia con que arriban desde el exterior extraescénico15. En cuanto a la comedia, incluso con la suma del enviado estricto y del individuo noticiero, tiene sin duda, como decíamos, un relieve menor, de lo cual es muy revelador ya que en Aristófanes se puedan contar seis obras (Eq., Nu., Pax, Th., Lys., Ra.) en las que no aparece esta función16. Y no es imaginable que papeles de tan escaso brillo fuesen, frente a lo que sucedía en la tragedia, una tentación para los primeros actores. En una buena parte de los casos el mensajero es un ser anónimo, pero sin que pueda, contra lo que hace De Jong, tomarse este rasgo como criterio particular y claramente definitorio del personaje. Se observa que incluso un Taltibio, bien conocido por Homero, pierde su denominación en Agamenón17. Pero, excepcionalmente, puede tener nombre, lo que suele coincidir con un papel que desborda su función de mensajero: así, Licas e Hilo en Traquinias y otros casos que veremos. No es raro, por otra parte, que el portador de una noticia actúe por propia iniciativa, más bien lo contrario y a diferencia del heraldo o recadero, y esto siempre porque considera que su información es valiosa. Y es una función tan particular que tiende a agotarse en sí misma, sin otra participación en el desarrollo dramático que no sea la propia información y, naturalmente, sus con15 Los casos que se escapan a esta regla (nodriza en S., Tr. 871-946, sirvienta en E., Alc. 141212) representan una típica salida desde el interior de la skené. Este hecho es ajeno a las más que discutibles “feminine characteristics” que Barrett (p. 100) atribuye al tipo del mensajero en general. 16 Los fragmentos apenas pueden darnos seguridad al respecto. Véase, por ejemplo, M. Napolitano, “Un caso di probabile logos aggelikos paratragico nei Kolakes di Eupoli”, SemRom 1.2, 1998, pp. 289-298, cuyos argumentos (referidos a los frs. 162, 166 y 169 K.-A.) naturalmente son debatibles. 17 Según G. R. Manton, “for Aeschylus the herald has a clearly defined character, but he is a representative of the type of the soldier returning from the war, rather than an individual, and a name is not needed” (lo que nos parece una precisión innecesaria), si bien de hecho esta tendencia concreta debe integrarse en la más general, referida a los personajes secundarios: “It seems that as a general rule Aeschylus would give names only to those whose characters were of individual significance to the play, provided that the name was well enough known” (“Identification of Speakers in Greek Drama”, Antichthon 16, 1982, pp. 1-16: p. 4). Y éste es un principio válido para la tragedia en general. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL MENSAJERO EN EL TEATRO ÁTICO CLÁSICO 117 secuencias: de ahí el status muy habitual del mensajero como socialmente marginal, al ser por lo general un mero sirviente, y el que sea menos usual que posea o se atribuya dramáticamente alguna personalidad más allá de la de portador de las noticias, lo que lo convierte con bastante frecuencia en un tipo teatral muy definido y convencional18, pero que, como se ha dicho, no es obstáculo para que pueda sentirse simpatéticamente asociado a los acontecimientos, y de ahí que en ocasiones tenga incluso intervenciones líricas. Pero otras veces, según hemos señalado, es un personaje de función diversa que, como tal secundario, participa en la intriga y adopta también de modo eventual la de portador de noticias: así, por citar unos pocos casos, puede ser un viejo ayo, como en Electra de Sófocles (vv. 660 ss.) o, en Antígona, un vigilante que traerá incluso un doble informe de sus observaciones, o, en Reso, un pastor, pero igualmente, aunque muy rara vez, una figura de mucho más peso dramático, como la de Dánao en Suplicantes de Esquilo (cf. vv. 600 ss.)19, o Ismene en Edipo en Colono (vv. 361 ss.), lo que puede ocurrir también fuera de la tragedia, según vemos en el Cíclope euripideo, en que es el propio Odiseo el que sale de la cueva del monstruo e informa de los actos cometidos allí dentro (vv. 375-436)20. Incluso puede ser un dios, lo que nos remonta a la épica: así, Hermes en Prometeo, conceptuado como mensajero en el propio texto (vv. 943 y 969). Y, en una multiplicidad enriquecedora, la función puede ser adoptada por una sucesión de individuos en la misma obra: así, Licas (vv. 229 ss.), Hilo (vv. 750 ss.) o la nodriza (vv. 871 ss.) en Traquinias, a los que se suma, en una cifra nada corriente, un mensajero anónimo del tipo más usual21. Lo que significa para el análisis teórico que el concepto no tiene una fácil definición ni puede sostenerse a ultranza la especificidad 18 Para la discusión sobre su funcionalidad y otras perspectivas interpretativas cf. Barrett, pp. 14 ss. Para la convencionalidad véase especialmente J. M. Bremer, “Why Messenger-Speeches?”, en S. L. Radt, J. M. Bremer y C. J. Ruijgh (eds.), Miscellanea Tragica in Honorem J. C. Kamerbeck, Amsterdam, 1976, pp. 29-48. 19 El corifeo lo saluda precisamente como portador de noticias (v. 602). No han faltado quienes han pretendido ver en el uso de un término como éste una intención metateatral, contra la clara inclinación de la tragedia, frente a la comedia, al rechazo de cualquier pretensión de metateatralidad. Otro caso sería la pregunta que leemos acerca de la ausencia de noticias en E., El. 759, a la que sigue de inmediato la aparición de un mensajero y que debemos entender como una forma sutil de anuncio: cf. el comentario de C. W. Marshall (“Theatrical References in Euripides’ Electra”, ICS 24-25, 19992000, pp. 326-341: p. 326), que sí parece creer en un uso metateatral: “It is difficult not to see in Electra’s question an explicit recognition of the theatrical convention of the messenger speech…” (p. 326). 20 Barrett menciona este mensaje de Odiseo, pero no lo incluye en su catálogo citado: se trataría de un relato “produced against the model of the tragic messenger”, lo que podría malinterpretarse como parodia. Digamos de paso que su catálogo es incompleto: así, no menciona tampoco los casos citados de Dánao ni de Hermes, en función sin duda de sus restricciones en la definición del mensajero. 21 Sólo sabemos que es un anciano (v. 184). Pero su papel en un principio es muy breve y no fácil de justificar plenamente como mensajero, ya que sólo sirve para anticipar la llegada del verdadero portador de noticias, Licas. Pero su auténtica función se percibirá más adelante (vv. 335 ss.), lo que explica la anomalía de que permanezca en escena después de haber hecho su (aquí primera) exposición. 118 MÁXIMO BRIOSO SÁNCHEZ de este papel, ni menos la estricta obligatoriedad de su carácter anónimo o secundario, dada la flexibilidad de su tratamiento por parte de los autores dramáticos. La escena de mensajero responde sin duda, como señalábamos, a una concepción dramática muy distante de la actual, que tiende a hacer objeto de representación lo que en el teatro antiguo era bastante forzoso narrar. En el caso de las noticias llegadas de un exterior más o menos distante la razón es bastante obvia, por lo que la discusión se ha centrado más bien en aquellas que proceden de un interior inmediato. Como las nuevas transmitidas por el mensajero trágico suelen ser referidas a hechos patéticos y no raras veces sangrientos, se ha asociado su figura y su función por parte de algunos estudiosos a una especie de regla del género que vetaría la visión por los espectadores de sucesos semejantes. Pero sabemos que al menos no parece haber prevención, sino más bien lo contrario, ante la idea de que se muestren a la vista del público las consecuencias de los actos violentos: por ejemplo, los resultados de la muerte de Penteo en Bacantes, ésta sí ocurrida en el exterior. Hoy no podemos creer desde luego que no se represente una escena violenta porque el coro no se limitaría a “guardare senza intervenire” (Di Gregorio, p. 29); tampoco porque los coturnos supuestamente elevados impidiesen los movimientos agitados de los actores. También pueden discutirse otras diversas motivaciones alegadas (una herencia de la pureza ritual o la razón estética que ya leemos en Horacio, AP 182 ss.), pero deben tenerse en cuenta las dificultades técnicas, algunas indisociables del número de los actores, así como unos usos dramáticos derivados tal vez de un teatro muy primitivo o incluso de una época preteatral, cuando en lugar de una representación propiamente dicha habría todavía más bien una rememoración lírico-narrativa de sucesos del pasado o de acontecimientos distantes en el espacio. Pero, contra lo que cree Di Gregorio, las razones de la economía escénica pueden ser muy relevantes y no deben relegarse en bien de una hipótesis plausible pero insuficiente, puesto que son muchos los aspectos en que el teatro griego ha evolucionado a partir de esa misma situación presumiblemente primitiva o preteatral. Y lógicamente (cf. Di Gregorio, p. 27) en la presencia y uso de la figura del mensajero ha de reconocerse el efecto del conservadurismo típico de la tragedia, en el que ha insistido sobre todo Bremer, lo que se corroboraría en sentido contrario en la comedia, proclive a los cambios y mucho menos a esa presencia concreta del típico noticiero: la tragedia se empeña en rechazar las alteraciones espaciales imaginativas al modo cómico sin duda porque conservaba fielmente recursos como el del mensajero y quizás también porque aquéllas eran precisamente una marca de la comedia y debilitarían la gravedad del género. Pues, efectivamente, existe una relación entre la fijeza espacial de la tragedia y la función del mensajero, pero no estrictamente como causa y efecto, sino como dos hechos concomitantes, que se apoyan el uno al otro, y constitutivos de la ficción trágica. Y también debe recordarse la dependencia del teatro, no sólo de la tragedia, de una fuerza de primera magnitud ya comentada como es el lenguaje, que se basta para presentar lo que podría teóricamente verse representado22. 22 Creemos que Barrett (p. 15 sobre todo) simplifica los hechos al hablar del peso de la retórica y no de una verbalidad en sentido amplio. ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE EL MENSAJERO EN EL TEATRO ÁTICO CLÁSICO 119 No puede precisamente decirse que las escenas de mensajero a lo largo de la historia conocida de la tragedia en el siglo V hayan sufrido un desgaste; más bien, todo lo contrario. Y no creemos que esto se deba de modo especial a la conciencia por parte de los espectadores de que constituían una parte de la herencia épica23. Es mucho más fácil aceptar que una razón prioritaria fue, como hemos visto, la simple necesidad teatral de introducir una información extraescénica, como observamos aún en nuestro teatro clásico. Otra cosa es que actualmente resulte menos comprensible la existencia del esquema formal y la reiteración de estas escenas, lo que sólo supone una incomprensión anacrónica, que olvida que esta solución teatral simplificaba la acción y aportaba de una vez nuevos y decisivos elementos. Pero un anticipo de esa inquietud crítica pudo darse ya de algún modo en la propia historia de la tragedia, por cuanto se observa en ella la búsqueda de nuevas fórmulas, que tienen su momento más destacado en la producción euripidea, en la que se tiende a que la escena de mensajero coincida con la mayor frecuencia con lo que en la concepción aristotélica responde a la catástrofe y casi siempre tras algún canto coral en que el colectivo expresa sus temores, como un modo sutil de anticipar la llegada del mensajero, en tanto que en cambio, cuando el mensajero entra en una escena dialogada, es más frecuente que sea un personaje el que anuncie explícita o indirectamente su aparición. Es posible que Eurípides haya pretendido responder así, con una mayor variedad de esquemas, al lógico anquilosamiento de estas escenas. La diversidad de las estructuras euripideas ofrece ejemplos especialmente complejos, como los de Suplicantes, la primera escena de mensajero de Helena, las de Fenicias o la tan novedosa y ya mencionada del sirviente frigio en Orestes. Por no hablar de esa mayor implicación del propio noticiero en la acción que hemos visto en Reso, y en este punto tanto da que esta obra sea de Eurípides como lo contrario. Es más, estas innovaciones dan pie a su vez a la observación de que las comedias que podemos leer están más cerca, aun en su escasez, de este variado tratamiento euripideo que de la mayor rigidez de la tragedia previa, lo que nos ofrece un paralelismo de interés en el desarrollo de ambos géneros durante aproximadamente las mismas fechas. 23 Así parece opinar Barrett (p. xvii).