LA FUGA - Editorial Oveja Negra

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CAPÍTULO I
LA FUGA
La noche que había decidido escapar de la prisión pareció empezar con un mal presagio, cuando el cielo se puso gris, y de pronto
comenzó a caer una lluvia pertinaz, que aumentaba en intensidad por
segundos, como queriendo sepultar el universo en un aluvión de agua.
En mi dormitorio, un cuarto para doce prisioneros, veía desde la pequeña ventana los relámpagos y escuchaba el torrencial aguacero. Por
unos instantes pensé que tratándose de la primera vez que se presentaría una fuga en esta cárcel norteamericana, lo más sensato habría sido
cambiar de planes y buscar otra fecha para escapar. Ninguno de mis
compañeros de fuga dormía en mi dormitorio, que compartía con doce
prisioneros que desconocían mis planes. Tres horas antes los cuatro
que pensábamos escaparnos nos habíamos encontrado en un pasillo,
donde sincronizamos nuestros relojes. El corazón me latía aceleradamente. En cuestión de unos minutos, estaría jugándome de nuevo la
vida. ¿Me tendría reservada esa noche un tiro de fusil en la cabeza
para terminar en una tumba sin nombre en una tierra extraña, tan lejos
de mi Medellín? Parecía más cuerdo esperar uno o dos días, cuando
por lo menos las huellas de los zapatos no quedarían marcadas en el
barro, y no tendríamos que caminar con la ropa empapada y pegada
al cuerpo. Enseguida deseché la idea. Llevaba semanas planeando mi
escape junto con tres reclusos más que querían seguirme, y yo soy porfiado, un hombre que cuando decide algo soy como los ríos, no retrocedo. Estábamos tan lejos de nuestro entorno en esta prisión perdida
en la geografía de América: la Federal Correctional Institution de Terre
Haute, en Indiana, un lugar tan ajeno a nuestras raíces, que era como
vivir en Marte o en cualquier otro planeta. No había inconvenientes que
me hicieran cambiar de idea: era hoy, o nunca. Así se lo había dicho
horas antes a mis tres compañeros de aventura hacia la libertad, que
en la medida que llegaba el momento empezarían a sentir el temor que
anticipa una acción tan temeraria como la que intentaríamos. Y más
corriendo el peligro de ser alcanzados por una bala de fusil, ya que estábamos al lado de la penitenciaria de máxima seguridad, siendo esta
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protegida por guardias armados amantes de tirar a matar, los cuales
vigilan alrededor dando vueltas en unas camionetas pickup. Desde que
los muros y las celdas de la prisión fueron construidos, en 1940, nadie
había intentado escapar, una estadística que decía mucho sobre la intrepidez de la acción que yo había planeado. Inicialmente acompañado de mí hermano, en esta fuga se me habían unido Carlos Sánchez y
Mario, otros dos prisioneros colombianos desesperados por el encierro
en medio de una Babel hasta en cuestiones del idioma. Me di la bendición, porque hasta los delincuentes pedimos el amparo divino en los
difíciles pasos de nuestras vidas, esperando siempre que la justicia divina sea más misericordiosa que la humana. Estaba planeado para que
partiéramos a las nueve de la noche del 20 de agosto de 1985. Dicho
y hecho, cuando el reloj marcó la hora esperada arrancamos. Para
no correr riesgos nos metimos por donde botan las basuras, saltando
un muro y cayendo a un caño lleno de aguas negras y mal olientes,
que salían de la cocina. Eso a mí no me importó; ya tendría tiempo de
darme una ducha, y bañarme en mi loción preferida: Cartier. Como ya
conocía los contornos del penal, les advertí a mis tres compinches que
se pegaran a mi lado, porque si alguien se perdía, no lo iba a buscar.
Así que si se extraviaban, ¡adiós que te vuelvo a ver…!
Salimos del dormitorio bajo el amparo de las penumbras de la noche
y la complicidad del ruido intermitente de la lluvia. Avanzábamos con
sigilo, tratando incluso de hacer menos perceptible la propia respiración, que en estas circunstancias parece aumentar en decibeles y hacerse tan sonora como un tambor.
Afuera, en la penumbra de la noche, el cielo se veía profundamente
gris, mientras el agua salpicaba el ambiente. Eso nos favorecía, porque
los guardias confrontan más problemas cuando realizan pesquisas en
medio de lluvias torrenciales y no en la claridad. Por ese lado, estábamos más tranquilos.
Sin embargo, al doblar por uno de los costados y cruzar el área donde residían los guardias, un perro empezó a ladrar. Sentimos que se nos
helaba la sangre. Aterrado por lo que podría pasar, a mi hermano le
entró pavor y salió corriendo como alma en pena. No lo volveríamos
a ver.
En medio de la inquietud del momento yo sentía la adrenalina en aumento, pero también estaba decidido a coronar nuestra misión. Cuando no se teme a nada hasta las fieras obedecen, lo enfrenté con amor y
me le acerqué, con dos intenciones: si me atacaba lo apuñalaba ya que
iba armado para algo así, ya que desde días atrás había anticipado la
presencia del canino. Sin embargo, al confirmar su presencia, como
esas pesadillas que se hacen reales, en cuestión de segundos saqué de
mi bolsillo una presa de pollo que traía en el bolsillo. La había recogi14
do del plato del almuerzo envolviéndola en un pedazo de plástico. El
perro batió la cola amistosamente, y pareció olvidar nuestra presencia
mientras yo sentía que el alma me volvía al cuerpo.
Nuestros pasos, cada vez más sigilosos y rápidos, nos llevaron en
cuestión de segundos a un cementerio viejo que quedaba contiguo al
penal, en donde enterraban a los presos de la máxima prisión USP Terre
Haute, que allí fallecían. Aquellos que no teniendo a nadie, morían en
cautiverio pagando sus largas condenas o porque purgaban penas de
toda una vida.
En esas estábamos, cuando vi que de pronto Carlos Sánchez pisó en
falso al saltar sobre una tumba hueca y cayó al vacío produciendo al
tocar fondo un ruido pesado, como surgido de una película de terror. El
hombre, asustado, trataba de levantarse del hueco aquel. Se veía hasta
chistoso, porque en la caída perdió las gafas de culo de botellas que
traía y con las manos las buscaba a tientas en medio del aguacero tan
espantoso que caía.
Al verlo allá tirado, Mario me dijo: “¡Qué va! Hermano, ¡sigamos!”
“¡No! ¡El viene con nosotros!”, le repliqué con firmeza.
¿Cómo lo iba a dejar dentro de una tumba y en medio de un aguacero? ¡No way! Eso es inhumano.
Entonces como yo era el jefe, le dije a Mario que le diéramos la mano
para ayudarlo entre los dos. Nos inclinamos sobre el hueco mientras el
barro y la lluvia se pegaban a nuestros cuerpos, deslizándose entre la
boca y los ojos. Ya después de encontrar los anteojos de Carlos, que
habían caído a un lado de donde tropezó, logramos por fin sacarlo de
aquella fosa siniestra que días más tarde Carlos me confesaría, llegó a
pensar que sería su última morada.
Exhaustos, mojados por la lluvia y el sudor, y oliendo a infierno, logramos por fin llegar hasta el punto de encuentro con Gloria, la bella chica
que yo había enamorado cuando llegaba a visitar a su novio en el penal. Tal y como habíamos acordado, ella nos esperaba con el auto en
marcha. Ahí mismo nos preguntó por Efrén y le expliqué que se había
“paniquiado” con la presencia del perro. Ya Gloria nos había reservado
un cuarto en un motelito que había cerca, en donde nos cambiamos de
ropa y nos bañamos. Gloria prefirió no hacer la operación sola, llegó
con otra mami que tenía su novio en el mismo penal.
En un momento dado en que Gloria fue al baño. Liza, la otra hembra
saltó apresuradamente sobre mí y me estampó un besó en la boca con
tanta fuerza, que con eso lo decía todo: “¡Cómeme si sos bandido!”
Pero en esos momentos, no podía ocupar la mente en otras cosas
porque muy pronto las alarmas sonarían por los lados del penal. Era un
sonido que esperaba y temía a lo largo de nuestra odisea, justo desde
el momento en que traspasamos los depósitos de basura de la prisión.
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Pero milagrosamente, no sería hasta la madrugada del día siguiente
que se darían cuenta de nuestra ausencia. Ya para entonces nosotros
estábamos arrancando para Chicago, que quedaba como a dos horas
y media del lugar donde nos encontrábamos.
Gloria iba al volante del carro, un Caprice Classic del año. Liza se
hizo a un lado y yo me les senté en la mitad. Para tenerlas contentas,
ponía una mano aquí y otra allá. Atrás mis dos compañeros de fuga
viendo mi disimulado manoseo con las dos chicas, me decían entre
risas: “Tira algo para los pobres”. Todo era alegría. Así fue como llegamos a uno de los tantos hoteles que tiene la muy bien llamada, “Ciudad
de los Vientos”.
Aprovechando que Gloria se fue a estacionar el carro, ese bomboncito de Liza, volvió y me besó, le dije que muy pronto nos volveríamos a
ver en Colombia, quedando en deuda con ella, una deuda que saldaríamos al tiempo en Miami
A los pocos minutos llegó Gloria con las llaves listas para los cuartos,
y cada uno de nosotros a empezar a gozar de la libertad que nos dieron
esas dos mujeres. En esos instantes pensaba, que la vida sin tropiezos
no es vida. Todo lo que me estaba pasando, lo encontraba excitante.
¡Créanmelo! Es que sentía mi adrenalina a mil de solo saber que en
esos momentos los chicos del FBI y del U.S. Marshalls comenzarían la
cacería. En la televisión los noticieros habían empezado a hablar de
nuestra fuga y hasta ofrecían una recompensa a quien diera informes
que permitieran nuestra captura. Ahora más que nunca tenía que cuidarme.
Dejando a un lado mis pensamientos, la fiesta comenzó cuando Gloria dijo con voz de triunfo: “¡Papi, vamos a celebrar!” Entonces destapó
una botella de champagne “Moët Cristal”, tal como se lo había pedido
con anterioridad, y todos a brindar. Fue entonces cuando me di cuenta
que después de tantos años fuera de mi Medallo del alma, mi mundo
en miniatura y donde se conjugaban todos mis afectos y angustias, mi
gente, mi idioma, las desigualdades entre las que crecí, cada instante
que pasaba fuera de la prisión y de las pesquisas de los agentes federales que estaban detrás de mis talones, yo anticipaba el éxito de nuestra
fuga y el regreso a la tierra anhelada. No sospechaba que las “conexiones” adquiridas en mi recorrido por las diferentes prisiones norteamericanas me llevarían en mi nueva vida a conocer y convertirme en uno de
los principales distribuidores de cocaína del Cartel de Medellín, y llegar
a relacionarme con Pablo Escobar. Así llegaría a conocer el verdadero
infierno de lo que es la mafia.
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