¿Se puede ser una persona buena si no se participa en la política?

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opinión
Juan A.
Contreras
Profesor Jubilado
¿Se puede ser una persona buena
si no se participa en la política?
HOY EN DÍA vemos la política, por lo
general, como un mal necesario, no como un
rasgo esencial de la vida buena. Cuando pensamos en la política pensamos en mandar porque sí, en tener influencias, en que tengan que
oír las opiniones de uno, en enchufes para los
tuyos, en actuaciones de cara a la galería, en
enriquecimiento, en una carrera para los que
no valen para otras cosas, etc. Por el contrario,
el uso idealista de la política, como instrumento de la justicia social, como forma de hacer
del mundo un lugar mejor para todos, parece
haber desaparecido de las aspiraciones reales
de políticos y votantes.
Ya desde Aristóteles sabemos que el hombre es un zóon politikon, un ser social implicado por naturaleza en relaciones de poder y
dominio. Y desde Foucault que las relaciones
de micropoder recorren la vida cotidiana de
cada uno de nosotros. Además, en contra de
Aristóteles, la política no es algo exclusivo de
la especie humana, como ocurre con casi
todo lo que caracteriza lo humano ya hay
antecedentes en nuestros primos más inmediatos. Gracias al primatólogo Franz de Waal
sabemos que los chimpancés y demás monos
antropoides practican coaliciones para desbancar al macho alfa o que las hembras ofrecen sexo a cambio de favores o que los
machos dominantes se apropian de la comida y de las hembras fértiles, castigando severamente a los que se atreven a plantarles
cara o que se producen conductas de apaciguamiento y reconciliación antes y después
de un enfrentamiento, etc., en fin, que son
unos políticos de tomo y lomo.
Para Aristóteles Ética y Política iban unidas. Sólo se era bueno si se hacía política, es
decir, cuando se deliberaba acerca de lo que
era bueno y de lo que era malo, de la justicia
y de la injusticia y se lo llevaba a la práctica.
Pero mira tú por dónde Aristóteles justificaba
como necesaria la esclavitud: daba por
supuesto que habían seres humanos que
nacían por naturaleza para ser esclavos y,
como la sociedad necesitaba de mano de
obra esclava para realizar ciertos trabajos y
de este modo conseguir tiempo libre para
que otros como él filosofaran o gobernaran,
el debate y la acción política quedaban sin
contradicción alguna entre ellos. ¿Qué podemos deducir hoy en día de las opiniones de
una de las mentes más claras de la especie
humana?: que el lenguaje es un buen medio
para justificar lo que hay, es decir, las relaciones de dominio existentes, y también que el
lenguaje resulta muy útil para manipular a la
gente. ¿Quién necesita ejercer la represión
directa cuando se puede convencer al pollo
(de forma “natural”) para que entre libremente en la carnicería? La política es un
saber y un hacer prácticos. Por supuesto que
todos los ciudadanos deberían conocer y
debatir sobre teoría política, pero saberse la
teoría aprendida en clase no basta. Hay que
practicarla. Al contrario que el conocimiento
científico, que se refiere a lo universal y necesario, el objeto de la sabiduría práctica es
saber cómo hay que actuar.
Ahora bien, los debates políticos actuales
no son más que una exposición de opiniones
en un espectáculo en el que sale ganador el
que parece más seguro, es más atractivo o el
que promete más cosas. Nadie quiere mostrar que a menudo no sabe de lo que habla,
o no lo tiene claro, o no tiene mucho que
ofrecer. Y, por supuesto, antes morir que
admitir que el oponente puede tener razón.
Y la gente se siente a gusto haciéndose el
buen ciudadano yendo a votar cada cierto
número de años y conformándose con
lamentarse el resto del tiempo.
En los últimos tiempos asistimos a una justificación por medio del lenguaje que ni Aristóteles lo haría mejor: partidos que trabajaban a favor del capitalismo se llaman “socialistas”, gobiernos mentirosos y elitistas aseguran ser “democráticos”, acciones militares
tremendamente destructivas se dicen
“humanitarias”. Desde luego de las democracias actuales se puede decir que son más
o menos representativas, pero no participativas, ya que habitualmente no se participa en
las tomas de decisiones más importantes,
imponiéndose el poder y el negocio sobre la
participación.
Dado que se da una tradicional querencia
de la gente a creer en soluciones fáciles y en
desenlaces felices a nuestros problemas, en
palabras como progreso, felicidad o bienestar
conseguidos mediante la fe en la razón que
erigió los logros científico-técnicos en panaceas sustitutivas de las religiones y ritos, las orientaciones y pronósticos tienden a reforzarse con
calificativos científicos y, si encima tienen
muchas matemáticas, mejor que mejor. De ahí
que las ciencias sociales puedan hoy con ventaja suplantar a la brujería en su función de
proponer oscuros conjuros y remedios sumarios a los problemas y de vaticinar finales felices, que son música celestial en las orejas de
los inseguros votantes. Así se convence a la
gente hoy de lo que es justo y necesario. Todo
indica que votando estamos justificando lo
que hay, es decir, sostener como necesario reanimar el capitalismo financiero imperante.
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