5. Los Paseos. Gabriel Pulice. - Facultad de Psicología

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FACULTAD DE PSICOLOGÍA
CARRERA DE PSICOLOGÍA
P.P. FUNDAMENTOS CLÍNICOS DEL ACOMPAÑAMIENTO TERAPÉUTICO
(COD. 800)
COORD. ADJ: Gabriel O. Pulice
Los paseos
1
Texto publicado originalmente en Pulice, G.; Fundamentos clínicos del Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Letra Viva, 2011. Capítulo 6.
Abordaremos aquí una modalidad particular en que suele desarrollarse con bastante frecuencia el
trabajo del acompañante terapéutico, que es el de los paseos. A modo de introducción, resulta
ilustrativo el comentario de Ricardo Rodulfo con el que comienza, a su vez, un artículo suyo sobre
la misma temática publicado recientemente en su blog 2 : «Sin saberlo, muchos autores en
psicoanálisis se ocuparon del paseo. Más raros son los enfoques específicos. Ahí está ese viejo pero
magnífico trabajo de Abraham: “El gasto de dinero en los estados de ansiedad” (Psicoanálisis
clínico, Paidós) que, un poco de costado, toca el tema con esa finura clínica en que reconocemos a
un psicoanalista importante. El de Tosquelles es el más notable que me ha sido dado conocer. De
alguna manera, el trabajo directo en psicoanálisis con niños se inició con Juan, un chiquito que no
podía salir a pasear. Más cerca nuestro, intuitivamente, los que atienden psicóticos conocen del
pasear con ellos, sea cual fuere su filiación o afiliación teórica. (…) Cuando de chicos se trata, el
rubro “paseos” aparece como una extensión o complicación o variación de lo que suceda con el
jugar. Pero la relación no es de continuación directa necesariamente. Así, muchos pequeños que no
pueden jugar con lo que habitualmente se juega, consiguen, en el mejor de los casos, darse esa
posibilidad divina (bueno es recordarlo) a través de actividades que presuponen el poder pasear» 3 .
Hecha esta suerte de Elogio del paseo, partiremos ahora de algunos interrogantes que orientarán
nuestro propio recorrido: ¿Cuál es su valor clínico en el trabajo con pacientes de difícil abordaje?
¿Es posible incluirlos como parte de las estrategias y objetivos que a través del acompañamiento
nos proponemos alcanzar? ¿Cuáles serían las consignas y planificaciones que es necesario
considerar de manera preliminar para organizarlos de manera adecuada? ¿Qué especificidades habrá
que atender en relación a cada grupo etario? Otras preguntas no menos importantes son: ¿Por dónde
pasear? ¿Qué lugares ofrece el espacio urbano para que la tarea se realice en condiciones
suficientemente satisfactorias de seguridad, y sin que los pacientes tengan que experimentar en
ocasiones el rechazo, la inquietud o la conmiseración que su presencia suele generar entre quienes
habitan la ciudad?
En este contexto, nos proponemos poner de relieve algunas de las dificultades inherentes al espacio
urbano y a la relación que tanto los sujetos en tratamiento como sus acompañantes pueden
establecer con él; sin olvidar que, en ocasiones, también es posible realizar este tipo de actividades
en ámbitos ajenos a su cotidianeidad y su hábitat acostumbrado. Vale la pena detenerse a
considerar, asimismo, la relación que se establece entre el sujeto y su cuerpo, así como también con
su propia casa —entendida como «hogar»—, y su ciudad o lugar de residencia habitual. Como
dijera Don Juan como parte de sus Enseñanzas, en la primera de las obras de Carlos Castaneda:
«…aquí hay un lugar que es mi lugar y yo lo encontré, ahora tu deberás encontrar el tuyo…». De
este modo, la pregunta dirigida al sujeto acerca de dónde pasear, tiene necesariamente el efecto de
implicarlo como sujeto de deseo, es decir, abre una puerta de salida del circuito de la alienación y el
1
Una versión preliminar del presente artículo fue publicada en el Nº 346 de la revista Actualidad Psicológica, Buenos
Aires, octubre de 2006.
2
Artículo con el que bien podría decirse que tropecé mientras paseaba por la Web en busca de los datos de publicación
del texto de Francesc Tosquelles Llauradó, del que sólo conservaba fotocopiados algunos capítulos en los que no
figuraba el año ni la editorial, y nunca más se reeditó en Buenos Aires. El libro de referencia es Tosquelles, F.; El
maternaje terapéutico con los deficientes mentales profundos, Barcelona, NOVA, 1973. Segunda parte, capítulo VI.
3
Rodulfo, R.; El concepto de pasear en psicoanálisis, inédito, http://www.fecp.org.ar/sitio/documentosd.php.
encierro institucional o domiciliario, al tener que decidir él mismo adonde quiere ir: «...El paseo,
desde luego —señala F. Tosquelles—, forma parte más del mundo de los deseos que del mundo de
los deberes. Se espera en el paseo una «liberación» de los deseos; o en todo caso una mayor
libertad...». En sus diversos grados, el salir de paseo es una actividad que puede realizarse con
pacientes de todas las edades. No obstante, deben considerarse, en cada caso, las características y la
función de esta actividad. La posibilidad de realizar paseos con pacientes graves internados en
instituciones psiquiátricas o en forma domiciliaria, así como con niños autistas, psicóticos o débiles
mentales profundos, abren frente a nosotros un área de trabajo particularmente rica e interesante,
presentándonos al mismo tiempo algunos desafíos que deberemos enfrentar y resolver, en el amplio
campo que representa la temática general que nos ocupa.
¿Acaso su única utilidad es la de permitir descansar al personal de la institución o a la familia; o la
de cambiar de ambiente? Por supuesto que no. Desde una posición de cierta ingenuidad podríamos
pensar, en primera instancia, que los paseos se inscriben simplemente en el orden del mero
esparcimiento. Es posible situarlos entre esas cosas que parecen a priori no servir para nada, o entre
las que se conciben como una mera gratificación, una recompensa, una diversión con la que se
premia a alguien, o con la que alguien se premia a si mismo. Sin embargo, hay que señalar que el
efecto de alivio que se produce a través del paseo justifica de por sí su pertinencia: efectivamente,
los paseos suelen apaciguar ciertas ansiedades que con frecuencia se producen, sobre todo, en el
ámbito institucional, teniendo en cuenta ese viejo aforismo que dice que las instituciones hacen
síntoma de aquello de lo que se ocupan, y esto suele generar situaciones desagradables en las que el
sujeto queda habitualmente inmerso. En muchos de esos casos, el paseo posibilita una considerable
disminución de las tensiones generadas por tales situaciones, es decir, suscita una distensión. Sobre
ello, F. Tosquelles señala que: «...El paseo se abre como una posibilidad, al menos, de salir, aún
cuando sea provisionalmente, de una situación psicológica difícil, es decir de una situación en la
cual las relaciones interhumanas constituyen un problema, o no evolucionan, una situación de
encierro...» en donde esos sujetos se encuentran «...en cierto modo sometidos a condiciones
materiales interhumanas que hacen ley —la clase, la casa, la celda de la prisión, la fábrica, la
clínica psiquiátrica, el hospital de día, etc.— De momento se va a respirar un aire nuevo, a corazón
abierto. Uno se va a pasear fuera, fuera de la situación que casi se volvía asfixiante...». Debemos
advertir, sin embargo, que uno de los riesgos importantes que enfrentamos en relación con esta
actividad es el de estigmatizarla como un intento de fuga hacia adelante, una postergación, allí
donde hay algún desborde que no se está pudiendo tramitar en el espacio adecuado.
Esto nos pone frente a la pregunta de cuál es el concepto de paseo con que nos manejaremos ante
situaciones como las descriptas; es decir ¿pensaremos la actividad como un mero remedio
prescripto como válvula de seguridad o de escape? Tosquelles nos advierte al respecto que el paseo
podría constituirse en «...la evasión de una tensión irresistible...». Pensamos que este modo de
abordar la actividad no es el más conveniente, pues suele ocurrir que en muchos casos esa tensión
irresistible o insoportable sale a pasear junto con el sujeto y el acompañante, con todos los riesgos y
complicaciones que ello implica. En todo caso, será tarea de los profesionales a cargo —incluidos
los acompañantes terapéuticos— evaluar las ventajas y desventajas de una salida en estas
condiciones y tratar de elaborar tal situación en la instancia clínica correspondiente, como paso
previo a toda salida. El objetivo y las características del paseo tienen que poder justificarse por la
realidad de lo que cada sujeto está atravesando en el marco de su tratamiento, tanto como en la
coyuntura histórico-vivencial en que se halla inmerso. La realidad a la que nos referimos, conviene
aclarar, es estrictamente la realidad psíquica, por lo que resulta muy pertinente la conexión que
establece R. Rodulfo entre el pasear —en tanto categoría conceptual que implica la existencia de un
afuera— y la instancia decisiva del fort-da freudiano: «…antes del fort-da no hay derecho,
hablando con propiedad, a designar una cosa tal como paseo, o una praxis como pasear» 4 . Pero
¿cómo se produce, como se «eyecta» ese afuera?
Empezamos a vislumbrar que en ningún caso —al menos en lo que respecta a su dimensión
clínica— el paseo debe ser considerado como una simple diversión o pasatiempo. Si se decide ir al
cine, por ejemplo, el interés de la actividad no se reduce tan solo al hecho de que el sujeto y el
acompañante vayan a ver una película, sino que es posible abrir allí una interesante perspectiva para
que ese espacio pueda capitalizarse en su mayor potencialidad, propiciándose que sea el mismo
sujeto quien elija el film, por supuesto teniendo en cuenta sus características, las indicaciones del
equipo respecto de qué tipo de películas conviene o no que vea en ese momento, y los posible
efectos —a trabajar a posteriori con él— que pueda tener durante su proyección y al término de la
misma. Descubrimos muchas veces con sorpresa que toman relevancia para el sujeto ciertos
elementos por nosotros inesperados, escenas del filme que para el acompañante pasaron por
completo inadvertidas se revelan para él cargadas de significación, en tanto que otras que se temía
pudieran causarle un fuerte impacto, resultan inocuas. El trabajo de reelaboración del material que a
partir de allí se produce —muchas veces en el tono de una conversación «entre amigos»— cobra
entonces un altísimo valor, en todo comparable al que puede adquirir el procesamiento del material
onírico. De la misma manera, si se asiste a cualquier otro tipo de espectáculo artístico o deportivo,
lo que sucede en ese escenario lúdico o ficcional suele ofrecer al sujeto metáforas de aquello que
para él resulta imposible de expresar, abriéndose entonces una vía de acceso privilegiada a las
constelaciones más oscuras de su subjetividad.
Como podemos observar, la elección del lugar al cual concurrir plantea la puesta en juego de ciertas
cuestiones que es recomendable considerar, pues son parte esencial de la tarea. Nos parece
importante, entonces, no situar el pasear bajo el aspecto de una huida del tedio o del encierro, ni
tampoco bajo un aspecto rutinario desconectado por completo, o casi, de la orientación de la cura,
sino que, por el contrario, se debe apuntar como un eje central en su planificación a «...que
colaboremos con el sujeto en sus ensayos para obtener que su deseo se articule (...) vivificando y
personalizando su trabajo de elaboración...» (Tosquelles, 1973). Según señaláramos al comienzo,
en los paseos es posible abordar ciertas cuestiones relativas al deseo del sujeto, apuntando a lo que
podríamos llamar: el encuentro con aquellos objetos que por el acto de pasear se descubren, lo que
nos conduce a la posibilidad de llevar adelante un trabajo de elaboración que sin dudas implica en él
al sujeto deseante, diferenciando el pasear —como observa Rodulfo— de esos «recorridos
aparentes sin verdadera dimensión de afuera» 5 . La dificultad que con frecuencia se presenta aquí
gira en torno de la pregunta acerca de cuáles son los límites de las intervenciones del acompañante,
ante el riesgo de deslizarse hacia un lugar que lo excede. Pregunta que, aún a la luz de lo que ya
hemos desarrollado en su derredor, conviene siempre dejar abierta…
Otro aspecto importante, que no se debe dejar de examinar, son las derivaciones que este tipo de
actividad puede producir en el aspecto psicomotriz, especialmente en el trabajo con niños con
diferentes patologías y pacientes de la tercera edad, a quienes los efectos secundarios de la
medicación suelen producirles diversos síntomas físicos, tales como rigidización, enlentecimiento,
mareos… Cabe decir, no obstante, que las precauciones y cuidados a tener en cuenta previo a la
realización de esta actividad deben hacerse extensivos en general a toda población de pacientes.
Entre esos preparativos, deberá considerarse especialmente la previsión de accidentes e incidentes
que todo emprendimiento de ésta índole puede deparar —que pueden ser en ocasiones más o menos
graves—, desde una caída y/o un golpe de mayor o menor importancia, hasta la aparición de
molestias musculares producidas por una sobre exigencia en la actividad: «Podemos decir —señala
Tosquelles— que todo paseo implica una ejercitación, una práctica del dominio corporal»,
dominio que no se puede dar por sobreentendido. En el caso de los niños, en particular, conviene
llevar, según el autor, «...un poco de «polvos de la madre Celestina» que protegen al niño de sus
4
5
Rodulfo, R.; obra citada.
Rodulfo, R.; obra citada.
propias emociones sádico-masoquistas y sus tendencias autodestructivas. Un poco de algodón, una
cruz de esparadrapo, son para él un signo de triunfo sobre su propio cuerpo...» (Tosquelles, 1973).
No se trata, en el caso de los niños con trastornos graves, los llamados débiles mentales o con
síndrome de Dawn, de pretender enseñarles a no caerse —lo que los haría más temerosos y
aumentaría su inseguridad y sentimiento de impotencia—, sino que por el contrario, conviene más
bien prepararlos, dentro de lo posible, para que puedan caerse sin hacerse daño, o recibiendo el
menor daño posible. Esto se obtiene con la práctica de los ejercicios adecuados, cuya supervisión
estará a cargo, en los casos que sea necesario, de un psicomotricista, cuya labor específica puede
realizarse dentro o fuera de la institución, a veces incluso formando parte del equipo profesional que
participa del paseo; lo que nos conduce nuevamente al trabajo en equipo y al concepto de
interdisciplina, oportunamente desarrollado. Asimismo, es importante que los acompañantes estén
atentos a la observación de las insuficiencias psicomotrices que puedan revelarse en el transcurso de
la actividad —especialmente, cuando no participa de la misma ningún especialista—, tanto como de
otras insuficiencias relativas a la ubicación temporo-espacial, o cualquier otro tipo de dificultad que
sea necesario posteriormente evaluar en su significación clínica, como síntoma de alguna afección
neurológica u otro trastorno de orden médico.
Conviene, en función de ello, ir modulando gradualmente tanto la cantidad de tiempo del que se
dispondrá para cada salida, como las distancias que se recorrerán, siendo lo más aconsejable
comenzar con una exploración por las cercanías del lugar de residencia o internación de cada sujeto,
para recién entonces pasar a evaluar, a partir de esas primeras experiencias, la posibilidad de
ampliar el margen de tiempo y el campo de acción. Es preciso entender que no se trata de un
concurso ni un examen, ni una prueba de resistencia para el sujeto ni para el acompañante, teniendo
en cuenta que algunos usuarios, por las características propias de su patología, pueden tener incluso
una gran resistencia física. Las paradas o detenciones no deben ser vividas, por parte de aquellos
pacientes por los que evaluemos la necesidad de detenernos, como un fracaso personal; es necesario
preverlas y articularlas —en tanto estén debidamente planificadas— a otros motivos, además del
cansancio o la discapacidad, como por ejemplo: aquí hay tal o cual lugar interesante por el que vale
la pena detenerse, una plaza, un árbol de características singulares, etc., sin por ello negar la
posibilidad de parar cuando alguien se canse. En lo que hace al descanso, es posible aprovecharlo
para la contemplación, la valoración sensorial o de cualquier otro orden de aquello que atrae la
mirada de quienes participan en la actividad, así no sólo se descansa sino que «este» árbol, «este»
monumento, «este» parque, se convierten para el sujeto en objetos de su atención, elementos con los
que es posible trabajar; es decir: jugar, y a través del juego hacer posible que esos elementos pasen
a ser reconocidos y a constituirse de ese modo en algo así como un puerto seguro donde se puede
abrevar, y desde el cual se puede luego retomar el camino.
Como veremos más adelante en el caso de Juan 6 , ese reconocimiento de lugares y objetos puede
ponerse finalmente al servicio de un objetivo más específico, como por ejemplo generar las
condiciones para el autovalimiento del sujeto en la vía pública. En el caso de este joven, al cabo de
un tiempo de acompañamiento, ese trabajo de reconocimiento hizo posible que comenzara a viajar
solo desde su casa hacia la institución a la que concurría, inaugurándose así para él, a los 20 años de
edad, una «capacidad» hasta ese momento no desplegada. Capacidades que suelen estar ligadas no
tanto a la resolución de problemas de orden práctico, sino más bien a la tramitación de los fuertes
montos de angustia que estos movimientos subjetivos conllevan, en la medida en que lo que está en
juego se ordena en la lógica de los procesos de alienación y separación del sujeto, en su relación
con el Otro materno 7 . El caso de Paula 8 nos permite ilustrar en detalle esta perspectiva: los paseos
6
Capítulo 8.
«Muchas disfunciones maternas se ponen de manifiesto en la plaza, o en una singular incapacidad para ir a ella y
soportarse allí con el bebé. La plaza es justamente una curiosa suerte de espacio transicional oficializado socialmente
que el chico acepta de buena gana. Pero es también un lugar de exposición para las madres; la que subjetivamente no
puede serlo o terminar de instalarse en serlo no siempre ha de tolerar el “simple” estar ahí. Para esta madre, pasear
7
al parque posibilitaron empezar a configurar para la paciente un espacio liberado del dominio
materno, constituyéndose en la cuña que abrió el camino para que pudiera hacerse oír su negativa a
continuar concurriendo al Hogarcito 9 , generándose las condiciones para que finalmente, a los 26
años, pudiera incluirse por primera vez en su vida, y de manera muy exitosa, en una clínica de día.
En este contexto, no podemos dejar de tener en cuenta que estas ocasiones resultan propicias para la
emergencia de cierta dimensión de lo subjetivo, que supone la aparición de una espacialidad y una
temporalidad psíquica que, justamente, la situación de pasear permite que se manifiesten. Puede ser
entonces un escenario propicio, por eso mismo, para el acting out y el pasaje al acto, por lo que
todos los cuidados y consideraciones previas son esenciales para que, llegado el momento, se esté
en condiciones de afrontar tales circunstancias del modo más adecuado, minimizando los riesgos a
los que tanto los usuarios como los acompañantes puedan quedar expuestos. Así, resultará
conveniente —en particular, cuando se realizan salidas grupales— contar con la cantidad suficiente
de acompañantes como para que al menos uno de ellos pueda apartarse del grupo con aquél sujeto
que, en determinado momento, requiriera una atención personalizada; y, de ser necesario, regresar
con él a la institución o a su domicilio sin que se deba interrumpir el desarrollo de la actividad por
parte de los demás participantes, con quienes si fuera necesario se abordarán en paralelo las
cuestiones derivadas de tal acontecimiento en la dinámica grupal.
Asimismo, deberá prestarse especial atención en el momento de los preparativos a todas aquellas
variables relativas al traslado de los diversos elementos e insumos que la salida requiere: alimentos,
bebidas, dinero, muda de ropa extra, materiales para desarrollar las actividades lúdicas
programadas, elementos de comunicación —telefonía celular, handy—, mapas o guía de calles y
transporte, etc. El paseo, al decir de Tosquelles, «...debe servir para beneficiarse de las «lecciones
de cosas», aunque sin encadenarse a ellas y siempre en relación con el nivel de los niños…» —o,
en general, de los pacientes con los que trabajamos... En conexión con ello, otro sesgo importante
que puede imprimirse a un paseo —en particular cuando éste se organiza en grupo desde el ámbito
institucional— consiste en aquello que Tosquelles denomina la organización de recogidas o
búsqueda de objetos, que podrán ser considerados tanto como bienes propios, o bien como objetos
de intercambio o de uso en los talleres de la institución, sirviendo para realizar luego con ellos
distintas labores. Se apunta, desde esta perspectiva, a «…despertar el espíritu de conocimiento…»,
es decir, a movilizar en cada sujeto su propia curiosidad, a partir de la inquietud que se genera al
plantearse, simplemente, qué se puede obtener en cada travesía de acuerdo a la estrategia
implementada para cada sujeto, respetando su singularidad aún ante la posibilidad de que la
actividad se realice en forma plural: «...Se parte a la descubierta del mundo. Paseando se descubre
todo. ¿Qué se descubre? Personas y objetos en un fondo de Paisaje...» (Tosquelles, 1973). Hay en
todo paseo cierta expectación de conquista del mundo y de la realidad externa que, cuando es
debidamente orientada, puede constituirse en una substancial fuente de propulsión para el avance de
la cura. Esto es muy importante en el trabajo con pacientes internados —sobre todo si pensamos en
aquellos sujetos recluidos durante años en instituciones neuropsiquiátricas sin salir a la calle—, con
quienes es recomendable, como señaláramos anteriormente, iniciar la actividad efectuando un
es escapar de su niño y de su función respecto a él; imposible, por lo tanto, pasear con él. Para poner un ejemplo
simple, es una cosa que una madre fóbica no puede hacer: en sus brazos el chico no cesa de recibir significantes
posturales, kinésicos, laberínticos, etcétera, con los que construye una matriz de peligro inminente. Pero este ejemplo
nos sirve para algo más, y es para entender que, lejos de constituir una acción contingente, cuya significación se
limitaría a lo epidérmico, pasear penetra en el cuerpo, lo moldea de un modo u otro; dicho conceptualmente, tiene
potencia de metamorfosis (…) Es justamente esta potencia de metamorfosis la que el psicoanálisis puede movilizar,
transformándola en potencial de cura». Rodulfo, R. ; obra citada.
8
Racca, G.; Efectos de un trabajo de Acompañamiento Terapéutico, en AAVV; Publicación del Primer Congreso
Nacional de Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Ediciones Las Tres Lunas, 1995.
9
Espacio cedido por la iglesia de su barrio, cuya dirección era ejercida por los padres de los jóvenes concurrentes,
adolescentes y adultos psicóticos, con Síndrome de Down, trastornos neurológicos graves o diversos niveles de
discapacidad física e intelectual.
reconocimiento previo de los diversos espacios libres que la institución posee, así como de sus áreas
de libre acceso. Cuando el caso así lo requiera, los acompañantes deberán poner especial atención
en la organización de estas salidas de exploración por los alrededores, que en algunas ocasiones será
necesario repetir varias veces para asegurar de este modo la familiarización, incluso la apropiación
por parte del paciente de ese territorio.
En los paseos, en especial en aquellos que están centrados en caminatas, el equipo tratante debe
evaluar cuales son aquellos usuarios que están en condiciones de realizar la actividad, si conviene
efectuarla en forma individual o si es posible llevarla a cabo en grupo. Para ello se requiere tener en
cuenta, además de la condición física y la resistencia, los criterios de agrupabilidad de cada uno de
los sujetos que podrían participar del programa, junto con otros factores tales como sus
características psicopatológicas, la capacidad de integración de esos sujetos entre si, y sus
posibilidades de establecer algún lazo social con el mundo circundante durante la actividad.
Será fundamental, asimismo, evaluar en forma previa las características del lugar que se elige para
realizarla, pues cada ciudad, cada barrio —y cada espacio urbano—, tiene rasgos singulares, tanto
edilicios como ambientales, que influirán y darán forma al paseo al facilitar o no a esos «sujetos
paseantes» la interacción entre si y con el medio que los rodea, en esa singular situación espacio
temporal en la que se hallarán inmersos: es fundamental conocer entonces las condiciones objetivas
del terreno, el de la geografía humana concreta —tomando prestada esta expresión del texto que
examinaremos a continuación. ¿A qué nos referimos con ella? Queremos destacar que no sólo
interesan las características arquitectónicas o topográficas del lugar por dónde se irá a pasear, sino
que deben considerarse también sus rasgos singulares en lo que respecta a las coordenadas
socioculturales que lo caracterizan, atendiendo a su vez las similitudes y diferencias respecto del
hábitat y el grupo social del que cada sujeto proviene. En otras palabras, hasta qué punto ha sido
tenida en cuenta en el diseño de los espacios urbanos la diversidad subjetiva y social que implica la
presencia en el ámbito de la ciudad de aquellos usuarios con quienes los acompañantes trabajan:
«La práctica del acompañamiento terapéutico —señala Analice Palombini— se desenvuelve en un
contexto que habla de la posición del sujeto respecto del mundo, ya sea su cuarto, su casa o su
barrio. La ciudad, por lo tanto, se incluye así como un importante elemento de esa clínica. Puede
pensársela en función de la alteridad del sujeto acompañado, toda vez que, potencialmente, ella
resguarda, en relación a otros espacios habitables, una mayor distancia (real) del cuerpo
materno» 10 . Nuestra sociedad y nuestra cultura, hasta no hace mucho tiempo atrás, no brindaba a
los locos, a los débiles mentales, o a aquellos sujetos con capacidades diferentes —tanto psíquicas
como físicas— demasiada habitabilidad a nivel de la polis; e incluso podemos decir que la ciudad
aún actualmente es más bien expulsiva, ya sea por la vía del encierro como de la discriminación de
esa parte de su población, de estos sujetos considerados enfermos y hasta peligrosos, quienes no
tienen en la mayoría de los casos expectativa alguna de ser incluidos en su trama. Basta recordar al
respecto la figura de la Stultífera Navis invocada por Foucault.
Es tiempo de examinar en profundidad, entonces, ciertas cuestiones que ya fuimos anticipando, y
que resultarán para nosotros de especial interés: nos referimos a la confrontación e inadecuación
entre la espacio-temporalidad urbana —que inaugura la Modernidad y complejizará luego la PostModernidad—, y la dimensión temporo-espacial propiamente subjetiva, con las particularidades
que ella presenta tanto en las psicosis como en las demás expresiones de la alienación. Vale la pena
remitirnos para ello al exhaustivo estudio realizado por Analice Palombini sobre estos temas, a
propósito de la experiencia por ella coordinada en el ámbito del sistema público de Salud Mental de
la ciudad de Porto Alegre, Brasil, desde 1996 11 .
Espacio-temporalidad de lo urbano.
10
11
Palombini, A. y otros; Acompanhamento Terapêutico na Rede Pública, Porto Alegre, UFRGS, 2004.
Palombini, A. y otros; Obra citada.
En primer lugar, señala esta autora que la discriminación entre un orden social y otro subjetivo de
las experiencias espacio temporales está más bien ligada al advenimiento de la modernidad: la
dimensión de la subjetividad que emerge en ese momento histórico supone una temporalidad
interna y un espacio psíquico cuya peculiaridad conviene examinar. Entre los rasgos destacados
como distintivos de las sociedades modernas por Joel Birman 12 —uno de los autores citados en su
recorrido—, cobra especial relieve la diferenciación del espacio social entre un dominio público y
un dominio privado, que tiene como correlato la instalación de una profunda disparidad entre el
individuo y la sociedad de la que forma parte, derivada esencialmente de la transformación de los
procesos sociales de producción. La actividad laboral del hombre y lo que a partir de ella se
produce, en otros tiempos regulados por las necesidades personales o familiares de cada sujeto, se
torna ahora en algo mucho más ajeno a los requerimientos de su propia existencia. A modo de
ilustración, basta remitirnos a cualquier sector de una planta industrial, en donde se fabrican piezas
de maquinarias respecto de las cuales, por lo general, cada operario apenas sabe cómo encajan en el
conjunto, cuál será su lugar de destino, y mucho menos quién o quienes serán sus dueños y
disfrutarán de ellas. Se producen bienes, objetos y artefactos que pasan a ser signo social de un
pretendido bienestar respecto de los cuales, sin embargo, una porción importante de los sujetos que
participan en su cadena de producción quedan por completo alejados de toda posibilidad de acceder
a ellos.
No es difícil advertir la fuerte incidencia que esto tiene, a su vez, en la configuración moderna de la
tempo-espacialidad: «El tiempo pierde su dimensión cíclica —otrora ligada a los ciclos de la
naturaleza—, pasando a presentarse de manera lineal en una escala cuantificable subordinada a
los procesos sociales de producción. También el espacio sufre una transformación, estableciéndose
a menudo una distinción entre el lugar de trabajo y el de residencia» (Palombini, 2004). En ciertos
aspectos, es saludable que sea así, puesto que la indiscriminación de tales espacios y tiempos tiene
también sus consecuencias, y se ubica entre uno de los factores más frecuentes en la causación de
stress. En los casos más extremos, esa indiscriminación llega a tomar la forma de la semiesclavitud, como la que se observa en algunos sectores de la actividad agraria, o en los talleres de
costura que —en medio de la ciudad— emplean inmigrantes indocumentados sometiéndolos
muchas veces a interminables jornadas de trabajo que apenas contemplan algunas horas de sueño en
el sótano de la misma factoría. Del otro lado de la escala social, la leyenda del Blackberry: según
dice la historia, la razón por la cual una de las más modernas líneas de telefonía móvil lleva ese
nombre, es porque «…en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, a los esclavos nuevos se
les ataba una bola negra de hierro muy irregular y cacariza, con una cadena y un grillete al pie,
para que no escaparan corriendo de los campos de algodón. Los Amos, para usar un eufemismo, le
llamaban Blackberry porque se asemejaba a dicha fruta. Ese era el símbolo antiguo esclavitud que
decía que un hombre que estaría forzado a dejar su vida hasta perecer sin poder escapar en esos
campos de siembra. En los tiempos modernos, a los nuevos empleados no se les puede amarrar una
bola de hierro para que no escapen, en cambio, se les da un Blackberry y quedan
inalámbricamente atados con ese grillete, que al igual que los esclavos, no pueden dejar de lado y
que los tiene encadenados al trabajo todo el tiempo. Es el símbolo moderno de la esclavitud. No
hay manera de decir que un mensaje no te llegó o que no escuchaste la llamada, porque este
teléfono chismoso te avisa si llamaron y no contestaste, si tienes mensajes por leer, si los leíste y si
los demás abrieron tus correos, te marca citas, horarios, te despierta, se apaga solo, se prende
solo, y te permite estar idiotizado horas en la internet, mientras tu esposa, esposo, novia o novio y
tus hijos y familia te reclaman porque no les pones atención. Y ahí los ves, modernos ejecutivos que
se sienten muy importantes porque el jefe les dio su Blackberry para que no escapen de los campos
de trabajo» 13 . El espacio y el tiempo, así, pasan a ser parte del pleno dominio del Otro, erigido en el
12
Birman, J.; Mal-estar na atualidade: a psicanálise e as novas formas de subjetivação, Rio de Janeiro, Civilização
Brasileira, 1999.
13
Historia anónima de masiva circulación en las redes sociales de Internet en los últimos años.
lugar del Amo. Aún incluso cuando el trabajo se hace en casa, los efectos no son menos
problemáticos, quedando buena parte de la intimidad del sujeto y su familia, con frecuencia,
desalojados en su propio hogar. «El sujeto —señala Palombini—, cuya expresión se encuentra
circunscrita al espacio de su privacidad, se torna presa de los montajes cuantificantes de lo
social…» (Palombini, 2004), quedando así impedido de disponer libremente no sólo de su espacio
sino también de su tiempo, incluso de su cuerpo.
Como podemos advertir, al analizar la relación del hombre con su espacio vivencial nos fuimos
aproximando a aquello que constituye un eje central en el devenir de la estructuración subjetiva: la
tensión inherente al vínculo entre Yo y el Otro —sobre lo cual contamos por cierto con abundante
material bibliográfico dentro de la literatura psicoanalítica. Entre esas coordenadas discurre la
conexión propuesta por Fiedrich Bollnow 14 en otro de los textos que la autora toma como
referencia; conexión por cierto justificada si consideramos que, desde los momentos más tempranos
de su experimentación del mundo, conquistar un espacio propio implica para el sujeto medir fuerzas
con los demás: «Es en ese juego de fuerzas —continúa A. Palombini— que se dimensionan los
espacios diferenciados de unos y otros». Podemos inferir que en los sujetos cuyo tratamiento
requiere la intervención de acompañantes terapéuticos, algo ha funcionado mal en sus intentos para
resolver las vicisitudes de esa confrontación, en ese movimiento de alienación y separación. Pero…
¿cómo evaluar los procesos a través de los cuales será posible favorecer la apropiación, por parte
del sujeto, tanto de su temporalidad como de su territorio, en una subjetivación del espacio y del
tiempo que implique, para él, el ejercicio de su dominio?
Para ello resultará de gran utilidad dedicar especial atención, desde el inicio el acompañamiento, a
los distintos escenarios por los que transita el sujeto, a la manera en que el investigador examina la
escena del crimen, a la pesca de esos elementos que allí desentonan. Como señala Zizek, «se trata
de un detalle que en sí puede ser totalmente trivial (…), pero que, por su posición estructural,
destruye la imagen de la homogeneidad del todo del que forma parte y desencadena un verdadero
extrañamiento: es como si en una imagen bien conocida hubiera un detallecito desplazado, y por lo
tanto la imagen entera se volviera enigmática y extraña» 15 . De este modo, se apunta a desarticular
la unidad imaginaria de la escena, poniéndose al desnudo su carácter de montaje. Cuando de lo que
se trata es de reconstruir, de historizar, de inteligir los procesos que precipitaron al sujeto en el
montaje de su propia alienación, una de las principales fuentes de datos significativos a observar es
su casa, su lugar de residencia, es decir, los rasgos singulares de su hogar, de su propia morada,
siendo posible considerar tal modo de vinculación, además, como metáfora de la que establece con
su propio cuerpo. Si concebimos al cuerpo «…como la entidad —al mismo tiempo exterior e
interior— con la cual el sujeto se encontraría parcialmente identificado e indisolublemente
vinculado…», podemos asimismo entender su casa como aquello que se erige en el punto de
referencia central que lo liga con el entorno al cual están vinculadas sus distintas circunstancias
espaciales (Palombini, 2004).
A partir de esta observación, cobra particular interés el valor referencial de algunos de sus
elementos. En sintonía con esta interpretación, F. Bollnow observa: «…El mundo está allí afuera en
toda su vastedad con sus puntos cardinales y regiones, con sus caminos y autopistas. En ese
sentido, como vías comunicantes, la puerta representaría la libertad para abrirse y cerrarse con
seguridad, y las ventanas, posibilitando la entrada de luz, serían como ojos abiertos para el
exterior…». Al mismo tiempo, el hecho de poder cerrarlas hace que esas puertas y ventanas —en el
caso de estas últimas, mediante sus correspondientes cortinas o persianas— funcionen como
párpados, es decir, protegiendo al sujeto de aquellos estímulos externos que le resultan
amenazantes o excesivos. Dentro de la casa, su cuarto —si es que lo tiene— y en particular su
cama, pasan a ser en contrapartida el lugar de máxima protección e intimidad, constituyéndose así
en el punto de inicio cotidiano de su actividad vital. El dormir, al que ella se destina, es según este
14
15
Bollnow, F.; Tiempo y espacio, Barcelona, Labor, 1969.
Zizek, S.; «Los buscadores de huellas», en Revista Página 30, Año IX Nº 116, Buenos Aires, marzo de 2000.
autor como «…un dejarse caer en un espacio sin determinación. Al dormir y al despertar,
perdemos y volvemos a ganar conciencia del espacio vivencial». Siguiendo esta configuración
propuesta por Bollnow, la mesa, por su parte, suele ser el lugar de encuentro de cada familia,
habitualmente en el horario de las comidas: «La atomización de las relaciones familiares es lo que
llevaría a la búsqueda de un centro correspondiente para cada individuo, en el que se encontrasen
vinculados todos los caminos interiores y exteriores de la casa». Toda la vida humana —concluye
la autora en su comentario sobre el texto de Bollnow— es un ir y venir: «de casa al trabajo, de la
patria al extranjero, del sueño a la vigilia; cargando energía para sustentarse y prevalecer»
(Palombini, 2004). Se espera entonces que ese lugar en el que el sujeto reside, le brinde la cuota
suficiente de protección y seguridad que le posibilite, al menos por momentos, dejar de estar en
guardia ante la inquietante inminencia de las amenazas del mundo exterior, quedando éste marcado
como el reservorio de los peligros. Sin embargo, sabemos que las cosas no siempre se ordenan así:
la casa —como todo lo que se inscribe en el círculo de lo heimlich, de lo familiar— puede de pronto
devenir unheimlich 16 . Podemos citar como testimonio de ello el hecho de que en determinados
momentos, la permanencia de un sujeto en su hogar pasa a resultar imposible: su entorno familiar
puede tornarse para él en la principal fuente de angustia, y entonces el recurso de la internación en
un dispositivo institucional pasa a cobrar el valor de ese refugio que su propia casa le ha dejado de
brindar. Por otra parte, conviene tener presente que el hecho de que el mundo exterior quede
signado para el sujeto como el reservorio de las amenazas y peligros, opera al servicio de aquellas
fuerzas anímicas que lo condenan a permanecer alienado en una situación de extrema dependencia,
al tiempo que lo fijan al lugar de objeto, de instrumento del goce del Otro. Enseguida volveremos
sobre ello.
Previamente, y retomando el recorrido planteado en su texto por A. Palombini, resulta oportuno
recordar que Freud, en la conferencia sobre el simbolismo de los sueños (1916-1917), avanza sobre
esa tradicional comparación entre la casa y el yo «…invistiéndola —dice la autora— de una
connotación propia del orden sexual: las paredes lisas simbolizan hombres, y las paredes rugosas
mujeres; las ventanas y puertas representan los orificios del cuerpo; el acto de subir o descender
escaleras se asocia al acto sexual...». En esta misma perspectiva, el interior de la casa —y sus
aposentos— sería una representación del útero materno, «…lo que nos permite aproximar la
interpretación de Freud a la lectura que hace Bollnow respecto de la casa como espacio de
protección. No obstante, es precisamente esa perspectiva de la casa como espacio identificatorio,
de representación del yo —como expresión de una representación simbólica de una fantasmagoría
personal—, la que se encuentra en el centro de las críticas que L. A. Baptista (2003) dirige a los
abordajes que en campo de la Salud Mental, invisten de sacralidad el lugar de morada. Para este
autor, la casa, así como la ciudad, es, potencialmente, no un espacio de confirmación de la
identidad, sino un campo de experimentación de vida, de encuentros, de sociabilidades...»
(Palombini, 2004). Es, por lo tanto, un espacio «polisémico, mutante y multifacetado», esto quiere
decir que su significación, su valor en el universo de representaciones del sujeto, puede en
determinado momento cambiar de signo: lo ominoso, lo siniestro, ha sido descrito justamente por
Freud como el encuentro con algo familiar (heimlich) que se ha tornado repentinamente extraño,
amenazante, terrorífico (unheimlich). En este sentido, también la casa —retomando lo señalado
algunas líneas atrás— puede de pronto convertirse en el peor de los infiernos, siendo a menudo ese
mismo lugar que debiera ser para el sujeto su refugio, el escenario en el que súbitamente se
despliegan sus más feroces fantasías de fragmentación y aniquilamiento. En todo caso, más allá de
que ellas aparezcan jugadas dentro o fuera de la casa, es la consistencia misma de esas fantasías en
que el sujeto se halla apresado lo que será preciso captar, como condición necesaria para que en
algún momento —y en la medida en que el tratamiento permita desactivarlas — pueda él transitar
16
Freud, S.; Lo ominoso (1920).
de un modo mínimamente soportable tanto por su casa, como por el barrio, la ciudad, y los demás
lugares del mundo.
Avanzando en nuestro recorrido, tomaremos aquí como referencia otro de los autores citados por
Palombini a propósito de su examinación del espacio urbano. Se trata de R. Sennett, quien partiendo
en su obra Carne y Piedra (1997) del estudio de la polis griega hasta la actual configuración de las
megatrópolis modernas, nos muestra cómo su arquitectura y la planificación de los espacios
públicos sobredeterminan «…una forma específica de apropiación del cuerpo, culminando en el
individualismo y la pasividad característicos de la contemporaneidad» (Palombini, 2004).
Sintonizando así, a su vez, con las observaciones de M. Berman 17 , para quien la fragmentación y la
discontinuidad emergentes de la cultura contemporánea —a contramano de la pretendida
globalización— trazan los rasgos peculiares de la crisis de la modernidad. Como efecto de ello,
vemos los cuerpos de cada individuo circular por la ciudad cada vez más disociados de los lugares
por los que transitan, así como de las otras personas con las que coinciden eventualmente en su
tránsito por esos espacios, «desvalorizándolos en esa locomoción y perdiendo la noción de destino
compartido...» (Sennett 1997). El automóvil, en tanto medio de transporte individual, representa de
manera acabada la marca de la velocidad que la revolución urbana imprime a la locomoción; en la
paradoja de que, si bien parece propiciarse así una mejor movilidad de los cuerpos, se trata sin
embargo de un movimiento peculiar, cuyos rasgos salientes son la dispersión y la pasividad.
Lo que resalta este autor es la apatía que se produce en los sentidos como efecto mismo de ese
«vacío flujo de la vida, el individualismo y la velocidad...», con el consecuente amortecimiento de
los cuerpos y dispersión de vínculos. Los avances tecnológicos, por otra parte, posibilitan disfrutar
en soledad y en silencio de toda una vasta gama de experiencias de placer, muchas de ellas en una
pasividad de cuerpos inertes que apenas indirectamente se va a asociar a esa velocidad: el confort,
la comodidad y el reposo emergen en el siglo XIX como necesidades derivadas de la
sobreexigencia del contexto industrial urbano, cuya función es propiciar una recuperación de las
fuerzas escurridas en largas y extenuantes jornadas de trabajo. Al servicio, en última instancia, de
optimizar la productividad. Basta mencionar algunos ejemplos para ilustrar lo que Sennett intenta
transmitir, comenzando por su referencia al proceso de transformación que, apuntando al bienestar
individual, fue teniendo lugar en los medios de transporte público, con sus correspondientes efectos
sobre las relaciones sociales. Apoyándose en este autor, comenta A. Palombini que «…los primeros
vagones ferroviarios europeos, a semejanza de los coches tirados por caballos, mantenían, en cada
cabina, de seis a ocho pasajeros sentados frente a frente unos con otros. El silencio de las nuevas
máquinas, a diferencia del bullicioso movimiento de los carruajes, tornaba embarazosa esa
convivencia forzada durante el viaje; al mismo tiempo, el mismo confort del tren permitía a cada
uno sumergirse en la lectura…» u otras actividades introspectivas. El silencio pasa a funcionar allí
como «garantía de privacidad», tal como sucede en la calle entre los transeúntes: «La expectativa
de abordaje entre los paseantes da lugar al ejercicio del derecho de no ser interpelado por un
extraño, interpelación que puede ser considerada como una violación de ese derecho» (Palombini,
2004). El uso de auriculares, por su parte, eleva una consistente muralla sonora entre el individuo y
su entorno, favoreciendo esa escisión.
Podemos observar un similar cambio de paisaje en los bares y demás espacios públicos, otrora
destinados al encuentro e intercambio, incluso entre personas desconocidas y de diferente
extracción social: «Conversando —señala Sennett—, se sabía sobre las condiciones de la ruta, de
los últimos hechos ocurridos en la ciudad...», y también fuera de ella; circulando así un importante
caudal de noticias de fuente primaria de las que, de otro modo, el sujeto quedaba sustraído. Desde
hace algunas décadas, un nuevo elemento viene a profundizar esta tendencia: la televisión
encendida en forma permanente en muchos de estos establecimientos —bares, estaciones de
ómnibus y trenes, salas de espera de hospitales y consultorios médicos, etc.—, con los canales de
17
Berman, M.; Tudo que é sólido desmancha no ar. A aventura da modernidade, San Pablo, Cía das Letras, 1986.
noticias actualizando la información minuto a minuto, vuelve innecesaria esa interlocución. Cada
telespectador recibe, de un pantallazo, desbordantes cantidades de imágenes y testimonios sobre lo
que sucede en el mundo, aún en lejanos lugares por los que jamás transitará. Nos ahorraremos aquí
el comentario sobre la naturaleza y las peculiaridades de dicha información, a menudo tan
contradictoria e inasimilable.
Tal como advierte Palombini, los avances tecnológicos también produjeron modificaciones
profundas en el diseño y concepción de la arquitectura urbana, con sus consecuentes efectos sobre
las condiciones de vida de los usuarios, tornándose las mismas cada vez más independientes
respecto del medio exterior: «Es así que los sistemas de calefacción y refrigeración —cada vez más
sofisticados— posibilitan regular la temperatura ambiente sobre las más diversas condiciones
climáticas». Asimismo, la utilización de la luz eléctrica «…prolonga las posibilidades de uso de los
espacios interiores, prescindiéndose de la iluminación natural que, a través de las aberturas de las
casas, caracterizaba el tránsito entre el interior y el exterior. Finalmente, la invención del
ascensor, que desliga al cuerpo del esfuerzo motor de locomoción vertical (…) intensifica la
experiencia de desenraizamiento de los cuerpos con respecto al espacio abierto de la ciudad,
tornando posibles los deslizamientos de un lugar a otro sin ningún contacto físico con el mundo
exterior. Del elevador al garaje subterráneo, de allí a la autopista, y nuevamente del garaje al
elevador, la circulación por el espacio urbano, lejos de llevar al sujeto al encuentro con la
diversidad, lo lanza hacia la cómoda monotonía del individualismo» (Palombini, 2004). El flujo
ininterrumpido de vehículos en las autopistas estigmatiza así la movilidad propia de la vida en las
grandes ciudades —los vidrios polarizados, los sofisticados equipos de audio y de aire
acondicionado garantizan un continuum de intimidad y confort—, en la paradoja de que esa misma
velocidad tiene sin embargo como correlato una marcada pasividad de la existencia corporal, a lo
que se suma además un decreciente contacto con el semejante, en una deliberada exigüidad de
gestos y percepciones que suele terminar empujando al sujeto al aislamiento y la inmovilidad.
Habida cuenta del escenario sociocultural que acabamos de representar a partir de algunos de los
rasgos distintivos de nuestra época, se hace evidente que tales condiciones de existencia constituyen
un formidable caldo de cultivo para la ansiedad, la angustia, y los demás condimentos requeridos
para la desestabilización afectiva de un sujeto; y, a partir de ello, la emergencia de las diversas
constelaciones de síntomas y su posterior configuración —siempre forzada— en ese puñado de
cuadros clínicos tan bien caracterizados por la psicofarmacología de las últimas décadas: ataques de
pánico, trastornos bipolares, TOC, ADD, y no mucho más. Categorías que, como ya ha sido
destacado por otros autores, pasaron a ser definidas en función del medicamento al que responden,
es decir, a partir de presentar o no aquellos síntomas específicos que ese determinado fármaco
promete hacer remitir. A ellas se suman las patologías del consumo, los trastornos graves en la
infancia y, por otra parte, toda la constelación de las afecciones neurológicas.
Se destaca allí el lugar paradigmático de la locura. Situada por Pelbart —otro de los autores
introducidos por A. Palombini como referencia— como un acontecer psíquico del orden del
descarnamiento y la atemporalidad, continúa manteniendo vigente su valor de enigma. El loco, el
psicótico, «…preso en un momento de suspensión anterior a la propia temporalidad en que, en un
estado de inacabamiento, todavía no está configurada una imagen corporal (…) transita por una
existencia sin inicio ni fin» (Palombini, 2004). Sin embargo, desde el análisis propuesto por Freud a
propósito del escrito de Daniel Paul Schreber (Freud, 1910), la indagación psicoanalítica de
pacientes psicóticos ha permitido captar que, lejos de la atemporalidad señalada por Pelbart, nos
encontramos allí, en cada caso, con una dimensión singular de la temporalidad, propia de cada
sujeto, cuyos ritmos, marchas y contramarchas, estarán signados por otras coordenadas que las del
uso horario o el calendario por el que habitual y neuróticamente solemos regirnos. «En efecto, es
notable la diferencia entre el flujo del tiempo «real» de la ciudad y el tiempo —no menos real,
podríamos agregar— experimentado por el psicótico» 18 . Los diferentes estadios de la psicosis, por
otra parte, se caracterizan por presentar cada uno de ellos una temporalidad propia: aquella que
domina el momento del desencadenamiento de la crisis, no es la misma que la del trabajo del delirio
o la posterior estabilización. En cada uno de esos momentos, sin embargo, lo que se revela a cielo
abierto es esa otra tempo-espacialidad, propia de lo inconciente, y no asimilable a los aprioris
kantianos. Coincidimos con ambos autores en que resulta esencial que tengamos en nuestras
intervenciones especial consideración por esa temporalidad diferenciada: «…de forma que la
lentitud —en que pueda producirse algún avance en el tratamiento— no se transforme
necesariamente en impotencia —ni del sujeto, ni del acompañante—, y que los gestos, los
movimientos, no cobren sentido sólo por su conclusión —a partir de la imposición superyoica de
objetivos— (…) Sería preciso para eso liberar al tiempo del control al que la tecnología lo somete
(…) dejar al tiempo irrumpir y con él la posibilidad de que algo surja, un proyecto, el momento de
decidir y de hacer» (Palombini, 2004).
No obstante, es necesario agregar aquí algo más, no siendo suficiente para orientar nuestras
intervenciones la mera tolerancia de esa diferencia: es preciso interpretarla, inteligir cuál es la
lógica singular en la que ese «desacompasamiento» de un sujeto se sostiene. Porque aún un ritmo
en apariencia desacompasado —desde el punto de vista de un observador externo— responde sin
embargo a su propia partitura o, para más precisión, a su propia métrica. La cual, por supuesto, es
asimismo desconocida tanto para el sujeto que la padece, como para el equipo tratante. Estas
modalidades de intervención —como luego veremos más detenidamente— podríamos relacionarlas
además con lo que Pommier denomina «ganar un tiempo», ese tiempo de espera necesario para dar
lugar a la emergencia de un pronunciamiento por parte del sujeto: «Subjetivar ese tiempo de la
transferencia en la transferencia misma es, en acto, el tiempo subjetivo que permite vivir al sujeto
(…) porque la base de la transferencia está en esta cuestión de crear un tiempo subjetivo»
(Pommier, 1997). ¿Cómo captar aquello que marca los ritmos singulares de la existencia del sujeto?
Será necesario historizar esa temporalidad, ir situando, en la medida en que ella se despliegue,
aquellos acontecimientos de su historia a la que esa alocada secuencia se remite, qué es lo que allí
actualiza ese aparente desorden. Y, fundamentalmente, en el campo específico de las psicosis, cómo
poner en juego esas diversas cuestiones a fin de optimizar la eficacia clínica de nuestras
intervenciones 19 .
El valor clínico del paseo, en la búsqueda de una subjetivación del espacio y el tiempo.
A partir del recorrido que acabamos de realizar, podemos establecer —al menos en una primera
aproximación— el valor conceptual que va a cobrar el acompañamiento terapéutico, en esta
modalidad particular que configuran los paseos, al tiempo que podemos inferir a dónde pueden
apuntar en ese contexto las intervenciones del acompañante. Si, como sostiene Palombini, «…la
sensibilidad moderna se estructura “entre” la fascinación y el miedo, la preposición “entre” crea
un medio, define un campo tridimensional para el sujeto, en el cual la conjunción «...y...» permite
la inclusión de estos dos aspectos polarizadores. Junto con el acompañante, el sujeto va a recorrer
el “…entre...” (…) El acompañante terapéutico va a dar lugar a esas conjunciones o
preposiciones». Sólo a partir de las cuales se torna posible propiciar algún registro de esas
diferencias y elaborarlas simbólicamente, posibilitando de este modo que el sujeto tome posición,
ahí donde las va vivenciando —y nombrando— junto al acompañante. Sólo así, puede acceder en
determinado momento a su apropiación. El espacio y la temporalidad misma del acompañamiento
se constituyen de ese modo en lo «transicional», en la medida en que se propone como puente,
como enlace, como conectivo interrogante en el «entre» de esa disrupción tempo-espacial en
hallamos al sujeto respecto de su entorno: «Él mismo, el acompañante —concluye la autora—,
produce, de entrada, ese puente, hasta que el sujeto esté en condiciones de construirlo por sus
18
19
Palombini, A. y otros; Obra citada.
La problemática de las psicosis y las consideraciones específicas sobre su tratamiento será retomado en el capítulo 10.
propios medios. Conocer la ciudad, caminar por sus calles, explorarla y dejarse tocar por ella, es
sin dudas una experiencia que apuntará a fundar un lugar —más habitable— para el sujeto» 20 ,
propiciando la conjugación de su tiempo y su espacio con los del Otro. Como señala Rodulfo: «No
vamos a ninguna parte en realidad —apenas a ‘dar una vuelta’, como se dice—, pero aún así
pasearemos” es lo que aquí rezaría el adagio que torna milagrosa esa vuelta. No se trata, en todo
caso, de una vuelta mecánica, ya que en el retorno habrá alguna transformación… después de ir
apenas a ninguna parte». A través del paseo, la calle se envuelve en una luz nueva, tomando «…un
aire de “jamais vu”. Una cierta dimensión del afuera, del fort, y el pasear han nacido
simultáneamente en el mismo tajo del mismo acontecimiento (…) pasear penetra en el cuerpo, lo
moldea de un modo u otro; dicho conceptualmente, tiene potencia de metamorfosis (…) Es
justamente esta potencia de metamorfosis la que el psicoanálisis —en su articulación, tanto
discursiva como práctica, con las intervenciones del acompañante terapéutico—puede movilizar,
transformándola en potencial de cura» 21 . Tendremos ocasión de retomar, cuando abordemos el
caso de Juan, algunas de las conceptualizaciones desarrolladas aquí.
20
21
Palombini, A.; Obra citada.
Rodulfo, R.; obra citada.
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