Carnicero, periodista (y algo poeta, también) había sido elegido

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La saga criolla
Carnicero, periodista (y algo poeta, también) había sido
elegido concejal cuando el siglo y él eran jóvenes aún.
Más adelante habría de romper sus lanzas, pero por aquel
entonces repasaba su gente y cavilaba su futuro; entre máximas
positivas que unían las grandes abstracciones a los consejos para la
huerta, los imperativos éticos y los avances de la mecánica.
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Si el padre hubiera llegado a la edad de los recuerdos, se
habría sabido un poco más sobre lo que fue (o lo que debió ser).
Pero había muerto en la plenitud de sus fuerzas y sólo quedaba
alguna anécdota fugaz, algún comentario pasajero en la vida de un
hombre empacado y trabajador.
Recordaba vagamente que un día lo alejaron de su casa, lo
mandaron buscar agua a una cachimba lejana. En algún punto del
camino, se encontró con uno de los ejércitos en marcha; al tratar de
volver, sin saber cómo la incomprensible línea le cortaba todos los
caminos.
En medio de la siesta húmeda, con el sol que cuarteaba la
tierra entre los descampados, en las sombras con olor a humus de los
montes, en medio de aquella especie de rabiosa vida vegetal, el
ejército perdía entre arroyuelos infectos, entre caminos que no
conducían a ninguna parte, entre campos de mandioca que el monte
había vuelto a ocupar. Se sucedían las contramarchas, las
contraórdenes, los choques de carromatos, las lastimaduras de
bueyes. El ganado arriado cortaba las filas.
Los paraguayos, más tecnificados y en su medio, hacían
apariciones fulminantes, pero la marea de los ejércitos seguía
fluyendo: desmadejada, azarosa. Sus mayores flagelos eran las
fiebres y el caos. Hasta se hablaba de algunos " locos de selva " que
se perdían dando alaridos furiosos, peleándose con los árboles,
tirándole machetazos a los mosquitos. Los paraguayos se habrían
retirado como antes lo hicieron los orientales: quemando las
cosechas y degollando los animales imposibles de transportar. Pero
aquello era imposible en un país densamente poblado, y el monte
cortándoles el camino.
Hacia el norte, cuando pudo volver, sólo encontró tocones
humeantes y el absurdo, siempre de mano de la tragedia: un gato
aterrorizado, manchado de huevos de gallina. Después se escondió
en el monte, los ojos agrandados, azul de miedo. Sin saber con qué
fin, fue siguiendo la desorganizada marcha del ejército. A veces se
mezclaba entre sus líneas indefinidas, entre gente que de uniforme
sólo tenía un kepis sudado. Pasaba cerca de centinelas con las axilas
inflamadas que se sacaban las garrapatas sin prestarle atención.
Poco a poco, el hambre lo fue acercando a los campamentos;
miraba, en el resplandor de las fogatas, las inmensas ollas de hierro,
humeando de mate cocido. En medio de ruidos desconocidos, de
algunos gritos difíciles de ubicar, iba buscando en las sombras para
acercarse al carretón de las mujeres. En el descuido, alguna le
robaba un mate de porotos, lo acercaba un brasero, le hacía algún
encargo. En cierto momento vino a quedar medio descubierto,
medio adoptado; entre preso y mandadero. A la edad de ocho años,
cuando vadeó el Paraguay, arreaba una tropa como sirviente de un
oficial argentino.
En un invierno difícil, pasó horas en el agua. El ejército
demoró varios días en el cruce del río, y en medio del desorden,
cada uno debía cuidar primero de sí mismo. El movimiento
comenzaba como antes del amanecer, en una oscuridad azulada,
iluminada irregularmente por las fogatas. Entre los mugidos de los
animales y los ruidos de hachas y martillos. Los árboles formaban
una pared al lado del agua y devolvían el eco de un balido o una
orden que se destacaba sobre el tumulto. Se trabajaba largamente
chapoteando en la orilla. Se hacían balsas para las ovejas y el
cargamento. Se cinchaba para subir los animales que se resistían
ciegamente. Después llegaba el amanecer (humeaba el río al
levantarse la niebla), la mañana fresca con sonidos claros. La orilla
opuesta aparecía desdibujada, vagas pinceladas en tonos malva.
Algunos se lanzaban delante de una yegua madrina o algunos
toros. Los otros arreaban la tropa por el costado o detrás. Mientras
entraban en el agua, los animales hacían un ruido sostenido de
mugidos y patadas, había sentadas y resbalones; con el agua a la
altura del pecho, enmudecían y comenzaban a nadar. Envarados y
miedosos, levantaban muy alto el hocico, se entrechocaban y
hundían. En ciertos momentos se ordenaban y ponían cada uno la
cabeza sobre la grupa del que iba delante. El paraguayito,
castañeteando los dientes, iba colgado del cuello del caballo,
flotando a su lado, y se ayudaba con los pies. De a ratos, incitaba
algún animal lerdo con gritos y patadas. Antes de terminar lo
hicieron subir al lanchón, donde el escritorio Imperio de un
importador asunceño alimentaba una fogata excesiva, que
chamuscaba las tiras de carne asada de apuro, y donde calentaban
unas pavas de mate cocido.
La inmensa procesión vadeaba desprolijamente el río, que la
arrastraba como dos quilómetros abajo. De lejos era un espectáculo
silencioso, inconexo. A veces las ovejas asustadas se apelotonaban
sobre el costado de una balsa y la hacían hundirse entre el chapoteo
de muebles y cajones. Los animales se ahogaban sin balar, con los
ojos desencajados y movimientos compulsivos. El sol ya se
reflejaba sobre la superficie.
A los 13 años huyó al Uruguay, tiene que haber llegado por
Entre Ríos, y lo habrá apadrinado algún caudillo de la zona o lo
habrá empleado alguna familia acogedora. Entre sus hombres de
confianza tiene que haber hecho los primeros amigos, aprendido los
usos de la gente, perfeccionado en los oficios del campo.
Cuando llegó a Tacuarembó era un mocetón serio y
orgulloso (porque quizás guardaba cierta aprensión, cierto recelo
hacia los hombres). Con acusados rasgos tape: morocho subido,
bigote lacio, ojos y pómulo saltones; algo corto de piernas, aunque
de recia estampa a caballo.
Pero si se quedó en Tacuarembó fue por otra razón.
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El alemán no había sido bien visto al principio. Llegó con su
mujer y unos cerdos en un carretón. Se instaló en una parcela aislada
y llevaba a los animales a beber al río. Al principio se salía a ver a
aquel tropero de cerdos, y a pie. Para hacer visitas calzaba botas
acordonadas y hablaba apenas, con un acento ridículo.
Pero los alemanes tienen fama de trabajadores y algo de eso
debe de haber. Como quiera que sea, entre aquellos chircales pronto
surgieron unos surcos perfectos, como tirados a cordel, y la mujer
comenzó a desempacar la más variada reserva de semillas. La
tierra, nunca trabajada, brillaba renegrida y llena de lombrices.
Al principio pasaban en la carreta, y cuando comenzó a
levantar la casa, se decidió a acercársele uno de los italianos. Estos
se habían transmitido sus oficios de albañiles viñateros, y el italiano
vio que el muchacho comenzaba a levantar una casa de madera, en
una tierra de bosques achaparrados y tupidos, de arbustos retorcidos
y duros como piedra. Así comenzaron una sociedad de toda la vida,
aunque la alemana al principio no entendiera a los italianos. Los
veía como una tribu abigarrada y polvorienta, con hombres
demasiado efusivos y desprolijos.
Aunque su casa terminó siendo a la italiana. Fue creciendo
un poco al acaso, a medida que aumentaba la familia; con varios
patios de tierra, el del medio con un parral grande y desvencijado,
de frescos rincones. Las paredes de ladrillo o de grueso adobe
revocado a la cal. Por eso se inclinaba el parral: una de sus vigas
encajaba en un muro de tierra y el agua se iba metiendo por las
ranuras; cargado a fines del verano, el parral cedía por aquella
esquina. Se inclinaba dejando colgar largos tallos pesados de hojas
y frutos. La huerta se confundía con el jardín; en los canteros cerca
de la cocina había margaritones y orégano. Siempre le gustaron los
naranjos mediterráneos, enjutos y cargados de frutos, de fuerte
colorido en contraste con los muros blancos.
El mate fue lo primero que el gringo adoptó. Salido de algún
oscuro enclave minero de la cuenca del Ruhr, después de una
travesía que nunca quisieron recordar, habían llegado a los golpes de
su carreta hasta aquellos confines. Al final del día se sentaba bajo el
alero y dejaba vagar la vista por las lejanas cuchillas, por aquellos
horizontes desmesurados. Los hijos iban naciendo y él los veía
crecer rosaditos y gordos. Lejos habían quedado el hambre y la
peste.
El gringo, que había conocido la revolución industrial en su
país de origen, trataría durante toda su vida de impulsarla en aquella
tierra nueva, sin comprender que tendría que fracasar
necesariamente, por la falta de un mercado y de una acumulación
básica de capital. Hasta anduvieron buscando oro por Minas de
Corrales. Sacaron unas piedras marrones que después de refinadas
no daban ni para cubrir los gastos. Las fundían en una fragua
rarísima, en un fuelle movido a pedal. El italiano lo acompañaba
sólo por reírse de sus ingenios. Tuvieron que pasar muchos fracasos
para que él se diera cuenta que, en realidad, no le importaba. Lo que
lo impulsaba era la fuerza de cada empresa, la actividad redoblada
por cada nueva concepción. Él ni se imaginaba que aquello era
alegría creadora.
Pero si no encontraron oro, encontraron buena cal. Pasaron
muchas primaveras trabajando en la calera. Durante algunas
semanas entre las siembras y la cosecha se iban a quemar cal a
Minas de Corrales. De allí sacaron los fondos necesarios para el
sueño del italiano: un molino triguero. Con muchas ayudas fiscales,
construyeron primero un molino hidráulico – que se inundaba en
invierno y se secaba en verano. Por eso, más adelante lo cambiaron
por una noria de mulas.
Aunque nunca se acostumbró a andar a caballo. El
muchachote aldeano siempre había visto la equitación como un
deporte señorial y se encontraba fuera de lugar, a caballo. Por eso
su involuntaria admiración por el brasilero Fonseca; un mulato
jaranero y fachendoso, que gastaba los premios de las pencas con
nómade prodigalidad.
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La madre, con cierta complacencia en su carácter, solía
contar el modo como conoció a su esposo.
En un sereno crepúsculo de fines de verano, cortaba leña en
la esquina de la granja. Ella había reparado hacía tiempo en aquel
paraguayo sombrío; quizás aspirara a ser el consuelo de su
aislamiento altanero. El paraguayo, que había conocido alguna
patriada, en algún momento de su trajinar había conseguido su muda
de ropa, sus aperos tachonados, y un caballo que cuidaba mucho
mejor que a sí mismo. Como en tantas otras tardes, se las ingeniaba
para pasar frente a la chacra de los alemanes. La encontró alejada
de la esquina, y sofrenó su caballo:
¿La ayudo rubia linda?
¡Váyase a la mierda, que para algo tengo brazos!
Hicieron una pareja unida, con un afecto fuerte y sin
ternezas, hecho más bien del trabajo de labrarse sus caminos. En
aquel medio aislado y sencillo, no era difícil hacerse de un pedazo
de tierra, y un jornalero podía instalarse con independencia. Pero
sujetos a una economía de subsistencia, era difícil sobrellevar años
de malas cosechas, o inundaciones invernales que dejaban vastas
regiones aisladas y sin recursos. Aunado al carácter inquieto del
paraguayo, la familia tuvo sus orígenes itinerantes. A lo largo de
aquel trayecto accidentado a la búsqueda de su lugar, hasta tocaron
algunos puntos del sur de Brasil, y también vivieron necesidades –
que después eran recordadas risueñamente, como los buenos viejos
tiempos.
En cuanto al paraguayo, su trabajo más sedentario consistió
en guiar la diligencia que hacía el trayecto hasta el puesto de
Montevideo. Quince días de ida y quince de vuelta, con malos
caminos como para aguijonear su espíritu cerril.
Por aquel entonces se instaló en Tacuarembó don Juan
Gómez, un finisecular de principios dogmáticos, lleno de grandes
intenciones y mano fuerte como para educar salvajes. El paraguayo,
que también tenía el sueño de m'hijo el doctor, mandó a los suyos,
algunos ya crecidotes, a las clases del maestro. Al volver, todos los
meses, encontraba a los hijos por el cuarto o la cocina, ocupados en
sus deberes. Él se instalaba junto al fogón, silencioso y lleno de
gozo, con su admiración de ignorante por la cultura.
Uno de los hijos menores, un flaquito vivaracho y estudiante
aprovechado, aunque no el más estudioso, hizo cierto día alguna
barrabasada. Don José Gómez lo mando a la casa:
Y le dice a su padre que le dé una paliza de parte mía.
El resto de la quincena pasó en una espera medrosa en que se
hablaba en voz baja. Hasta los perros andaban silenciosos como si
entendieran el temor de los muchachos.
Cuando llegó el padre, fue una paliza histórica. Como
caporal de diligencia, tenía un arriador de doce metros y cierta fama,
que usaba sólo en contadas ocasiones:
¡P'analfabeto en esta casa da conmigo, gurí sinvergüenza!
y le bajaba un arriadorazo.
La madre decidió hacerse presente; un poco por secundarlo,
otro porque no se le fuera la mano.
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Como en tantas familias numerosas, cundo faltó el padre fue
el mayor de los hijos el encargado de suplirlo. Con un sostenido
mercado europeo de carnes y al abrigo de una precavida legislación,
se desarrollaba el Uruguay de las vacas gordas. Un carnicero podía
costear los estudios de alguno de sus hermanos, que completaban
sus necesidades con algunas pequeñas changuitas. Una vez
recibidos, se integraban a aquella pujante clase media, abierta a las
innovaciones tecnológicas y los golpes de audacia.
De entre los modos como los hermanos se hicieron de una
posición, uno compró un bañado y lo secaron en épocas en que se
araba con bueyes, introduciendo el arroz en la cuenca del
Tacuarembó. Otro empeñó todo lo que tenía para importar cinco
vacas y un toro de raza. En el camino murieron tres, y prendó las
que llegaron, para volver a traer tres nuevas.
La madre, que había enviudado joven, iría por aquel
entonces entrando serenamente en la vejez. Con una cantidad de
nietos rubios, pardos y gateados, entre los que tenía que haber de
todo. Ella los quería a todos de un modo incondicional, pero sin
perder lucidez:
Pa' querer a los míos no preciso engrupirme, che.
El mayor de los hermanos, que había conocido el callado
esfuerzo de la madre, siempre se sentiría reconfortado por su
mirada; una mirada entre confiada y sorprendida, que parecía
transmitirle su luz a las cosas en que se posaba. Era fácil confundir
aquellos ojos claros con ingenuidad. Todo lo contrario: eran ojos
viejos, experientes, incluso con una chispa de malicia. El periodista,
que heredaría su inteligencia irónica (pero con una boca grande, un
poco sarcástica) sabía que en definitiva no era sino confianza en sí
misma; un optimismo fundamental, que la hacía mirar con simpatía
a los hombres y a las cosas. Una conciencia tan vivaz que era una
especie de generosidad –porque no la gastaba en sí misma sino que
la dirigía alegremente al intrincado discurso de la vida.
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En cuanto a él, joven concejal en situación de contraer
estado, prefería a la italianita maestra; una muchacha saludable y
emprendedora que enseñaba el catecismo en la misa dominical. El
paisano estoico que yacía en el carnicero y el joven librepensador
que había en el periodista, no podían simpatizar con toda aquella
beatería: pero tendría que bautizarse para " llevarla al altar" y con
ella viviría largamente.
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Todo vino a cuento porque decía Goethe que cada hombre
reproduce en pequeño la historia de la humanidad. La literatura es
una recreación subjetiva de esa historia; pero sólo se sorprenden los
jóvenes: quienes han asumido la larga historia que llevan tras sí,
sonríen propicios al porvenir.
PEDRO G. RIOS
2B 24D 1132
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