DIÁLOGO Y TEOLOGÍA FUNDAMENTAL Juan Luis Segundo I

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DIÁLOGO Y TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Juan Luis Segundo
(Concilium Nº 046 – Junio 1969)
Si por teología fundamental se entiende, de un modo vago, el estudio de las condiciones de
posibilidad de que Dios haya hablado a los hombres y de que éstos reconozcan, entiendan y acepten
su palabra, podrían decirse de ella cosas tan aparentemente contradictorias como que, por una
parte, este problema ha pasado a dominar la teología entera y que, por otra, la teología fundamental
está en vías de desaparición.
La teología fundamental, prescindiendo de su estatuto epistemológico, es decir, de su meta,
límites e instrumentos propios, desempeña un papel importante —un año entero— en la
preparación del clérigo para su función. Y es un dato sumamente significativo que al futuro sacerdote
se le presenta a menudo este año como el año de los «problemas fronterizos».
En efecto, comparado con los años siguientes, consagrados al dogma, la teología
fundamental, precisamente porque es tal y no teología estrictamente dicha, aparece como una zona
puente donde es posible dialogar con los no creyentes en un plano de igualdad y con idénticos
instrumentos de lógica y lenguaje.
En cambio, a partir del umbral de lo dogmático, es decir, una vez dejada atrás la teología
fundamental, las amarras están cortadas: un lenguaje sólo inteligible para los iniciados, argumentos
no válidos ante la razón común, todo ello pertenece ya a un mundo que no se comparte con el resto
de los hombres.
Cualquiera que sea la mejor solución práctica de esta dificultad
«epistemológico-administrativa», me parece ver en ella el planteo de una pregunta esencial: ¿con
qué epoché, o sea, con qué reducción, eliminando qué elementos de la teología, se dialoga en las
fronteras de la Iglesia? Y, en particular, ¿constituye la llamada teología fundamental esa teología
inicial que dialoga con el no creyente?
I
Sigamos con el tipo de observaciones que podríamos pomposamente calificar de
socioteológicas. Entiendo que pueden proporcionar una valiosa aproximación al problema.
Desearía, pues, recrear el ambiente de ese año destinado casi enteramente a una tarea que
parecía convenientemente resumida en el título de uno de los tratados principales de la teología
fundamental: «De la verdadera religión.»
Era, así, lógico pensar que un año entero consagrado a dicha tarea suponía la posibilidad
reconocida de dejar este punto fuera de toda duda razonable. No era posible que un tan largo
trabajo —llamado, por otra parte, «fundamento» del resto— desembocase en una simple opinión,
tan respetable como otra cualquiera. Había, pues, que suponer que una persistente distracción o
prejuicios demasiado tenaces obnubilaban, en este punto, inteligencias por otro lado muy superiores
a las de nuestros mismos profesores.
Recuerdo en particular —permítaseme referir el caso por su valor significativo— la propuesta
que hizo un día muy seriamente uno de mis compañeros de estudio: ¿no se podría reunir a todos los
gobernantes de la tierra en la sede de las Naciones Unidas y obtener de ellos que durante unos días
1
discutieran los argumentos que estábamos estudiando, y si, como no podía menos de ocurrir si lo
nuestro era serio, llegaban a un acuerdo, dejasen de una vez para siempre arreglada la cuestión
religiosa a escala planetaria?
Recuerdo que ya entonces me pareció descabellada y medio paranoica la idea, simplemente
porque la realidad ambiente me había vuelto muy escéptico sobre el valor probativo «eficaz» de
tales argumentaciones.
Pero ciertamente no caí por entonces en la cuenta de la implicación teológica que encerraba
la propuesta mencionada y de su carácter aberrante. En efecto, implicaba la posibilidad «humana»
de declarar verdadero al cristianismo antes de saber lo que éste decía. Más aun teniendo la
conciencia vaga de que grandes pensadores, aparentemente sinceros, declaraban funesto ese
contenido para la humanidad.
No se necesitaba ser gran teólogo para saber ya entonces que «la excelencia de la doctrina
propuesta» tenía que ocupar el primer lugar en el diálogo que acercara al hombre a la fe. No
obstante, por una extraña exigencia lógica, se debía comenzar por establecer, con un copioso y no
siempre claro material histórico, la veracidad de los Evangelios, la divinidad de Cristo, su voluntad de
fundar la Iglesia, y ciertamente la Iglesia romana, el poder concedido a ésta de interpretar
correctamente su palabra... A partir de ahí, esa «palabra» definida autoritativamente por la Iglesia
romana, cualquiera que fuera, debía lógicamente ser tenida por verdadera.
A otra función eclesial muy diferente competía luego determinar qué decía concretamente
esa palabra, separar de ella formas caducas de expresión procedentes de otras épocas y culturas,
relacionarla con circunstancias y problemas procedentes de la nuestra, mostrar su coherencia con los
postulados de la razón o, eventualmente, si esto no era posible, por lo menos de una manera
positiva, recurrir al misterio divino que garantizaba su verdad.
De esa experiencia, que, por otra parte, no hacía más que prolongar la de nuestros mayores,
surgía el siguiente esquema pastoral «teórico»; existían dos funciones mayores: informar a los fieles,
más o menos sumariamente, sobre la teología dogmática y moral basándose en una autoridad ya
aceptada por la fe y, eventualmente, proporcionar a los católicos cultos un arsenal apologético inútil
para ellos mismos, pero útil para el caso de que tuvieran que hacer frente a ataques de parte de los
incrédulos, y en segundo término, la función de evangelizar, es decir, presentar el mensaje histórico
de Jesús a los no creyentes.
Ahora bien: la experiencia mostraba que esta división de tareas —el dogma para los
creyentes en orden a la salvación y la teología fundamental para los no creyentes en orden a la
evangelización— era meramente teórica.
La teología fundamental no interesaba a quien estuviera libre de oír o de marcharse y
dispusiera de un poco de cultura. Ni siquiera cuando se buscó una vía más «inmanente» de
proponerla (Laberthonnière, Blondel...) se pudo evitar el hablar del cristianismo «a bulto» y con el
riesgo de que todas y cada una de las expresiones utilizadas para aludir a él estuvieran ya
deformadas por una teología usual vagamente difundida y asimilada.
La evangelización constituyó así una tarea «teórica» para la Iglesia, ocupación para filósofos
cristianos o para algún predicador o conferenciante carismático. La Iglesia enviada a los no creyentes
careció, en la práctica, de una pastoral de preparación a la fe.
Un punto era decisivo en el esquema: ¿cómo llegar a hacer aceptar la autoridad? Antes de
ello no se sabía bien de qué hablar. Después, poco importaba de qué se hablase, porque ya se creía
todo en bloque.
Valga, para terminar este párrafo, otro ejemplo más reciente. Un seminarista, alumno de un
curso de catequesis, comentaba que en su instituto de teología había seguido un curso «brillante»
sobre uno de los temas centrales del dogma: Trinidad, gracia, redención... Y añadía: «Claro está que
no da nada que se pueda comunicar. Pero ciertamente fue brillante...»
2
Otra vez el mismo esquema implícito: la teología fundamental tiene necesariamente que ser
comunicable a los no creyentes (porque no aceptan la autoridad); la teología dogmática no tiene por
qué ser comunicable a los no creyentes, ya que se dirige a los creyentes (y éstos la aceptan por
autoridad).
Quisiera llamar la atención de los lectores no latinoamericanos sobre el contenido «realista»
del esquema pastoral enunciado. Lo creo real en Europa, ciertamente; pero está allí encubierto por el
contexto de una Iglesia rica en funciones diversas y, sobre todo, en laicos que piensan su fe en
relación con sus compromisos temporales. En cambio, en una Iglesia pobre, acuciada por la demanda
de una «religión popular», la pastoral de la aceptación genérica de «lo que la Iglesia enseña», es
decir, de su autoridad, se vuelve clave1. A partir de ahí, la pastoral de la fe puede cesar. Para llegar
ahí, la pastoral de la fe parece impracticable...
II
A mi entender, el Concilio dejó claro un punto esencial que destruye por la base el esquema
anterior: el diálogo con los no creyentes se realiza con lo que constituye propiamente la teología
dogmática.
Para sintetizar, podríamos decir que todo enunciado procedente de la revelación tiene por
objeto tanto a Dios como a la historia humana (Gaudium et spes, n. 22). En efecto, el Dios que
conocemos es el Dios amor, y no lo conocemos sino amando actualmente, históricamente, es decir,
interviniendo en una historia cuyo origen, fin y ley es el amor (Gaudium et spes, nn. 38 y 22).
Por otro lado, sabemos que el amor que procede de Dios fue dado a todos los hombres
(Gaudium et spes, n. 24) y está en obra en la historia entera de la humanidad (Gaudium et spes, n.
22). Con medios más o menos instintivos o inmediatos, al hombre siempre le fue posible, desde el
comienzo, el don de sí, el amor, la participación en el misterio pascual de Cristo. Pero en la medida
misma de la hominización, los problemas ocasionados por el amor fueron desentrañándose de su
inmediatez instintiva y planteándose en el plano de una reflexión más mediata y profunda (Gaudium
et spes, n. 3). Ese es el momento histórico elegido por Dios para llevar a cabo su revelación y
entregársela a su Iglesia. Los que reciben en la fe ese mensaje sobre la historia misma de la
humanidad (Gaudium et spes, n. 15) tienen en él una luz en vista a la solución de los problemas
humanos planteados por la buena voluntad, es decir, por el amor (Gaudium et spes, n. 11). Más aún:
la fe sólo se les ha dado en orden a esas soluciones y no como fórmula mágica para obtener, por su
ortodoxa formulación delante de Dios, la propia salvación.
Y aquí viene la paradoja: siendo la verdad que la fe proporciona absoluta, está, no obstante,
en la historia concreta de la humanidad, subordinada a otra verdad superior, práctica, constructora
de la humanidad, que ha de hallarse en un diálogo donde todos los hombres aportarán sus
experiencias, sus preguntas y sus respuestas (Gaudium et spes, n. 16).
De ahí que, por ser absoluta la verdad cristiana, no se la posee plena o satisfactoriamente
mientras no entre a formar parte de las soluciones humanas que la historia requiere y que serán el
control realista de nuestra verdadera ortodoxia (Gaudium et spes, n. 19). En otras palabras: la verdad
revelada no es un capital que pueda fructificar solo, sino un mensaje destinado a formar parte de, y a
ser poseído en un diálogo (Gaudium et spes, n. 11). El cristiano no posee gracias a él soluciones
1
Me permito remitir al lector, sobre este aspecto de la realidad latinoamericana, a mi contribución a la obra
conjunta de B. Catão, J. Comblin, S. Croatto, G. Gutiérrez y J. L. Segundo, Salvación y construcción del mundo,
Dilapsa-Nova Terra, Santiago de Chile-Barcelona, 1968. El referido artículo formará parte del libro From
Society to Theology. A Latin American Essay, que editará próximamente en Nueva York The Seabury Press.
3
hechas, ni por poseer una verdad que viene de Dios está dispensado de buscar aún la verdad, que
termina en el hombre y en su historia (Gaudium et spes, n. 16).
El diálogo que justifica el hecho mismo de la revelación se hará entonces, entre no creyentes
y creyentes, a raíz de los problemas humanos que surgen de la construcción de la historia (Gaudium
et spes, n. 3). Si el diálogo tiene éxito, será porque la verdad absoluta, que partió de Dios, habrá
pasado, a través del creyente, a ser un elemento creador de perspectivas absolutas para un planteo
más profundo, más universal, más rico, más viable y abierto al porvenir que si ese elemento hubiera
estado ausente.
Y ésta es justamente la buena noticia. Una buena noticia, persistente, tenaz, siempre nueva,
proporcionada, en cada problema, a cada vicisitud histórica (Lumen gentium, n. 35). En cierto modo,
para emplear un símil político, el Concilio sustituye «la evangelización de una vez para siempre de
cada persona» por la «evangelización permanente de la humanidad», de la misma manera que
Trotski propugnaba la «revolución permanente» contra la doctrina de Stalin de terminar «la
revolución en un solo país» para luego pasar a los siguientes.
En efecto, no se trata de confundir esa evangelización permanente con la conversión de
personas al cristianismo. No obstante, ésta será, en la medida prevista por Dios, consecuencia de
aquélla. Y no a la inversa. Puesto que cada solución hallada para el amor constituye una
«preparación evangélica» (Lumen gentium, n. 16). Importa, en efecto, en primer lugar, al plan de
Dios sobre la entera historia del hombre que el progreso del amor no se frene por falta de ese
elemento de respuesta que él confió a su Iglesia2.
Ésta es la función de fermento de esta última que, según el Concilio, constituye su misma
existencia (Gaudium et spes, n. 40) y que consiste, lógicamente, no en convertir a toda la masa en
fermento, sino en cambiar el sabor de la masa entera, con una cantidad «escondida» de hombres
que ponen la revelación al servicio de la solución de los problemas humanos y llegan así a conocerla y
a poseerla siempre de nuevo, guiados por el Espíritu. No tememos decir que la Iglesia no tiene otra
misión (Gaudium et spes, n. 42). Si la tuviera, su fundación, después de un millón de años de marcha
dura, incierta, titubeante de la humanidad, sería el más grande de los contrasentidos 3.
En este esquema, que podríamos llamar de evangelización permanente, el diálogo no se
realiza desde el umbral del dogma, sino desde el centro del mismo dogma. No es la teología
fundamental la encargada de entablar ese diálogo que es el foco de la misión misma de la Iglesia
enviada al mundo, sino la dogmática.
III
Por eso no podemos dejar de considerar un paso atrás la fundamentación teológica de un
documento, por otro lado esperado y alentador: el del Secretariado Romano para el Diálogo con los
no creyentes.
El documento establece una supuesta divergencia entre la Ecclesiam suam, de Pablo VI, y la
Gaudium et spes: «En la encíclica Ecclesiam suam, Pablo VI trata largamente del diálogo, desde el
punto de vista apostólico: con el diálogo así entendido, la Iglesia cumple su misión principal, o sea, el
anuncio del Evangelio a todos los hombres, para ofrecerles, con respeto y amor, el don de la verdad y
de la gracia de las que Cristo la ha hecho depositaria. En la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el
2
Cf. nuestra obra Teología abierta para el laico adulto, t. I: Esa comunidad llamada Iglesia, Ed. Lohlé, Buenos
Aires, 1968, cap. III.
3
Ibíd., segunda nota general al cap. IV.
4
mundo actual se habla más bien del diálogo entre la Iglesia y el mundo: ese diálogo no está destinado
directamente a anunciar el Evangelio. Se trata justamente del diálogo que los cristianos pretenden
establecer con los hombres que no poseen la misma fe, sea para buscar juntos la verdad en varios
sectores, sea para colaborar a la solución de los grandes problemas de la humanidad de nuestro
tiempo. Al diálogo así entendido entre la Iglesia y el mundo se refieren las reflexiones que siguen»4.
De esta supuesta separación, se sigue la caracterización de cada uno de estos dos diálogos:
en el primero, la verdad está ya a punto en el cristiano para ser dada, así la comunica a los que
quieren oírla, ésa es la misión principal de la Iglesia; en el segundo, la verdad no la tienen ni los unos
ni los otros de por sí, porque se trata de problemas varios que pertenecen al mundo, y al buscar
juntos esas verdades más bien que verdad, no se realiza una acción apostólica, ni mucho menos la
función primordial evangelizadora de la Iglesia5.
Entiendo que se trata aquí de una vuelta a una teología pre- conciliar y que nuevamente
entramos en el esquema de teología fundamental de que hablamos al comienzo. En efecto, es
característico que en ninguno de los dos diálogos aludidos por el documento se trate de la teología
dogmática. En el primero no, puesto que se trata de comunicar el Evangelio a los no creyentes; ni
menos en el segundo, puesto que se discute con ellos de problemas varios surgidos del mundo
actual. La dogmática sigue siendo una zona ad intra no dialogal. Es la verdad poseída a cuyo umbral
se acerca el hombre por los argumentos que deben hacerla creíble6. Reducida a un proselitismo
«apostólico», la teología fundamental languidece y la evangelización parece cada vez más desplazada
de un mundo secular.
IV
Ahora bien: si sustituimos este esquema de evangelización por el que parece ser el del
Vaticano II, la dogmática deberá asumir la tarea del diálogo esencial a la misión de la Iglesia en el
mundo. Evidentemente, con ciertas condiciones que aluden a esa epoché o reducción de que
hablábamos al comienzo.
Sin duda alguna, el lector pensará inmediatamente en el lenguaje. Pero entiendo que el
problema de un lenguaje común es secundario. Más aún: que en gran parte desaparece dentro de
otra tarea más propiamente teológica.
4
Tomamos el documento, firmado por el cardenal Koenig como presidente y por el padre Vincenzo Miaño
como secretario, de «Il Regno. Docum. Catt.» (15 de octubre de 1968). En cuanto a la interpretación que hace
el documento de la concepción del diálogo que tiene o tendría la Gaudium et spes, admitimos no ciertamente
la ambigüedad de los textos, sino la yuxtaposición de textos provenientes de concepciones diferentes. Sobre
el principio de interpretación en tales casos, cf. nuestra obra citada, t. II: Dimensiones de la existencia
cristiana, nota general al cap. III.
5
Por eso no se teme, como ha sido notado sin atender igualmente a su fundamento teológico, negar la
oportunidad, la necesidad y aun la licitud del diálogo cuando éste, como ocurre en la mayoría de los casos,
está «instrumentalizado» en la intención del interlocutor. Cosa que no valdría si se tratara del diálogo
apostólico evangelizador.
6
Ya he indicado por qué este problema me parece esencial para la pastoral latinoamericana. Pero le es difícil a
la teología pastoral de este continente hacer oír su voz. Cuando un alto funcionario del Secretariado presentó
este esquema en una reunión de teólogos en Santiago de Chile (presidida por el antiguo y el actual secretario
del CELAM, monseñor McGrath y Pironio), prácticamente la unanimidad de los presentes se mostró opuesta a
la teología subyacente al documento. No obstante, el padre Miano declaraba a «Inf. Cath. Int.» (15 de
octubre de 1968): «No se nos ha hecho ninguna objeción, ni sobre el plano doctrinal ni sobre otro alguno.»
5
En efecto, antes de ser un problema de lenguaje, el ejemplo antes mencionado de «un
brillante tratado de Trinidad o de gracia que no puede ser objeto de diálogo» traduce una dificultad
de orden teológico, o sea, de comprensión del mensaje revelado.
Saber concretamente, frente a problemas políticos, por ejemplo, el lugar que se debe dar a la
creatividad personal, estará o no sujeto a diálogo por parte de los cristianos según hayan recibido y
comprendido la revelación de la Trinidad y de la gracia. Si un estudio de esta última no aparece como
buena noticia a los que buscan estructurar una sociedad con más poder creador, todo lleva a creer
que la teología ha sido mal comprendida y que estamos, aun con fórmulas tradicionales, frente a una
«heterodoxia» como la que el Concilio señala en el caso concreto de nuestra idea de Dios (Gaudium
et spes, n. 19).
No es éste el lugar de discutir la metodología dogmática que debe permitir a lo central del
mensaje entrar en diálogo con el no creyente en la construcción de la historia. Sin duda que se trata
de un ingente trabajo.
Con frecuencia se habla de desmitización como legítimo ejercicio de sospecha. Cabe, en
efecto, sospechar que una teología que no «evangeliza» a través de los problemas de la historia se ha
dejado envolver por elementos heterogéneos y accidentales.
Entiendo que este ejercicio, realizado unilateralmente, acentuado por la secularización o,
mejor dicho, impulsado casi únicamente por una secularización donde juegan muchos elementos de
empobrecimiento de la vida social, sobre todo en el sistema capitalista, es típicamente propio de la
sociedad opulenta y no debe generalizarse sin contrapartida.
En un continente como América latina, la teología está aún a tiempo de ejercer
simultáneamente la doble función que la capacitaría para el diálogo. O sea, unir a la desmitización
como ejercicio de sospecha, la remitización como ejercicio de restauración del sentido del mensaje7.
El problema de hacer aceptar en bloque la autoridad eclesiástica y, por ende, el problema de
la teología fundamental pasa así bien a una propedéutica antropológica, bien al de una investigación
complementaria y continuadora de la teología dogmática misma. Pertenece a ésta ocupar el lugar
central del diálogo evangelizador con el no creyente.
Este desplazamiento del diálogo fronterizo a la dogmática constituye, a mi entender, hoy por
hoy, a pesar de sus dificultades, la única perspectiva pastoral viable para el continente
latinoamericano.
J. SEGUNDO
7
«L'unité profonde de la démystification et de la remythisation du discours ne peut apparaitre qu'au terme
d'une ascèse de la réflexion, au cours de laquelle le débat qui dramatise le champ herméneutique sera
devenu une discipline de penser» (P. Ricoeur, De l'interprétation. Essai sur Freud, Ed. Du Seuil, París, 1965, p.
61). Todo el libro primero de esta obra, en su generalidad, ofrece indicaciones teológicas valiosas. Sobre su
intención profunda valga esta cita: «Ce qui est implicite à cette attente, c'est une confiance dans le langage;
c'est la croyance que le langage qui porte les symboles est moins parlé par les hommes que parlé aux
hommes, que les hommes sont nés au sein du langage, au milieu de la lumière du logos 'qui éclaire tout
homme venant au monde'. C'est cette attente... qui anime toute ma recherche» (ibíd., p. 38).
6
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