EUCARISTÍA, LUZ Y PAZ EN LA FAMILIA La Iglesia vive del Cristo Eucarístico, de él se alimenta y por Él es iluminada (EE, n. 6). La vida del verdadero discípulo, de la persona espiritual, estará enmarcada por tanto en su inicio y culmen en una vida que podemos llamar eucarística, lugar y fuente por antonomasia de la gracia divina que le sostiene para configurarse y responder al llamado al servicio y a la santidad desde su vocación propia; ya el apóstol san Pablo urgía a los habitantes de Corinto a permanecer cada uno conforme a la condición de vida que le era propia y no gravosa en conformidad al llamado recibido por Dios (cfr. 1 Co. 7, 20). De entre las diversas vocaciones de vida, debemos resaltar el matrimonio cristiano entendido como aquella alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento (CEC, n. 1601). Por ser de ésta institución fundamental desde donde brotará la familia, que promueve nuevos miembros a la sociedad humana e hijos de Dios por la gracia del Espíritu Santo, se le confiere el título de Iglesia doméstica (cfr. LG, n. 11) y posee como modelo la Sagrada Familia ya que en ésta podemos encontrar claras referencias de obediencia a la voluntad de Dios (Mt. 2, 13; Lc. 2, 41), una unidad entre sus miembros (Lc. 2, 51) y la promoción que se da entre ellos (Lc. 2, 52). En el sentido anterior, la familia cristiana tiene la obligación de ser la primera anunciadora del Evangelio a sus miembros y debe tratar en lo posible de proporcionar los medios para que alcancen una plena madurez humana y cristiana (FC, n. 2); es por tanto el «lugar» donde el ser humano vive la primera experiencia comunitaria que será re-­‐dimensionada en una comunidad mayor que implica una total y completa apertura: la Iglesia de Cristo. Ya desde sus inicios, las primeras comunidades cristianas nos dan testimonio de su vivencia comunitaria como una gran familia que ponía a disposición de sus miembros todos los bienes (Hch. 2, 44-­‐45; 4, 32.37); situación que no se reduce a un ejercicio de filantropía sino es resultado del hecho concreto de la vivencia eclesial en la «fracción del pan», que en cierto sentido en la Escritura enmarca la acción con el hermano (Hch. 2, 42.46-­‐47) en el centro de la vida eucarística comunitaria, ofreciéndonos a la vez una claridad del testimonio de los primeros cristianos de esa íntima relación entre Comunión sacramental y Comunión eclesial, una vivencia de entrega y así, desde sus inicios, el Sacrificio de la nueva Alianza ya forma parte esencial del vivir cristiano y cumple su papel de «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG, n. 11). Por tanto, no puede ser ajeno a la «Iglesia doméstica» una vida centrada en la Eucaristía como proveedora de la fuerza y la gracia a sus miembros. Por eso, la Exhortación Apostólica de S.S. Juan Pablo II Familiaris consortio (57) la propone como expresión máxima (…) y fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la familia cristiana; por tanto, es necesario recordar que la comunión con la Carne y Sangre Cristo resucitado conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia del bautizado (CEC, 1392), que forma parte de una realidad comunitaria familiar. 1 La Eucaristía es la presencia perenne de Cristo en nuestra realidad temporal, Él mismo es el pan de vida (Jn. 6, 35) que sacia el hambre a los hombres de todos los tiempos al dar respuesta no sólo a las grandes interrogantes existenciales, sino también ilumina nuestro caminar al aceptarlo y contemplarlo como luz de nuestro mundo que nos libra de tropezar en las tinieblas de las verdades efímeras de las estructuras temporales por medio de la luz de la vida (cfr. Jn. 8, 12; 11, 9-­‐10; 12, 46); más aún, en la familia se manifestará esa vivencia eucarística como misterio de luz (EE, n. 6) entre sus miembros que, a pesar de las diferencias entre los que la componen, cada uno desde su rol específico iluminará su vida y la de los otros al ser portadores de Aquél que es la Luz, manifestada en las obras que, por una parte, contribuyen al bien común de la institución familiar, y por la otra, construyen la sociedad desde su célula básica. Ya desde el siglo IV San Gregorio de Nisa resalta esa iluminación del mundo por los cristianos a través de sus obras (Tratado Sobre el perfecto modelo del cristiano). Así, la familia cristiana es portadora de luz para el mundo sólo cuando adquiere a Aquél que es la Luz; implica una unión íntima que fortifica, integra y permea la vida de sus miembros. La unión íntima a Cristo implica una vida de gracia, que puede provenir de manera ordinaria de los sacramentos, y de entre ellos, la Eucaristía que implica recibir no sólo la gracia sino a aquél mismo que es la gracia y que se hace sacramento; sacramento que fortifica al ser verdadero alimento material y espiritual que proporcionará la fortaleza de vida para mantener y sostener la luz de vida cristiana en la familia y en la sociedad; integra por entregarnos al que es el hombre perfecto que se manifiesta como hijo perfecto y modelo de nuestra vida familiar; por ello, se adentra y une no sólo en la fraternidad y filiación sanguínea, sino más aún, en la adhesión cristiana de los miembros de la familia que se transforman en lámparas que iluminan las diversas realidades en que se manifiestan e iluminan el camino que nos conduce a la Verdad y a la paz. Porque el mismo que se manifestó como la Luz del mundo (Jn. 8, 12) es el que nos legó la paz, pero no como la da el mundo (Jn. 14, 27) sino, en palabras de san Gregorio de Nisa ha hecho de los dos pueblos una sola cosa (Tratado Sobre el perfecto modelo del cristiano), no reduce la paz a la ausencia de discrepancias entre los hombres, sino a esa unidad que no hace distinción entre los seres humanos; una vez más, ésta reflexión nos remite al testimonio de las primeras comunidades cristianas donde gozaban todos de gran simpatía (Jn 4, 33); es en esta vivencia comunitaria primaria, es decir, actualmente desde la familia cristiana, donde el creyente comenzará a recibir ese testimonio de alegría y paz entre sus miembros cuando éstos están alimentados por el banquete celestial que es Cristo, modelo de nuestra paz. Ya san Agustín exalta el gran amor y deseo que debe tener el hombre por la paz, nos precisa: «ámala en tu casa, en tus negocios, con tu mujer, con tus hijos, con tus cuadros, con tus amigos y con tus enemigos» (San Agustín, De vita christiana, Libro V Cap. XI); de ahí que la paz brotará del discípulo que la ha adquirido e interiorizado de aquél que es la Paz, que exalta el gozo de los que trabajan por la paz porque serán llamados 2 hijos de Dios (cfr. Mt. 5, 9) y, tomando el orden que nos propone el Doctor de la gracia, empieza por ejercitarla en el seno familiar. «La Eucaristía es la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre» (CEC, n. 1325), el creyente, acogido en el seno de una familia cristiana encontrará siempre en ésta un modelo de testimonio y fructificación de su vida eucarística transformada en una vida temporal que ilumina y dirige hacia Cristo, fuente perenne de Luz y de Paz, que nos guía hacia la vida plena y eterna, anhelo del hombre, don gratuito e inmerecido de Dios. 3