Rabade Romero, S., Lopez Molina, A, Pesquero, E., 1987, Kant, conocimiento y racionalidad. El uso práctico de la razón, Ed. Cincel, Madrid. Segunda parte 1.1. El concepto de la moralidad: la buena voluntad y el deber 1.1.1. La buena voluntad La existencia de lo práctico en nosotros es algo, dirá Kant, que no necesita justificación alguna, puesto que hallamos en la experiencia moral de todos los hombres los datos que lo avalan: Este supuesto (que existan leyes prácticas) puede asumirlo razonablemente, no sólo acudiendo a las demos raciones de los moralistas más ilustres, sino al juicio ético de todo hombre que quiera concebir esa ley con claridad. (K. r. y., A-807/B-835) La pregunta que le corresponderá hacerse al filósofo no será si la moral es o no posible, sino cómo ella es posible. El punto de partida de su investigación es, por consiguiente, la experiencia moral, pero no la experiencia moral en su totalidad, sino sólo un elemento de la misma, el juicio moral. Como el juicio moral es un juicio humano que aparece en el seno de una conciencia en la que hay además inclinaciones y deseos sensibles, habrá que extraer el elemento propiamente moral implicado en él, el principio de la moralidad; analizarlo y descubrir sus condiciones de posibilidad con vistas a fundamentar nuestra dimensión práctica. Kant está convencido de que el análisis de la conciencia moral ordinaria bastará para establecer una verdad fundamental, a saber, que la única cosa buena en sí y sin restricción es la buena voluntad. De tal forma que si el hombre reflexiona profunda y sinceramente sobre lo que sea bueno, necesariamente se encontrará con que nada es bueno en este mundo, excepto una buena voluntad: Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. (F.M.C., p. 27) La buena voluntad se define por la sola bondad de nuestra disposición interna, al margen de toda consideración de la utilidad de los fines que nos propongamos alcanzar. Esto no significa que los actos cumplidos no tengan importancia y que sólo la intención cuente. La buena voluntad tiende con todas sus fuerzas a la realización del acto, y, por tanto, tendrá que pensar en los medios mejores para lograr el fin propuesto. Ahora bien, aunque la buena voluntad incluya el estudio y elección de los medios mejores, el valor de la acción residirá únicamente en la intención del sujeto que obra: la buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. (F. M. C., p. 28) La buena voluntad se convierte, de este modo, en el criterio último para juzgar todos los actos humanos. Ella es el valor absoluto de la moralidad, pues es el único bien en sí, pero es preciso, no obstante, asegurar- se de que no es un concepto ilusorio, para lo cual, acude Kant a puntos de vista finalistas. Sean cuales sean las razones que le llevaran a recurrir aquí a este tipo de demostración —cuando en otros momentos de su especulación filosófica considera que tal prueba carece de fuerza demostrativa suficiente — la argumentación que presenta es clara: si el hombre tuviese como objetivo primordial la felicidad podríamos lamentarnos de haber sido mal dotados por la naturaleza para lograr ese fin, puesto que para conseguir la deseada felicidad es mejor guía el instinto, que nos acerca a la naturaleza, que la razón , que nos aleja de ella. Sin embargo, si nuestra finalidad es alcanzar la moralidad y producir una buena voluntad, será la razón, y no el instinto, la encargada de realizarlo, lo cual está muy de acuerdo con nuestra propia constitución humana. 1.12. El deber Kant desviará el análisis de la buena voluntad hacia otro concepto: la noción de deber ‘, que precisará mejor los obstáculos y limitaciones que le son propios: el concepto de deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad. (F.M.C., p. 33) Parece evidente que no toda voluntad es buena necesariamente, sino que, por el contrario, mantiene una lucha eterna con las disposiciones naturales .La idea de deber, de obligación expresa precisamente la resistencia que la naturaleza del hombre opone al cumplimiento del deber. El grado máximo de moralidad será siempre el deber cumplido, no sólo sin ayuda de las inclinaciones, sino a pesar de ellas; y la buena voluntad, por tanto, aquella que obra por deber. Si, tal y como se ha dicho, la buena voluntad es el único criterio de valoración moral, en cuanto que éste reside en el motivo que nos impulsa a realizar la acción, y no en el propósito o fin que con ella pudiéramos alcanzar, al transcribir dicho criterio en términos de «deber», obtendremos la siguiente fórmula: «haz el bien, no por inclinación, sino por deber» (F. M. C., p. 36). Para explicar cómo es determinada la voluntad en las acciones realizadas por deber, acude Kant a dos conceptos: el de respeto y el de ley. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad, no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley, y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas las inclinaciones. (F.M.C., p. 39) a) La ley El deber es concebido como imponiéndonos una obediencia, la obediencia a una ley. Toda cosa en la naturaleza obra según leyes, pero sólo un ser razonable puede obrar según la representación de las leyes, esto es, sólo él tiene voluntad. El valor moral de una acción realizada por un ser dotado de voluntad residirá siempre en que el principio determinante de nuestra acción sea la representación de la ley por sí misma y no el efecto que de ella se espera. ¿Qué clase de norma, se pregunta Kant, ha de ser aquella que sin necesidad de considerar el efecto que de ella se espera ha de determinar a la voluntad? Esa ley, responderá, no puede expresar más que la universal legalidad de nuestras acciones que de modo único debe servir como principio a la voluntad, y adoptará la siguiente forma: yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. (F.M.C, p .41) He aquí la formulación de la ley moral. Ella es una ley práctica porque se refiere al querer, y es universal porque es válida para todo ser racional, aunque, como veremos, la forma de sumisión a ella no sea la misma para todos. b) El respeto A pesar de que la investigación kantiana pretenda, ante todo, desvelar el fundamento racional de nuestro obrar moral —ese concepto según el cual juzgamos como buenas las acciones—, nunca olvidó que el hombre, no sólo es racional, sino también sensible, y que, por tanto, es necesario reconocer la presencia de un cierto elemento irracional en nuestro obrar. La conciencia que el hombre tiene de un deber va siempre acompañada de un sentimiento, sea de adhesión o de agrado hacia lo bueno, sea de desagrado o repulsión hacia lo malo. Así, podemos decir, que si el principio determinante, el motivo mora1 de la buena voluntad era la obediencia al deber por el deber mismo, el móvil de la misma será un sentimiento, original engendrada por la sola representación de la ley, ligado únicamente a ella y no teniéndola mas que a ella por objeto. Este sentimiento se llama respeto de tal manera que la buena voluntad será una voluntad que obra por puro respeto hacia la ley: La necesidad de mis acciones por puro respeto hacia la ley practica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo. (F.M.C., p. 43) Resumiendo, podemos decir, que hasta aquí, el análisis de la conciencia moral, llevado a cabo en el primer capítulo de la F. M. C., nos ha servido para desvelar el concepto ideal de la moralidad que en ella subyace. Este análisis nos presentó a la buena voluntad como el bien moral absoluto, y nos mostró que el valor moral de una conducta no residía tanto en un obrar conforme al deber, sino sólo por deber. Querer o hacer algo por deber, implica que ese algo es una ley para la voluntad. Uniendo la universalidad de la ley al carácter constrictivo del deber obtuvimos el concepto de moralidad, la ley moral. Pero al filósofo que se enfrenta con el hecho moral no le basta con la constatación de ese concepto, ha de indagar además las condiciones que lo hagan posible o, lo que es lo mismo, habrá de buscar el principio que exprese ese concepto de la moralidad que subyace a la conciencia común de todos los hombres. Esta es la tarea del segundo capítulo de la F. M. C., que enunciará la autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad. 1.2. El imperativo categórico como principio de la moralidad Un ser exclusivamente racional, en el que la razón * determinase la voluntad inmediatamente, no escogería nunca más que lo que la razón considerase prácticamente necesario, es decir, bueno. Para un ser tal, la voluntad subjetiva, estaría siempre de acuerdo con la objetividad universal de la ley moral. La voluntad humana, sin embargo, aunque racional, está sometida a estímulos sensibles, es decir, a condiciones subjetivas que no siempre coinciden con las leyes objetivas, y, por tanto, el cumplimiento de la ley moral se le presenta a él como obligación, es una orden, un imperativo: De aquí que la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el «deber ser» no tiene aquí un lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; verbigracia, de la voluntad humana. (F.M.C., p. 61) Kant distingue entre los imperativos hipotéticos, que sólo declaran la acción prácticamente necesaria como medio para un fin, y los imperativos categóricos que representan una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria. El imperativo hipotético puede ser problemático o asertórico. El primero expresa la necesidad de una acción como o para un propósito posible. Son reglas de la habilidad que prescriben lo que ha de hacerse para conseguir un determinado fin que el hombre pueda proponerse, por ejemplo, los preceptos de las artes, de las ciencias, etc. El segundo tipo de imperativos hipotéticos, llamados también consejos de la prudencia, indican lo que debe hacerse para obtener un fin presuntamente puesto en todo ser humano, la felicidad * Son asertórico porque todos los hombres persiguen la felicidad, mientras que no todos buscan los mismos fines técnicamente definibles, como ocurría en los imperativos problemáticos. Siguen siendo, sin embargo, imperativos hipotéticos, puesto que mandan una acción no por si misma, sino en orden a la felicidad. Frente a los imperativos hipotéticos se encuentra el imperativo categórico, que al declarar la acción como incondicionalmente necesaria, será siempre apodíctico y constituirá los mandatos o leyes morales. Estas no hacen referencia a la materia de la acción ni tampoco al fin o resultado de la misma, sino sólo a la forma o a la intención de la que tal acción deriva. Sólo el imperativo categórico será moral, pues sólo él manifiesta una necesidad incondicionada: Hay un imperativo, que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad. (F.M. C., pp. 64-65) Si se niega el imperativo categórico, se niega, con él, el deber y la moralidad, pues lo único que éste hace es expresar el concepto de moralidad que subyace a la conciencia moral ordinaria. Una buena voluntad ha del conformarse a ese principio si realmente quiere ser una voluntad buena. El imperativo categórico es, por tanto, el principio supremo de la moralidad. 1.2.1. El Imperativo categórico: fórmula general La pregunta que le corresponde al filósofo es la de cómo los imperativos son posibles. En lo que respecta a los imperativos hipotéticos el problema se soluciona fácilmente al encontrarnos ante proposiciones claramente analíticas, de tal manera que si mi voluntad es racional, en la medida en que ella quiere el fin, quiere también los medios para llegar a él. Otra cosa bien distinta ocurre cuando queremos justificar el imperativo categórico. Es a la hora de preguntarnos cómo éste es posible, cuando surgen las dificultades, pues en este caso estamos, no ya ante una proposición analítica, sino ante una proposición a priori y sintética. A priori, por cuanto que no se deriva de ninguna experiencia, sino que es lógicamente anterior a ella, y la juzga; y sintética, porque liga un querer, no a su propio contenido, sino a una ley de la razón. La cuestión que habrá que resolver ahora, es semejante a la planteada en la K. r. V: habrá que saber cómo son posibles los juicios sintéticos a priori, para desde ahí elevarnos hasta sus condiciones de posibilidad. En la primera Crítica, la ciencia avalaba la existencia de tales juicios y la tarea del filósofo se reducía a descifrar sus condiciones de posibilidad. No es éste el caso de la moral, puesto que se desconoce el hecho de que haya habido en el mundo, alguna vez, un solo acto moral verdaderamente cumplido. No se tiene experiencia de la moralidad como se la tenía de la ciencia; por el contrario, sólo se tiene experiencia del juicio moral, que declara a la buena voluntad, a la acción cumplida por deber, como la única cosa buena; pero de aquí no es posible pasar a concluir que ésta exista realmente, pues pudiera muy bien ocurrir que fuese una quimera. Para fundar la moral será necesario mostrar que el imperativo categórico que expresa el concepto de buena voluntad, como ideal de la moralidad, puede realmente ordenar nuestras acciones. En este ámbito, no basta con buscar la posibilidad del imperativo para explicarlo, sino para establecerlo, siendo, pues, imprescindible, antes de preguntarse si el imperativo categórico, como juicio sintético a priori es posible, establecer las fórmulas que adopta para mandar en la acción humana. Quizá podamos, piensa Kant, a partir del concepto de imperativo categórico deducir la fórmula del ti mismo y afirmar así la existencia de éste como juicio sintético a priori de la moral: ensayamos primero a ver si el mero concepto de un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula del mismo, que obtenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico, pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto. (F.M.C., p.71) Del concepto de imperativo hipotético no puede extraerse la regla de los mismos, puesto que no se sabe de antemano lo que contiene, estando sus mandatos determinados por la condición de que depende, mientras que, por el contrario, cuando se piensa un imperativo categórico, se tiene clara noticia de su contenido y, por tanto, es posible extraer de él su fórmula. El concepto de imperativo categórico no contiene más que la ley, que manda incondicionadamente, y la necesidad de la máxima de conformarse a dicha ley. Una ley que manda incondicionalmente no puede ser planteada más que con independencia de todo contenido; ella es pura forma, única y universal. El imperativo categórico nos ordena, entonces, según su concepto, cumplir nuestras acciones, ordenar nuestras máximas, sin ninguna otra representación que la de la ley, y la fórmula que adopta, es la siguiente: «obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal» (F. M. C., p. 72). 1.2.2. El Imperativo categórico: fórmulas derivadas De esa fórmula general deducirá Kant tres fórmulas derivadas, pero que no son sino expresiones diversificadas de un único imperativo categórico. Con ellas intentará acercar la ley moral, que es una idea de la razón y, por tanto, se halla en la región puramente inteligible y noumenal, a nosotros, seres que además de miembros del mundo suprasensible participamos también del mundo sensible y fenoménico. En definitiva, se trata de hacer esa ley más asequible a los hombres, comprometiéndola con la naturaleza y con la acción: Las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos. Sin embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda es más subjetiva que objetivamente práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición (según cierta analogía), y, por ello, al sentimiento. (F.M.C., pp. 94-95) La primera fórmula derivada del imperativo categórico dice: «Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza » (F. M. C., p. 73). Está todavía muy cerca de la anterior, y lo único que pretende es orientarla hacia la inserción de la acción humana en una naturaleza entendida como un sistema de objetos regidos por leyes universales y necesarias, pues sólo una naturaleza de este tipo puede ser racionalmente querida. La segunda fórmula reza así: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio» (F. M. C., página 84). Esto quiere decir que para que el imperativo categórico sea posible es obligado considerar al hombre como fin en sí mismo. Sabemos que la voluntad es la facultad de obrar según fines, es decir, que ella no puede querer en vano, sino que siempre ha de querer alguna cosa. Pero ya vimos que querer alguna cosa no es lo propio de la moralidad, pues todos los seres de la naturaleza, todos los objetos materiales no son más que medios al servicio de las inclinaciones, cosas, nunca fines en sí. Sólo las personas, es decir, los seres razonables existen como fines en sí y no sólo como medios. Evidentemente, dado que el hombre es también un ser sensible, puede servir, asimismo, como medio, pero Kant insiste en que, en todo caso, no debe ser tratado simplemente como tal, sino, al mismo tiempo, siempre como fin. Cuando Kant se refiere al hombre como fin en sí mismo, el término fin no es aquí utilizado como fin que ha de realizarse, sino como fin que debe ser respetado. Ahora bien, teniendo en cuenta que el fundamento de la legislación universal se halla, por un lado, objetivamente, en la forma de la legislación universal que hace de ella una ley y, por otro, subjetivamente, en el fin; está claro que elegir como fin el resto de los hombres supone elegir como principio de la acción obedecer sólo a la ley moral. La forma que adopta aquí el imperativo categórico no viene, por consiguiente, a decir algo sustancialmente distinto a lo que decía la primera, sino a clarificar aún más aquélla y a preparar el camino para una nueva formulación del mismo, que será la que mejor exprese el significado o esencia del imperativo, y que dice así: «obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal» (F. M. C., p. 96). Esta última fórmula enuncia la autonomía como principio fundamental de la moralidad y no significa otra cosa que la afirmación de la racionalidad de la ley. La ley es obra de la razón sólo en tanto que es razonable, la voluntad es autónoma. Autonomía no es, entonces, ausencia de ley, sino al contrario, racionalidad propia de la ley. Comprendemos ahora que si el imperativo categórico ha de ser posible, tendrá que ordenarnos obrar de manera que nuestra voluntad pueda considerarse siempre como siendo ella misma legisladora de la ley universal a la que se somete. La autonomía atribuida por Kant, no simplemente al hombre, sino a la voluntad de todos los seres razonables, presenta también ante nosotros la idea de un reino de los fines: El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones, desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines. (F.M.C., p. 90) Entendiendo por reino el enlace sistemático de los seres racionales por leyes comunes, y, sabiendo que todos los seres están sujetos a la ley de que cada uno de ellos ha de tratarse a sí mismo y a los demás, no como simple medio, sino como fin en sí mismo, el reino de los fines será el reino de los seres racionales que son fines en sí. Todo hombre puede pensarse, como miembro de ese reino, a la vez legislador y sujeto de sus leyes. Para ser sólo legislador, para ser jefe en el reino de los fines, tendría que ser una voluntad santa, una voluntad que no estuviera, como la humana, sometida al deber. En ese reino, dice Kant, todo tiene un precio o una dignidad: lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, un precio de afecto; sin embargo, aquello que hace que una cosa sea un fin en sí mismo, no tendrá jamás un valor de medio —un valor relativo o precio—, sino un valor de fin; tendrá lo que se llama dignidad. La humanidad, en cuanto capaz de moralidad, tiene una dignidad, y el principio de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza razonable no es otro que la autonomía: La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. (F.M.C., p. 94) 1.2.3. La autonomía como principio supremo de la moralidad. Crítica kantiana a las éticas heterónomas La fórmula de la autonomía es la que mejor expresa del imperativo categórico porque clarifica, a la vez que amplía, el contenido de las anteriores. En efecto, según ella, si el ser razonable no debe obrar más que de acuerdo con leyes universalizables que puedan constituir, por ello, una naturaleza; y, si además, ese ser ha de tratarse y ser tratado como fin en sí mismo, no puede, sin incurrir en contradicción, estar simplemente servicio de la ley universal, puesto que entonces no sería más que un simple medio. Se impone, por tanto, que quede salvaguardada su dignidad de fin, el sea, al mismo tiempo, legislador y servidor de la ley. La autonomía es el concepto clave de la moralidad, que, a partir de esta noción, pueden comprenderse todos los conceptos morales fundamentales. Veámoslo. La acción que pueda ponerse de acuerdo con la autonomía de la voluntad será una acción permitida, mientras aquellas otras acciones que repugnen a la autonomía se convierten inmediatamente en acciones prohibidas. La voluntad en la que las máximas coinciden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena; mientras que la dependencia de nuestra voluntad humana finita al principio de la autonomía es la obligación, y la necesidad objetiva de una acción fundada en la obligación, ya vimos que era el deber Por último, el respeto que provocaba en nosotros la sumisión al deber aparece como la dignidad de la humanidad, en tanto que ella es sujeto de la moralidad. No puede extrañarnos ahora que Kant considere la noción de autonomía como el principio supremo de la moralidad: Pero por medio de un simple análisis de los conceptos de moralidad, sí puede muy bien mostrarse que el citado principio de la autonomía es el único principio de la moral. Pues de esa manera se halla, que su principio debe ser un imperativo categórico, el cual, empero, no manda ni más ni menos que esa autonomía justamente. (F.M.C., pp. 101-102) Además de ser el principio supremo de la moralidad, la autonomía le sirve a Kant para explicar por qué las morales anteriores a él han fracasado. Aunque al final del capítulo II de la F. M. C. se dedique un epígrafe especial a este problema, será en la K. r. y., concretamente en los dos primeros teoremas de la obra, donde se realice un estudio más detallado de esta cuestión. Acudimos a aquellas páginas para aclarar este asunto, en razón de la mayor profundidad con que en ellas es tratado. Por principios prácticos debe entenderse, según la K. p. V., todas las proposiciones que contienen un conjunto de reglas para la determinación de la voluntad, y que se agrupan en dos grandes bloques: principios materiales y principios formales. A la primera clase pertenecen todos aquellos principios y teorías de la moralidad defendidos por los distintos sistemas filosóficos, contra los que va a ir dirigida la crítica kantiana. Dice así el Teorema III de la K. p. V.: Todos los principios prácticos que suponen un objeto (materia) de la facultad de desear como fundamento o determinación de la voluntad, son todos ellos empíricos y no pueden proporcionar ley práctica alguna. (K.p.V., p. 36) Los principios materiales ponen como fundamento de determinación de la voluntad la representación de la realidad de un objeto; y un objeto no puede ser principio de determinación más que si el sujeto, por la representación que tiene de él, consigue sentir placer al realizarlo. El placer o el dolor es de tal naturaleza que no es posible determinarlo a priori, sino que, hay que acudir a la experiencia para comprobarlo. Precisamente por ser empíricos los principios materiales no pueden suministrar leyes prácticas, puesto que una ley, para ser tal, debe poseer una necesidad objetiva fundada a priori. La crítica de las éticas materiales descansa, por lo tanto, en el carácter empírico de sus principios, y no en la teoría del placer sobre la que se apoyan. Kant quiere encontrar un fundamento racional, a priori, para la moral, y, por ello tendrá que rechazar aquellas doctrinas cuyos principios se apoyen en un hecho que es siempre empírico y, por consiguiente, a posteriori. El que ese principio sea el placer es irrelevante, ya que cualquier sentimiento sería igualmente inútil para un proyecto como el kantiano. Todos los principios materiales son, entonces, de una y la misma clase; todos ellos poseen esa característica común de la que se ha hablado: están apoyados en la relación de la representación al sujeto; en definitiva, en un sentimiento. Ahora bien, como la conciencia de la satisfacción que acompaña constantemente a los actos de la existencia se llama felicidad , y como la búsqueda e la felicidad tiene como regla el amor a sí mismo se puede concluir que todos los principios prácticos materiales se enmarcan, en el principio general del amor a sí mismo o de la felicidad propia. Tales principios no pueden explicar la verdadera esencia del obrar moral porque pertenecen todos al principio de la heteronomía de la voluntad. Es decir, en ellos el principio que mueve a la voluntad le viene dado desde fuera por algo ajeno a su propia racionalidad por una inclinación hacia el objeto expresada en un deseo inmediato. Solo un principio puramente formal puede dar razón de la idea de autonomía como principio supremo de la mora1idad: La voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo categórico, quedará, pues, indeterminada respecto de todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general, como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin que intervenga como fundamento ningún impulso e interés. (F. M. C., pp. lO7-lO8) La descripción de la conciencia moral, realizado en e segundo capítulo de la F. M. C., nos ha enseñado el concepto de moralidad, la ley moral, sólo puede expresarse bajo la forma del imperativo categórico y que la autonomía pone perfectamente de manifiesto la esencia de ese imperativo. De tal manera que para evitar que la moralidad quede convertida en una simple quimera, habrá que admitir la autonomía como su principio. En suma, hemos establecido, a través del análisis del concepto de «imperativo», las fórmulas del mismo, pero todavía no hemos descubierto sus condiciones de posibilidad. Para realizar semejante tarea no podeos servirnos del método de análisis, pues de lo que ahora se trata es de averiguar si hay un posible uso sintético de la razón pura práctica que confirme su necesidad como principio a priori. 1.3. El Imperativo categórico y la libertad: primer paso hacia una fundamentación de la moral En el capítulo final de la F. M. C., titulado Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica, Kant se propone justificar el imperativo categórico como principio supremo de la moralidad. Será una demostración indirecta de dicho principio, puesto que aquello que primariamente se pretende mostrar en estas páginas es la realidad de la libertad. ¿Por qué? Porque dado que de la última formulación del imperativo categórico, la de la autonomía de la voluntad, se concluye la identidad entre la libertad y 1a moralidad, es posible, entonces, a través de la demostración de la realidad de aquélla, confirmar la realidad de ésta. 1.3.1. Autonomía y libertad La noción de autonomía, como independencia respecto de los objetos de deseo, quedaba comprendida plenamente al contraponerla a la heteronomía, como clave de los principios materiales. Pero autonomía quiere decir también autodeterminación de la voluntad. Para precisar el sentido estricto de «autonomía», recurre Kant a la idea de libertad. ¿Qué puede ser, pues, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es, propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? (F.M.C., p. 112) La voluntad es una especie de causalidad, y la esencia de toda causalidad es la legalidad. Pues bien, si “ley” es sinónimo de determinismo, y, en consecuencia, de ausencia de libertad, y, si la voluntad está determinada por leyes, parece, entonces, que, de ningún modo, podría ser libre. No obstante, el concepto de autonomía viene a salvar esta dificultad. Ya se definió, en el apartado anterior este concepto como la capacidad que tiene la voluntad de obrar al margen de los estímulos de sensibilidad y de producir objetos sin que una causa externa le impulse a ello. Pero he aquí, precisamente, la definición de libertad trascendental expresada en la tercera Antinomia de la K. r. V. (A-449/B-447). Por tanto, la autonomía se identifica, así, con esa libertad trascendental, gracias a lo cual, comprobamos que junto a la causalidadnecesidad propia de la naturaleza, es posible pensar otro tipo de causalidad, la causalidad por libertad, exclusiva de la voluntad de los seres razonables. Así pues, la libertad de la voluntad no significa ausencia de toda ley, sino que, muy al contrario, debe entenderse como la sujeción de la voluntad a su propia ley, a la que ella se dicta a sí misma. Decir, entonces, de la voluntad que es libre equivale a formular de otra manera el principio de la autonomía: voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa. Si, pues, se supone libertad de la voluntad, síguese la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto. (F.M.C., p. 112) La identidad existente entre la autonomía y la libertad pone de manifiesto el carácter de principio sintético a priori que tiene el imperativo categórico. La autonomía ordena a una voluntad finita —no plenamente racional—, que, para hacerse buena, obre según máximas que puedan universalizarse, es decir, obre moralmente. Dicho principio es sintético porque el concepto de buena voluntad de una voluntad finita no implica necesariamente que tal voluntad haya de consistir, precisamente, en obrar según máximas universalizables. Las proposiciones sintéticas sólo son posibles cuando dos conceptos quedan unidos por un tercero. En este caso, es el concepto de libertad el que une a la noción de voluntad buena el de voluntad autónoma. La libertad no es una propiedad exclusiva de nuestra voluntad, sino que ha de atribuírsela a todos los seres racionales. Esta idea posee una validez indiscutible como concepto práctico, aun antes de que su existencia pueda ser demostrada, ya que al pensar en un ser como racional y dotado de voluntad habrá que conferirle la mencionada propiedad: el obrar moralmente. La presente afirmación significa que aunque la razón teórica no pueda alcanzar una demostración de ese concepto, la razón práctica tiene que suponer siempre su realidad práctica, puesto que la actividad racional exige necesariamente la libertad. Saber que la libertad es un supuesto necesario de la razón pura práctica sirve, piensa Kant, para garantizar la validez de las leyes de la libertad, mas no la posibilidad de esas leyes y de su principio supremo; es decir, no es suficiente para contestar la pregunta acerca de la necesidad de su obligatoriedad, expresada en los siguientes términos: ¿Por qué la ley moral obliga?: Parece, pues, como si en la idea de libertad supusiéramos propiamente la ley moral, a saber: el principio mismo de la autonomía de la voluntad, sin poder demostrar por si misma su realidad, y entonces habríamos sin duda ganado algo importante, por haber determinado al menos el principio legítimo con mas precisión de lo que suele acontecer; pero, en cambio, por lo que toca a su validez y a la necesidad práctica de someterse a él, no habríamos avanzado un paso. (F. M. C., p. 116) 1.32. La distinción mundo sensible-mundo inteligible como clave de la demostración de la libertad y de la moralidad Es indispensable, por tanto, demostrar la realidad de la libertad para desde ella inferir la validez del principio supremo de la moralidad. Ahora bien, resulta que el análisis de la conciencia moral hasta aquí realizado es revelador de que en un primer momento se fundamenta la libertad en la moralidad para después fundamentar la moralidad en la libertad. Si libertad y moralidad son conceptos intercambiables es evidente que no es lícito usar el uno para justificar el otro, y viceversa. Estamos, pues ante lo que llama Kant un “circulo vicioso”, al que será preciso dar solución: Muéstrase aquí —hay que confesarlo francamente—una especie de círculo vicioso, del cual, al parecer, no hay manera de salir. Nos consideramos como libres en el orden de las causas eficientes, para pensarnos sometidos a las leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad. (F.M.C., p. 117) La solución propuesta consiste en considerar que el hombre, en cuanto perteneciente al mundo sensible, obedece a las leyes de la naturaleza, pero en cuanto perteneciente al mundo inteligible —como noúmeno —, obedece a las leyes autónomas basadas únicamente en la razón. De este modo, el círculo desaparece: la libertad ya no es demostrada por la autonomía, y la autonomía por la libertad, sino que ambas ahora se deducen de la idea de nuestra naturaleza inteligible. La presente distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible descansa en la necesidad de una doble comprensión de nuestro yo: como yo empírico y como yo inteligible. De acuerdo con esta última, el hombre se aprehende a sí mismo como pura actividad racional y se distingue radicalmente de la pasividad que manifiesta el yo empírico, puramente fenoménico. Esta doble dimensión de nuestra conciencia refleja perfectamente la diferencia que existe entre la razón y la pasividad de los sentidos, diferencia que hasta el entendimiento común es capaz de captar. El hombre sabe que algo en él es pura actividad y ese algo no es otra cosa que su razón. Dicha actividad racional de la que tenemos conciencia inmediata supone la atribución a la razón de una libre espontaneidad en la producción de sus ideas. Es decir, el hombre, en cuanto reconoce en sí esa actividad ha de considerarse como inteligencia y, por tanto, dotado de la libertad que toda condición racional exige. Es, en definitiva, esa conciencia que el hombre tiene de si mismo como inteligencia la que le permite pensarse como miembro de dos mundos: sensible e inteligible. Por todo lo cual, un ser racional debe considerarse a sí mismo como inteligencia (esto es, no por la parte de sus potencias inferiores) y como perteneciente, no al mundo sensible, sino al inteligible; por tanto, tiene dos puntos de vista desde los cuales puede considerarse a sí mismo y conocer leyes del uso de sus fuerzas y, por consiguiente, de todas sus acciones. (F.M.C., p. 120,) La participación del hombre de estos dos mundos explica la condición de posibilidad de la libertad y de la validez para el hombre de las leyes morales. La única manera de pensar la libertad en el hombre es atribuírsela a una facultad puramente inteligible más allá del mundo fenoménico. Además, como, por otro lado, la libertad de la voluntad es sinónimo de autonomía y, consiguientemente, condición de posibilidad de la moralidad, sólo si el ser humano es capaz de aprehender a la vez su yo como inteligencia y sensibilidad, podrá, entonces, considerarse libre y sentirse obligado por leyes morales. Así pues, de esta manera se rompe el nombrado círculo vicioso que surge al concluir de la libertad la moralidad, y de ésta la ley moral: Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero, si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo, al mundo inteligible también. (F.M.C., p. 121) ¿Cómo es posible el imperativo categórico? Hasta aquí se ha demostrado la realidad de la libertad como una suposición necesaria de la moralidad y, por tanto, de todo ser dotado de razón: decir que la voluntad de un ser racional es libre, es decir que ella actúa según leyes puramente racionales, según leyes morales. Pero con ello no se ha dado respuesta todavía a la pregunta de cómo es posible el imperativo; no se ha explicado cómo se efectúa la síntesis entre la voluntad buena y la autonomía. De nuevo será la pertenencia del hombre a los dos mundos señalados lo que permita comprender por qué la ley moral obliga, o lo que es lo mismo, cómo es posible la moralidad. Como miembro del mundo inteligible, las acciones del hombre estarán de acuerdo con el principio de la autonomía; como miembro del mundo sensible, se regirán por la heteronomía propia de la naturaleza. Pero, dado que el hombre pertenece a ambos mundos y que el inteligible contiene la base del sensible, las leyes de aquél se le presentan como obligatorias a la voluntad de un ser afectado también por inclinaciones y deseos sensibles. Por consiguiente, concluirá Kant, la conciencia del deber —la obligación implícita en el imperativo categórico— exige como condición la dualidad de mundos y la idea de mundo inteligible es la que le permite realizar la síntesis entre la buena voluntad y la autonomía expresada en el imperativo categórico: Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mis acciones deben ser conformes a la dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad, pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón. (F. M. C., p. 123) El concepto de mundo inteligible ha sido de gran utilidad para demostrar la realidad de la libertad y, por ende, para confirmar la validez del principio de la moralidad, el imperativo categórico. Ahora bien, tal concepto es sólo un punto de vista, dice Kant, que la razón ha de considerar para verse a sí misma como capaz de pensar otro orden distinto al de la causalidad mecánica del mundo fenoménico, el orden moral, regido por el principio de la autonomía de la voluntad, de libertad. La razón, reflexionando sobre sí misma, se da cuenta de que la libertad es un presupuesto de su propia actividad, pero no puede pretender explicar cómo dicha libertad es posible. Toda explicación es privilegio de las leyes de la naturaleza, mientras que la libertad no es más que una idea que es imposible aspirar a conocer porque no hallamos ningún ejemplo de ella en la experiencia. Tendrá que ser admitida, pues, como una suposición necesaria de toda voluntad racional. Así, de la misma manera que no puede conocerse cómo es posible la libertad, tampoco se esperará saber como puede la razón pura ser práctica. Esta cuestión le obliga a Kant a plantearse los límites de su propio proyecto de justificación del imperativo categórico. La pregunta de cómo es posible el imperativo categórico, lleva implícitas dos cuestiones: la primera, relativa a su validez y la segunda, referente a las condiciones de posibilidad de esa validez. Sólo para la primera de ellas se ha encontrado solución. En efecto, la deducción de la idea de libertad explica la validez de la ley práctica objetiva expresada en el imperativo categórico, pero es insuficiente para ofrecer fundadas razones acerca de por qué ese principio adopta la forma constrictiva. Semejante modo de proceder, piensa Kant, no debe ser atribuido a una deficiencia que pudiera imputársele a su propia deducción del principio de moralidad, sino que sólo, en todo caso, cabría hacerle un reproche a nuestra razón por saberse obligada y ser incapaz, a pesar de ello, de explicar por qué lo está: Así, pues, la pregunta de cómo un imperativo categórico sea posible puede, sin duda, ser contestada en el sentido de que puede indicarse la única suposición bajo la cual es posible, a saber: la idea de la libertad, y asimismo en el sentido de que puede conocerse la necesidad de esta suposición, todo lo cual es suficiente para el uso práctico de la razón, es decir para convencer de la validez de tal imperativo y, por ende, también de la ley moral; pero cómo sea posible esa suposición misma, es cosa que ninguna razón humana pueda conocer. Pero si suponemos la libertad de la voluntad de una inteligencia, es consecuencia necesaria la autonomía de la misma como condición formal bajo la cual tan sólo puede ser determinada. (F. M. C., p. 134) 1.3.3. Reflexiones finales Evidentemente, la justificación del imperativo categórico presentado en el último capítulo de la F. M. C. está sentando las bases de una fundamentación de la moral, hecho por el que algunos comentaristas han querido ver en ella un esbozo de lo que más tarde sería la K. p.V. Sin embargo, el que Kant elabore una K. p. V. en la que afronta este asunto de manera muy diferente nos hace que la solución aquí propuesta no le convenció por mucho tiempo. Quizá convenga señalar algunas de las insuficiencias que podrían haberle inducido a un replanteamiento de su pensamiento a este respecto. La noción de mundo inteligible a la que acudía para demostrar que la libertad era una suposición necesaria de la moralidad y que, por tanto, habría de servir también para explicar las condiciones de posibilidad del imperativo categórico como juicio sintético a priori, no era más que una idea. Resulta difícil pensar que una mera idea pueda realizar la síntesis entre los dos términos que incluía el imperativo categórico —la buena voluntad y la voluntad autónoma—, y afirmar que puesto que la síntesis es posible, el juicio que la expresa es real. Más bien, creemos que lo que se ha logrado en la F.M. C. es admitir que no hay contradicción entre el hecho de que el hombre se piense fenoménicamente determinado y el de que se considere libre, desde el punto de vista noumenal. Pero con esto sólo habríamos llegado a establecer que el imperativo categórico es posible, puesto que su condición, la libertad o el mundo inteligible en el que ella se da, es también sólo posible. La descripción de la conciencia moral, que se presenta en la F. M. C., habría establecido correctamente la fórmula del principio moral, pero la justificación que del mismo se ha dado resulta insuficiente. En definitiva, la fundamentación de la moral se hará efectiva exclusivamente cuando el principio de la moralidad, la ley moral, sea deducido de una facultad a priori de la razón, es decir, de la razón pura, en cuanto que ella es específicamente práctica, y cuando su condición de posibilidad, la libertad, haya mostrado efectivamente su realidad práctica. Y esta tarea exige una Crítica de la razón práctica.