¿Se deben reconstruir las Torres Gemelas?

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¿Se deben reconstruir las Torres Gemelas?
El 14 de julio de 1902, un fallo en la cimentación produjo la ruina y
definitivo colapso de uno de los edificios más bellos de Venecia: Il
Campanile de la Plaza de San Marcos. La torre medieval, mil veces pintada
por los artistas, desapareció en breves momentos. Se conservan algunas
fotos de época, con Il Campanile reducido a una montaña de piedras,
cascotes y polvo. Esas fotos, hasta hace unos meses, eran el mejor
testimonio de la fragilidad de las construcciones humanas. Hoy día, esas
imágenes han sido superadas por la fuerza visual de las distintas fases de
destrucción del World Trade Center.
La semejanza de estos dos edificios es bastante significativa. Ambos
se abrían al mar, caracterizando el perfil de sus respectivas ciudades, a la
vez que eran objeto de admiración de miles de turistas que procuraban
llevarse como recuerdo la imagen de su silueta en pintura, grabado o
fotografía.
La analogía podría ampliarse. La república de Venecia, al igual que
el Nueva York de nuestros días, fue el principal centro financiero de la
Europa del siglo XV . Los viajeros que accedían a la ciudad por barco se
encontraban, al llegar a su plaza principal, con impresionantes edificios: Il
Campanile, el Palacio Ducal, la Biblioteca de Sansovino, y la Basílica de
San Marcos. Las vedutas de Canaletto y Guardi nos muestran cómo por sus
calles, plazas y canales se aglomeraban personas de toda Europa:
comerciantes ingleses y aragoneses; banqueros, nobles y eclesiásticos;
embajadores de todas las cortes de la cristiandad; y una minoría de
personas de oriente, turcos y árabes que llegaban a Venecia para
intercambiar sus riquezas y mercancías. Cabría afirmar que Venecia fue, en
su día, la Manhattan del viejo continente.
Pues bien, ¿cuál fue la decisión sobre Il Campanile? Tras alguna
breve polémica, ya que las nuevas teorías de la restauración se comenzaban
a extender entre los eruditos, se decidió reconstruir el edificio con la mayor
exactitud. Un siglo después, pocos saben que esa atalaya a la que suben
para poder contemplar y fotografiar la ciudad de Venecia desde lo alto, no
es otra cosa que una falsificación.
Hoy no se hubiera podido reedificar el edificio derruido. Los nuevos
criterios para la restauración de monumentos, las distintas legislaciones
sobre la protección del patrimonio, y la famosa Carta del Restauro, firmada
precisamente en Venecia el año 1966, impedirían la reconstrucción del
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Campanile, ya que supondría un engaño respecto a la vida del edificio y a
la historia del monumento.
Con estos mismos criterios, tampoco sería lícito reconstruir las
Torres Gemelas. De producirse, ese intento sería un fraude a la memoria
histórica colectiva de lo acaecido el 11 de septiembre. Lo legítimo sería
dejar un gran vacío, una huella o una fractura en el tejido de Manhattan,
incluso conservando algo de su ruina como testimonio de la circunstancia
histórica de su desaparición. Nos bastaría con contemplar el lugar para
evocar la tragedia narrada centenares de veces en la televisión, los
periódicos y las revistas. Tenemos ejemplos análogos de tragedias
recientes; podemos recordar, por la similitud que guarda con el brutal
atentado terrorista a los Estados Unidos, el ataque sorpresa japonés sobre
Pearl Harbour el 7 de diciembre de 1941. El Arizona, aún yace en la bahía,
a pocos metros de profundidad, como un monumento a los 1177 hombres
que perecieron cuando el acorazado hizo explosión.
Hasta aquí los criterios de la restauración. Pero con todo, existen
otros parámetros que también serían de meditar. Los antiguos romanos
tenían en sus leyes un castigo denominado damnatio memoriae. No bastaba
con matar al enemigo; había que hacer desaparecer todo recuerdo de él. Los
terroristas, al golpear certeramente sobre el World Trade Center, también
se propusieron dañar la memoria colectiva del orgullo financiero de los
Estados Unidos. ¿No sería legítimo, con el fin de desbaratar sus siniestros
planes, devolver las dos Torres Gemelas a su estado original?
Algo similar sucedió durante la segunda guerra mundial. Hitler
también sentenció a Varsovia a la damnatio memoriae. Y resulta
conmovedor escuchar, cuando visitamos la ciudad, los relatos que cuentan
cómo los polacos, al acabar la guerra, y cuando apenas tenían para
sobrevivir, se empeñaron en reconstruir su centro histórico según su
apariencia original. Hoy día puede ser que los puristas vean esos edificios
como una falsificación arquitectónica; pero para la inmensa mayoría
constituyen el mejor monumento de un pueblo que, en los días de mayor
postración, resurgió de las ruinas para reconstruir su conciencia nacional.
La lección de Varsovia, y de otras ciudades del Este, nos muestra que
con los criterios y leyes de la restauración de monumentos arquitectónicos
nuestra memoria histórica de los edificios del pasado sería mucho menor.
La ciudad de Colonia levantó de nuevo todas sus iglesias románicas y
torres medievales, tras la destrucción por las bombas de los aliados. Incluso
la ciudad de Dresde, con la unificación alemana, ha decidido volver a
reconstruir la iglesia barroca de la Frauenkirche, que durante más de
cincuenta años no fue más que una montaña de ruinas. Y por poner un
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ejemplo de nuestro país; durante la revolución de octubre de 1934 se
destruyó la torre flamígera y la Cámara Santa de la catedral de Oviedo.
Tras el conflicto, se reconstruyó con todo cuidado el conjunto catedralicio.
¿Hubiera sido mejor dejar la torre desmochada y la Cámara Santa,
santuario de la monarquía asturiana, reducida a unas valiosas ruinas?
No creo en los criterios cerrados y universales. Cada caso es único y
responde a sus peculiares circunstancias históricas y artísticas. ¿Qué hacer
con las Torres Gemelas? Atendiendo a sus cualidades arquitectónicas,
habría que decir que su principal valor era el sutil dibujo de su silueta en el
skyline de la ciudad. Las mejores fotos nos las muestran como dos
monolitos, de finos perfiles y transparente piel, que emergían rectas, muy
rectas, con sus 417 metros de altura, sobre la planicie del bajo Manhattan.
En cuanto a su valor edilicio, los edificios de Minoru Yamasaki no
eran unas obras maestras. Su autor, un competente profesional de la
arquitectura, tampoco pasará a las páginas de la historia del arte. Cuando
finalizó su construcción, en 1973, las Torres Gemelas fueron los dos
edificios más altos del mundo. Pero su orgullo fue muy efímero: dos años
más tarde, la Sears Tower de Chicago se llevó este galardón.
Competir en altura ya no es uno de los objetivos de la arquitectura
contemporánea. Tan sólo algunos países asiáticos, en su deseo de emular a
las potencias financieras occidentales, se afanan en erigir rascacielos cada
vez más altos. Sus condiciones de hábitat humano y de confort ambiental
desaconsejan su construcción. Los actuales modos de vida, el trabajo cada
vez mayor en oficinas virtuales a través de Internet, los hacen
completamente innecesarios.
Y, si se reconstruyeran: ¿qué estabilidad emocional tendrían
aquellos que tuvieran que trabajar en los últimos de sus 110 pisos? El
siniestro ejemplo de Bin Laden y su posible emulación ¿no serían una
tentación para los paranoicos y terroristas de todo el mundo? Mientras
hubiera terroristas –y es muy probable que siempre los haya, y cada vez
con mayor poder de destrucción– no creo oportuna la construcción de las
Torres Gemelas, con su aspecto original o con un nuevo diseño. Y en
cuanto a la operación inmobiliaria, no es seguro que los antiguos
propietarios –las autoridades portuarias de Nueva York y Nueva Jersey–
estuvieran del todo convencidas de su éxito.
En el World Trade Center no existe el peligro de la damnatio
memoriae. Las imágenes televisadas a todo el planeta de los dos impactos,
las torres ardiendo, la gente arrojándose al vacío, y su derrumbe a cámara
lenta, como un frágil castillo de naipes, tienen una potencia visual
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infinitamente mayor que la de los edificios reconstruidos. Nos es suficiente
el recuerdo y la memoria histórica recogida en aquellas imágenes. Unas
imágenes que han venido a reflejar, ya para siempre, las inseguridades y
temores del hombre moderno a comienzo del siglo XXI.
Quizá lo más prudente sea dejar ese vacío como un espacio para la
reflexión, el recuerdo y la libertad, presidido por un monumento
conmemorativo o alguna clase de Memorial Center. Hasta entonces, unos
inmensos haces de luz podrían volver a recrear de forma inmaterial la
silueta de ambas torres. En cualquier caso, un concurso internacional entre
artistas y arquitectos podría ofrecernos inmejorables respuestas a nuestra
pregunta: ¿Qué hacer con las Torres Gemelas?
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Carlos Montes Serrano es arquitecto, catedrático y antiguo Director de la
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad de Valladolid.
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