kaf 01 [ 71 tengo la boca llena de viejas ceremonias Valeria Andelique anoche encontré un eclipse en mi lámpara rota hace años. Cuando cierro los ojos algo se arremolina con espasmos, es la sombra maestra que abre. Tengo miedo de encender la luz y verte deshecho a mi lado, musitando una música de muerto lúcido. Me distraigo del centro que me habita, sólo para que mis anhelos se realicen en su traspié diario. La manta de todos los colores cae. No había instrumentos de silencio Valeria Andelique no había hojas de muerto marcando los lugares del drama sonreíste en medio de tus violados espejos del espasmo. Sonreíste detrás de mi rostro caído... fue un bautismo de lágrima corrompiendo los umbrales una monja loca que rasgaba las ropas. un silencio insecto, un gusano de obediencia un silencio con patas de araña, con sus membranas de muda inspiración y un hálito de extática que cerraba las puertas. un nene vuelto su otro. nada de palabras, solo trastos de bullicio, rastros de piedad. Pero tu sonrisa estaba lejos del sitio del crimen y nadie sospechó, nadie acusó a la luz por sus hirientes ojos ni a un ave de arena perdida y reencontrada. un fruto perfecto. un crimen perfecto, detrás de los telones se devoraban a mi amado, que no eras. kaf 01 [ 72 El agitador Gonzalo Geller Esto me pasó varias veces. Yo venía caminando por la peatonal, mirando vidrieras, y, digamos, pensando en la vida, o en algo parecido. Entonces –con ligeras variantes– un mimo me interrumpía el paso, agarrándome bien fuerte de los hombros, y mirándome con una expresión entre febril y desesperada. —Hay que cambiar al mundo. —¿Cómo?, le pregunté. —No sé. Afloja la presión en mis hombros. —No lo había pensado. —¡Pero no hay tiempo para pensarlo! —Pero entonces, ¿cómo...? —No sé. No hay tiempo. ¡Hay que cambiar el mundo! Entonces, invariablemente, un policía interrumpía la conversación: —¿Pasa algo? —No, nada. –Decía el mimo, dirigiéndome una mirada de súplica. —No, no pasa nada. –Lo apoyaba yo. Y el policía se iba. —¿Ves? ¡Lo conseguimos! –Me decía el mimo con entusiasmo. —¿Qué conseguimos? —¡No sé, pero lo conseguimos! –Y sonreía, feliz. —Me tengo que ir. —¡No! ¡No ves que dimos un primer paso...! —Chau. —¡Traidor! –Me gritaba mientras me iba alejando, sin darme vuelta a ver cómo iba perdiéndose entre la gente. El Sonido del Reloj El sonido de la cucharita contra la taza. La lluvia. El reloj, el reloj que resonaba insoportablemente en la casa, que de golpe se había vuelto vacía, enormemente vacía. Todo eso era el anuncio, la inminencia de las palabras. El sonido de la cucharita seguía. Por fin, el otro habló: —Podrías haberlo evitado. —Nunca vas a entender que no. —Nunca. —Entonces no tengo nada más que decirte. El sonido de la cucharita se ahogaba cuando se sumergía, se hacía más nítido cuando se acercaba a la superficie. Eso, la lluvia, el reloj. Las insoportables formas del silencio. De la distancia. —Estaba más allá de mí. —Pero algo podrías haber hecho. —Entonces no tendrías esta casa, ese auto, no tendrías nada. —Siempre algo hubiéramos podido tener. —Entonces qué hacés conmigo. —Es cierto. No sé qué hago con vos. Si se hubiera hecho ilusiones, se hubiera derrumbado. Pero nunca se las hizo, no al menos desde que pasó lo que pasó. Era un pibe hermoso, era más que eso, era su propia carne pero más pura, como ese hambre, esa necesidad de futuro en los ojos. “Un futuro mejor”, solía decir, palabras que ahora, a la vuelta de los años y los acontecimientos, se le hacían trágicamente irrisorias. —Era tan inteligente. —Sí. —Fue tu culpa. —No. —Tu culpa. —No. –Dio un primer sorbo a su café. No tenía ganas de volver a esa discusión una vez más. Hubiera preferido mirar en el diario, para ver qué tan lejos le estaba pasando la vida, la historia, cualquier acontecimiento más o menos importante, hoy. Volvió a agregar azúcar. Estaba dejando de llover, lo que hacía crecer insoportablemente el rumor del silencio, de ese reloj, esos pasitos que las cosas daban, en su lugar, hacia la quietud. —Le podrías haber dicho a uno de tus amigos. kaf 01 [ 73 —Nunca fueron mis amigos. ¡Nunca! —Algo podrías haber hecho. —Ahora ya es tarde. —Sí. Apuró el café, de un trago, otro, otro. Bajó la taza. La miró. “Esto está ocurriendo en mi cabeza”, pensó. “Me estoy volviendo loco”, pensó. También pensó en un arma y en terminar con todo eso. La reglamentaria debía estar por ahí. Por una vez, algo de justicia, podría haber hecho. Sin embargo, para qué. Ya era tarde para todo. Para todo. —Lo dejaste morir. —Yo no. —No hiciste nada. —Hice lo que pude. —No fue suficiente. Podrías haber hecho más. —Vos también. Y todos. Si lo hubieras educado bien... —Ése no es el problema, y vos lo sabés. —Sí... Terminó la taza, lo que quedaba... se levantó de la mesa, fue a poner la taza en la pileta. Dejó correr el agua; el rumor que venía desde afuera era, en ese momento, el de una llovizna apenas. Por la ventana vio sus plantas mojándose. No suyas; de ella. De ella. Pero hacía tanto tiempo que ella no estaba, salvo para eso, para decirle una vez más cuánto se había equivocado. Como si él mismo no lo supiera ya. Pero no lo iba a admitir delante de ella. Ella hacía parecer todo peor de lo que ya era. —¿Por qué venís a torturarme? —No puedo evitarlo. —¿Ves? —¿Qué? —Yo tampoco podía. La foto del chico, sonriendo, en el aparador. Era joven, era demasiado joven. Imprudente, con esa sed de vivir a toda costa, de vivir y soñar, dos cosas que juntas, ya lo sabemos, no se pueden. Lavó primero la cuchara. La puso a escurrir. Los años le habían dado mucha práctica, y lo hizo muy rápido. Después, la taza. —Me voy a ir. –Le dijo ella. —Sabés el camino. —Sí. Te estamos esperando. —Ya sé. Pero hoy no voy a ir. Hoy tampoco. —Tarde o temprano... —Que sea tarde, entonces. Puso a secar la taza. Lo demás era sencillo: buscar algo que hacer hasta que llegara la noche. Después dormir. Hacía años que había perdido el miedo a dormir. Ahora, raramente recordaba en las mañanas qué lo había despertado, a la noche. Pensó que podría ir al cementerio. Ponerle flores al pibe. Estaba dejando de llover, y el sol parecía querer salir. Se escuchó el rumor de algún auto. Sin embargo, lo principal seguía siendo ese reloj. Sus golpes, golpes como campanazos en el desierto, recordándole lo cerca que estaba todo. No sintió la puerta, si es que se abrió o se cerró. Ella se había ido, dejando el silencio cargado de culpas y demonios. O de palabras como demonios, o de palabras simplemente, que es lo peor. Después pensó que no era culpa de ella, como tampoco había sido culpa suya. “A ella también podría ponerle flores”, se dijo. kaf 01 [ 74 Equilibrio Juan Manuel Melero Versión primera Quiero soltar estos golpes al aire y bajar arriba hay locuras del medioevo gente que repite un canto desvariado y no quiero yo pegarle a nadie pero dejar de escuchar los gritos pelados eso sí que sí Rocucu deciles que paren bajar lanzar los golpes al aire como los chinos sabios kaf 01 [ 75 Oiga, don, ¿me presta la pelota? Celina Vallejos A Julio In memorian No estoy seguro de poder explicarle. Mire, mejor déjeme que le cuente. Allá, es el final, ¿no? Entonces a uno le agarran ganas de estar ahí, ya, pero se aguanta. No, no por los otros. Piense por ejemplo en una cancha de fútbol. Imagine un día: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Pongamos de dos a cinco de la mañana (a veces un rato más, según como pinte la cosa) Dígame de verdad, pero de verdad, eh, ¿Qué mierda está haciendo ahí ese tipo? ¿Ah, no sabe? Espere que le voy contando: el tipo –vamos a llamarlo Juan– ve que en el cajón hay muchas pelotas y elige una. Sí, no, no sé si es al azar, no me interrumpa. La cuestión es que elige. Y entonces en ese brevísimo instante se siente Maradona. Ese es el único momento en que le toca ser el diez, créame. Ah, sí, disculpe, estábamos con la pelota. Como le iba diciendo, la tiene en la mano, (puede, –esto no es matemático– pesar como una pluma o como el museo de Macedonio), la pone en la cancha. No, en el centro no, bueno, en algunas oportunidades, pero es raro que tal hecho acontezca. Perdón, ¿me había dicho que fuese claro, no? Sigamos. Gambetea un rato, se golpea, se enreda con los pies, (a veces hay barro y entonces el tipo se ensucia de lo lindo pero no le sale ni una jugadita) se cae, se levanta, acaricia la pelota, la soba un poco, le guiña un ojo cuando tira al arco. A veces, en esos casos, ella le hace trampa y pica para la izquierda; otras es Juan quien le señala el lugar donde debe ir y la comba del pie dibuja el gol en el otro ángulo, que también es el izquierdo. Y ahí Juan salta, corre, se saca la camisa y grita gooooooool y Maradooo y se sienta en la mitad del campo bajo el cielo enrayuelado y por un rato se olvida del ahí. ¿Cómo que con quién festeja Juan? Bueno, eso no sé, no lo tengo muy claro... pero a mí que casi siempre se me da por acompañarlo (no, en los palcos oficiales no está permitido) se me hace que mira la gente en la tribuna, en la platea, que musita apenas “O make me a mask” y que saluda. Ve, ya me va entendiendo. Lo importante para este relato es que mira distintivamente. Sabe, créame que sabe, que ellos ven sólo la pelota entrando al arco. Las uñas moradas, la piel transpirada, el cansancio, los pulmones llenos de humo, eso no lo ven. Y también sabe, desde la derrota del saber eso, que saldrán cuando se tire en la cama a dormir, y hablarán de la gramática del juego, de la lógica por la cual la pelota que pesa igual que una pluma o una máquina (ah, sí, ya se lo había dicho) no debería haber entrado en la academia pero entró, de su cara de payaso festejando el gol, de la madre que lo parió, del narcisismo, del edipo y de Lacan, (Pobrecito, justo a él que no entiende ni jota de esas sutilezas, que tiene las uñas moradas, la piel transpirada, los pulmones llenos de humo, y el cansancio) Entonces, mi amigo, hay que empezar de nuevo para ellos que a veces lo aman y a veces lo odian (y cómo desearía él quedarse para siempre en ese amor o en ese odio). Usted es inteligente. Sí, claro, no se trata de empezar de nuevo porque hay que planificar, controlar el abono, cortar el pastito del arco.... (espere, no se impaciente, abrevio) y cuando va al baño, almuerza en esta mesa, hace el amor en esa cama o se entremezcla sin querer en alguna charla con ellos, está ahí, en los dos ahí, pero se aguanta. ¿Cómo de qué juego yo? No, ni de aguatero. Pero le juro, a veces me entran unas ganas de pedirle que me preste un ratito la pelota.