Yamile Socolovsky - Jornadas de Investigación en Filosofía

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Departamento de Filosofía.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Universidad Nacional de La Plata
Filosofía y política: Los dilemas del consejero
Yamile Socolovsky (UNLP)
El problema del consejero
Se dice que Tomás Moro redactó la primera parte de su Utopía luego de concluir la
segunda y final, en la que el viajero Rafael Hitlodeo describe la vida de los utopianos, uno
de los pueblos que había podido conocer luego de separarse de la expedición de Américo
Vespucio. Antes de comenzar a relatar cuáles son las instituciones y los principios de
organización social que harían de Utopía la única república en sentido propio, Hitlodeo
participa de una amena conversación con varios personajes, entre los cuales se
encuentra el propio Moro, en la que las apreciaciones del viajero sobre la inutilidad y,
finalmente, la injusticia de las leyes penales inglesas, que brindarán la oportunidad para
hablar luego de Utopía, son presentadas en medio de un intercambio de opiniones que
enuncian el “problema del consejo”.
A poco de empezar, sus interlocutores señalan a Hitlodeo la importancia de que alguien
con su experiencia y conocimientos se coloque al servicio de algún príncipe, para
contribuir, con sus consejos, a la utilidad de la sociedad y de los ciudadanos (Tomás
Moro, 1998: 75). Hitlodeo se apresura a señalar no solamente que él no ambiciona
riquezas ni poder, sino que tampoco posee el saber que se le atribuye. Pero la objeción
más importante que tiene para oponer a la demanda de sus contertulios es la que plantea
el problema: participar del entorno del monarca en calidad de consejero, o bien lo obligará
a dejar de decir la verdad, para adecuar sus intervenciones al tenor de las opiniones
admisibles – esto es, aquellas que no contraríen el sentido común imperante en esos
entornos, y que resulten gratas a los oídos del poderoso -, o bien lo expondrá, si persiste
en la pretensión de afirmar sus concepciones de manera incondicionada, a sufrir toda
suerte de padecimientos. En ambos casos, el precio a pagar sería demasiado alto, sobre
todo teniendo en cuenta que el sacrificio resultaría finalmente inútil a la causa pública.
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Aunque Moro le recuerda que Platón sostenía “que los reinos serían felices si los reyes
filosofaran y si los filósofos reinaran”, para insistir en su requerimiento y quejarse del
alejamiento de los filósofos, Hitlodeo relativiza ese reclamo, señalando que la multitud de
libros escritos por ellos da cuenta de que los filósofos no se han desentendido de su
responsabilidad con el mejoramiento de la sociedad. Pero Moro desestima esa defensa,
para observar que existe “otra filosofía”, la cual, a diferencia de la inútil y pretenciosa
escolástica, sería capaz, ante esas dificultades, de adoptar una “vía indirecta”, destinada
a influir en la formación de la voluntad soberana del príncipe. Empleando el teatro como
metáfora de la situación, recomienda esta “[…] otra filosofía que sabe el terreno que pisa,
es más fiable, y desempeña el papel que le corresponde según una línea que se ha trazado.
[…].”. (Tomás Moro, 1998: 102-103). Una filosofía que sabe adaptar su intervención al
género que se desarrolla en el escenario en el que se pretende intervenir: porque no se
puede recitar en tono de tragedia allí donde se está desarrollando una comedia.
“[…] Si no es posible erradicar los principios erróneos, ni abolir las costumbres inmorales, no
por ello se ha de abandonar la causa pública. Como tampoco se puede abandonar la nave
en medio de la tempestad porque no se pueden dominar los vientos. No quieras imponer
ideas peregrinas o desconcertantes a espíritus convencidos de ideas totalmente diferentes.
No las admitirían. Te has de insinuar de forma indirecta. Y te has de ingeniar por presentarlo
con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posible. Para que
todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de
muchos años." (Tomás Moro, 1998: 103)
Hitlodeo rechazará también esta “vía indirecta”. “[…] Opinar en contra del sentir de los
demás sería como no hablar. Y repetir lo mismo, sería hacerme cómplice de su locura […].”.
(Tomás Moro, 1998: 104) Aquella le parece una estrategia completamente vana, ya que no
habría margen, en los consejos reales, para eludir pronunciarse abiertamente a favor o en
contra de decisiones muy concretas, cayendo inevitablemente en la situación de, o bien
hacerse cómplice de políticas indeseables, o bien resultar molesto a quienes no están
dispuestos a escuchar la verdad si ella contraría su deseo.
La deserción de la filosofía
No deberíamos dejarnos impresionar demasiado por la intransigencia de Hitlodeo, quien,
como señala crudamente José Luis Galimidi, sencillamente “deserta”, desentendiéndose
de la dimensión pública de su actuación. Si para Hitlodeo, la modalidad filosófica que
Moro recomienda implica contrariar el mandato de Jesús, que exigió a sus apóstoles que
pronunciaran su verdad sin medir riesgos, él mismo, “[…] cuidando su seguridad personal
y su salud psíquica, teme que asumir la función de difundir el ideario utopiano lo exponga
al martirio, y actúa en sentido exactamente contrario del que indica el principio que invoca
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[…].”. (José Luis Galimidi, 2007: 68). 1 Más aún: se limita – sigue Galimidi – a “impostar el
papel airado del censor”, mientras “disfruta de una mesa bien servida” y de un “simposio
amigable”… Si tomamos en cuenta, además, que Moro era ya, y continuó siendo,
miembro activo de la Corte de Enrique VIII, deberíamos advertir que la propuesta de la
“vía indirecta” en el diálogo no podría servir meramente para subrayar la tragedia del
consejero y reivindicar, en Hitlodeo, la figura del que Walzer llamaría el “filósofo heroico”:
aquel que asume, como condición de posibilidad de la crítica de lo dado, su extrañamiento
voluntario respecto de la comunidad de ideas a la que pertenece, pero que mantiene
también una vocación de retornar para asumir la misión de re-fundar la sociedad sobre las
líneas trazadas en su retiro como un “programa de reforma filosófica”. (Michael Walzer,
1981)
¿Cuál es el mensaje de Tomás Moro? Galimidi propone, como clave hermenéutica,
considerar que la obra contiene un elemento profético, el cual no consistiría simplemente
en su contenido manifiesto - la presentación de Utopía como la república ideal -, sino en la
presencia de los rasgos de la personalidad del profeta, pero distribuidos en el conjunto de
la obra, comprendida ya no como mero texto, sino como “proyecto editorial”. La modestia
y pasividad del profeta que se asume como vocero de una verdad de la que no es autor,
como ejecutor de una misión que le ha sido impuesta por una voluntad superior, estarían
expresadas en la actitud del propio Tomás Moro, ensalzada en los parerga, el conjunto de
textos que acompañan la publicación, procedentes de varios autores – el círculo
humanista al que Moro pertenece: los “recomendantes”, los llama Galimidi – que rodean a
la obra con referencias que hacen verosímiles los hechos que narra. En cambio, la
certidumbre y la intransigencia respecto de la verdad y la importancia de su mensaje, otro
de los rasgos del profeta, se hallarían presentes en las convicciones de los utopianos del
relato, tanto como en Hitlodeo; unos y otro completamente seguros de la condición óptima
de aquella forma de vida, y despreciativos de todas las demás, muy lejos de aquella
modestia que sus amigos reconocen en Moro como una virtud.
La deserción de Hitlodeo – que, según esta interpretación, daría pie a una denuncia de la
falta de compromiso con lo público y el autoritarismo que se esconden tras la autovictimización de la figura de quien, lamentándose por no ser escuchado, no está por su
parte dispuesto a escuchar a nadie – indica que, si hay en esta obra un “programa de
reforma filosófica”, será otro el agente dispuesto a comprometerse con su realización en
1
Es Hitlodeo quien afirma: “Ya Platón explica con una bella comparación los motivos que alejan a los sabios
de los asuntos públicos. Suponed que están viendo cómo la gente pasea por las calles y plazas bajo una lluvia
incesante. Por más que gritan no logran convencerles de que se metan en sus casas y se aparten del agua. Salir
ellos mismos a la calle no conseguiría nada, sino mojarse ellos también: ¿Qué hacer entonces? En vista de que
no van a poner remedio a la necedad de los otros, optan por quedarse a cubierto, defendiendo al menos su
seguridad.”. Tomás Moro, Op. Cit., pg. 105
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el mundo real. El proyecto editorial de Tomás Moro y los humanistas aparece así como un
proyecto político. Pero, ¿consiste tal proyecto en la pretensión de implantar el régimen
utopiano en la Europa del siglo XVI? Si Utopía es presentada como la república ideal,
¿por qué – luego de dejar que Rafael se explaye en la descripción de sus instituciones y
costumbres – se ocupa Moro de poner reparos a su adhesión?2
La evidencia de una contradicción en la constitución de la propia Utopía, que Galimidi
interpreta como fundamento de una especie de “argumento ontológico invertido”, podría
finalmente reforzar la posición de Moro en defensa de una filosofía que sea capaz de
promover sus ideales políticos a través de aquella “vía indirecta”. En primer lugar, los
utopianos - de acuerdo con el relato del viajero que reivindica su modo de vida como
expresión del más auténtico cristianismo, y que ha afirmado, en su crítica al sistema penal
inglés, que la vida humana es sagrada en toda circunstancia - asumen que la
preservación de su organización social no sólo requiere la institución de la esclavitud, sino
que puede justificar la aplicación de la pena capital. (Tomás Moro, 1998: 86 y 171) En
segundo lugar, los utopianos desarrollan una política exterior que se desentiende de sus
preceptos espontáneamente concordantes con los del cristianismo, tanto como de los
principios de la cultura anti-mercantilista que consideran como la única perfectamente
coherente con aquella ética, y que organiza su comunidad.3 Estas incongruencias estarían
dando cuenta de la distorsión fundamental que implica proyectar la realización de Utopía:
concretar, en un tiempo y espacio determinados, la universalidad del ideal, exige asegurar
materialmente la subsistencia y la defensa, al precio de incluir en la constitución de la
república prácticas contrarias a los valores declamados. No se trataría simplemente de
una cuestión de “doble estándar” (en la ética utopiana, en la de Rafael, o en la de Moro),
sino de algo más fundamental: la imposibilidad de realizar la perfección.4
2
“Entre tanto, tengo que confesar que no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón, entendido
en esta materias y buen conocedor de los hombres. También diré que existen en la república de los utopianos
muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades. Pero que no espero lo sean.”. (Tomás Moro,
1998: 210)
3
La política exterior de los utopianos supone, entre otras cosas, la contratación de mercenarios, la compra de
extranjeros condenados a muerte para esclavizarlos, y la esclavización (benigna) de los trabajadores pobres de
otros países, el ofrecimiento de recompensas a ciudadanos extranjeros por traicionar a sus jefes, la incitación a
la lucha a naciones vecinas de los países en conflicto con Utopía, y el uso de oro y plata (acumulados pese a
que en esta república carecen de valor) para corromper y manipular a los miembros de otros Estados. La
crudeza con que se afirman en esta política se advierte en pasajes como el que justifica que no les importe que
los mercenarios perezcan en gran número: “[…] Están convenidos de que el género humano se los habrá de
agradecer, si con ello limpian al universo de esta hez de pueblo tan lóbrego y sanguinario.”. (Tomás Moro,
1998: 184)
4
De allí la idea de la inversión del “argumento ontológico”: la inexistencia debe tomarse como una nota de la
esencia de aquello de que se trata, porque la existencia siempre restaría perfección.
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Aún si la función de la utopía no fuera simplemente trazar el diseño de un orden ideal que
se espera poder trasladar al plano empírico, sino erigir un modelo que - como la polis que
concibe Platón en República, establece una referencia crítica para la reforma de las
instituciones y prácticas existentes, el dato de que el contenido del programa utopiano
resulta al menos parcialmente discutible para el propio autor resulta en principio
desconcertante. Esta reserva podría estar indicando que el sentido de la obra de Moro no
debería reducirse a la segunda parte de su discurso, cuyo alcance no llega a
comprenderse sin considerar la discusión que rodea la exposición, y que tendemos a
colocar en un plano secundario. Lo que aquí está en discusión no es la realizabilidad de la
utopía, sino el tema que se sintetiza en torno al problema del consejo, y que va más allá
de la cuestión moral individual que supondría para el filósofo la disyuntiva de, o bien
mantenerse intransigentemente en su verdad - ajeno a la vida política, o expuesto al
martirologio - o bien transigir con el estatus quo de la opinión dominante. Tras el dilema
que aqueja al filósofo-consejero (o que se resiste a serlo) como problema de su función
en la polis, la cuestión planteada es la de la relación entre filosofía y política. Cuestión que
parece asediar a la filosofía política, y en la que se pone en juego el destino de las
pretensiones de verdad (de las que sería portadora la filosofía) en el terreno de la política,
tanto como el carácter de esa misma verdad.
Quién es el Príncipe
El problema del consejo y los dilemas que lo paralizan se corporizan con claridad en la
figura del “filósofo heroico” que propone Walzer para pensar – sin darnos luego otra
solución que la auto-restricción de sus pretensiones y de la tentación autoritaria que
conllevan – el modo en que se conjugan la vocación filosófica por la búsqueda de una
verdad universal, y una vocación política que quien se considera portador de aquella
verdad parece no poder realizar de otro modo sino procurando comenzar todo de nuevo
desde el principio. Es decir, volviendo a fundar la polis sobre la base de esa verdad.
Walzer ve una parte de lo que aquí está en juego. Puesto a discutir la relación entre
filosofía y democracia, señala con claridad que la vocación transformadora del filósofo
heroico requerirá de un “instrumento político”, y que, de todos los agentes que podrían
proponerse como posibles ejecutores de su “programa de reforma filosófica”, el pueblo
sería, sin duda, el más inapropiado. La autoridad que el filósofo necesita para lograr la
aplicación de sus principios no puede proceder de aquel “monstruo de muchas cabezas”,
que nunca termina de componerse como Uno, y cuya voluntad, aún cuando se asumiera
expresada a través del mayor número, estará irremediablemente signada por la
contingencia que caracteriza a la propia constitución de esa mayoría. Ese filósofo,
políticamente impotente pero convencido de su misión reformista, buscará “susurrar en
los oídos del poder”, para contrabandear su verdad en las fisuras del orden democrático,
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procurando que ella sea asumida por quienes tienen la capacidad de limitar o de orientar
las decisiones del soberano. De otro modo, debería estar dispuesto a admitir la
“degradación” de su verdad al status de una opinión entre otras, y dejarla librada a su
suerte o, si aún quiere promoverla, a involucrarse en el esfuerzo de construir una voluntad
colectiva mayoritaria en torno a una propuesta política. Lo cual convertiría a nuestro
filósofo en otro personaje – sofista, intelectual, crítico, publicista, diría Walzer; militante,
agregaríamos -, situándolo en otro “régimen de verdad”.
Cabe preguntarse si es necesario admitir estos límites. Es, junto a su vocación “heroica”,
su autoimpuesta ajenidad respecto del proceso político la que parece obligar al filósofo a
buscar un agente que actúe como el “instrumento” más eficaz para realizar su proyecto
ideal. Pero, si el distanciamiento es exigido como condición de posibilidad de una actitud
crítica, no serán precisamente “los oídos del poder” lo más receptivos a ella, cuando la
reflexión filosófica amenace con debilitar los pilares sobre los que se asienta el orden
establecido. Lo que esta encerrona revela es que no podría nuestro filósofo elegir éstos u
otros interlocutores – unos que impugnen el orden establecido, o que pudieran estar
dispuestos a hacerlo – sin tomar parte en la polis, suprimiendo así el distanciamiento
radical que suponía aquella concepción de la filosofía política y su verdad. Si creemos
que, pese a ello, hay filosofía política (o puede haberla, o tiene sentido intentarlo), este
dilema resulta sólo aparente; la filosofía sólo queda encerrada y sin salida en él si
aceptamos la concepción que exige la desvinculación radical como condición de la crítica.
Desde otro punto de vista, no habrá filosofía política que no suponga, de un modo u otro,
pero constitutivamente, una forma del compromiso. Y la producción de un discurso
filosófico será siempre más que un “consejo” que preserva la neutralidad del filósofo, o un
“regalo” desinteresado para una abstracta (y probablemente ingrata) ciudadanía. En la
medida en que se involucra en los asuntos de la polis, constituye un modo de intervención
política.5
La cuestión del destinatario del discurso no es, desde esta perspectiva, menor. ¿A quién
va dirigida la crítica filosófica? En este respecto, las apariencias pueden ser engañosas y
siempre no tan fáciles de desentrañar. ¿A quién está dirigido El príncipe de Maquiavelo?
El hecho de que su autor hubiera trajinado la función pública durante el período
republicano, y la evidencia de su dedicatoria a Lorenzo de Médici, no obsta para que el
libro haya sido considerado como una obra escrita para los pueblos libres. (Jean Jacques
Rousseau, 1996: 78). Y el texto, presentado el formato adecuado para ser considerado un
ejemplar más del género de los libros de consejos para los magistrados, usual en la
época, contiene sin embargo, junto a una aparentemente neutra descripción de la lógica
5
Tal vez sea preciso advertir que ello no implica la identificación inmediata de la filosofía política con la
acción política, ni con la gestión (de la cosa) pública. Pero, en la medida en que se ocupa de las cosas de la
polis, lleva en sí una dimensión política que la liga a un interés práctico.
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de la construcción y preservación del poder, algunas indicaciones significativas que
contrarían las concepciones dominantes, y que debieron ser, a los oídos del poder, por lo
menos perturbadoras. En primer lugar, la cruda afirmación de que la virtud política
consiste en algo distinto de las virtudes cardinales cristianas y las virtudes aristocráticas
con las que a los nobles les gusta revestir su actuación. En segundo término, la
sustitución de la determinación de la Providencia divina por la tensa y siempre irresuelta
combinación entre la decisión humana y la Fortuna. Finalmente, la observación de que es
prácticamente imposible establecer un dominio sobre aquellos pueblos acostumbrados a
vivir en libertad. Junto a su contrapartida, la advertencia de que si un pueblo se
acostumbra al yugo, será fácil que cambie de amo, pero imposible que logre recuperar la
capacidad de vivir en libertad, estas “interrupciones” del discurso del poder pueden leerse
– y lo fueron no pocas veces – como elementos que dotan de sentido a una nueva política
republicana-popular, insertos en un discurso que parece, a primera vista, dirigido a
“susurrar en los oídos del poder”, pero que finalmente demostró incordiarlos.
La filosofía en la “vía indirecta”: una modesta propuesta
Moro señalaba también que no era posible enunciar la verdad en tono de tragedia cuando
se estaba desarrollando una comedia, o viceversa, y que para hacer audible el consejo
era preciso adecuar el discurso al género que se estuviera representando. La advertencia,
que Hitlodeo rechazaba por ver en ella una adaptación que neutralizaría la potencia crítica
del consejo, puede volverse contra él y su condición de “extranjero” en el mundo de las
ideas que constituye la comunidad política que viene a juzgar. Pero, además, hacer
aquello que Moro no recomendaba, puede ser justamente la estrategia de una crítica que
no intenta disfrazarse para susurrar en los oídos del poder, sino que, al contrario, procura
generar un efecto de interrupción en el discurso del poder, y en la situación que tal poder
sostiene.
En 1729, Johnatan Swift publicó un pequeño ensayo que prometía la solución para que
los niños pobres dejaran de ser una carga para sus padres y para su país. Observaba allí
que, dada la existencia de numerosas criaturas hambrientas, y considerando la situación
deplorable en que se hallaba el Reino, quien descubriera un medio justo, fácil y barato de
hacer de ellas miembros útiles y saludables de la nación, merecería de parte del público
que le fuera levantada una estatua de Salvador de la Patria. La propuesta, modesta,
consiste en que una parte de los niños menores de un año de edad sean vendidos como
alimento, “[…] de tal manera que, en vez de ser un fardo para sus padres o para la
parroquia, o de carecer de comida y ropa por el resto de su vida, ellas, al contrario,
contribuyan a alimentar y, en parte, a vestir a muchos millares de personas.” (Johnatan
Swift, 2002: 21. Traducción propia)
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Swift hace sus cálculos: de un millón quinientos mil habitantes que tiene el Reino de
Irlanda, 200 mil son parejas cuyas mujeres son “reproductoras”, de las cuales 30 mil son
capaces de alimentar a sus hijos, 50 mil abortan naturalmente, o pierden tempranamente
a sus hijos por accidente o enfermedad. Restan 120 mil hijos de padres pobres nacidos
cada año, a quienes sólo espera un destino miserable. Son, sin duda, una carga, porque
no pueden ser mantenidos por sus padres ni pueden bastarse a sí mismos: no se los
puede emplear en la industria o en la agricultura, no pueden robar hasta los seis años, no
son una mercadería vendible al menos hasta los 12 años de edad. Pero sí son
comestibles. Swift propone, entonces, reservar 20 mil, de los cuales una cuarta parte sean
machos, para asegurar la reproducción, y colocar 100 mil para la venta al cumplir un año
de edad.
La ironía de la propuesta – sobre cuyas ventajas colaterales Swift se explaya largamente es brutalmente manifiesta, y sin duda implica una crítica, no solamente de la situación
existente, sino de la ausencia de voluntad política para modificarla. Hacia el final del texto,
advierte Swift que a quien esta propuesta le resulte desagradable, no se limite a
horrorizarse, sino que considere y explique seriamente cómo conseguirá ropa y comida
para 100 mil bocas inútiles, y cómo asegurará a sus padres explotados que no legarán a
sus hijos su propia miseria y sufrimiento. Y continúa advirtiendo que aunque está muy
dispuesto a escuchar contrapropuestas, espera que nadie venga con proyectos para
promover el desarrollo nacional de las manufacturas de acuerdo con el objetivo de
satisfacer las necesidades de la población “[…] hasta que exista por lo menos una sombra
de esperanza de que habrá alguna calurosa y sincera tentativa de ponerlas en práctica.”
(Johnatan Swift, 2002: 35)
Como se señala en el estudio introductorio a la edición brasilera de Swift, la lógica de las
situaciones extremas puede ser un formidable instrumento de revelación y
descubrimiento; pero es preciso que, para que estas situaciones sean percibidas como
tales, alguien las despegue de la “normalidad”, a partir de la sugerencia de soluciones
alocadas, “malucas”. Es necesario que alguien haga el relato del acto caníbal, para que
se interrumpa el “festín diabólico”, y se imponga un momento de reflexión sobre lo que
está ocurriendo. (Leiser Madanes, 2003) La ironía se muestra como una poderosa arma
de la crítica cuando coloca a la sociedad ante un espejo que le muestra su canibalismo: la
sociedad se come a sus hijos todo el tiempo en que, pudiendo hacerlo, no evita que su
funcionamiento se cobre las vidas de los más desamparados. Pero el relato irónico logra
ese efecto no solamente porque expone la desmesura, sino porque lo hace de una
manera inesperada, descolocando al público, neutralizando por anticipado los argumentos
que podrían intentar justificar lo que se presenta como injustificable.
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Swift elige la ironía para denunciar la inhumanidad de un orden en el que las personas
cuentan como bienes. La interrupción que provoca no procede “desde afuera”, sino que
se instala en el interior de un género de discurso establecido - el de los cálculos utilitarios
de la economía política – para mostrar cómo se convierte en algo distinto de lo que
pretende ser. Produce así un efecto espeluznante al extremar la propia lógica en la que se
inscribe la justificación del orden establecido, y despojarla de su cobertura ideológica. Es
la clase de ironía que asoma en el texto de Moro cuando señala que las ovejas inglesas
se están comiendo a los hombres, precisamente allí donde – paradójicamente, por boca
del propio Hitlodeo – se expone un modo de la crítica que señala las barbaridades a las
que conduce el mantenimiento de un cierto régimen de la vida social a partir de su propia
lógica de desarrollo.
La modesta propuesta de Johnatan Swift no es, no pretende ser, una obra de filosofía; no
presenta ni supone una conceptualización de la cuestión política. Es, sin embargo, una
pieza en la que se muestra un modo de la crítica – aquella dimensión que, en sus
variantes más, menos o nada sistemáticas, deontológicas o descriptivas, la reflexión
filosófica reclama como rasgo distintivo. Nos ayuda a pensar que la condición de
posibilidad de la crítica podría no residir en aquel “distanciamiento radical” del cual el
filósofo no querría o no podría fatalmente volver; sino, al contrario, en un modo de situarse
en el mundo - en la “comunidad de ideas” que es toda comunidad política - y en la
articulación de un discurso que puede construirse con los elementos de ese mundo que
se quiere transformar. Nos invita a volver la atención sobre el tema de la crítica, y a
considerar que la creencia de que ella requeriría la retirada a algún “lugar” en el que se
produce solitaria y desapasionadamente una verdad universal, puede resultar finalmente
sólo una ilusión, que provee una auto-justificación para la deserción del filósofo, o que
oscurece los compromisos de la teoría.
Dejar de lado aquella visión de la filosofía y su pretensión de traer al mundo empírico una
verdad universal y a-histórica, puede situarnos en una mejor posición para replantear el
modo en que la filosofía política se vincula con su tema, pero nos deja a las puertas de un
nuevo problema (o nos coloca de nuevo ante un viejo problema). Porque, aún insistiendo
en la denuncia del “distanciamiento radical”, aún parece que toda perspectiva crítica
requiere, de algún modo, poder situarse en “otro punto de vista” que trascienda en alguna
forma lo dado. El intento de remitir esa trascendencia a un modo de la inmanencia que
fundaría la crítica de lo dado a partir del señalamiento de sus propias contradicciones – o,
en el lenguaje del posmarxismo, de la fisura constitutiva que imposibilita su totalización –
no resuelve el problema, que vuelve a presentar la vieja antinomia entre relativismo y
universalismo en la forma de una tensión irresoluble entre el “historicismo” y el “resabio
metafísico” de las teorías que continúan suponiendo – incluso pese a sí mismas - un
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punto de referencia universal. Cancelar esa referencia nos conduce a asumir que sólo hay
“perspectivas”, y a introducir, en el plano de las teorías, la contingencia propia de su
objeto, la política. Será necesario, entonces, replantear nuestro problema, para procurar
entender de qué modo lo universal está presente en lo particular, considerando la
posibilidad de que si lo universal siempre es finalmente postulado, tal vez no sea otra
cosa que, precisamente, eso: un postulado. (Jacques Rancière, 1996)
Referencias bibliográficas
GALIMIDI, JOSÉ LUIS (2007); “La verdad y su recepción en Utopía de Tomás Moro”,
Deus Mortalis, Nº 6, pg.49-81.
MADANES, LEISER (2003); “Hambre”, Deus Mortalis, Nº 2. Pg. 9-34.
MORO, TOMÁS (1998); Utopía, Madrid, Ed.Alianza. (Traducción de Pedro Rodríguez
Santidrián).
ROUSSEAU, JEAN-JACQUES (1996); Del Contrato Social, Madrid, Ed.Alianza.
Traducción de Mauro Armiño.
SWIFT, JONATHAN (2002); “Modesta proposta para evitar que as crianças dos pobres da
Irlanda se tornem um fardo para seus pais o para seu país, e para torná-las benéficas ao
público (1729)”, Jonathan Swift; Modesta Proposta e outros textos satíricos, Sao Paulo,
Ed. UNESP. Pg. 17-37. Traducción de Dorothée de Bruchard.
WALZER, MICHAEL (1981); “Philosophy and Democracy”, Political Theory, Vol. 9, Nº3,
August 1981, pg. 379-399.
RANCIÈRE, JACQUES (1996); El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Ed.
Nueva Visión.
Sitio Web: http://jornadasfilo.fahce.unlp.edu.ar/viii-jornadas-2011
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