ESTADO Y MERCADOS - Facultad de Ciencias Económicas

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El estado y los mercados: Un anáIisis a comienzos del siglo XXI
Víctor A. Beker*
Resumen
Si hay un tema en la teoría y la política económica que se constituyó en el más
polémico del siglo que acaba de fenecer, sin duda ése fue el relativo a los mecanismos
de asignación de recursos en la economía. La opción Estado versus mercado
impregnó buena parte de las discusiones en los distintos países, con marcadas
oscilaciones en las preferencias a lo largo de la pasada centuria.
La Argentina no ha sido ajena a esta polémica y, como suele suceder en nuestro país,
el péndulo ha oscilado de un extremo al otro del espectro. Así, hemos tenido un
Estado a cargo de prácticamente todos los servicios públicos así como de algunas
empresas industriales, comerciales y de servicios para luego proceder a privatizar
todas ellas, incluyendo una que, como el correo, en casi todos los países del mundo
fue siempre estatal.
Este artículo pretende realizar una presentación del tema, de su evolución y un
balance desde la perspectiva abierta a partir de dos hechos trascendentes ocurridos
en los últimos veinte años: la caída del Muro de Berlín y el fracaso del neoliberalismo
en América latina.
En este estudio se señala que han sido razones de equidad distributiva las que han
llevado a argumentar a favor de la intervención del Estado en la economía. Se
puntualiza, sin embargo, que la alternativa mercado versus Estado es una falsa
dicotomía. Se analizan las razones que le han dado origen y algunas de sus
consecuencias.
Se concluye que hoy la sociedad se plantea el desafío de conciliar el crecimiento
económico con la equidad distributiva y que su logro requiere una acción clave por
parte del Estado que debe convertirse en un agente dinámico del cambio, superando
tanto el laissez faire, laissez passer del neoliberalismo como los vicios burocráticos
que entorpecen o ahogan el desarrollo de las fuerzas productivas y obstruyen el
crecimiento económico.
Introducción
Si hay un tema en la teoría y la política económica que se constituyó en el más
polémico del siglo que acaba de fenecer, sin duda ése fue el relativo a los mecanismos
de asignación de recursos en la economía. La opción Estado versus mercado
impregnó buena parte de las discusiones en los distintos países, con marcadas
oscilaciones en las preferencias a lo largo de la pasada centuria1.
Por ejemplo, para Mayer (1993, 9) una importante razón por la cual los economistas
discrepan en sus recomendaciones es precisamente su distinto juicio respecto a la
eficiencia del gobierno. Quienes abogan por una mayor intervención del Estado tienen
mejor opinión respecto a la eficiencia de éste que quienes abogan por eliminar dicha
participación.
La Argentina no ha sido ajena a esta polémica y como suele suceder en nuestro país,
el péndulo ha oscilado de un extremo al otro del espectro. Así, hemos tenido un
1
Ravi Kanbur cree, empero, que actualmente no existe tanto desacuerdo como hace veinte o aun diez
años atrás en el debate sobre “el mercado versus el Estado”. Véase Kanbur (2001, 359).
Estado a cargo de prácticamente todos los servicios públicos así como de algunas
empresas industriales, comerciales y de servicios para luego proceder a privatizar
todas ellas, incluyendo una que en casi todos los países del mundo fue siempre
estatal, como es el correo.
Este artículo pretende realizar una presentación del tema, de su evolución y un
balance desde la perspectiva abierta a partir de dos acontecimientos trascendentes
ocurridos en los últimos veinte años: la caída del Muro de Berlín y el fracaso del
neoliberalismo en América Latina. Ambos hechos marcan el simétrico fracaso de
sendos experimentos, planteando la necesidad de un enfoque renovado sobre el rol
del Estado y los mercados que permita superar esquemas ya obsoletos y perimidos.
El comienzo de un nuevo siglo parece un momento oportuno para intentar realizar una
síntesis, saldar provisoriamente la discusión y fijar un nuevo punto de partida.
El siglo XX fue, sin duda, el siglo del apogeo del Estado en el ámbito económico. La
necesidad de movilizar los recursos nacionales en época de guerra puso al Estado al
comando de las economías de los países involucrados en la Primera Guerra Mundial.
Finalizada la contienda, este modelo fue adoptado y llevado hasta sus últimas
consecuencias en Rusia. En reiteradas ocasiones, Lenin invocó a la maquinaria de
guerra puesta en funcionamiento por las grandes potencias como el modelo en que
debía inspirarse la construcción del Estado socialista.
Es que en la guerra se pone de manifiesto el hecho que el Estado y su aparato
administrativo se encuentran en capacidad de movilizar el conjunto de los recursos de
la nación en pos de un determinado objetivo. De aquí a pensar en el Estado como un
instrumento útil para promover el desarrollo hay un solo paso. Es que el Estado de los
países victoriosos en una contienda muestra su eficacia –su capacidad para el logro
del objetivo perseguido- aunque no necesariamente su eficiencia –esto es,
su
capacidad de alcanzar los fines con el menor uso de medios posible.
La crisis de 1930 y la posterior Segunda Guerra Mundial dieron un nuevo impulso al rol
del aparato estatal en las economías desarrolladas. Concluida la misma, se verificó la
constitución del bloque de países socialistas a imagen y semejanza del modelo ruso.
Por otra parte, el proceso de descolonización dio lugar a la formación de lo que se
llamaría el Tercer Mundo, un conjunto heterogéneo de países que en mayor o menor
medida asignaron al Estado un rol decisivo en la promoción del desarrollo económico.
Argentina no permaneció ajena a este fenómeno.
El gobierno conservador de Agustín P. Justo instituyó el control de cambios, creó las
juntas reguladoras de la producción de granos y carnes y estableció el Banco Central.
Pero el gran vuelco hacia un mayor rol del Estado en la economía se produjo con el
advenimiento del gobierno del General Perón en 1946.
El Estado pasó a jugar un rol activo con vistas a generar una redistribución de ingresos
que favoreciera a los asalariados, el principal soporte del nuevo gobierno.
Cuando el mundo parecía encaminarse decidida y progresivamente hacia un papel
cada vez absorbente por parte del Estado en el manejo de los recursos económicos, la
historia experimentó un súbito viraje y en los últimos veinte años asistimos al
desmantelamiento de buena parte de las estructuras creada en los setenta años
precedentes. La caída del Muro de Berlín pareció dar un dictamen decisivo a favor del
mercado.
Popper y Marx podrían sentirse reivindicados, si bien por razones bastante diferentes.
El primero vería abonada su tesis de que no puede haber predicción del curso de la
historia humana. Para el segundo, el súbito derrumbe del sistema socialista
confirmaría su conocida aseveración que cuando las relaciones sociales se convierten
en traba para el desarrollo de las fuerzas productivas, aquellas inevitablemente saltan
hechas añicos.
El fiasco que constituyó el experimento neoliberal en América Latina y particularmente
en Argentina indican que tampoco el mercado sin Estado es una alternativa viable.
En este estudio se comienza señalando que han sido razones de equidad distributiva
las que han llevado a argumentar a favor de la intervención del Estado en la
economía. Se puntualiza, sin embargo, que la alternativa mercado versus Estado es
una falsa dicotomía. Se analizan las razones que han dado origen a la misma y
algunas de sus consecuencias. Un capítulo es dedicado a la evolución del rol del
Estado en la economía argentina.
Finalmente, se postula la necesidad de la introducción de mecanismos competitivos en
el seno del Estado como forma de evitar comportamientos monopólicos.
Deseo agradecer la valiosa colaboración de la profesora Silvana Mateu, que cooperó
activa y pacientemente en la preparación de material que sirvió de base para este
ensayo. También a Guillermo Rozenwurcel, que leyó pacientemente una versión inicial
y aportó ideas y comentarios, así como a Vanesa Valeria D’Elia
y Guillermo M.
Levitán, que también contribuyeron con sus comentarios.
El mercado, las organizaciones y el Estado
Equidad y eficiencia
La intervención del Estado ha sido propugnada, en general, como un medio de atenuar
los efectos que sobre la distribución del ingreso tendría un orden económico librado
exclusivamente a las fuerzas del mercado.
En primer lugar se ha sostenido que el Estado debe intervenir para corregir aquellas
circunstancias no elegidas por las personas (raza, sexo, talento, condición social,
pautas culturales, riqueza heredada, nacionalidad) y que pueden resultar en
situaciones de desventaja en el mercado. De aquí ha emergido el rol del Estado en
materia de educación, salud pública, legislación laboral, etcétera.
Un paso más adelante ha sido tratar de corregir las consecuencias de dichas
desventajas a través de políticas de redistribución de ingresos. Así se ha sostenido la
necesidad de contar con un sistema impositivo que grave en mayor medida a los más
ricos (impuestos progresivos) y que el Estado utilice tales fondos para subsidiar a los
sectores más necesitados.
La corrección de las llamadas fallas del mercado ha inspirado otro capítulo de
acciones estatales. Se ha planteado que la existencia de competencia imperfecta,
externalidades o información imperfecta son fallas –apartamientos del modelo de
mercado perfectamente competitivo- que requieren algún tipo de corrección por parte
del Estado. En este rubro se incluye como falla del mercado de trabajo el desempleo.
Finalmente, el pensamiento socialista ha sostenido que estos objetivos sólo podrían
alcanzarse mediante la asunción parcial o total de la producción por parte del Estado.
Pero incluso en este último caso, la motivación última radica en la búsqueda de una
mayor equidad distributiva.
A su vez, los partidarios del libre mercado han mantenido que éste garantiza una
eficiente asignación de recursos –salvo en casos muy puntuales- y que cualquier
intervención estatal genera, en principio, ineficiencias y es, por lo tanto, indeseable.
La expresión más sintética y, a la vez, más conocida de este pensamiento se
encuentra en la célebre referencia de Adam Smith (1776) a la acción de la mano
invisible. Para este economista escocés, considerado el padre de la Economía
Política, cada individuo “persiguiendo su propio interés, a menudo promueve el de la
sociedad de forma más eficaz que cuando pretende realmente promoverlo”.
Para quienes se ubican en esta perspectiva, las desigualdades sociales reflejan las
escaseces relativas e interferir con ellas implica restar incentivos que estimulen una
mayor oferta de las aptitudes o habilidades más escasas.
Una transferencia de
ingresos de ricos a pobres lleva a desestimular el esfuerzo por superarse y a
desarrollar una actitud indolente por parte de quienes, de esa manera, percibirán
ingresos similares a quienes se han esforzado.
En definitiva, lo que está en cuestión por detrás de la alternativa entre mercado y
Estado es el trade off entre equidad y eficiencia.
Mercado vs. Estado: ¿una falsa dicotomía?
Si bien en la teoría económica es posible concebir una economía constituida
solamente por mercados, no existe ninguna economía real con tales características.
Los bienes objeto de transacciones deben ser previamente producidos; en la
actualidad, lo son por parte de organizaciones más o menos complejas. Por tanto, toda
economía contemporánea incluye por lo menos mercados, agentes económicos
individuales (consumidores) y organizaciones (incluyendo al Estado entre éstas).
La frontera entre el mercado y la organización fue analizada por el Premio Nobel de
Economía Ronald Coase (1937) quien sostuvo que la distribución entre una y otra
entidad dependía de lo que posteriormente Oliver Williamson (1985) bautizó como
“costos de transacción”.
La existencia de empresas, según Coase, se explica por el ahorro que ellas posibilitan
realizar en tales costos.
Imaginemos que para producir un automóvil una firma comprara las distintas partes a
miles de proveedores, las ensamblara y luego vendiera el producto terminado.
Cada una de estas transacciones genera un costo: hay que seleccionar el proveedor,
negociar los contratos, hacer las gestiones para recibir cada uno de los productos y
controlar su calidad.
Si estos costos no existieran, las firmas no tendrían razón de ser. La empresa tiene su
razón de ser, según Coase, en que permite ahorrar buena parte de esos costos.
Claro está que la empresa también debe incurrir en costos de organización,
supervisión y contralor del proceso de producción.
Para Coase, la empresa absorberá actividades hasta que el costo organizativo dentro
de la empresa sea igual al costo de organización en cualquier otra firma y al costo de
dejar que la transacción fuera “organizada” por el mercado.
Mientras el costo organizativo de la empresa sea inferior al del mercado, la operación
será “ïnternalizada” por la empresa. Cuando el costo de transacción sea menor que el
costo organizativo, la operación será dejada al mercado.
En este último, la coordinación entre los distintos agentes que en él participan se logra
a través de los precios. Si se requiere mayor cantidad de un producto, su precio se
eleva y esto lleva a que haya una mayor asignación de recursos para su producción.
Los precios funcionan como mecanismo de coordinación en la medida en que ellos
puedan transmitir toda la información relevante para las partes que intervienen en una
transacción. Pero, a medida que la economía se torna más compleja, los precios se
tornan insuficientes en muchos casos para transmitir la información necesaria para la
concreción de las operaciones. En tales casos, se requiere un mecanismo alternativo
de coordinación.
En las organizaciones, la coordinación se establece básicamente en base a
directivas. Si se necesita mayor producción de un bien, el departamento de
suministros recibirá la directiva de enviar mayor cantidad de materia prima al
departamento a cargo de su elaboración. La información que circula y que está
contenida en las directivas no es de precios sino de índole tecnológica u
organizacional y tiene que ver con cantidades, asignaciones de trabajo y cronogramas
operativos.
El Estado, desde el punto de vista económico, es una forma de organización. Como
tal, se rige por directivas. La antinomia Estado versus mercado implica elegir entre
precios o directivas como mecanismo de asignación de recursos. Pero esta alternativa
se plantea en cualquier economía, aún en una en que el Estado no exista; basta con
que existan empresas. ¿Por qué razón, entonces, los límites de actuación del Estado
despiertan muchas más polémicas que la frontera entre el mercado y el resto de las
organizaciones?
Una respuesta posible a la pregunta anterior es que el límite entre el mercado y las
organizaciones privadas se autorregula. Cuando los costos de transacción exceden los
costos de organización habrá alguna firma que lo advertirá y se hará cargo de esa
actividad. Del mismo modo, las firmas se desprenderán de aquellas actividades que
resulta menos costoso transferir al mercado. Esta garantía no existe respecto al
Estado que puede absorber actividades en las que el mercado es más eficiente. Dado
que el Estado no busca maximizar beneficios tampoco le interesa reducir costos. Bien
puede absorber actividades aún cuando el costo de organizarlas sea mayor que
dejarlas al mercado.
Sin embargo, no parece ser esta la cuestión que está en el centro de las discusiones
respecto al rol del Estado. Dicho rol se plantea especialmente con relación a las
privatizaciones de empresas estatales y precisamente este ejemplo indica que lo que
está en cuestión no es el límite entre el mercado y la organización sino entre la
organización privada y la organización pública.
En efecto, las privatizaciones
consisten en la transferencia de actividades desempeñadas por el Estado a empresas
privadas sin que, en general, se altere la frontera entre la actividad desarrollada dentro
de la organización y aquella dejada en manos del mercado. Simplemente, las mismas
actividades que venía desarrollando una organización pública pasan a ser
desempeñadas por una organización privada.
Tampoco es cierto que las privatizaciones otorguen, en general,
un mayor rol al
mercado en el sentido que los precios de venta dejan de ser establecidos por actos
administrativos y pasan a serlo por aquél. Los servicios públicos privatizados están
normalmente sujetos a precios regulados o administrados. El argumento sólo sería
válido en los pocos casos en que la privatización es seguida de una apertura del
sector a la competencia; pero éstos son más la excepción que la regla.
Por tanto, resulta cuanto menos discutible afirmar que “la privatización es uno de los
más importantes elementos del persistente fenómeno global del creciente uso del
mercado para asignar recursos”2. Parece más congruente con la realidad reemplazar
“mercado” por “organizaciones privadas”.
Como señala Schneider (1999, 46), “lo opuesto de un desarrollo liderado por el Estado
no es un desarrollo liderado por el mercado sino por las empresas”.
Por tanto, no se trata de mercado versus Estado ni de precios versus directivas. Las
empresas privadas, al igual que las públicas, se manejan con directivas. La dicotomía
relevante es empresa privada versus empresa pública.
El mercado: ¿una institución en decadencia?
Los productos que consumimos y los servicios que utilizamos nos son provistos, en su
gran mayoría, por grandes empresas, muchas de ellas de alcance multinacional.
Los procesos de integración vertical y horizontal por parte de las firmas han ido
limitando cada vez más el rol de los mercados. Una buena parte de las transacciones
que antes pasaban por los mismos hoy son transferencias internas de grandes
empresas que incluso trasponen las fronteras nacionales.
Es que las empresas han sido capaces de hacer lo que el mercado no podía:
coordinar los recursos físicos y humanos de manera de desarrollar una capacidad
productiva que supera con creces la mera suma de los mismos.
El concepto de mercado puede aún ser un instrumento pedagógico útil en los cursos
universitarios de Microeconomía pero cada día se hace más difícil encontrar ejemplos
para ilustrar a los alumnos respecto a su funcionamiento en la práctica.
Gran parte de las transacciones se realizan al interior de gigantescas corporaciones,
muchas de ellas de alcance trasnacional. Otra parte importante tiene lugar entre
dichas organizaciones a través de complejos contratos de largo plazo que especifican
precios, calidad y cantidades. Generalmente, son el fruto de arduas y trabajosas
negociaciones en que el usuario fija las especificaciones que el producto que va a
adquirir debe reunir, los ritmos de entrega y otras condiciones. Tales contratos
contienen una densidad de información que, obviamente, el solo precio no podría
sintetizar. No se trata de simples operaciones de compra-venta.
Las grandes corporaciones tienen un enorme peso en la economía contemporánea.
En Estados Unidos, por ejemplo, tan solo 150 empresas del sector manufacturero
generaban en 1997 el 37% del valor agregado del sector3.
Estas corporaciones actúan como fijadoras de precios. La concurrencia de precios es
hoy sólo una rara excepción. Las cantidades transadas se ajustan a los precios fijados
y no a la inversa. Los ajustes de cantidades son la norma; los ajustes de precios
constituyen la excepción. La única decisión que pueden adoptar los consumidores es
2
3
Megginson y Netter (2001, 321).
White (2002, 144)
qué cantidad quieren o pueden adquirir a los precios fijados por las empresas
productoras.
Ello no significa que no exista competencia sino que ésta se libra por otros medios:
principalmente la innovación tecnológica y la publicidad. Precisamente, el poder de
mercado de que gozan las grandes empresas es el reaseguro que garantiza la
rentabilidad de la inversión que realizan en investigación y desarrollo.
En este mundo –que es el mundo económico actual- es escaso el papel que juegan
los mercados vis a vis las organizaciones. La organización ha desplazado al mercado
del centro de gravedad de la economía. El mercado juega un rol pero es un rol
subordinado a las organizaciones. Son los departamentos de investigación y desarrollo
de las grandes empresas los que diseñan qué van a poner en el mercado; el
departamento de ventas determina el precio y el consumidor sólo decide cuánto va a
adquirir.
El mercado como instrumento para la asignación de recursos por medio de los precios
es cada vez más una reliquia del pasado.
En este sentido, en la realidad actual la opción principal no es entre mercado y Estado
sino entre tipos de organización. La alternativa real a la organización estatal no es hoy
el mercado sino otro tipo de organización: la organización privada.
Por supuesto que las empresas privadas producen para el mercado; pero también lo
hacen las empresas públicas. La influencia de los demandantes sobre los precios en
uno u otro mercado no es significativamente distinta.
Por tanto, lo que está realmente en cuestión es la línea divisoria entre las actividades
que deben estar a cargo de la empresa privada y las que debe encarar el Estado.
Consecuencias de la falsa dicotomía
Establecido que existen diferencias importantes entre organizaciones públicas y
privadas, es interesante poder establecer un análisis comparativo entre ambas.
Lamentablemente, la teoría económica no provee de muchos elementos para el
análisis de la empresa pública en comparación con la privada.
Gran parte de la Microeconomía ha estado dedicada a analizar el rol del mercado en la
asignación de los recursos y a evaluarlo desde el punto de vista de la Economía del
Bienestar.
Una parte importante de la literatura sobre privatizaciones compara la asignación de
recursos por parte del Estado con la asignación hecha por el mercado. Pero, como ya
hemos visto, este análisis, en la mayoría de los casos, es poco relevante.
Una de las excepciones la constituye el aporte de Laffont y Tirole (1993) que
comparan la propiedad privada y la estatal. Su conclusión es que la teoría por sí sola
no es concluyente respecto a las ventajas de una forma de propiedad sobre la otra.
Otro error característico en el análisis de la empresa pública es el de atribuirle la
misma función objetivo que a la empresa privada. Por ejemplo, una reseña sobre el
tema de Megginson y Netter (2001) comienza sosteniendo que “suponemos que el
objetivo del gobierno es promover la eficiencia”(329). A partir de ahí comparan
empresas privadas y públicas según este objetivo. Pero esto es como si en un equipo
de fútbol comparáramos la habilidad de un arquero con la de un delantero sobre la
base de la cantidad de goles convertidos por cada uno.
En efecto, la empresa pública tiene objetivos distintos de la privada; de lo contrario, no
se entendería el propósito perseguido por quienes abogan por la propiedad pública de
las empresas. Cuando se plantea transferir una actividad al sector público se hace con
la idea que se persigan fines diferentes a los que busca la firma privada, como ser
subsidiar el consumo o reducir la desocupación.
Por ejemplo, se argumenta que las empresas públicas tienen generalmente exceso de
personal. Pero ya en otro trabajo4 hemos demostrado que, por ejemplo, si se le asigna
a la empresa pública el doble objetivo de maximizar beneficio y contribuir al pleno
empleo, ocupará trabajadores hasta que la productividad marginal del trabajo sea
cero. Este resultado, incompatible con el criterio de eficiencia -salvo que el trabajo sea
gratis- no lo es con el de contribuir a bajar el desempleo. Por tanto, es natural el
sobreempleo en una empresa pública si uno de los objetivos que le ha sido asignada
es el de absorber mano de obra desocupada.
El punto de vista ortodoxo: el argumento de la eficiencia.
La corriente ortodoxa del análisis económico centra su análisis -como hemos visto- en
el concepto de
eficiencia. Basándose en el primer teorema de la economía del
bienestar, argumenta en favor de la empresa privada la cual, bajo condiciones
competitivas, aseguraría un óptimo paretiano.
Según este punto de vista las razones que justifican la intervención del gobierno
deberían buscarse, entonces, exclusivamente en la existencia de fallas de mercado o
en el incumplimiento de algunos de los supuestos que aseguran un equilibrio
competitivo. La existencia de externalidades, la provisión de bienes públicos, la
presencia de monopolios naturales o de otra índole serían las causas que justificarían
la intervención gubernamental. Dicha intervención estará dirigida a asegurar un
resultado eficiente.
Pero este punto de vista es marcadamente unilateral. La eficiencia no es el único
objetivo perseguido por una sociedad. Este supuesto, subyacente en los análisis de la
4
Baumol y Beker (1998).
economía del bienestar, implica la formulación implícita de un juicio de valor, como ya
hemos señalado en otra ocasión5.
En efecto, aún un concepto tan simple como el de una mejora en el sentido de Pareto
no está desprovisto de un juicio valorativo. Por ejemplo, supongamos una medida que
mejore la situación del 1% más rico de la comunidad y deje iguales al resto. Es
claramente una mejora paretiana. Sin embargo, esta alternativa más eficiente
seguramente será rechazada en más de una sociedad en nombre de la equidad. El
concepto de mejora paretiana tiene por detrás el supuesto que lo relevante es
exclusivamente la eficiencia. Si bien éste es un supuesto simplificador habitual en
Microeconomía, ello no implica que las sociedades, al valorar una determinada medida
de política económica, se ajusten al mismo. Todo depende de qué idea de equidad
tiene la sociedad en cuestión. Como señalara el Premio Nobel de Economía Amartya
Sen(1970, 22) con referencia a una sociedad donde unos pocos poseen bienes de lujo
y otros se encuentran al borde de la inanición, “una sociedad o una economía puede
ser óptima en el sentido de Pareto y ser totalmente repugnante”.
Recordemos también –como saben los economistas- que la discriminación perfecta de
precios conduce a un resultado eficiente en el que el monopolista se apropia de la
totalidad del excedente económico.
En segundo lugar, corresponde a la sociedad y no a la teoría económica decidir qué
peso relativo asignar a la eficiencia y cuál a la equidad: se trata de un típico juicio de
valor.
En tercer término, en la medida en que en la realidad normalmente no se cumplen
todas las condiciones que garantizan un óptimo paretiano, las soluciones eficientes no
necesariamente son las deseables, como surge de la teoría del segundo mejor de
Lipsey y Lancaster (1956).
Los referidos economistas probaron que si no se cumplen algunas de las condiciones
de Pareto, generalmente no será deseable que se cumplan las restantes para alcanzar
un óptimo. Es decir, para que exista un óptimo deben cumplirse todas las condiciones;
de lo contrario, no es cierto que el hecho que se cumpla un mayor número de
condiciones sea mejor que el que se cumplan menos.
Supongamos que existe alguna restricción por la cual no es posible que el sistema
económico alcance el óptimo. En tal caso el segundo mejor no necesariamente debe
ser una asignación eficiente.
El siguiente ejemplo puede ilustrar el punto. Imaginemos una economía cuyos
consumidores son niños y donde se producen dos bienes: caramelos y sopa. La
5
Véase Beker (2002).
producción óptima, según las preferencias de esos consumidores, sería 100 unidades
de caramelos y 10 de sopa. Otra producción eficiente –esto es que utiliza el total de
recursos de dicha economía- es 50 unidades de caramelos y 20 de sopa. Sin
embargo, es más que probable que esta combinación sea menos preferida que la de
80 unidades de caramelos y 8 de sopa, aún cuando ésta no utilice el total de los
recursos disponibles y, por tanto, sea ineficiente.
En muchos casos la sociedad prefiere asignaciones de recursos ineficientes si le
resulta imposible de lograr la asignación óptima.
Sin embargo, los economistas de la corriente tradicional dan por supuesto que las
soluciones eficientes deben tener prioridad per se. Es así como muchas
recomendaciones de política económica, particularmente por parte de los organismos
multilaterales, sólo tienen en cuenta la eficiencia como criterio sin prestar atención a
las consecuencias distributivas que las mismas tienen.
El cambiante equilibrio entre provisión pública y privada
La distribución entre suministro público y privado es diferente en cada país y suele
variar en un mismo país con el paso del tiempo.
Hay países donde el Estado ha tenido tradicionalmente una muy fuerte presencia y
otros donde siempre se ha tratado de minimizar su actividad.
Mientras que en la Edad Media, el feudo constituía simultáneamente una unidad
económica, administrativa y política, con el advenimiento del régimen capitalista se
produce una tajante separación entre la esfera de lo público y lo privado.
La empresa es típicamente una unidad de producción que se desentiende del resto de
las cuestiones que antes abordaba el feudo. En mayor o menor medida, el Estado se
fue haciendo cargo de algunas de ellas. Mientras el señor feudal no sólo era la cabeza
de la organización económica local sino también el encargado de velar por la
protección y el bienestar de sus súbditos, estos últimos aspectos no son de la
incumbencia del empresario. Mientras la empresa provee a la manutención de su
personal, no es su responsabilidad asistir a quienes interrumpen la relación laboral por
razones de invalidez, desempleo o edad. Se presentó en este aspecto un vacío que el
Estado fue llenando. El divorcio entre la esfera de la producción y la de la protección
social llevó a que esta última se convirtiera en atributo del Estado.
Un caso paradigmático en tal sentido es el de Alemania. La legislación bismarckiana,
por ejemplo, sentó las bases del primer estado del bienestar en el mundo. Su ejemplo
fue seguido en buena medida por el resto de los países de Europa continental donde
la participación del Estado en la esfera social y económica fue siempre concebida
como necesaria.
En el polo opuesto se encuentra Estados Unidos, donde la participación del Estado se
ha tratado de mantener siempre en el menor nivel posible.
La variación del equilibrio está también relacionada con el cambio tecnológico. Por
ejemplo, la televisión por cable permite cobrar más fácilmente por su uso que la
televisión de aire. Por tanto, la televisión por cable nació como emprendimiento
privado.
Las computadoras han reducido los costos administrativos de muchos sistemas de
cobranza permitiendo que ciertos servicios para los que el cobro por la prestación
resultaba oneroso puedan ahora suministrarse en forma privada.
Albert Hirschman ha sugerido que estos cambios son también consecuencia de las
variaciones de los gustos: la distribución entre suministro privado y público oscila
periódicamente. Cuando los consumidores se decepcionan o no quedan satisfechos
con lo que obtienen como bien privado recurren al servicio público y a la provisión
publica de bienes y servicios; cuando sus previsiones sobre el grado de satisfacción
que pueden obtener en la esfera pública no se cumplen totalmente, pueden sentirse
decepcionados de nuevo y volver a recurrir al mercado privado. Es así como
observamos en varios países (Gran Bretaña es un ejemplo) ciclos de estatizaciones,
privatizaciones y reestatizaciones de algunos servicios públicos.
En algunos casos, estos cambios suelen estar asociados a las circunstancias
generales que atraviesa el país o la sociedad en cuestión.. Por ejemplo, los periodos
de guerra o de crisis económica profunda llevan generalmente a un acrecentamiento
del rol del Estado.
El Estado en la Argentina
La crisis de 1930 precipitó una creciente intervención del Estado en la mayoría de las
economías. El New Deal en Estados Unidos, el nazismo en Alemania, el fascismo en
Italia, el franquismo en España redistribuyeron funciones entre el sector privado y el
público a favor de este último. El laborismo inglés se plegó a esta tendencia en la
Inglaterra de posguerra, como lo hizo De Gaulle en Francia para la misma época.
Argentina no permaneció ajena a este fenómeno.
El gobierno conservador de Agustín P. Justo instituyó el control de cambios, creó las
juntas reguladoras de la producción de granos y carnes y estableció el Banco Central.
Pero el gran vuelco hacia un mayor rol del Estado en la economía se produjo con el
advenimiento del gobierno del General Perón en 1946.
El Estado pasó a jugar un rol activo con vistas a generar una redistribución de ingresos
que favoreciera a los asalariados, el principal soporte del nuevo gobierno.
Por un lado, se dictó una frondosa legislación social que generalizó los convenios
colectivos de trabajo, estableció salarios mínimos, introdujo el salario anual
complementario o aguinaldo, implementó las vacaciones anuales pagas y estableció
un sistema generalizado de jubilaciones y pensiones a cargo del Estado.
Por otro, se creó el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) que pasó a
manejar las exportaciones de cereales y oleaginosas y las importaciones consideradas
críticas.
El IAPI, como único comprador de las exportaciones tradicionales, fijaba sus precios
en el mercado interno al margen de las cotizaciones internacionales.
Ello posibilitó mantener bajo control el precio de las materias primas utilizadas en la
elaboración de los bienes-salarios (pan, carne, aceite, fideos), procurando así
conservar el poder de compra de los salarios.
Del mismo modo, el congelamiento de alquileres urbanos y arrendamientos y
aparecerías rurales tendió a favorecer a inquilinos y arrendatarios.
La adquisición en masa por parte del Estado de las empresas de servicios públicos y
la creación de otras apuntó a utilizarlas como instrumento para asegurar el pleno
empleo así como la redistribución de ingresos.
En efecto, las empresas estatales fueron una herramienta para absorber mano de obra
mientras que sus precios se utilizaron para subsidiar el consumo.
Esto hizo que funcionaran con precios por debajo de sus costos, por lo que no
tardaron en generar un déficit que se fue acrecentando con el pasar del tiempo.
Una tal política para ser sostenible, requiere, por parte del Estado, la formación de un
fondo de inversiones que posibilite realizar las compras de equipamiento que se
necesiten, dado que, al operar a pérdida, las empresas no cuentan con fondos propios
para hacerlo. Pero este fondo nunca se constituyó. Ni siquiera se previó.
La lógica de la acción política lleva a maximizar los efectos positivos y minimizar los
negativos. Por consiguiente, no es de extrañar el curso de acción seguido, el cual no
fue rectificado a fondo por ninguno de los gobiernos que se sucedieron.
La consecuencia de este comportamiento fue que el equipamiento de las empresas
estatales no se renovaba ni modernizaba y se tornó cada vez más y más obsoleto.
Es así como aún hoy, en el subterráneo de la ciudad de Buenos Aires operan vagones
construidos entre 1910 y 1920 y que nunca fueron reemplazados.
La empresa telefónica estatal, ENTEL, demoraba entre 10 y 15 años para otorgar una
nueva línea telefónica. El período requerido para efectuar una reparación podía ser
superior a un mes.
Las empresas de electricidad debían recurrir a cortes en el suministro por no poder
atender los “picos” estacionales de demanda.
La sujeción de las empresas públicas a las decisiones del poder político permitió
utilizarlas para cumplir, en distintas épocas, con diferentes objetivos politicos.
Así, las tarifas se atrasaban con el objeto de bajar los niveles de inflación a costa de
crecientes déficit o se obligaba a las empresas a endeudarse en el exterior para así
ingresar divisas a las arcas del Banco Central y sostener la política cambiaria. Tal lo
ocurrido, por ejemplo, cuando hizo crisis la “tablita cambiaria” de Martínez de Hoz a
fines de 1980 y comienzos de 1981.
Finalmente, con un Estado extremadamente endeudado y empresas estatales
necesitadas de fuertes inversiones para poder seguir operando, no quedaba otra
alternativa que proceder a su privatización.
Ello ocurrió en la década de los ’90. En esos años, Argentina se sumó a la ola mundial
de reducción del rol del Estado y de privatizaciones.
De este modo, a fines de dicha década, el Estado argentino recobró la dimensión
relativa que tenía a comienzos de los años ’30.
Los servicios públicos volvieron a estar en manos de empresas privadas. El resultado
de su gestión ha estado directamente correlacionado con el volumen de inversiones
realizadas.
Muchas veces se ha contrastado la experiencia argentina en materia de intervención
estatal con las de otros países latinoamericanos.
No sólo el Estado argentino careció de los recursos materiales para mantener en
adecuado funcionamiento las empresas a su cargo sino que su expansión cuantitativa
no fue acompañada por una adecuada capacidad de gestión técnico-administrativa
que le permitiera cumplir con idoneidad y eficacia sus nuevas responsabilidades6.
Mientras en el caso de Brasil, ya a mediados de la década de 1930 se reorganizó la
administración pública estableciendo concursos para el ingreso y una carrera
administrativa con fuertes incentivos salariales, poco o nada se hizo en tal sentido en
Argentina salvo intentos acotados, esporádicos y sin demasiada continuidad.
También en el caso de México se estableció una administración pública altamente
profesionalizada con funcionarios de carrera bien pagos y técnicamente capacitados.
En ambos casos la capacidad de gestión y ejecución ha sido muy superior a la
evidenciada por el Estado argentino y han sido capaces de generar nichos
burocráticos de excelencia reconocidos a nivel internacional, como es el caso, por
ejemplo, de la cancillería brasileña.
Por el contrario, la desprofesionalización y el deterioro salarial han sido la tendencia de
largo plazo imperante en el sector público argentino.
6
de la Balze (1993,44).
Ello fue creando una notoria asimetría entre un Estado débil y dotado de escasa
capacidad operativa y los intereses sectoriales y corporativos tradicionalmente fuertes
en este país. La captura del Estado por estos últimos no constituyó una tarea difícil.
Competencia y monopolio en el Estado
Cuando se compara una organización pública con una privada surge como un
elemento claramente diferenciador el hecho que, normalmente, la organización pública
brinda sus servicios con carácter exclusivo, esto es actúa como monopolista. El
usuario generalmente no tiene alternativa frente al Estado como proveedor como sí la
tiene usualmente en el caso de la empresa privada. Si no me gusta la atención en un
restaurante, la próxima vez iré a otro pero para obtener mi documento de identidad
tengo una sola opción.
En realidad, muchas de las llamadas fallas del gobierno surgen de esta condición
monopolística en que aquél desarrolla sus actividades.
La mayoría de las organizaciones públicas no reciben sus ingresos del público al que
se dirige su actividad sino del presupuesto general. Aquél se encuentra cautivo y su
opinión, por ende, puede ser ignorada. En todo caso la atención se centra en
responder a las demandas del poder político puesto que es ahí donde se decide la
asignación de los fondos públicos.
Visto desde esta perspectiva, el Estado aparece como un proveedor monopolista
carente de incentivos para mejorar sus servicios o innovar en su actividad.
En efecto, se trata de un monopolio que no tiene en la búsqueda del beneficio –como
el monopolista privado- un incentivo para la innovación. El statu quo y el inmovilismo
constituyen el mejor de los mundos para el monopolio público. La innovación, como
todo cambio, genera un riesgo y es instintivamente rechazada.
Mientras se considera indeseable el monopolio en la actividad privada, se tiende a
pensar que esa condición monopólica es, en cambio, propia, deseable e inevitable
para la actividad del Estado. Sin embargo, ello no es necesariamente así.
No hay razones para suponer que la actividad estatal debe ser, por naturaleza, nocompetitiva.
Hay muchos sectores de la actividad pública donde podría introducirse la competencia
entre las propias entidades gubernamentales7.
7
Este tipo de competencia difiere de la que señala Tirole (1996, 24) como propia de la administración
pública. Tirole se refiere a que la existencia de múltiples principales juega un rol similar al que fiscal y
defensor desempeñan en un juicio, cada uno aportando elementos parciales desde el punto de vista de su
misión específica. Claro está que el propio Tirole (1996, 27) reconoce que este sistema de controles y
equilibrios es una condición necesaria pero no suficiente para el buen gobierno y que, en determinadas
circunstancias, puede llevar al inmovilismo.
Por ejemplo, la asignación de fondos para las escuelas del Estado o para sus
hospitales podría realizarse en función del número de alumnos o del de pacientes que
captan en lugar de establecer una suma totalmente independiente de aquellas
variables. Un mecanismo como el mencionado llevaría a despertar una mayor
preocupación por la calidad del servicio, por la reputación del establecimiento y su
capacidad de atraer usuarios.
Por otra parte, ha habido cambios tecnológicos que hacen hoy posible la prestación
descentralizada de muchos servicios que anteriormente se consideraba que, por
razones de economías de escala y de alcance, debían prestarse centralizadamente.
Esta prestación descentralizada debería permitir organizar la competencia entre los
distintos organismos prestadores de un determinado servicio.
Si bien es cierto que hay algunas actividades –como la defensa nacional o la
seguridad- que por su naturaleza requieren una organización jerárquica y
monocéntrica, ello no implica que todo el resto de la actividad estatal deba estar
organizada en base a ese modelo, como ha ocurrido en la práctica. Particularmente,
todo lo que constituye prestación de servicios podría organizarse sobre bases
competitivas.
Claro está que ello requiere un cambio cultural copernicano en la organización estatal.
Implica sustituir la racionalidad formal –adecuación a las normas- por la racionalidad
sustantiva –adecuación a los objetivos. Y ello requiere –y es fieramente resistido por
ello- de una delegación del poder de decisión.
En efecto, dado que en el sector público los resultados no pueden evaluarse con
precisión es más probable que se juzguen los procedimientos y los procesos. Los
miembros de la administración pública son evaluados en función del cumplimiento de
las normas. Su conducta se supone que debe basarse en la estricta aplicación de
rígidas reglas de comportamiento (“no dedique más de 10 minutos por consulta”, “el
horario es de 9 a 17 horas”, etc.). En caso de conflicto entre la norma y la eficacia
técnica, aquélla tiene prioridad. El resultado es que el empleado público queda así
privado de toda discrecionalidad y, por ende, de todo poder de decisión. De este modo
se procura evitar que la captura del agente por grupos de interés pueda volcar sus
decisiones en cierta dirección favorable a éstos.
Pero, en la práctica, el resultado es un mecanismo que asegura la centralización del
poder de decisión en el nivel superior y convierte a los agentes en meros ejecutores
incapaces de cualquier iniciativa aún cuando responda al más elemental sentido
común.
También se requiere la eliminación de la llamada restricción presupuestaria débil. Si el
tesoro público termina cubriendo los defasajes presupuestarios, no existirá diferencia
entre las unidades que cumplen y las que incumplen con el presupuesto.
Asimismo, necesita de regímenes de remuneración que premien el cumplimiento de
las metas, cualesquiera que éstas sean, así como que se les permita a las
dependencias conservar los fondos ahorrados. En este sentido, es absolutamente
absurda e irracional la carrera que se desata al fin de cada ejercicio fiscal en las
oficinas públicas para tratar de gastar todo lo autorizado puesto que la alternativa es
que la dependencia pierda definitivamente. los fondos ahorrados.
El estimular la competencia interna en el Estado no es una propuesta meramente
teórica.
El exitoso comportamiento de la economía china en las últimas décadas ha sido
atribuido, entre otras causas, a la introducción de mecanismos competitivos al interior
del Estado8.
La reforma del sistema de empresas del Estado en China comenzó con la autorización
a las mismas a retener parte del aumento de ingresos. Más tarde el sistema fue
reemplazado por uno de contratos en el cual la empresa debía entregar al Estado
determinado monto y podía retener el resto.
Del mismo modo, cada provincia celebró una suerte de contrato fiscal con el gobierno
central por el cual se hacía cargo de la recaudación de impuestos en su jurisdicción y
se la autorizaba a retener para sí una alta proporción del ingreso marginal. Ello desató
la competencia entre las distintas jurisdicciones por atraer inversiones como forma de
incrementar sus recursos fiscales y aumentar el empleo local.
La falta de competencia entre las oficinas del Estado se ha considerado una virtud,
porque evita la duplicación de esfuerzos. Sin embargo, ello se hace al costo de que no
existan bases para cotejar los resultados de unas y otras.
La existencia de competencia al interior de las oficinas del Estado permitiría tener
elementos de comparación sobre su funcionamiento.
Rol del Estado en la economía y reforma administrativa9
La definición de políticas requiere de un Estado con suficiente capacidad de gestión
para instrumentarlas.
La concentración del capital privado en grandes organizaciones sólo puede
balancearse por la presencia de un Estado ágil, dinámico y ejecutivo.
8
Walder (1997) y Bardhan (2002).
El presente capítulo utiliza algunos conceptos del documento del CEPES (2005) cuya elaboración fue
coordinada por el autor y que contó en este tema con la colaboración del especialista Marcos Makón.
9
Si la mano invisible del mercado ha sido reemplazada por la mano visible de las
organizaciones, lo peor que puede ocurrir es que ello se complemente con una mano
artrítica por parte del Estado. Por el contrario, este debe tener una capacidad de
gestión por lo menos equiparable a la de las grandes organizaciones que dominan el
escenario económico.
El rol del Estado se puede analizar desde dos puntos de vista absolutamente
interdependientes e interrelacionados: a) hacia afuera, es decir, su relación con la
sociedad, b) hacia adentro, lo que implica verificar las características que debe tener
su funcionamiento para viabilizar dicha relación.
En materia de relación con la sociedad, la experiencia del experimiento neoliberal de
desguace del Estado ha generado una corriente mayoritaria en la opinión pública a
favor de una visión no neutral de la relación Estado-sociedad, ubicando al sector
público en funciones de promotor, incentivador, operador, regulador, negociador,
articulador y emprendedor.
Es necesario, sin embargo, señalar que una condición esencial para encarar una
transformación en el rol del Estado es la adopción de una política de modernización
del aparato público orientada al aumento de sus capacidades efectivas. Sin ella, toda
referencia al cambio de rol estatal quedará en el ámbito discursivo y la brecha
existente entre la intención y la realidad nunca será saldada.
Esta política de modernización se debe sustentar en tres pilares: a) definición de una
macro-organización del sector público con reglas que determinen claramente los
mecanismos de coordinación y articulación estratégica, tanto horizontal (entre distintas
áreas de gobierno) como vertical (nación, provincias y municipios), capaces de
procesar de manera efectiva información y recursos; b) cambio de paradigma en el
funcionamiento de las instituciones, que permita definir acciones y rendir cuentas no
ya del simple cumplimiento de normas formales sino de los resultados; y c)
reestructuración de los sistemas administrativos de apoyo (presupuesto, tesorería,
contabilidad, crédito público, recursos humanos, compras y contrataciones, control
interno y externo) que posibiliten lograr una asistencia efectiva a la producción de
regulaciones, bienes y prestación de servicios que la sociedad le demanda al sector
público.
En lo que se refiere a macroorganización, se requiere una Ley de Reforma del Estado
para todos los niveles de gobierno y la redefinición de las relaciones financieras
Nación-Provincias a través de una nueva Ley de Coparticipación Federal de
Impuestos.
Es imperioso un cambio en el actual paradigma de funcionamiento de la
administración pública que posibilite contar con organizaciones públicas ágiles, con
procesos de gestión que apunten a los resultados previstos.
Respecto del rol del Estado, se requiere un replanteo de su forma de funcionamiento
eliminando en lo posible los elementos de monopolio de modo de asegurar la mayor
transparencia y en lo posible competitividad en las actividades que la sociedad decide
encomendar al poder público.
En lo que se refiere a los sistemas administrativos de apoyo, debe procederse al
refuerzo del sistema presupuestario a través de la utilización de técnicas de
programación que posibiliten vincular productos y resultados con la asignación de
recursos.
Por otra parte, en una época signada por el cambio, el imperio de una multiplicidad de
normas y reglamentos conspira contra la capacidad de innovación por parte del
Estado, haciendo notoria su incapacidad para dar respuestas en tiempo y forma a los
requerimientos sociales. La administración por objetivos debería reemplazar a una
administración cuyo principal objetivo es el cumplimiento de las normas de
procedimiento.
En muchos países en desarrollo existe la errónea idea de que es deseable tener
funcionarios públicos con bajos salarios.
Si bien es cierto que el primer requisito para un funcionario público es que cuente con
vocación de servicio, eso no quita que su retribución debe estar acorde con la
responsabilidad del cargo. La base para el cálculo debería ser el costo de oportunidad,
esto es el salario que recibiría por igual tarea en la actividad privada, a lo cual
deberían deducirse las ventajas que otorga la pertenencia al sector público como es la
estabilidad en el cargo, el régimen de licencias, etcétera.
De lo contrario, se dará lo que en Economía se denomina selección adversa, esto es
que de manera sistemática los mejores para cada función vayan al sector privado y los
peores al Estado. Esto de por sí coloca en inferioridad de condiciones al Estado frente
al sector privado.
Peor aún, el mensaje que recibe el funcionario mal remunerado es que el Estado
supone que él completará sus ingresos de alguna manera. Del mismo modo que el
sueldo de los mozos y mozas suele ser bajo porque se supone que el mismo se
complementa con las propinas que reciben, un bajo salario en la administración
pública es una tácita incitación a percibir “propinas” por los servicios prestados a los
“clientes”. Más aún, es probable que entonces se verifique la peor variante de la
selección adversa: que sean dichas “propinas” las que se conviertan en la mayor
motivación para acceder al sector público.
La experiencia argentina es suficientemente ilustrativa al respecto.
Al inicio del siglo XXI y próximo a cumplirse el segundo centenario de la Revolución
de Mayo, la sociedad se plantea el desafío de conciliar el crecimiento económico con
la equidad distributiva.
Su logro requiere de una acción clave por parte del Estado que debe convertirse en un
agente dinámico del cambio, superando tanto el laissez faire, laissez passer del
neoliberalismo como los vicios burocráticos que entorpecen o ahogan el desarrollo de
las fuerzas productivas y obstruyen el crecimiento económico.
* Licenciado en Economía Política, FCE, UBA. Profesor titular de Microeconomía en la Facultad de
Ciencias Económicas de la UBA y la Universidad de Belgrano. Profesor titular de Economía en la Escuela
de Economía y Negocios Internacionales, Universidad de Belgrano. Profesor Honorario de la Universidad
Blas Pascal, Córdoba, y de la Universidad del Aconcagua, Mendoza. Director de la carrera de Licenciado
en Economía, FCE, UBA. Miembro del Proyecto Estratégico Plan Fénix.
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