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MARTES 15
21’30 h.
Aula Magna de la Facultad de Ciencias
EL APARTAMENTO
(1960)
EE.UU.
125 min.
Título Orig.- The apartment. Director.- Billy Wilder. Guión.- I.A.L. Diamond y Billy Wilder.
Fotografía.- Joseph LaShelle (B/N-Panavision). Montaje.- Daniel Mandell. Música.- Adolph
Deutsch. Productor.- Billy Wilder. Producción.- Mirisch Co. para United Artists. Intérpretes.Jack Lemmon (C.C. Bud Baxter), Shirley MacLaine (Fran Kubelik), Fred MacMurray (Jeff
Sheldrake), Ray Walston (Joe Dobisch), David Lewis (Al Kirkeby), Jack Kruschen (dr. Dreyfuss), Joan
Shawlee (Sylvia), Edie Adams (miss Olsen), Hope Holiday (Margie) v.o.s.e.
5 Oscar: Película, Director, Guión original, Montaje y
Dirección artística para film en b/n (Alexandre Trauner y Edward G. Boyle).
5 candidaturas: Actor principal (Jack Lemmon), Actriz principal (Shirley McLaine),
Actor de reparto (Jack Kruschen), Fotografía y Sonido (Gordon Sawyer).
Festival de Venecia: Copa Volpi mejor Interpretación Femenina y
candidata al León de Oro a mejor película.
Música de sala:
El apartamento (The apartment, 1960) de Billy Wilder
Banda sonora original de Adolph Deutsch
“Un día, era el año 1946, vi la película de David Lean Breve encuentro, basada en una obra
de un acto de Noel Coward. Trevor Howard interpretaba el papel principal. Se trataba de la historia
de un asunto entre un hombre casado y una mujer casada, y él utilizaba el piso de su amigo para sus
encuentros sexuales. A partir de entonces no podía quitarme a ese amigo de la cabeza. En la película,
él tiene solo una o dos escenas mínimas, pero yo me lo imaginaba volviendo a casa y metiéndose en la
cama todavía caliente que la pareja acababa de dejar. Por supuesto que en 1946 no se podía pensar
todavía en una historia así. Pero cuando Diamond y yo, después de Con faldas y a lo loco, pensamos
en un papel para Jack Lemmon, recordé aquella historia, sobre la que había escrito algunas notas en
mi cuaderno. Al principio, Diamond y yo solo teníamos en mente al personaje y la situación, pero
todavía no teníamos ningún argumento. Pero entonces hubo aquí, en Hollywood, un pequeño
escándalo. Un marido celoso le pegó un tiro a un agente que mantenía relaciones con su mujer, una
actriz que era cliente del agente. Pero lo que más me interesó de esa historia: el agente y la mujer,
para su aventura sexual, habían utilizado el apartamento de un pequeño empleado de la agencia, que
era soltero y trabajaba como recadero; así pues, el agente había utilizado a alguien que en aquella
gran agencia se encontraba muy por debajo de él. Supongo que en la actualidad, el argumento de EL
APARTAMENTO debe parecer como una película de Disney, se puede llevar a los niños a verla sin
temor. Pero en aquella época fue un tema bastante arriesgado”.
En 1960 EL APARTAMENTO recibió cinco Oscar, entre ellos a la mejor película, al mejor
guión original, a la mejor dirección y a la mejor dirección artística. Por primera vez en la historia del
cine, una única persona recibía tres Oscar a la vez. Wilder, que tres años antes había recibido honrosas
nominaciones por Con faldas y a loco (las cuales, teniendo en cuenta la popularidad de esta película,
equivalían prácticamente a Oscar), está en esos momentos en el cenit de su fama. En Hollywood es el
cineasta más agudo, más agresivo y de mayor éxito. Ha rodado una película sobre Nueva York en la
que late el corazón de la ciudad. Es una película sobre el mundo de los empleados, que son los que
mantienen en funcionamiento la sociedad. La joven Shirley MacLaine, de 26 años, con su pelo corto y
su torpe despreocupación, su nariz pecosa y chata, y su desarmadora sonrisa de payaso y su
desarmador llanto de payaso, es la estrella del momento, es el tipo de mujer que anuncia a la mujer de
los años sesenta: jovial y sentimental al mismo tiempo. Jack Lermmon, su compañero en el reparto -un
pequeño e inquieto héroe de la gran ciudad, un hombre de suerte y un cenizo a la vez- encarna al
primer neurótico de la ciudad de la nueva década, un precursor de Woody Allen. Shirley y Jack -los
dos juntos son la pareja más lograda de Wilder- aprenden a quererse dando rodeos y muestran su
afecto dando rodeos. Por primera vez, se ve a una pareja cuya sexualidad surge de lo que tienen que
decirse el uno al otro y de los infortunios que comparten.
Creo que también Wilder considera EL APARTAMENTO su mejor película, aunque solo sea
porque en ella el equilibrio entre el éxito externo, la fama y la satisfacción interna se mantiene de la
mejor manera. Fue una película que se presentó al público en un momento ideal: expresaba la ruptura
entre los años cincuenta y los años sesenta a la perfección. Wilder llevaba dándole vueltas durante
mucho tiempo a esta historia sobre un pequeño empleado que actúa de alcahuete para hacer carrera.
Ahora había llegado el momento.
Aunque a Wilder, si se le pregunta cuál es su película favorita, le gusta contestar utilizando la
imagen de los hijos descarriados por los que el padre o la madre sienten predilección, está orgulloso de
este hijo de su amor que ha tenido éxito. EL APARTAMENTO expresa su amor por Nueva York, su
amor por la gente irrelevante que, durante la noche, como Lemmon en esta película, se convierte en
héroe irrelevante; expresa su amor por la vida en común entre vecinos, que también se ayudan y se
aprecian aunque no se comprendan.
Por supuesto, EL APARTAMENTO, entendida como la película en la que Wilder desarrolla
una crítica social más aguda, se ha malinterpretado como el retrato del mundo de las empresas y de los
empleados capitalistas en las que si se quiere tener éxito hay que venderlo todo. Montones de
empleados de diversas empresas escribieron a Wilder diciéndole que sabían que había retratado en
la película a su propia empresa, tal era la exactitud con que la película reproducía las situaciones.
Por ese mismo motivo, una parte de la crítica se sintió escandalizada. En la revista “The New
Yorker”, al crítico Brendan Gill le resulta difícil sentir simpatía por un protagonista que convierte su
piso en una especie de burdel para sus jefes. El crítico de “Cue” consideró la historia mediocre y de
mal gusto.
Wilder sigue luchando todavía enérgicamente para oponerse a los que calificaron su película de
inmoral: Lemmon interpretaba a un pobre hombre; el protagonista ha caído en su negocio ocasional a
causa de su buena fe: al principio alquila su piso porque cree verdaderamente que un matrimonio
quiere cambiarse de ropa en él antes de ir a la ópera. ¿Y acaso Lemmon, en el momento decisivo, no
devuelve las llaves de los aseos para ejecutivos a su jefe en lugar de volver a prestarle las llaves de su
apartamento?
-Toma una decisión moral que perjudicará su carrera.
A Wilder le gusta recordar todavía algunas sutilezas de la película: el espejo de bolsillo roto de
Shirley MacLaine, que le permite descubrir a Lemmon de pronto que es ella quien utilizó su
apartamento con su jefe. Y que deja bien claro que la imagen de Fran Kubelik está rota, tanto para ella
como para los demás.
-Esas ocurrencias -dice Wilder con una mezcla de orgullo y de modestia- acortan la narración
de la historia…con una imagen hacen avanzar el relato.
La comicidad de esta tragedia de un empleado (las pesadillas de oficina de Kafka que se
prolongan en el Nueva York de 1960) es muy grande: todo se entiende mal, todo se interpreta mal:
Lemmon como seductor, cuando es un desgraciado. Alguien que al parecer heroicamente se ha
separado de su mujer, no lo ha hecho por decisión propia, sino que ha sido abandonado por ella. Un
libertino es un pobre hombre bienintencionado; un médico gruñón es un filántropo. Es un humor
propio de Shakespeare, el sueño de una noche de invierno trasladado al Nueva York de 1960. La
comedia de Shakespeare “El sueño de una noche de verano” se basa en que se confunde a un matorral
con un oso (si fuera lo contrario se convertiría en tragedia). En el caso de Wilder, el ruido producido al
descorchar una botella de champán se considera el signo acústico de un suicidio: el matorral se
confunde con un oso.
La fiesta de Navidad en la que los empleados de sexo masculino borrachos caen sobre las
empleadas de sexo femenino borrachas, en las mismas oficinas en las que durante todo el año reina una
actividad propia de las hormigas, es una de las secuencias de la película más logradas que hay sobre el
presente, aunque Wilder sostiene que prácticamente se rodó sola. Esa fiesta sustituye -como toda la
película- montones de investigaciones sociológicas. Y además es más divertida. Probablemente se
puede suponer que las celebraciones de Navidad en el departamento de guionistas de la Paramount no
eran muy distintas: primero mucho licor, después cada uno con cada una y cada una con cada uno.
Las escenas de Navidad y Año Nuevo en EL APARTAMENTO de Wilder son momentos
estelares del cine de los años sesenta.
Cuando se habla de EL APARTAMENTO, a Wilder le gusta contar una anécdota de Berlín,
donde rodó Uno, dos, tres al año siguiente:
“Me invitaron a pronunciar una pequeña conferencia en Die Möwe. Die Möwe era el local de
los artistas del Berlín Este, cerca del teatro de Brecht, en Schiffbauerdamm, una sala “guillermiana”,
llena hasta los topes, en la que, después de la guerra, se organizaron primero los encuentros
culturales germanosoviéticos. Más tarde se convirtió en el punto de encuentro de la escena cultural
del Berlín Este. Se proyectó mi película EL APARTAMENTO; los invitados, funcionarios de cultura
soviéticos, gente del cine y del teatro de la República Democrática de Alemania, de Polonia y de la
Unión Soviética, aplaudieron. Fui ensalzado como un crítico social, como alguien que ha
desenmascarado el mundo capitalista del mercado y de los empleados en el que cada uno se veía
obligado a venderse. Me levanté y hablé. Dije que lo que se mostraba en EL APARTAMENTO, en
realidad podía pasar en todas partes: tanto en Tokio como en Londres, en París como en Münich.
Solo había una ciudad en el mundo donde una cosa así no podría suceder, en Moscú. Aplausos
halagados de los invitados en Die Möwe. En Moscú no habría podido suceder -seguí yo- porque a
Lemmon le habría resultado imposible alquilar allí su apartamento, ya que tendría que compartir la
vivienda con otras tres familias. Un silencio confuso”.
Quizá Wilder cuenta esta historia con tanta satisfacción, porque poco después la República
Democrática de entonces junto con la Unión Soviética echaron a perder su comedia Uno, dos, tres.
Y todo por culpa de la estúpida guerra fría.
Texto:
Billy Wilder & Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto, Mondadori, 2000
EL APARTAMENTO supone, en muchos sentidos, la culminación del estilo de Wilder.
Contiene todo el amargo cinismo, la dureza expositiva y la sordidez moral que caracteriza sus mejores
películas, y además una formulación visual de todo ello que alcanza cotas de extremo refinamiento. No
es de extrañar que sean muchos quienes vean en este film la obra maestra absoluta de Wilder. Si bien
en mi opinión no alcanza esa cima (aunque se merecería aquel calificativo mucho más que cualquier
cosa estrenada hoy en día a la que se le aplica el mismo apenas llame mínimamente la atención),
tampoco dudaría en considerarlo el mejor trabajo de su director junto con El crepúsculo de los dioses.
Puesto que EL APARTAMENTO es una de esas películas míticas que han sido analizadas hasta la
saciedad, y dejando bien claro que se trata, como suele decirse, de la quintaesencia de los temas que
interesaban a Wilder, prefiero centrarme en aquellos aspectos de puesta en escena de los que hace gala
y que, a fin de cuentas, son los que siempre deciden la calidad de un film. De entrada, EL
APARTAMENTO resulta particularmente brillante en su empleo del espacio, lo cual guarda una
absoluta coherencia con el fondo del relato. La película se desarrolla principalmente en un par de
escenarios, el apartamento de C.C. Baxter y las oficinas de la neoyorquina empresa de seguros que
responde al irónico nombre de “Consolidated Life” (Vida Consolidada), en torno a los cuales se dirime
buena parte del nudo del film. Baxter, que ocupa un pequeño espacio en la enorme sala del
departamento de contabilidad de la empresa -una imagen que guarda ecos de la estampa alienante ya
mostrada por King Vidor en su extraordinaria ... Y el mundo marcha (The Crowd, 1928)-, quiere
ascender profesionalmente dentro de la misma con la esperanza de tener por fin su propio despacho.
Para conseguirlo, ejerce una suerte de proxenetismo prestando durante unas horas su apartamento en
determinados días de la semana a varios jefes de sección de su empresa para que puedan llevar allí a
sus amantes. Dicho de otro modo, Baxter tolera que sus jefes ocupen el humilde espacio de su
apartamento para poder conquistar por su parte el pequeño habitáculo que simbolizará su ascensión
profesional y social.
Por tanto, EL APARTAMENTO puede entenderse como una metáfora sobre la escalada
social y el oportunismo arribista que pasa por el deseo de los personajes de conquistar espacios ajenos
a aquéllos en los que normalmente se mueven. Baxter quiere abandonar su mesa de contable en favor
de su nuevo despacho y, probablemente, a la larga cambiaría su apartamento por otra vivienda más
lujosa; Fran también ocupa un poco distinguido espacio dentro de la empresa -el ascensor- y aspira a
dejarlo; y tanto Sheldrake como los demás jefes que usan el apartamento de Baxter lo que en el fondo
desean es escaparse, siquiera por unas horas, de sus respectivos hogares donde hacen vida conyugal.
Coherente con este planteamiento, la puesta en escena de EL APARTAMENTO está construida
alrededor de la idea del enfrentamiento por el dominio sobre unos determinados espacios cuya
conquista supone, a su vez, el dominio sobre las personas que los ocupan. Sheldrake y los otros jefes
abusan de su prevalencia social y económica para ocupar el apartamento de Baxter y, en cierta medida,
el ascensor de Fran (cuya estrechez resulta idónea para pellizcarle el culo a la muchacha), porque ello
supone una continuación lógica de la relación de poder que mantienen con sus subordinados.
Sin embargo, la manera en que Wilder visualiza todo esto no se limita a resaltar este abuso,
sino que además comprende la repercusión moral y emocional que los acontecimientos tienen sobre los
personajes. En este sentido, EL APARTAMENTO en una de las películas más gráficas, en lo que a
calidad expresiva de las imágenes se refiere, de toda la carrera de su director. Dos secuencias ilustran
perfectamente esta cualidad del film. Una es la que nos muestra por primera vez el apartamento de
Baxter; el protagonista tiene problemas para entrar en su propia casa porque uno de sus jefes se ha
traído allí a su amante y no ha abandonado la vivienda a la hora acordada; una vez a solas, Baxter va
recogiendo y, al mismo tiempo, picoteando los restos de comida y cócteles que les han sobrado a los
ocupantes de su piso (un menú que, probablemente, el protagonista no se puede permitir); cuando
termina, Baxter se dispone a cenar preparándose un humilde plato congelado: Wilder, con el apoyo de
la excelente fotografía blanquinegra de Joseph LaShelle y mediante un admirable empleo del formato
panorámico, describe la miserable condición servil de Baxter sin necesidad de enfatizar: las imágenes
hablan por sí solas. La segunda secuencia a la que me refiero, una de las mejores de la película, es la
de la primera vez que vemos a Fran con Sheldrake en el restaurante chino: la joven acude a la cita y,
cuando entra en el local, el pianista, al verla, cambia la pieza que estaba tocando por precisamente una
versión para piano del tema principal del film compuesto por Adolph Deutsch, que a partir de este
momento queda relacionado con el personaje de Fran; la cámara sigue en travelling a Fran,
acercándose a un reservado donde la espera un hombre, en la penumbra y de espaldas al objetivo: es
Sheldrake; de esta forma, Wilder amplía el alcance del relato mediante la ruptura del punto de vista
(que hasta ese instante ha sido exclusivamente el de Baxter) y las sugerencias de esa planificación (la
irrupción de Fran en el restaurante, cambiando la música ambiental del mismo, equivale a una
alteración del propio ambiente, de la atmósfera de la película, mientras que la tenebrosa aparición de
Sheldrake, “descubierto” por la cámara en ese rincón del local, anticipa la amenaza perturbadora que
supondrá el personaje en las vidas de Baxter y Fran).
Si la aproximadamente primera mitad del film está dominada por un tono general descriptivo,
de presentación de personajes y de los escenarios en los que se mueven, su segunda parte, que se
desencadena después de la crucial secuencia de la fiesta navideña en la empresa -en la que se pone de
relieve la manera en que Sheldrake se ha aprovechado de Fran y la primera toma de conciencia de
Baxter sobre la ruindad de su conducta-, descarga todo su peso emotivo, melodramático, en pequeños
detalles que lo van cargando de densidad. Por tan sólo citar algunos, pienso en la agudeza irónica del
“christma” de Sheldrake que lo muestra cínicamente fotografiado con su esposa y sus hijos en su
falsamente idílico hogar conyugal; la fuerza que tiene la cajita con el espejito roto, gracias a la cual
Baxter descubre que el ligue de su jefe no es otro que su idolatrada Fran; esa escena, de una crueldad
difícil de soportar, en la que Sheldrake -admirable Fred MacMurray, con frecuencia el gran olvidado
de esta película- corresponde al regalo de Navidad de Fran... con un billete de cien dólares; los gestos
amorosos de Baxter mientras cuida de la muchacha hasta que se reponga de su intento de suicidio,
algunos tan bellos como cuando, ante el temor de que Fran reincida en su propósito de quitarse la vida,
esconde la hoja de afeitar de su maquinilla y repasa el botiquín en busca de posibles sustancias letales;
o la resolución del enfrentamiento entre Baxter y Sheldrake, cuando el primero le entrega al segundo
no la llave de su apartamento, sino la del lavabo de jefes, renunciando así al privilegiado empleo que
tanto le ha costado alcanzar.
Con la salvedad de pequeñas imperfecciones que manchan un poco el resultado final, como
algunos excesos interpretativos de Jack Lemmon, quien a mi entender estaría más entonado en
posteriores colaboraciones con Wilder (su gesticulación en la escena en que, con un resfriado enorme,
pone en orden su agenda de “visitas” a su apartamento), o cierta tendencia del director a subrayar más
de la cuenta la humillante situación del protagonista (el plano en el que Baxter se sienta, a altas horas
de la madrugada, en un banco del parque, a la espera de que uno de sus jefes se desfogue en su piso,
mientras las hojas secas caen a su alrededor), EL APARTAMENTO es un film que justifica por sí
solo el prestigio del cineasta. Secuencias como las relativas al intento de suicidio de Fran en la
vivienda de Baxter y su posterior reanimación gracias a los cuidados de este último y del doctor
Dreyffus (Jack Kruschen); el momento en que, a la salida de la oficina, Baxter finge que se ha citado
con otra chica en el quiosco para no entorpecer la relación de Fran con Sheldrake; o el corto pero
liberador travelling que muestra finalmente a Fran corriendo hacia el apartamento de Baxter (del que
Woody Allen debió tomar buena nota de cara al final de Manhattan) corroboran lo afirmado.
Texto:
Tomás Fernández Valentí, “La sonrisa de la crueldad: El apartamento, la conquista del espacio”, en
dossier “Billy Wilder: Aquí un amigo”, rev. Dirigido, mayo 2002.
EL APARTAMENTO es una comedia muy particular en la medida en que es fruto de un
tiempo en el que había pocos motivos para reírse. Puede que, por eso mismo, su lado divertido siempre
esté al borde de la tragedia. Al principio, ver a C. C. Baxter (Jack Lemmon) esperando en la calle, a la
puerta de su edificio, mientras uno de sus jefes se entretiene con un ligue extramatrimonial en su
apartamento, resulta divertido, pero luego, en cuanto comienzan a entenderse las motivaciones de
todos los personajes, las risas se apagan. Entonces ya sólo queda C. C. Baxter, que contiene los
estornudos y la fiebre le hace delirar; queda él con su mediocridad no asumida y con su ánimo de
medrar en su empresa sin importarle el precio que deberá pagar. Y la comedia se transforma en
melodrama. Las situaciones equívocas entre los personajes y la mirada estrábica de quienes creen
conocer a sus semejantes pasan a un segundo plano, reducido todo a la soledad esencial de los seres
humanos. El humor en sociedad da paso al melancólico número de un clown. C. C. Baxter se enamora
de Fran Kubelik (Shirley McLaine), ignorando que aspira al ligue de su jefe, Jeff D. Sheldrake (Fred
MacMurray). Él la quiere, ella quiere al jefe y el jefe sólo se quiere a sí mismo. Cuando parece que esa
ecuación únicamente puede dar lugar a una tragedia en forma de suicidio, Billy Wilder se reserva un
último truco con una botella de champán, para demostrar lo poco que saben los espectadores acerca de
lo que ocurre en el interior de las grandes torres de oficinas de Manhattan y en el interior de sus
bloques de apartamentos, donde el capitalismo deshumaniza las relaciones entre los seres humanos y
los condena a la intemperie emocional.
Billy Wilder es uno de esos genios a quienes se recuerda por lo que le han ofrecido al
espectador, jamás por lo que todavía le ofrecerán en el futuro. Sus films siempre han descrito verdades
demasiado inmediatas como para esperar que sobrevivan demasiado tiempo. Cuando casi nadie
trascendía ciertos moldes narrativos en Hollywood, él hizo madurar de repente a sus personajes
cinematográficos y los convirtió en verdaderos adultos en mitad de un jardín de infancia. Le dijo a
Estados Unidos quiénes eran en realidad los estadounidenses. A veces lo hizo de forma mesurada y
otras lo hizo de forma desatada. Pero, además de eso, casi nunca dejó secretos para ser descifrados en
el futuro, que apelen a la esencia del ser humano o que describan el mundo en nuevos términos a como
el mundo se describe ante la mirada cada día. De algún modo, Billy Wilder fue su propio verdugo al
hacer del desenmascaramiento la esencia de su arte, pues sólo supo ofrecer verdades desnudas que con
el tiempo fueron haciéndose viejas y perdieron buena parte de su encanto. Eso le sucedió porque jamás
llegó a percatarse de que la verdad dejaría tarde o temprano de ser un aval del arte verdadero, como
aún le pasa hoy en día a cineastas como Ken Loach.
Gracias al vigor de su escritura, forjada en sus años de juventud, mientras cubría competiciones
deportivas para varios periódicos alemanes, sus films destaparon la cara oculta de la sociedad
norteamericana mucho antes de que lo hiciesen Nicholas Ray, Robert Aldrich, Samuel Fuller o
Richard Brooks, sin caer además en la solemnidad que a veces afea el cine de Fritz Lang. Siempre
pareció tener de aliada a la suerte, porque en general su obra fue un encadenado de grandes éxitos de
taquilla, lo cual le permitió ciertos excesos que a cualquier otro director le habrían costado caros.
EL APARTAMENTO es, en mi opinión, el mejor film de su director y uno de los mejores de la
historia del cine, y quizá sea uno de los que vaya a sobrevivir más tiempo sin entregar por completo
todos sus matices. Pertenece al grupo de comedias que han cimentado el prestigio de Billy Wilder,
tanto como para hacer hablar a muchos críticos de un toque Wilder, del mismo modo que hubo
también un toque Lubitsch. EL APARTAMENTO es una comedia susurrada, a diferencia de La
tentación vive arriba, Con faldas y a lo loco o Uno, dos, tres, que son más típicamente wilderianas
en el sentido en que se parecen más entre sí porque son tres comedias chillonas. Lo que le confiere su
singularidad a EL APARTAMENTO es que nunca cae en los excesos dialécticos de su director y aun
así contiene el alcance de sus más despiadadas críticas, eso sin contar con su melodramático humor,
plagado de chistes que se saludan con lágrimas y no con risas. De hecho, puede decirse que es el
último film, con La vida privada de Sherlock Holmes en el que el director vienés confió en la
historia y permitió que ésta respirase con calma, sin asfixiarla con su mala leche constante ni con el
ingenio del guionista I. A. L. Diamond, que mandaron al traste films como Bésame, tonto o En
bandeja de plata.
Texto:
Hilario J. Rodríguez, “El apartamento”, en dossier “La comedia clásica americana, 1ª parte”, rev.
Dirigido, abril 2003
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