EN: Claudio Fuentes et al., Desafíos Democráticos, Santiago de Chile: FLACSO/Lom, 2006. El desafío de la diferencia: La representación política de las mujeres y de los pueblos indígenas en Chile Aportes para un debate público sobre los mecanismos de acción afirmativa1 Niki Johnson Introducción Una mirada a la composición del máximo órgano legislativo de Chile – el Congreso Nacional – confirma un panorama que sigue siendo la norma en la gran mayoría de las democracias representativas del mundo: el elenco político chileno es mayoritariamente integrado por varones blancos. Por ende no refleja la composición social por género ni étnica de la población que dice representar. Este dato da lugar a las preguntas centrales que orientan el presente artículo: ¿Esto es un problema para la democracia chilena? Y si lo es, ¿cuál es la forma de resolver este problema? La democracia no es – nunca puede ser – un proyecto acabado, resuelto, sino que está en permanente construcción. Por un lado, los conceptos normativos centrales a las distintas teorías democráticas (por ejemplo, igualdad, libertad, justicia, representación, ciudadanía) han sido y sigue siendo disputados, aun por filósofos y teóricas que provienen de la misma corriente de pensamiento. Por otro lado, los sistemas políticos concretos a través de los cuales se institucionaliza la democracia, son producto de determinadas sociedades en momentos específicos de su historia. Por lo tanto, los cambios estructurales, sociales y culturales, y las nuevas voces y demandas que emergen en estos contextos, hacen necesario reexaminar cómo se construye la ciudadanía, y cómo los derechos ciudadanos – incluyendo igual derecho a influir en la política – se garantizan y se efectivizan en el marco de una democracia inclusiva que refleja la configuración sociocultural actual y no una anacrónica. En Chile hay dos clivajes sociales clave que interpelan la representatividad del sistema electoral chileno: uno es el de género y el otro el racial-étnico. En el caso del primero, las chilenas representan la mitad de la población y más del 50 por ciento del electorado, pero desde la salida de la dictadura en 1989, nunca han tenido una presencia mayor a un diez por ciento en el Congreso Nacional. Con respecto al segundo clivaje, desde la apertura democrática los movimientos indígenas en el país han cobrado cada 1 Agradezco a Rossana Castiglioni, Marcela Ríos y los otros autores de este volumen sus comentarios y aportes sobre una versión anterior de este artículo. 1 vez más visibilidad y fuerza, con un discurso contestatario y propositivo dirigido a los ámbitos y actores políticos institucionales. Más de una década después de la aprobación de la Ley 19.253 sobre Protección, Fomento y Desarrollo de los Indígenas, que pretendía revertir las políticas asimilacionistas que históricamente caracterizaban la política del Estado chileno hacia las minorías étnicas del país, queda en evidencia que este marco normativo no ha brindado respuestas adecuadas a las demandas legítimas de reconocimiento e inclusión de estos actores sociales colectivos. Este artículo pretende analizar críticamente el desafío que representa la diferencia de género y étnica para la representatividad del sistema político y la calidad de la democracia en Chile. La primera parte comprende una reflexión teórico-conceptual sobre los cuestionamientos que plantean el feminismo y el multiculturalismo a las teorías de la democracia y de la ciudadanía a principios del siglo XXI, los cuales obligan a cuestionar y repensar las bases conceptuales y arreglos institucionales de nuestros sistemas políticos. La discusión se centra principalmente en los aportes que hacen las recientes teorías de la política de la presencia y de la política del reconocimiento a los debates sobre igualdad y diferencia, y en los distintos argumentos que fundamentan las demandas de derechos especiales de representación. En la segunda sección se examinan los mecanismos concretos adoptados para llevar a la práctica estas nuevas formulaciones de la igualdad política. Por razones de espacio el análisis no abarca toda la gama de políticas de acción afirmativa, sino que se enfoca en aquellos mecanismos que buscan específicamente asegurar la representación política en los órganos máximos legislativos. Se examinan los diferentes sistemas en general adoptados para garantizar el acceso de mujeres y de minorías étnicas respectivamente y se centra en particular en la experiencia de los países de América Latina, señalando las lecciones respecto a su impacto que se desprenden de esta perspectiva comparada. Finalmente, en la última sección se analiza el caso concreto de Chile. Primero se ofrece una síntesis de la situación de la representación política de las mujeres y los pueblos indígenas en el país. Luego se evalúan las oportunidades y dificultades que presenta el sistema político actual para la aplicación de medidas de acción afirmativa para estos grupos sociales, y se consideran los posibles méritos de arreglos institucionales alternativos. Diferencia social, igualdad política y democracia La celebración de elecciones nacionales brinda una oportunidad privilegiada para evaluar la situación de la democracia en un país. Como señala O’Donnell (2001: 599), el simple hecho de que se lleven a cabo elecciones bajo sufragio universal, las cuales, 2 además de ser “razonablemente justas y competitivas”, están institucionalizadas y son decisivas,2 es uno de los criterios básicos identificados en los estudios de ciencia política para definir la democracia política. Pero, como señala Anne Phillips (1999: 2), “La democracia nunca es simplemente un sistema para organizar la elección de gobiernos. Conlleva también una fuerte convicción de que los y las ciudadanos tengan igual valor intrínseco.” En muchos debates sobre los mecanismos de acción afirmativa – como la cuota por sexo en las listas electorales – la posición contraria a la medida se fundamenta en la afirmación que todos los y las ciudadanos gozan de la igualdad política por el simple hecho de tener el mismo derecho a elegir y a ser elegido/a constitucionalmente consagrado. Esta afirmación refleja una tendencia común de confundir la igualdad política con el igualitarismo procedimental, cuando en realidad aquélla tiene que ver con: “la justicia de los términos de participación plasmada en las instituciones de la elección democrática, y no con el sentido en que estas instituciones se puedan llamar formal o procedimentalmente igualitarias. La igualdad entra en el nivel más abstracto de razonamiento sobre la base o los fundamentos de los requerimientos institucionales para la justicia política; es una condición sobre la justificación de estos requerimientos, no sobre la propia estructura de las instituciones.” (Beitz 1989: 217-8). Bajo el modelo liberal de la ciudadanía, la universalización de los derechos al sufragio y a presentarse como candidato se consideran los arreglos institucionales adecuados para garantizar a todos los y las ciudadanos el mismo derecho a participar en el proceso de toma de decisiones político o a incidir en los resultados de ese proceso. La posición liberal, entonces, descuenta la relevancia de las diferencias sociales para la obtención de la igualdad política. En cambio, para el pensamiento socialista tradicional las diferencias sociales sí son políticamente relevantes, pero únicamente aquéllas relacionadas con el clivaje de clase; y la solución socialista para alcanzar la igualdad política requiere la eliminación de esas diferencias. La emergencia de otras diferencias sociales políticamente relevantes, basadas en una pertenencia o identidad de grupo, cuestiona la validez de ambas posturas. Por un lado, tanto feministas como activistas negros/as e indígenas han criticado la tendencia homogeneizante y el falso universalismo de la teoría liberal que postula como norma a un individuo, abstracto, incorpóreo y no inserto en la red de las relaciones sociales, pero que en realidad se basa en, y por lo tanto privilegia, el modelo del individuo del grupo social dominante – los hombres blancos. Esta versión de la igualdad ciega al género y a 2 La institucionalización implica que “todos los actores relevantes esperan que se sigan celebrando elecciones de este tipo en un futuro indefinido, y por lo tanto […] es racional que juegen a la democracia, no al golpe de estado o a la insurrección”; las elecciones se pueden considerar decisivas en cuanto “aquellos que son electos efectivamente ocupan sus cargos respectivos y terminan su mandato en la manera definida constitucionalmente” (O’Donnell 2001: 599-600). 3 la raza requiere que tanto las mujeres como las personas negras nieguen su particularidad y simulen las actividades, códigos y prácticas del grupo dominante. Asimismo, los pueblos indígenas critican el asimilacionismo que obliga a todos los y las habitantes de un país a conformar a las normas del poder colonial. Estas críticas implican reconocer las carencias de la igualdad de trato privilegiado en la conceptualización liberal: si se le aplica un trato igual a realidades desiguales esto conduce a la reproducción y agudización de esas desigualdades; por lo tanto, se requiere un tratamiento diferenciado para compensar las discriminaciones existentes generadas por estas desigualdades. Por otro lado, afirma Phillips (1999: 25), “[u]na vez que la atención se traslade a otras formas de diferencia de grupo que no son tan susceptibles a ser eliminadas, resulta menos apropiado tratar la diferencia como un problema siempre e inevitablemente”, como lo hace la tradición socialista. El desafío es, entonces, cómo hacer que estas diferencias sean compatibles con la igualdad, es decir, construir una conceptualización compleja de la igualdad, no consagrarla como “un principio simple y unívoco capaz de ser aplicado directamente en la definición de los procedimientos democráticos” y abstraído de un contexto socio-histórico específico (Beitz 1989: 225-6). Esto implica que a veces la consecución de la igualdad implicará darles un tratamiento diferencial a distintos grupos y otras veces tratar a todas las personas de igual manera. Esta revalorización de la diferencia social como algo relevante para la construcción de la igualdad política se ha teorizado en términos de “la política del reconocimiento” (ver Taylor 1992; Fraser 1997). Es decir, lo que se reivindica no es simplemente la tolerancia hacia las diferencias socioculturales en el ámbito privado, sino el reconocimiento y respeto hacia esas diferencias en términos de actividades públicas y capacidad de incidencia política (ver Phillips 1995; Kymlicka 1995; Young 1990). ¿Qué implicancias tienen estos argumentos acerca de la relevancia política de las diferencias socioculturales para los sistemas democráticos? Como ha señalado Phillips (1995), si las relaciones sociales de poder no tuvieran ninguna incidencia en el sistema democrático, se podría esperar que las características descriptivas o sociales de las personas que ocupan cargos electivos o de decisión política reflejaran más o menos fielmente las características sociales de la población en su conjunto. Esto evidentemente no es así en la mayoría de las democracias representativas existentes hoy día. ¿Cómo, entonces, hemos de entender la representación? Hanna Pitkin (1967) distingue entre dos acepciones del concepto de la representación: la descriptiva y sustantiva. La primera tiene que ver con las características personales del/de la representante, priorizando “el ser determinada cosa más que el hacer determinada cosa” (Pitkin 1967: 61). Por contraste, la representación sustantiva implica que “las acciones y/o opiniones del representante deben corresponder o concordar con los deseos, las necesidades o intereses de las personas por las cuales actúa, y que [el representante] se debe colocar en el lugar de éstas, tomar su parte, actuar como actuarían ellas” (Pitkin 4 1967: 114). La primera acepción, entonces, implica que los miembros de los cuerpos electivos deben reflejar la composición de la sociedad a la que representan, pero la segunda implica que basta con que la asamblea tome en cuenta los intereses de todo el electorado. En la práctica vemos que en la mayoría de los sistemas políticos democráticos prima la concepción sustantiva de la representación. En general, la representatividad del sistema político-electoral se construye sobre la base conceptual de la “política de las ideas” (Phillips 1995). Esta forma de representación “ideológica” se basa en la noción del representante como un agente que actúa por una colectividad construida en torno a una serie de ideas políticas compartidas (los partidos políticos), lo que a su vez implica que la representación es una actividad objetiva y neutra, y que por lo tanto no es necesario que los representantes reflejen o compartan las características socioculturales – por ejemplo, etarias, religiosas, de sexo, clase o raza – del grupo representado (Squires 1999).3 Según Jane Mansbridge (2001: 20), la democracia tiene dos funciones básicas que hacen a su representatividad y que ponen en relieve las carencias de la representación ideológica. La primera función es la de deliberación, que tiene como meta la representación de todas las perspectivas que puedan aportar información o opiniones sobre los temas en la agenda pública. La otra función básica de la democracia es la de agregación, cuya meta es la representación proporcional de todos los intereses que puedan estar en conflicto en torno a esos temas. La representación ideológica adjudica un papel de objetividad y de neutralidad absoluta a los y las representantes con respecto primero, a no dejar que sus intereses personales interfieran con su actuación política y, por otro lado, a tomar en cuenta todos los intereses de los grupos sociales que conforman la sociedad. No obstante, como afirma Mansbridge, es muy cuestionable que esa capacidad neutral realmente exista en un contexto de una sociedad organizada en base a relaciones históricas de subordinación y dominación, como son las relaciones de género. Estas relaciones desiguales de poder generan, por un lado, una actitud de ignorancia, de negligencia o hasta de deliberada exclusión de parte del grupo dominante, y por el otro lado genera una actitud de desconfianza por parte del grupo subordinado. 3 Cabe mencionar que a pesar de la primacía de la acepción ideológica de la representación como criterio organizador de nuestros sistemas democráticos, existen también en la práctica otras concepciones de la representación que sí consideran importante una coincidencia mayor entre los intereses estructuralmente construidos y/o la pertenencia sociocultural de representantes y representados (ver Squires 1999). Por ejemplo, la representación geográfica – el segundo tipo de representación más común en las democracias liberales – supone que los residentes de ciertas regiones tienen intereses en común que merecen ser representados en la agenda político-pública, y en general (aunque no en el caso de Chile) se privilegian como representantes a personas que viven en o provienen de la propia región. 5 ¿Qué implica eso para la representatividad? Si el conjunto de representantes proviene exclusiva o mayoritariamente del grupo dominante y los/las subordinados/as se concentran entre los/las representados/as entonces se da lugar a lo que Mansbridge llama la “desconfianza comunicacional” (communicative distrust). Es decir, existe una falta de confianza en la comunicación entre los intereses y las perspectivas que surgen desde la sociedad hacia los que supuestamente deberían incorporar y representar esas perspectivas y esos intereses en la agenda pública. Y eso evidentemente impacta negativamente en la representatividad de una democracia. Por contraste, la representación descriptiva puede facilitar esa comunicación entre representados/as y representantes por el hecho que compartan vivencias o códigos generados por la experiencia común de la subordinación. Pero el objetivo final de la práctica de la representación no deja de ser la representación sustantiva – de toda la diversidad de intereses, perspectivas y opiniones presentes en la sociedad. Hasta ahora en esta discusión de las luchas por el reconocimiento y la presencia política, se ha hablado de grupos excluidos o subordinados como términos que engloban indistintamente a las mujeres como a las minorías étnicas. No obstante, es importante notar que el feminismo y el multiculturalismo, aunque comparten una lógica común de lucha contra la opresión y de búsqueda del reconocimiento por la particularidad, también tienen características diferenciadas que implican modalidades de movilización e implicancias para la cultura dominante distintas. Habermas (1994: 117-118) señala las diferencias entre las metas políticas colectivas de las feministas y de las minorías étnicas y culturales oprimidas de la siguiente manera. Por un lado, en el caso del feminismo: [...] la lucha política por el reconocimiento empieza como una lucha por la interpretación de logros e intereses específicos de género. En la medida que aquélla resulte exitosa, cambia la relación entre los sexos junto con la identidad colectiva de las mujeres, y así afecta directamente la autoconciencia de los hombres también. La escala de valores de la sociedad en su conjunto se pone en tela de juicio; las consecuencias de esta problematización se extienden a las áreas centrales de lo privado y asimismo afecta las fronteras establecidas entre las esferas privada y pública. Las luchas de las minorías étnicas y culturales oprimidas también se dirigen contra una cultura dominante que las segrega y desvaloriza su particularidad, y buscan superar esa división social ilegítima. Por lo tanto, afirma Habermas, “la autoconciencia de la cultura mayoritaria no puede dejar de ser afectada por ellas”. Pero, sigue el autor, “desde el punto de vista de los miembros de la cultura mayoritaria, la intepretación revisada de los logros e intereses de otros no necesariamente altera su propio rol de la misma manera que la reinterpretación de las relaciones entre los sexos altera el rol de los hombres.” Como veremos más abajo, ésta diferencia en la meta política colectiva de uno y el otro grupo tiene significancia para la discusión sobre los mecanismos concretos de acción afirmativa. 6 Mecanismos de acción afirmativa para la representación política Anterior y paralelamente al desarrollo dentro de la academia de los debates teóricos que cuestionaban los supuestos normativos de conceptos como igualdad política y ciudadanía, los movimientos feministas y las propias mujeres políticas empezaron a interpelar la sub-representación de las mujeres en cargos de decisión política como un déficit de los sistemas políticos democráticos. A partir de análisis que buscaban entender las raíces de este fenómeno mundial surgieron propuestas de medidas concretas para promover un mayor equilibrio de género en los cargos de poder electivos y designados. Asimismo, primero el movimiento por los derechos civiles de la población afrodescendiente en Estados Unidos y posteriormente el surgimiento de la política basada en la identidad racial o étnica en aquellos países con una población indígena o inmigrante marginada de la política institucional, llegó a cuestionar la legitimidad de sistemas democráticos cuyas instituciones, normas y elencos políticos no reflejaban el carácter multicultural de la sociedad. Es así que se empezó a diseñar y a experimentar con los llamados mecanismos de acción afirmativa, que, basados en análisis que mostraban que no todos y todas partían de ni competían en condiciones de igualdad, buscaban compensar estas desigualdades a través de un tratamiento diferencial que favorecía los sectores marginados. Las políticas de acción afirmativa abarcan una variedad muy amplia de medidas institucionales y mecanismos procedimentales diseñados para garantizar que los/las integrantes de grupos sociales históricamente marginados, excluidos o desfavorecidos efectivamente tengan igual derecho a participar o influir en la vida pública y política de su país. En la práctica, las medidas de acción afirmativa o operan sobre los factores estructurales y socioculturales que generan estas desigualdades sociales, o son dirigidas a fomentar y apoyar la voluntad de participación del grupo excluido, o directamente garantizan el acceso del mismo a través de disposiciones especiales. Como ya se aclaró más arriba, el presente análisis se centra en este último tipo de mecanismo y en su aplicación específica a los legislativos nacionales. Actualmente en el mundo unos 50 países tienen consagrados en su legislación nacional mecanismos especiales para facilitar o garantizar el acceso a cargos de poder político de las mujeres o de grupos cuyos miembros comparten algún signo de identidad colectiva social o culturalmente construida, tal como etnia, lengua, religión, casta, etcétera (Htun 2004b: 439). Estos mecanismos se plasman en una de dos posibles modalidades: por un lado, la aplicación de cuotas mínimas a las candidaturas presentadas por los partidos políticos para las elecciones, y por otro, la reservación de determinado número de bancas en el órgano electivo. En un reciente estudio, Mala Htun (2004b) identifica un claro patrón en la aplicación de estos dos tipos de mecanismos en aquellos países con sistemas democráticos electorales: en la gran mayoría, se aplica el 7 sistema de cuotas en el caso de las mujeres, y el sistema de bancas reservadas en el caso de los grupos “étnicos”.4 Htun afirma que esta distinción se deriva de las diferencias inherentes a las características de los dos tipos de grupo – basados en género o en “etnia” – y a las lógicas particulares de su mobilización política: Las cuotas, que abren espacios dentro de los partidos existentes, se adecuan a los grupos cuyas fronteras cruzan divisiones partidarias. Las bancas reservadas, que crean incentivos para la formación de partidos en base a identidades de grupo específicas y que permiten una representación legislativa directa, se adecuan a aquellos grupos cuyas fronteras coinciden con los clivajes políticos. Mientras que el género tiende a cruzar esas divisiones, la etnicidad tiende a coincidir con ellas. Mujeres y hombres pertenecen a todos los partidos políticos; al contrario, los miembros de grupos étnicos con frecuencia pertenecen a uno solo. En los países donde se moviliza en torno a la etnicidad, ésta es uno de los principios centrales – si no el principio central – del comportamiento político; el género, aunque a veces se toma en cuenta, casi nunca define cómo los individuos votan o a qué partidos se afilian. (Htun, 2004b: 439)5 La autora agrega que estos dos sistemas de acción afirmativa también se diferencian respecto al impacto que tienen sobre el propio sistema electoral. Mientras que las cuotas en las listas de candidatos no modifican la estructura global de incentivos que rigen en el sistema política (aunque sí pueden conllevar una transformación de los sistemas de selección de candidaturas), las bancas reservadas implican la introducción de nuevos incentivos electorales paralelos al sistema existente de competencia interpartidaria. Htun (2004b: 442) concluye: El objetivo de las cuotas es de tomar a una categoría de personas que pertenecen a, pero son discriminadas en, los partidos principales, e impulsarlas a posiciones donde tienen chance de ser electas por voto popular. Por lo tanto, las cuotas brindan una oportunidad de asimilación e integración a las instituciones ya existentes. Las bancas reservadas, en cambio, garantizan a los miembros del grupo una parcela de poder independientemente de los partidos existentes, si fuese necesario. Su objetivo es facilitar la autonomía de las comunidades políticas y el éxito electoral de partidos creados en base a identidades de grupo específicas. 4 5 Htun usa el término “etnia” en un sentido amplio, para referirse a cualquier “marca de identidad comunitaria” (Htun, 2004b: 453, nota al pie 1). La autora reconoce la existencia de excepciones a esta regla, como por ejemplo el caso de la población afrodescendiente en Brasil, donde de hecho se han adoptado cuotas raciales en la contratación de personal en tres ministerios, y en la matrícula universitaria en tres estados, y se ha presentado un proyecto de ley que propone cuotas raciales para listas electorales (Htun 2004a). 8 Las diferencias señaladas por Htun entre estos dos tipos de mecanismo afirmativo corresponden estrechamente con la distinción hecha por Habermas entre las metas políticas colectivas de las feministas y de las minorías étnicas y culturales oprimidas. Parecería indicar, como afirma Htun, que el mecanismo “correcto” para superar la sub-representación femenina es la cuota, mientras que el sistema de bancas reservadas es la solución más apropiada para el caso de las minorías étnicas u otros grupos de identidad. No obstante, es importante tener en cuenta que la aplicación de tales medidas no se hace sobre un único modelo de sociedad ni de sistema electoral, sino en contextos socio-institucionales cultural e históricamente específicos. Pasemos ahora, entonces, a examinar cada mecanismo por separado, señalando las varias maneras en que cada uno se ha aplicado en la práctica, con referencia en particular a la experiencia de los países de América Latina. La representación política del género: La cuota Características y modalidades de aplicación de la cuota por sexo Actualmente 14 países del mundo han consagrado la cuota por sexo en su constitución nacional, incluyendo en América Latina a Argentina.6 En muchos otros casos la cuota se estableció por vía legislativa a través de la reforma electoral o las llamadas leyes de cupos. Hoy día la cuota legislativa por sexo existe en 30 países, 12 de los cuales son de América Latina (ver abajo Cuadro 1). Pero la vía más común de adopción de la cuota es que los partidos políticos voluntariamente fijen los reglamentos o metas de inclusión de determinado porcentaje de mujeres como candidatas en las elecciones, ya sea internas partidarias, o (sub)nacionales, o ambas. Para principios de 2005, en el mundo 122 partidos en 58 países habían adoptado la cuota. Con respecto a América Latina, en 1991, Argentina se convirtió en el primer país del mundo que sancionara una ley de cupos, y a partir de la segunda mitad de la década de los 90 otros 11 países de la región también aprobaron legislación que establecía cuotas por sexo para cargos políticos (ver Cuadro 1). Cuadro 1: Países de América Latina con leyes de cuotas Año de la legislación Cuota mínima por ley Argentina 1991 30% México 1996 30% País 6 Aquí y en lo que sigue, los datos cuantitativos sobre la cuota provienen de: Global Database of Quotas for Women, proyecto de International IDEA (Institute for Democracy and Electoral Assistance) y la Universidad de Estocolmo, http://www.idea.int/quota/index.cfm (enero 2005); Htun (2004b); Htun y Jones (2002); IDEA (2004). 9 Paraguay Bolivia Brasil Costa Rica Panamá República Dominicana Venezuela* Ecuador Perú Colombia** 1996 1997 1997 1997 1997 1997 20% 30% 30% 40% 30% 25% 1997 1997 2000 1997 2000 2000 30% 20% 30% 25% 30% 30% * La cuota fue rescindida posteriormente. ** La disposición de cuotas se refiere a cargos designados del Poder Ejecutivo. FUENTE: Adaptado de Peschard 2004:23, Tabla 1. Además de estos doce países con leyes de cupos, algunos partidos políticos en varios otros países de la región (por ejemplo, Nicaragua, El Salvador, Uruguay y el propio Chile) utilizan el sistema de cuotas en sus procedimientos de selección de cargos internos y en algunos casos para la confección de sus planchas de candidatos/as en elecciones nacionales o locales (Peschard 2004: 24; Moreira y Johnson 2003). La modalidad de aplicación de la cuota puede variarse respecto a qué cargos del sistema electoral abarca – ya sea nacionales, subnacionales (por ejemplo, a nivel departamental, municipal, provincial, regional o estadual), supranacionales (por ejemplo, en los parlamentos regionales), o todas. Por ejemplo, en Brasil la primer ley de cupos aprobada en 1995 comprendía únicamente las elecciones para los distritos municipales. Aunque en general la cuota se aplica a cargos electivos – sobre todo a órganos nacionales o subnacionales del Poder Legislativo – también existen casos en que la cuota se aplica a cargos del Poder Ejecutivo o de la administración pública (por ejemplo, Colombia).7 Una tercer distinción entre los diversos sistemas de cuotas tiene que ver con la etapa del proceso de definición de candidaturas en la cual se implementa. Por un lado, en algunos casos la cuotificación se aplica a las precandidaturas, es decir durante el proceso de selección de los/las aspirantes a las nominaciones. Esta forma de aplicar las cuotas se presta en particular a sistemas electorales mayoritarios y a partidos que tienen sistemas formales de selección. Fue el caso con la política de las listas de sólo mujeres precandidatas (all-women short lists) adoptada por el Partido Laborista británico en 1992. En segundo lugar, en los sistemas de listas partidarias la cuota generalmente se aplica a 7 Ley 581 de 31 de mayo de 2000, http://bib.minjusticia.gov.co/normas/leyes/2000/l5812000.htm. 10 las propias planchas de candidatos, siendo ésta la modalidad que más comunmente se ha adoptado en el mundo. Con respecto a la adopción de sistemas de cuota por sexo en América Latina, como comentan Htun y Jones (2002), la tendencia regional a que se diera por vía legislativa no tiene precedente en el mundo; de hecho, en los países europeos precursores en la adopción de este tipo de mecanismo, generalmente se implementó a nivel partidario y no legislativo. También es de notar que la gran mayoría de los países que aprobaron leyes de cupos lo hicieron en el bienio 1996-1997. ¿Cuáles pueden ser las razones por estas dos tendencias y, más generalmente, por la aparente popularidad de la que han gozado las cuotas en la región? La racha de cuotas en América Latina Se pueden señalar varios factores que incidieron en el proceso de aprobación de las cuotas en los países de América Latina (ver Htun y Jones, 2002; Jones, 2000; IDEA, 2004; Baldez, 2003). Sin duda, un primero elemento facilitante fue la existencia de un marco legal internacional que identificaba la subrepresentación de las mujeres en cargos de decisión política como un problema para la democracia, y que legitimaba explícitamente los mecanismos de acción afirmativa.8 El acuerdo internacional que hacía un análisis y recomendaciones más detallados respecto al tema de la participación de las mujeres en política fue la Plataforma de Acción Mundial (PAM), emanada de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Naciones Unidas, celebrada en Beijing en 1995. El PAM incluye un capítulo específico (G) sobre “La mujer en el ejercicio del poder y la adopción de decisiones”, recomienda la adopción de políticas de acción afirmativa para superar la actual exclusión de las mujeres de los ámbitos de poder, y fija como meta el lograr la representación paritaria de hombres y mujeres (párrafos 186 y 190). Aunque las recomendaciones incluidas en este documento no son vinculantes para los Estados firmantes, sí representan un compromiso moral y suponen la existencia de una voluntad política para su implementación. Pero la adopción de la cuota en América Latina no se explica por la simple existencia de este contexto normativo internacional favorable. Fue más bien el uso estratégico de estos acuerdos firmados por sus gobiernos como una herramienta de presión de parte de los movimientos feministas y las mujeres políticas que contribuyó al proceso de aprobación de las leyes de cupos. La consolidación de los movimientos feministas en la región en los 80 y 90, su activa participación en las conferencias mundiales sobre la mujer organizados por Naciones Unidas, y en los foros paralelos de ONG, y el desarrollo de un activismo feminista transnacional en la región en torno a 8 Ver la Convención sobre la Eliminación de Todas Formas de Discriminación contra la Mujer (1979), artículos 2, 7 y 4 (explicita que las “medidas especiales de carácter temporal encaminadas a acelerar la igualdad de facto entre el hombre y la mujer no se considerará discriminación”). 11 temas específicas de la agenda de género, fomentaron un intercambio de experiencias y una lógica de luchas compartidas que fortalecieron las campañas nacionales. En este contexto, el ejemplo fundacional de la Ley de Cupos en Argentina, y el impacto claramente positivo que tuvo en ese caso,9 sirvieron para fundamentar los argumentos a favor de la cuota en los otros países de la región. La efectividad del uso de los acuerdos internacionales como herramientas de presión se refleja justamente en el hecho que la cuota se aprobó en otros 10 países de la región en el bienio posterior a la Conferencia de Beijing. Otra característica de la campaña femenina a favor de la cuota en algunos países de América Latina tenía que ver con la creación de alianzas inter-partidarias y/o entre las mujeres políticas y las integrantes de organizaciones sociales de mujeres. Según Costa Benavides (2004: 113), en Bolivia la incorporación de las cuotas en el Código Electoral se debió a la lucha articulada de una serie de coordinadoras de mujeres políticas (Unión de Mujeres Parlamentarias de Bolivia y Foro Político de Mujeres) y de la sociedad civil (Coordinadora de la Mujer, Plataforma de la Mujer). En México las mujeres políticas crearon un frente interpartidario, y además, adoptaron un estrategia de lobby interno innovadora, en cuanto cada una se abocó a persuadir a los varones no de sus propios partidos, sino de los otros partidos, basándose en el supuesto que a éstos les resultaría más difícil ignorar o negar una solicitud que proviniera de mujeres de afuera de su propio partido. Como comenta Baldez (2003: 23-24): “Paradójicamente, las mujeres dependieron de los roles tradicionales de género – en este caso la caballerosidad – para persuadir a los hombres a que apoyaran una medida cuyo objetivo era justamente deshacer los roles tradicionales de género.” En Argentina, también, un factor crucial en el éxito de la campaña a favor de la cuota fue “el trabajo en forma articulada y transversal de las mujeres de todos los partidos políticos, lo que se plasmó en 1990 en la constitución de la Red de Feministas Políticas” (Lubertino, 2004: 38).10 No obstante la importancia de la agencia de las propias mujeres, en aquellos países donde la resistencia de los actores políticos masculinos era muy alta, otros factores resultaron ser decisivos para la aprobación de la cuota. En el caso argentino el apoyo definitivo provino de una fuente algo inesperada – el propio presidente, Carlos Menem, cuya declaración a favor de la iniciativa sirvió para superar los aún altos niveles de resistencia masculina en el Congreso (Jones, 2000: 37, nota al pie 6). También en Perú, la intervención del Presidente Alberto Fujimori resultó ser decisiva en la aprobación de la ley (Schmidt 2004b: 47). En el caso de Costa Rica también fue instrumental para la concreción de la ley una intervención desde el Poder Ejecutivo, pero en este caso no del 9 10 Al 30 de junio de 2005 Argentina ocupaba el lugar 12 en el ránking mundial de mujeres en los parlamentos de la Unión Interparlamentaria, y en algún momento anterior había llegado a ocupar el lugar 8. En Perú la articulación entre mujeres diputadas de distintos partidos era mucho más ad hoc, pero a fin de cuentas instrumental en la aprobación de la ley (ver Schmidt 2004b). 12 presidente, sino del Mecanismo Nacional de la Mujer (el entonces Centro Mujer y Familia), que tenía los recursos necesarios para desarrollar una campaña de información y sensibilización a través de los medios masivos de comunicación (García Quesada 2004: 97). Un rol similar fue desempeñado por el Instituto Nacional de la Mujer en el caso mexicano (Baldez, 2003: 25). ¿Cómo se ha de entender la intervención de figuras presidenciales y el apoyo de la dirigencia partidaria masculina a las leyes de cuotas en estos países de América Latina? Mientras que en algunos casos posiblemente refleje una preocupación y voluntad reales por revertir la situación marginada de las mujeres en política, o un compromiso respecto al cumplimiento de los acuerdos internacionales, también es probable que existan razones más instrumentalistas. Estas incluyen, por ejemplo, la captación del voto femenino, la neutralización de las ventajas electorales de las cuales gozan los partidos precursores en la adopción de cuotas, o el deseo de evitar la culpa (blame avoidance) que Baldez (2003: 11) identifica en el caso de México: “Cuando se presentó el momento de votar el proyecto de ley de cuotas, los líderes partidarios hubieran preferido no aprobarlo, pero no querían expresar públicamente su oposición dados los altos niveles de apoyo popular a la inciativa”. La actitud de los dirigentes puede parecer todavía más cínica si tomamos en cuenta la relativamente baja efectividad cuantitativa de la aplicación de la cuota en la mayoría de los países de la región. Según Araújo (2004: 80), la aprobación de la cuota en 1997 en Brasil “parece haber sido el resultado [...] de cierto sentido práctico de parte de algunos líderes partidarios. Estos líderes quisieron evitar cualquier conflicto con las mujeres y parece que anticiparon la aplicabilidad limitada de la propuesta.” Jones (2000: 46) llega a una conclusión parecida: “Exceptuando el caso de Argentina, las cuotas han resultado ser un método relativamente poco molesto de hacer ver que se tenían en cuenta los derechos de las mujeres sin tener que sufrir las consecuencias”. Una última pregunta que merece tratarse es por qué en América Latina las cuotas se adoptaron por vía legislativa y no a nivel de los partidos políticos. Un primer factor explicativo podría ser la tendencia ya mencionada a que la lucha por la cuota fue llevada a cabo en la mayoría de los casos por alianzas inter-partidarias de mujeres, que por lo tanto buscaban soluciones aplicables a todo el sistema político partidario. Segundo, en aquellos países donde uno o algunos partidos tenían la cuota implementada, esto no generó un efecto de “bola de nieve”, como fue el caso en varios países de Europa. La generalizada falta de voluntad de los partidos políticos de priorizar el tema se refleja no sólo en la no adopción de cuotas en la interna de la mayoría de los partidos latinoamericanos, sino en el hecho que aun en aquellos casos que sí se implementaron cuotas a nivel partidario, no se ha dado un seguimiento ni se ha evaluado la efectividad del mecanismo, a pesar de que en muchos casos ha tenido un impacto cuantitativo menor. La efectividad de la cuota por sexo 13 La cuestión de la efectividad – en términos numéricos – de la cuota ha sido un tema de debate en la época posterior a la aprobación de las leyes de cuotas en la región. Veamos, entonces, por qué la aplicación de la cuota en algunos países de América Latina no ha tenido el mismo impacto que en otros. Jones (2000: 42, Cuadro 2) muestra el impacto de la cuota en los diez países de la región donde se aplica a los legislativos nacionales. Antes de su implementación las mujeres ocupaban un promedio de un 8 por ciento de las bancas, mientras que después de la aplicación de la cuota la tasa promedio de representación femenina aumentó sólo unos 5 puntos porcentuales, alcanzando un 13 por ciento. Hay dos conjuntos de factores que inciden positiva o negativamente en el efecto real que pueda tener la cuota política. Primero, la evaluación comparada de las experiencias con las cuotas a nivel mundial deja en evidencia que el grado de efectividad cuantitativa de la cuota depende mucho del tipo de sistema electoral al cual se aplica. En general, los estudios empíricos demuestran que las cuotas son más efectivas cuando se aplican a sistemas de representación proporcional con listas cerradas y bloqueadas que cuando se implementan en sistemas electorales mayoritarios con circunscripciones uninominales o en sistemas de listas abiertas (ver Jones 2000; Peschard, 2004: 25-6). En el caso de los sistemas mayoritarios, los partidos políticos tienden a cumplir numéricamente con la cuota en la totalidad de las candidaturas pero presentan a sus candidatas en circunscripciones donde tienen menos chance de ganar.11 De hecho, no es tanto el sistema electoral en sí que impide un mayor acceso de mujeres a los cargos electivos, sino el hecho de que el procedimiento de selección y adjudicación de candidaturas sigue estando controlado por cúpulas de dirigentes varones, y que el liderazgo político sigue siendo codificado de signos de masculinidad, lo que hace que las potenciales candidatas mujeres aparecen como un mayor “riesgo” electoral (ver Norris 1993). Bajo el sistema de listas abiertas es el electorado que determina con su voto el orden final de las listas partidarias, y por lo tanto quiénes serán electos/as o no. En estos casos – como en Perú, Ecuador, Panamá y Brasil – los resultados también tienden a reflejar la incidencia de la cultura política masculinizada dominante en el electorado, que termina favoreciendo a los candidatos varones. Dada esta situación, un factor importante en el éxito de mujeres son los recursos a los cuales pueden acceder para hacer una campaña electoral efectiva. 11 Una excepción es el caso de las “all-women shortlists” adoptadas por el Partido Laborista británico, mencionado más arriba, que fueron aplicadas en el 50 por ciento de aquellas circunscripciones donde la banca quedaba libre y el partido tenía una alta probabilidad de ganar. 14 Finalmente, aun en sistemas de listas cerradas y bloqueadas, donde es el partido que determina la ubicación de los y las candidatos en la lista, la efectividad de la cuota puede verse reducida si la legislación no incluye, por un lado, disposiciones explícitas referidas a cómo hay que aplicarse la cuota – sobre todo en cuanto al ordenamiento de las candidaturas en las listas – y por otro, sanciones en caso de no cumplimiento con las normas. Esto deja la puerta abierta a que las autoridades partidarias cumplan con la letra pero no el espíritu de la ley, colocando al porcentaje requerido de candidatas en los últimos lugares de la lista. Como señala Peschard (2004: 26), “si la decisión sobre la ubicación de las candidatas en las listas está sujeta a la correlación de los grupos dentro de los partidos, las cuotas sólo prosperarán cuando las mujeres hayan logrado penetrar las estructuras de los partidos y colocarse en los niveles de mando intermedio y superior. Es decir, cuando su presencia en las decisiones internas sea regular y significativa.” La importancia de que la ley incluya un mandato de colocación y establezca sanciones se puede ilustrar con referencia al caso argentino. La Ley de Cupos de 1991 estableció una cuota de un tercio para mujeres en lugares elegibles en todas las listas electorales, sin definir cuáles eran esos lugares. Como resultado, además de que muchos sectores directamente no cumplieron, otros ubicaron a sus candidatas en lugares “ornamentales” de la lista donde no tenían ninguna posibilidad real de salir electas. Sólo fue con el Decreto Presidencial 1246 del 2000 que estos problemas se superaron, al definirse precisamente lo que se debía entender por “lugares elegibles”: “el porcentaje mínimo se aplicará a la totalidad de los candidatos de la lista ... pero sólo se considerará cumplido cuando se aplique también al número de cargos que ... renueve en dicha elección” (ver Lubertino 2004). Un caso parecido fue el de Costa Rica, donde la ley de cuotas de 1997 estableció un mínimo de un 40% de candidatas en las listas electorales. Sin embargo, en las elecciones de 1998 la mayoría de los partidos ubicaron a esas candidatas al final de sus listas, y el efecto en la tasa global de representación femenina fue menor: aumentó sólo tres puntos porcentuales, de un 16% a un 19%. Antes de las próximas elecciones la presión ejercida por mujeres políticas llevó a que el Supremo Tribunal Electoral emitiera una resolución que estableció que las candidatas tenían que ocupar “lugares elegibles”; en las elecciones de 2002 la representación femenina alcanzó un 35% (ver García Quesada 2004). En general la sanción por el no cumplimiento de tales leyes pasa por la denegación de parte de las autoridades electorales a inscribir las listas que no cumplan con los requisitos establecidos (ver por ejemplo, la Ley reformatoria a la ley de elecciones de 2000, de Ecuador, y el Decreto Presidencial 1246 de 2000 de Argentina). Otra sanción que se ha aplicado en algunos países europeos, como Francia, es el establecimiento de penas financieras para el no cumplimiento, donde se descuenta un 15 porcentaje de los fondos públicos otorgados a cada partido según su caudal de votos en la primera vuelta de las elecciones parlamentarias.12 Un segundo factor que puede obrar en contra de la efectividad de la cuota aun cuando estén dadas todas las condiciones facilitantes y las garantías mencionadas arriba, tiene que ver con una combinación de características del sistema electoral: la magnitud de los distritos electorales, el grado de competencia legislativa (el número de cargos en juego y de partidos o listas que compiten por esos cargos), y la fraccionalización en la composición final del órgano electo (cuántas listas ganan bancas). Si las circunscripciones son plurinominales pero chicas (de dos a cinco bancas) es probable que ninguna lista gane más que uno o dos escaños, lo que dejaría sin efecto cualquier cuota menor al 50 por ciento. Aun en las circunscripciones grandes, si hay un alto grado de competencia legislativa, también puede dar lugar a una legislatura muy fraccionalizada, en la que muchas listas ganan pocas bancas cada una. Estos potenciales escollos presentes aun en sistemas electorales aparentemente más favorables a la aplicación efectiva de la cuota, señalan la necesidad de analizar bien las características de cada sistema electoral, incluyendo el sistema de partidos, para evaluar el potencial impacto de la cuota. Frente a un sistema electoral donde la aplicación de la cuotificación no serviría para impulsar un mayor acceso de mujeres a los cargos electivos, una alternativa a considerar sería la de una reforma electoral, parcial o total, como recomienda la PAM de Beijing (artículo 190 (d)): “Examinar el efecto diferencial de los sistemas electorales en la representación política de las mujeres en los órganos electivos y examinar, cuando proceda, la posibilidad de ajustar o reformar esos sistemas”. La reforma electoral también se ha utilizado en algunos países como estrategia para superar la resistencia a la aplicación de una cuota al interior de los partidos políticos. Por ejemplo, cuando el Partido Social Democrático de Dinamarca introdujo una cuota para mujeres de un 40% en sus órganos internos, a la vez aumentó – y en algunos casos hasta duplicó – el número de integrantes de estos órganos para que las mujeres pudieran ingresar sin que ningún hombre perdiera su lugar “ganado”. Finalmente, si volvemos a la correspondencia que hace Htun entre cuotas-género y bancas reservadas-etnia, vemos que la experiencia latinoamericana en general se ajusta a este esquema, ya que todas las veces que se han implementado mecanismos para garantizar el acceso de las mujeres a los órganos legislativos, ésos han tomado la forma de cuotas en las listas electorales. No obstante, existe una execpción a esta regla en la región, pero del lado de la etnia, como veremos en lo que sigue. La representación política de la etnicidad: Bancas reservadas 12 Consejo de Europa, Recomendación Rec(2003)3, Anexo III. 16 La movilización y las metas políticas colectivas de las minorías étnicas apuntan al reconocimiento y respeto por su particularidad cultural, incluyendo la recuperación, revaloración, preservación, desarrollo y reproducción de sus tradiciones culturales y de organización social. Aunque con frecuencia la autonomía territorial y política ha ocupado el centro de la agenda relativa a la representación política, también desde hace muchos años en países de todas las regiones del mundo se han aprobado mecanismos legales que aseguren a estas minorías una presencia en los principales órganos deliberativos del estado. Actualmente en el mundo unos 25 países tienen aprobados por ley mecanismos para garantizar la representación política de determinados grupos de identidad oprimidos (Htun 2004b: 441, Table 1). En todos estos casos, menos uno, se les reservan a estas minorías cierto número de escaños en el órgano legislativo. Estas bancas en general se eligen de la misma manera que el resto del cuerpo legislativo, pero dentro de un distrito electoral especialmente creado; en otros casos son elegidos solamente por los miembros del grupo minoritario, inscritos en un padrón electoral aparte. Según Htun (2004b: 440), la adopción de tales mecanismos responde a uno de dos escenarios políticos históricamente específicos. Uno de ellos es su inclusión en el contrato fundacional de la nación “para asegurar la viabilidad de la democracia en una sociedad plural. En este tipo de sistema político “consociativo” o “consensuado”, a cada grupo se le garantiza una parcela de poder para impedir la secesión o la guerra civil.” El otro escenario tiene que ver con el desafío planteado por el reciente crecimiento de movimientos sociales basados en la identidad y sus demandas de reconocimiento, como es el caso de los pueblos indígenas en varios países de América Latina. El primer escenario se puede ilustrar con referencia al sistema de asientos reservados para los maorí en Nueva Zelanda, que además, es de particular interés por haberse mantenido – y evolucionado – a lo largo de casi un siglo y medio. En 1867 cuatro bancas fueron reservadas como medida temporaria para asegurar la representación parlamentaria del pueblo aborigen y a la vez su compromiso con la integridad de la nación, y en 1876 se convirtió en una medida permanente. El número de escaños asignados inicialmente – cuatro, equivalente a un 5.6 por ciento del parlamento – no tenía correlación ninguna con el peso de la comunidad maorí (50 mil) en el total de la población (250 mil). En 1949 se estableció un padrón electoral separado para los maorí, aunque la inscripción sólo fue obligatoria después de 1956; las personas cuyo padre o madre era de pura sangre maorí estaban obligadas a inscribirse en el padrón maorí. Desde 1975 las personas maorí pueden elegir si inscribirse en el padrón general o en el maorí (para el cual el único requerimiento es su auto-identificación como maorí). También pueden optar por presentarse como candidatas o a las bancas maorí o a las bancas generales. Actualmente hay siete escaños maorí de un total de 120. Es interesante notar, con respecto al tema de la reforma electoral como estrategia para facilitar la representación de los grupos excluidos, que después de que Nueva Zelanda abandonó el sistema mayoritario, en las primeras elecciones bajo el nuevo sistema de 17 representación proporcional en 1996 fue electo el doble de candidatos/as maorí por escaños generales que por los escaños reservados. Como resultado de este cambio en el sistema electoral, la tasa global de representación parlamentaria maorí actualmente alcanza un porcentaje similar al peso del pueblo maorí en el total de la población (alrededor de un 12,5 por ciento). En algunos otros países, donde las minorías son geográficamente concentradas, su representación se garantiza indirectamente, adjudicándoles más bancas a las regiones de mayor concentración étnica. Este, por ejemplo, es el caso de Escocia y Gales en el parlamento británico. Alternativamente, después de la aprobación de la ley del voto en Estados Unidos en 1965, resultado de la presión del movimiento de derechos civiles de la población negra, se incorporó al concepto de la igualdad política la noción de igual derecho a elegir el/la representante que quiera, y este derecho se empezó a interpretar como el derecho de las minorías a ser representadas por políticos/as minoritarios/as. Entonces se adoptó la práctica de gerrymandering – la modificación de las fronteras de las circunscripciones electorales para crear distritos con un electorado mayoritariamente negro o latino o americano-asiático – para así garantizar la elección de un/una representante de esa minoría (ver Phillips 1995, capítulo 3). En América Latina, la etnicidad adquirió importancia como tema político en la última década del siglo XX. Esto se debió a tres factores interrelacionados (Sieder 2002: 1): la emergencia de los movimientos indígenas como actores colectivos en el ámbito político nacional e internacional; la creciente caracterización de los derechos de los pueblos indígenas como derechos humanos en la jurisprudencia internacional; y el proceso de reforma constitucional que tuvo lugar en muchos países de la región y que reconoció, por lo menos en principio, el carácter pluricultural y multiétnico de estas sociedades.13 Como Sieder (2002: 6) señala, “[e]l reconocimiento politico-legal del multiculturalismo tiene implicancias profundas para la gobernanza y la democracia en América Latina. El reconocimiento por parte del estado de diferentes grupos étnicos implica, por lo menos potencialmente, un nuevo proyecto nacional.” En el caso de los pueblos indígenas en América Latina, su agenda política se centra en la lucha para frenar y revertir el proceso histórico de asimilacionismo al cual fueron sometidos bajo el colonialismo y la construcción de los estados modernos postcoloniales. Piden una serie de reconocimientos y derechos colectivos en base a su carácter de pueblos originarios, y como tales, de “auténticos representantes de la nación” (Aylwin O. s. f.: 5). Estas demandas incluyen el derecho a la autodefinición como “un reconocimiento grupal y de identidad colectiva”; el derecho a la tierra y al territorio; el reconocimiento de una 13 A partir de mediados de los 80, e influenciada por la Convención 169 de la Organización Internacional del Trabajo (1989), se aprobaron nuevas constituciones, o reformas constitucionales, en los siguientes países de América Latina: Nicaragua (1986), Brasil (1988), Colombia (1991), México (1992 y 2001), Guatemala (1992), El Salvador (1992), Paraguay (1992), Perú (1993), Argentina (1994), Bolivia (1994), Ecuador (1994 y 1998), Venezuela (1999). Ver Aylwin O. (s. f.), Sieder (2002). 18 identidad cultural propia, incluyendo sus dimensiones lingüísticas y religiosas; el reconocimiento de las formas tradicionales de autoridad local y de derecho consuetudinario; y el derecho a la libre determinación a través de la autonomía y el autogobierno local y regional (ibídem: 4-5). Respecto a estos modelos alternativos de participación política planteados por los movimientos indígenas, en la práctica los estados latinoamericanos han restringido el reconocimiento de la autonomía indígena al nivel del municipio o de la comunidad. En algunos países, en especial Bolivia después de 1994, el estado implementó un proceso de descentralización política y fiscal para fomentar una mayor participación local y accountability del gobierno, como una política de aplicación práctica del reconocimiento constitucional del multiculturalismo. Aunque tales políticas han abierto espacios y oportunidades de incidencia en la vida política del país para los movimientos indígenas, la evaluación de estas experiencias demuestra que todavía tienen serias carencias en cuanto a garantizar una participación efectiva (Sieder 2002). En suma, en América Latina no ha habido una tendencia a establecer mecanismos concretos para garantizar la participación de los pueblos indígenas en las estructuras institucionales de representación política, aun en aquellos países donde la población indígena es mayoritaria o representa una proporción significativa de los habitantes del país. No obstante, a partir de los 90 el surgimiento, crecimiento, y éxito electoral de partidos étnicos en la región14 – con raíces en los movimientos indígenas – indican la jerarquización de parte de estos actores de la conquista del poder político institucional. Esto a su vez plantea la posibilidad de que aparezca en la agenda de debate pública el tema de los derechos especiales de representación. A diferencia de las cuotas por sexo, aactualmente hay sólo tres países en América Latina donde se han implementado derechos grupales de representación por etnia: Venezuela, Colombia y Perú (Htun 2004b). En los primeros dos se trata de bancas reservadas en los legislativos nacionales. Artículo 176 de la Constitución de Colombia aprobada en 1991 preveía el establecimiento de una circunscripción especial de cinco bancas para asegurar la participación en la Cámara baja de los grupos étnicos, las minorías políticas y los colombianos residentes en el exterior. Esta previsión fue reglamentada por la ley 649 de 2001,15 y actualmente las comunidades negras tienen dos bancas reservadas en la Cámara (de un total de 166), mientras que las comunidades indígenas tienen una banca en la Cámara, y dos más en una circunscripción especial en el Senado (de un total de 102 bancas). Ya que el porcentaje que representan estas bancas sobre el total de miembros de las dos Cámaras es mucho más bajo que el peso de las 14 15 Especialmente en Colombia, Bolivia, Ecuador y Venezuela. http://www.secretariasenado.gov.co/leyes/L0649001.HTM#1. 19 comunidades afrocolombianas e indígenas en la población,16 el efecto de esta medida es más simbólico que concreto. Es decir, garantiza que estas comunidades tengan una voz en el proceso deliberativo, les permite poner algún tema de particular interés para ellas en la agenda legislativa, y contribuye a “normalizar” a sus integrantes como actores políticos en el ámbito público. En Venezuela, por su parte, bajo la reforma constitucional de 1999, se reservaron tres bancas para “comunidades indígenas” en la asamblea nacional. Se permitió, además, a las organizaciones sociales competir por estas bancas, quitando así la barrera que hubiera implicado tener que crear e inscribir un partido político (Htun 2004b: 446). Finalmente, Perú es el único caso en el mundo donde los derechos especiales de representación política para minorías étnicas se consagraron en forma de cuotas electorales. La ley electoral de 2002, por la cual se restituyeron las elecciones regionales previamente abolidas por Fujimori, incluyó el requerimiento de que las listas de candidatos para los consejos municipales y regionales contuvieran un mínimo de un 15 por ciento de candidatos de comunidades nativas o pueblos originarios en aquellas regiones donde exista tal población (definidas posteriormente por el tribunal electoral como 11 de un total de 25). Dos tipos de críticas se han dirigido a la solución peruana (ver Htun 2004b: 449-50). Por un lado, la terminología usada en la ley para referirse a los grupos cuyo derecho especial a la representación se establecía, y la subsiguiente interpretación hecha por el tribunal del término usado, hicieron que quedaran excluidos los pueblos indígenas del altiplano, que en 1969 habían sido clasificados como “comunidades campesinas” y que representan más de un 40 por ciento de la población del país. Por otro lado, el optar por un sistema de cuotas en vez de bancas reservadas en la práctica tuvo el efecto contrario a la intención expresa de la medida de facilitar la representación política de estos grupos. Esto porque canalizaba esa representación por las colectividades políticas existentes del sistema partidario y, en vez de fortalecer las fuerzas políticas emergentes del movimiento indígena (como el Movimiento Indígena de la Amazonía Peruana), en la práctica las debilitaba, debido a que los partidos políticos tradicionales reclutaban a sus líderes para cumplir con la ley. El caso chileno: Análisis y propuestas En Chile, los debates sobre la representación política de la diferencia de genéro y étnica no han estado totalmente ausentes de la agenda pública, pero tampoco han generado una reflexión profunda ni en la clase política ni a nivel de la opinión pública. Señal de esto es la afirmación de José Aylwin (2000) que “para muchos en el gobierno y en la sociedad chilena [el conflicto en el territorio mapuche a fines de los 90 resultaba] una situación incomprensible”, porque suponían que la promulgación de la Ley 19.253 16 Los grupos étnicos en Colombia (entre los cuales los mayoritarios son los 84 pueblos indígenas, con un total de alrededor de 702 mil habitantes y la población afro-colombiana, con 10,5 millones) representan un poco más del 26 por ciento de la población total del país. www.etniasdecolombia.org 20 en 1993 resolvía cabalmente la “cuestión indígena”. Por otro lado, el documento elaborado por la Unidad de Prensa del Partido Por la Democracia (PPD) para las elecciones municipales de octubre de 2004, titulado “La diversidad: un tremendo valor del PPD”,17 da cuenta de que existe por lo menos en algunos partidos chilenos un reconocimiento de la necesidad de un aggiornamiento en el discurso político respecto a la diversidad ciudadana. En el documento se dieron a conocer a la ciudadanía los y las candidatas del PPD que “reflej[aban] los distintos componentes sociales que dan vida a nuestra nación”, incluyendo a representantes de los pueblos indígenas, las minorías sexuales, los jóvenes, las mujeres, los discapacitados, del sector campesino, del deporte y de la cultura, como parte de una política electoral de “reconocimiento de nuestra propia diversidad sociocultural”.18 La representación política de las mujeres En una encuesta a líderes políticos/as publicado por el Servicio Nacional de la Mujer, todas las mujeres y la mayoría de los hombres19 afirmaron que la actual situación de la mujer en política es insuficiente o mala, y una amplia mayoría de los/las entrevistados/as20 concordaron en que la discriminación era determinante de esa situación (SERNAM 2002: 23, 25). Aunque sin duda existe una estrecha relación entre las desigualdades socio-económicas y culturales y las desigualdades políticas, está fuera del alcance de este estudio examinar las razones por las cuales después de una década y media de vida democrática post-dictadura en Chile los niveles de representación de las mujeres siguen siendo tan llamativamente bajos.21 17 18 19 20 21 http://www.ppd.cl/campana/info.php#. Cabe notar que de estos “distintos componentes sociales” no todos se podrían considerar grupos sociales o de identidad oprimidos, condición que fundamentaría su derecho a una representación política especial. Siete, contra tres que opinaron que se había registrado un “avance significativo o sustancial” en la situación de la mujer en política Diez de doce hombres y diez de once mujeres. Los estudios comparados señalan que el acceso a ámbitos de decisión de sectores excluidos se ve afectado por la interacción de múltiples factores de tipo socioeconómico, cultural o político-institucional (ver Norris 1993). Algunos factores que pueden ser relevantes en el caso de las mujeres chilenas son: (1) de tipo socioeconómico – la participación femenina relativamente baja en el mercado laboral, la estructura interna desigual de esa participación (segregación laboral, brecha salarial, ver SERNAM 2004), y el tratamiento discriminatorio de las mujeres en el sistema de protección social (ver Arenas de Mesa y Montecinos 1999); (2) de tipo cultural – la todavía fuerte incidencia de la Iglesia Católica en la sociedad (y en particular cómo ésta estructura los valores y normas relativos a los roles y relaciones de género) y una tradición de movilización política de las mujeres en torno a la maternidad (el “Poder Femenino” que contribuyó a la derrota de Allende o los Centros de Madres organizados por la esposa de Pinochet, ver Craske 1999); y (3) de tipo político-institucional – ciertas características del sistema electoral, principalmente la mayor dificultad de ingreso de mujeres bajo el sistema binominal, que se asemeja a un sistema majoritario (los estudios comparados muestran que más mujeres salen electas bajo sistemas de representación proporcional), y el efecto excluyente de altas tasas de reelección (en el caso chileno éstas se ubican en un 83.3% para la Cámara de Diputados y un 77.7% para el Senado (Agenda 21 Cuadro 2 muestra la evolución de la representación femenina en el Congreso Nacional en el período post-dictadura. Cuadro 2: Representación femenina en el Congreso Nacional, el Senado y la Cámara de Diputados, 1990-2005 Período % mujeres % mujeres % mujeres Congreso Senado* Cámara 1990-1993 6.3 7.9 5.8 1994-1997 7.6 7.9 7.5 1998-2001 10.1 5.3 11.7 2002-2005 10.8 5.3 12.5 *Sólo se consideran los/las senadores/as electos por votación popular. Elaboración propia en base a datos de http://www.sernam.cl/basemujer/index.htm Estas tasas de representación femenina bajas en el parlamento nacional ubican a Chile en el lugar 69 del ranking mundial de mujeres en los parlamentos de la Unión Interparlamentaria, por debajo de los promedios tanto mundiales (ambas cámaras: 15.8; cámara alta: 15.0; cámara baja: 16.0) como de las Américas (ambas cámaras: 18.9; cámara alta: 19.5; cámara baja: 18.8).22 También merecen destacarse dos características de la evolución de la tasa de representación femenina en el Congreso chileno. Primero, mientras que en la Cámara de Diputados la tasa ha crecido a lo largo de estos 15 años, en el último período el aumento fue de menos de un punto porcentual; y segundo, en el Senado se registró una baja en 1998 que no se recuperó en el próximo período. Estos datos cuestionan la existencia de un impulso “natural” hacia el ingreso de más mujeres a cargos en el sistema político chileno. No obstante, hay otras señales de que la participación femenina en cargos de decisión política no sólo se está volviendo más “normal”, sino que está cobrando más apoyo desde la ciudadanía. El nombramiento de cinco mujeres al equipo de gobierno del Presidente Lagos en 2000,23 y su existosa gestión en esos cargos, condujo a la 22 23 Democrática, FLACSO-Chile, 2005). Dada la interacción de múltiples obstáculos de distinto tipo, es razonable el planteo de O’Donnell (2001: 605) que el piso de los derechos políticos universales existentes en algunos países latinoamericanos podría ser utilizado por aquellos sectores sociales más marginados (incluyendo a las mujeres y los sectores populares) como un trampolín para la conquista de sus derechos civiles y sociales, que a su vez permitiría una mayor efectivización de su ciudadanía política, en una “dialectic of accumulating force in one sphere of rights for pushing for conquests in other spheres”. Sin embargo, mientras que estos sectores no tengan una presencia en aquellos ámbitos legislativos y de elaboración de políticas públicas donde se determina la consagración o ampliación de los derechos civiles y sociales, es dudoso cuán efectiva podría ser esa lucha. De todas formas, la aplicación de mecanismos de acción afirmativa se puede considerar una manera de acelerar ese proceso dialéctico de conquista de derechos. El ranking se basa en la tasa de representación femenina en la cámara baja o única de 186 países. Datos actualizados al 30 de junio de 2005. http://www.ipu.org/wmn-e/world.htm En todo el período post-dictadura el porcentaje de mujeres en ministerios ha superado las tasas de representación femenina parlamentaria. 22 posterior postulación de dos de esas ministras como precandidatas presidenciales por la Concertación para las elecciones de diciembre de 2005 – Soledad Alvear y Michelle Bachelet. Una encuesta de opinión pública, realizada por Fundación Chile 21 en diciembre de 2003 sobre “mujer y política”, arrojó los siguientes resultados. Un 91 por ciento opinaron que el ingreso de las mujeres a la política es bueno y 89 por ciento manifestó estar dispuesto a votar por una mujer a la presidencia. No obstante, si miramos qué ha pasado con el tema específico de las medidas de acción positiva, queda claro que la sub-representación femenina no se ha constituido en una prioridad política para los partidos chilenos. Por un lado, se han presentado dos proyectos de ley de cuotas en la Cámara de Diputados, uno en 1997 y el otro en 2000, pero sin carácter de urgencia y ninguno de los dos se han tratado en la Cámara (Salinero 2004: 5). Por otro lado, tres partidos políticos chilenos han incorporado medidas de acción positiva a sus estatutos: el Partido Socialista (PS) tiene una cuota de un 30 por ciento; el PPD, de un 40 por ciento; y el Partido Demócrata Cristiano (PDC), de un 20 por ciento. Sin embargo, las tasas de representación femenina en la Cámara de Diputados de estos partidos no difieren mucho – salvo en el caso del PPD – de las tasas de los dos partidos de derecha – la Unión Democrática Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN), que no aplican cuotas, y distan mucho de los porcentajes establecidos por las cuotas (ver Cuadro 3). Cuadro 3: Representación femenina en la Cámara de Diputados, por partido, 2002-2006* Partido Total bancas Número de % de mujeres sobre mujeres el total de bancas PPD 21 5 23.8 PDC 22 3 13.6 RN 19 3 15.8 PS 10 1 10.0 UDI 33 3 9.1 *No incluye el Partido Radical Social Demócrata ni los parlamentarios independientes. Elaboración propia en base a datos de http://www.congreso.cl De los y las propios integrantes de los tres partidos de la Concertación entrevistados en la encuesta de SERNAM (2002: 34), cinco evaluaron la experiencia de la aplicación de la cuota en su partido como mala, siete la consideraron regular y sólo una mujer del PPD la calificó como buena. No obstante, al interior de los partidos no se ha realizado ningún proceso de monitoreo o evaluación del impacto de las cuotas, lo que sugiere que la adopción de la cuota no pasa de ser un compromiso puramente retórico. Si la preocupación por eliminar las barreras a una participación igualitaria de hombres y mujeres fuera real, estas pruebas de la ineficacia de la cuota suscitaría por lo menos un debate interno, cuando no una búsqueda de un mecanismo más efectivo. Es decir, todo señala que en Chile falta la voluntad en los partidos políticos necesaria para promover 23 una discusión seria sobre el tema de la sub-representación de las mujeres. Tampoco existe una tradición de alianzas inter-partidarias entre las mujeres políticas chilenas, un factor que facilitó la aprobación de la cuota en otros países de la región. ¿Cuáles, entonces, serían los posibles caminos a seguir en el caso chileno para garantizar una mayor equilibrio de género en la representación parlamentaria? En primer lugar, examinemos la posibilidad de garantizar la elección de más mujeres dentro del sistema electoral binominal actual. El funcionamiento de este sistema (ver Valenzuela 1995: 73) hace que la medida más efectiva a adoptar sería una disposición electoral que requiere que de las dos candidaturas presentadas por cada partido o coalición de partidos en cada distrito electoral una sea mujer. En la práctica, no obstante, esto sólo garantizaría la elección de candidatas en aquellos distritos donde el mismo partido gana las dos bancas. En las elecciones de 1993 esto ocurrió solamente en 12 de los 60 distritos (Navia y Sandoval 1998: 12). En los distritos donde los partidos tienen poca o nula chance de ganar ambas bancas, la elección o no de la candidata mujer estaría en manos del electorado. En estos casos, sería necesario instrumentar mecanismos de acción afirmativa adicionales (por ejemplo, relativos a los recursos tanto económicos como políticos con los cuales podrían contar las mujeres para desarrollar una campaña electoral efectiva; formación en relaciones con los medios y para las apariciones públicas) para asegurar que las candidatas competían con su co-candidato en condiciones de igualdad. Pero el mayor problema con esta opción es que en el caso de las coaliciones de partidos – que de hecho son las colectividades que más éxito electoral tienen – las dos candidaturas en general no provienen del mismo partido. Esto plantea el problema no menor de cómo se decide cuál partido se vería obligado a presentar una candidata mujer para cumplir con la cuota. De hecho, estas potenciales dificultades con aplicarle una cuota al sistema electoral actual chileno sugieren que el mejor camino a seguir sería una reforma del sistema electoral. Como vimos más arriba, en general el análisis comparado demuestra que son los sistemas de representación proporcional los que más favorecen un mayor ingreso de mujeres. Si en la práctica un nuevo sistema electoral de listas no da el resultado esperado, también sería más fácil aplicar un sistema de cuotificación para garantizar el acceso de más mujeres. Pero en este caso sería muy importante que el criterio de la equidad de género fuera incorporado a la discusión y negociación de los nuevos arreglos electorales desde el inicio del proceso, y que no fuera agregado al final, para poder anticipar los potenciales obstáculos y oportunidades de las alternativas bajo consideración. La representación política de los pueblos indígenas La pregunta de cuáles mecanismos de acción afirmativa podrían garantizar la consecución de la plena igualdad política para los pueblos indígenas de Chile plantea desafíos de otro tipo. En la víspera del retorno a la democracia Chile se embarcó en un 24 proceso político de reconocimiento de su carácter de país multicultural. Lo más destacado de este proceso fue la firma del Acuerdo de Nueva Imperial en 1989, la Ley 19.253 y la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). Hasta allí el proceso generó la expectativa de que se habían asentado las bases de una nueva relación entre los pueblos indígenas, el Estado y el resto de la sociedad chilena. No obstante, para fines de los 90 quedaba claro que el nuevo marco legal e institucional no alcanzaba sus objetivos. Varios autores han señalado los principales problemas que surgieron en la aplicación de la ley y en el funcionamiento de la nueva institucionalidad (ver Aylwin 1998 y 2000; Foerster y Vergara 2000; Valenzuela Fernández 2003). Por un lado, la ley generó expectativas que en la práctica colmaban la capacidad de respuesta de las instituciones rectoras de su implementación. Paulatinamente, las políticas adoptadas se limitaban a satisfacer las demandas de tipo campesinas (por tierras, crédito, infraestructura), dejando de lado las reivindicaciones étnicas (educación bilingüe, protección de la cultura, libertad de creencias). Esto en parte fue resultado de la falta de recursos, pero también porque no se logró su transversalización en todo el organigrama estatal, y por lo tanto no se transformaron en políticas de estado propiamente dicho. Por otro lado, bajo la presidencia de Frei, el gobierno priorizó una política de desarrollo nacional basada en la inversión estatal y privada en megaproyectos (especialmente forestales, hidroeléctricos, y de acuicultura), varios de los cuales afectaron territorios indígenas y que fueron implementados sin la debida consulta ni reparaciones estipuladas en la Ley 19.253. La expresión pública de la frustración indígena frente a esta situación era una serie de acciones directas, realizadas en particular en territorio mapuche, y un creciente discurso contestatario que ya no apuntaba a demandas campesinas y étnicas, sino que reivindicaba “el reconocimiento de nuestros derechos colectivos como un Pueblo Nación distinto” (Chihuailaf 1999: 206, citado en Foerster y Vergara 2000), incluyendo la autonomía territorial. La reacción de los sectores más conservadores de la sociedad, prensa y clase política chilenas fue de pedir la aplicación de medidas de emergencia para arrestar lo que interpretaban como un “separatismo” que amenazaba la integridad de la nación. La respuesta del Estado frente a la agudización de los conflictos tuvo tres dimensiones un tanto contradictorias. Primero, a nivel local, aumentó la represión policial contra las comunidades indígenas en conflicto. Segundo, con respecto a CONADI, el Poder Ejecutivo reemplazó dos directores nacionales y varios representantes gubernamentales que habían expresado su oposición a proyectos de inversión; como resultado, la CONADI dejó de ser un espacio mediador y en parte representativo de los movimientos indígenas y se transformó en una agencia más de gobierno (Foerster y Vergara 2000). La tercera dimensión apuntaba a la renovación del pacto entre el Estado y la población indígena: se creó una Comisión Asesora en Temas de Desarrollo Indígena, se firmó un Pacto por el Respeto Ciudadano y Frei se 25 comprometió a impulsar el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y la ratificación del Convenio No. 169 de la Organización Internacional del Trabajo, único instrumento jurídico internacional vinculante específicamente referido a los pueblos indígenas. Este compromiso todavía no se ha concretado y sigue la represión policial y persecución judicial contra los mapuche que participan en acciones de protesta social, llegando a aplicarse a algunos casos la ley antiterrorista, en lo que Rodolfo Stavenhagen, Relator de las Naciones Unidas para los Derechos Indígenas ha denominado una situación de “criminalización” de la demanda indígena (Observatorio de Derechos de los Pueblos Indígenas 2005: 5). Por lo tanto, todavía está faltando el marco jurídico-legal necesario, según muchos dirigentes indígenas y comentaristas académicos, para la concreción del reconocimiento y el respeto a la diversidad, sin el cual difícilmente se logrará una igualdad política real para los pueblos indígenas en Chile. Además, varios autores han señalado otras medidas que consideran necesarias para conseguir ese mismo fin. Con respecto a los proyectos de inversión, Aylwin (2000) señala la falta de “espacios significativos para el encuentro de los sectores en disputa – los mapuche, el Estado, las empresas […] – para el logro de acuerdos que permitan abordar y superar los conflictos hoy existentes entre ellos”. Y agrega que tales espacios deben privilegiar el diálogo y negociación con organizaciones indígenas de carácter territorial, no con las familias directamente afectadas, como ha sido el caso hasta ahora. Valenzuela Fernández (2003: 32-3), por su parte, pregunta si no sería más apropiada crear una “instancia ‘gremial’ en la que se ventilen las reivindicaciones indígenas ante el Estado”, que gozaría de autonomía y cuya dirigencia sería electa mediante votación democrática. Así se podrían separar la doble función ahora inherente a la CONADI, dejando en la órbita de ésta las tareas administrativo-técnicas y reservando las político-reivindicativas para la gremial indígena. Hasta ahora, los movimientos indígenas chilenas no incluyen entre sus demandas la reivindicación de derechos especiales de representación en cargos electivos, aunque actualmente no hay ningún representante de los pueblos indígenas en el Congreso Nacional (Observatorio de Derechos de los Pueblos Indígenas 2005: 3, nota al pie 3). La dispersión de la población indígena en el territorio chileno descarta la opción de gerrymandering para crear distritos electorales donde hubiera una alta probabilidad de elección de representantes indígenas. Más factible en el contexto del sistema electoral actual sería la creación de un distrito electoral nacional especial para la elección de dos representantes indígenas a la Cámara, como en el caso colombiano. Por otro lado, dado la consolidación del movimiento indígena en el país en los últimos años como un actor social y político colectivo, es posible que una eventual reforma del sistema electoral basado en la representación proporcional podría fomentar la creación de partidos étnicos. No obstante, estas opciones no podría sustituir a otros tipos de mecanismos institucionales, como los descritos más arriba, que aseguraran la capacidad de incidencia 26 real de los pueblos indígenas en áreas concretas de política – en particular en las políticas de desarrollo y sociales – que les afectan más directamente. Conclusiones Actualmente el sistema político chileno aparece como desactualizado frente a los otros países de la región respecto a la falta de relevancia política otorgada a la diferencia social basada en género o etnia, y en particular al tema de la representación política de esas diferencias. Temas que, por otro lado, a nivel internacional se han incorporado a los criterios para medir la calidad de la democracia en un país. Aunque la cuestión indígena está muy visible para la opinión pública, ha sido construido discursivamente tanto por los medios de comunicación como por representantes del sistema político, incluyendo del Poder Ejecutivo, como un problema de orden público, y no como una interpelación política legítima acerca del significado de la nación, la ciudadanía y la democracia chilena. Asimismo, aunque la campaña electoral de 2004-5 presenció un protagonismo femenino sin precedentes, y todo indica que por primera vez una mujer llegará a ocupar la presidencia en Chile, esto no debería ocultar el hecho que el récord del país en términos del acceso de mujeres a cargos electivos sigue en niveles llamativamente bajos. Al respecto, este paper ha pretendido hacer un aporte a un eventual debate sobre la relevancia política de la diferencia de género y étnica, visualizando posibles caminos de transformación basados en la aplicación de mecanismos de acción afirmativa. 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