Comportamiento molesto Por Joan Nixon Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. ¿Ha tratado usted alguna vez de formar una colección de las cosas que ofenden la sensibilidad? La nuestra empieza así: "Conocí en cierta ocasión a un caballero que en cuanto se sentía molesto sacaba su peine del bolsillo y comenzaba a peinarse. Un día de fiesta que estaba almorzando con otras personas se sirvió demasiada salsa la que se desbordó, chorreándole el traje. Se levantó rápidamente poniendo en su sitio el plato, sacó su peine y comenzó a peinarse. ¡Por lo menos uno de los comensales debe haberse sentido molesto al ver tal demostración en la mesa! Mientras esto, indudablemente, parece exagerado, constituye un vivo ejemplo de conducta impertinente, y es un hecho que cada uno de nosotros, ya sea por hábito, descuido, o tan sólo por placer, ofende la sensibilidad de otra persona o de varias cuando menos una vez al día. Afortunado, en verdad, es aquél que no excede esa proporción mínima. ¿Qué clase de comportamiento es el que trae más incomodidad a la mayoría de la gente? ¿Cuál de nuestros cinco sentidos objetivos es el que generalmente se afecta más por el comportamiento ofensivo? De acuerdo con nuestra investigación, consistente en entrevistas e informes escritos, resulta interesante observar que el sentido del Oído y el de la Vista son los que más se afectan por esos abusos. A la cabeza de la lista anotamos: tronar el chicle, chuparse los dientes, gritar en el oído, aclarar la garganta, toser, dar portazos, golpetear con el lápiz, hacer una diaria repetición del mal estado de salud y, entre otros más, el torrente de conversación de una persona de voz desagradable que cuenta cosas en las que no tenemos el menor interés. En parte, lo que nos molesta es que tales ruidos ofensivos interfieran con el oído. Mas no obstante, lo que nos incomoda en extremo es el sonido en sí. A los ojos de varias personas resultan a veces ofensivas las mismas cosas, por ejemplo: el esmalte rojo en las uñas, el lápiz de los labios aplicado en público, una cabellera llena de rizadores antiestéticos, indumentaria descuidada, el estarse pellizcando nerviosamente ciertas protuberancias de la piel, un periódico que se arroja ante nuestra vista en el tranvía, los que llegan tarde a un espectáculo, una cabeza que nos impide ver bien la representación de un teatro (y aquí es oportuno recordar que si bien es cierto que nos es imposible despegarnos la cabeza para no incomodar al que está detrás, sí nos es fácil quitarnos el sombrero). Bastante más abajo en la escala de la sensibilidad ofendida, pero que no carecen de importancia, están las molestias que se causan al Olfato y al Tacto. A la mayoría de nosotros nos han obsequiado a veces con olores ofensivos. Hay muchos a quienes aún el olor de los desinfectantes les hace estornudar (los jabones medicinales resultan un anatema para muchos), bien que, paradójicamente, son los enemigos de molestias más graves, los microbios. Analicemos esto detenidamente: ¿a quién le gusta que le hagan cosquillas? ¿O la sensación de recibir en la cara el aliento de otra persona cuando nos habla muy de cerca? ¿A cuántos de nosotros nos provoca resentimiento, por la inseguridad que sentimos, el que un carruaje vaya dando tumbos bajo la dirección de un conductor habitualmente distraído? Tal vez el sentido del Gusto es el único que no resiente la conducta inoportuna de otros; a no ser, por supuesto, que ciertas peculiaridades del cocinero se manifiesten demasiado claramente en los platillos que nos prepara. Si a él le gustan los pimientos verdes y a nosotros no nos agradan, y los presenta muy seguido en las comidas, llegaremos a sentirnos realmente molestos con su proceder rutinario. En la personalidad objetiva del Ser hay ciertas actitudes molestas que hieren nuestra vanidad. No nos agrada la curiosidad que impele a la gente a indagar nuestra edad y nuestros "asuntos personales"; resentimos el que repitan torcidamente algo que hemos dicho; y también nos irrita que otros, en un salón de clases, copien nuestros apuntes. Veamos luego esto: ¿cuántos de nosotros podemos ser consecuentes observando que una persona trabaja en algo que podemos desempeñar de mejor manera? ¿Cuántos habremos visto desde la ventana de un segundo piso la manera irregular con que un vecino emparejaba su cerca de arbustos, mientras teníamos que hacer esfuerzos para contenernos y no bajar de prisa a quitarle las tijeras de la mano, ejecutándolo de distinto modo? Dejando de momento a un lado a la gente, admitiremos que es una experiencia muy común sentirse enfadado por los ladridos de un perro, el golpear continuo de una ventana mal cerrada, una llave de agua que gotea, o el agudo silbido de una locomotora. Hablando, pues, objetivamente, podemos asegurar que pasamos por toda clase de experiencias sensorias, ya sea por el comportamiento molesto de la gente o por otros motivos. Lo sutil y lo obvio Llegamos ahora a los comportamientos ofensivos más sutiles, los que se relacionan con la estética, la ética y la moral, que nos tocan en lo más profundo del Alma. ¿Qué diremos de ese proceder molesto, aunque intangible, que no se puede identificar exclusivamente con los sentidos objetivos o la Personalidad del Ser, pero que traspasa hasta lo íntimo nuestra naturaleza como finos y acerados dardos? ¿No es cierto que nos causa disgusto ver que mucha gente deja papeles, cáscaras y otros desperdicios en los bien cuidados parques y calles aseadas de nuestra ciudad? ¿No es, acaso, algo más que los ojos lo que se resiente en nosotros por esto? Sentimos igual enfado hacia las personas que acostumbran expectorar en público. Lo vulgar de la acción nos ofende menos que el daño corporal que experimentamos. Las naturalezas estéticas se irritan cuando alguien deja señales de mugre después de usar la tina de baño, y con quienes no llevan consigo pañuelo (en o que nadie está exento de una tos ocasional o de un estornudo repentino). Una madre que alimenta a su niño con su misma cuchara, o un cocinero que usa el cucharón para probar la comida y lo introduce nuevamente, sin lavar, en la misma, están también en la lista de los ofensores despreocupados. De nuevo aquí encontramos que tal vez nos ofende menos la ausencia de estética en esa acción que la idea de los gérmenes contagiosos. Como contraste, citaremos al individuo que se molesta cuando ve que en un restaurante alguien limpia los cubiertos con el mantel o con la servilleta. Aquí vemos que el temor a un contagio, tantas veces exagerado, queda supeditado el sentido estético ofendido. Recientemente, yo misma me sentí molesta en un tren cuando un individuo levantó de pronto un pie del piso pegajoso y lo plantó en el asa de mi maleta para atarse los cordones del zapato. Además de mancharla, le desajustó la cerradura con el peso de su cuerpo. "Eso le costará un dólar," le dije en un tono no desagradable (llevaba el manuscrito "Comportamiento Molesto" en mi maleta y trataba de reaccionar de acuerdo con la conclusión que ya se había formado en mi mente). "No puedo remediarlo. Tengo que arreglarme los zapatos," replicó, poniendo el otro pie sobre dicha asa, con lo cual saltó la otra cerradura! Un comportamiento molesto más enojoso aún es el de las "mentiras." A nadie nos agrada oír mentiras y nos disgusta la gente que las usa perpetuamente para defensa propia. No que sean mentiras grandes, patológicas, sino mentirillas. Debido a su perniciosa influencia y efectos de diseminación, este comportamiento molesto, que contraviene a la ética y a la moral, reviste más seriedad. ¿Cuántos de nosotros experimentamos disgusto ante esos padres de estrecho criterio que siguen un curso determinado de castigo para corregir a sus hijos? ¿Cuántos de nosotros podemos presenciar y soportar el mal trato que se da a los animales? ¿Cuántos somos excepciones en el trato inconsiderado que habitualmente se da a los ancianos? ¿Y cuántos podemos tolerar las ínfulas de algunas personas, indicación clara de discriminación racial o de clase? Nuestras mismas actitudes hacia tales procederes molestos son reflejo de nuestra naturaleza íntima, indicio del desarrollo de nuestro ser espiritual. Nos corresponde, por tanto, hacer un reconocimiento especial dentro de nosotros mismos, a fin de estar seguros de que no somos reos de esas culpas. Consideración ¿Qué conclusiones vamos a sacar de esta extensa lista de comportamientos ofensivos? Si todos nos molestáramos en igual grado por la misma causa no habría problema, pues se podría pasar una ley prohibiendo cada ofensa. Infortunadamente, no es así. La mitad de nosotros se incomoda con las personas que abren las ventanas de un cuarto o de un carruaje; y la otra mitad se molesta igualmente si las cierran. A la mayoría nos desagrada ver la conducta de los "parásitos" de nuestra sociedad, aquéllos que descuidan sus obligaciones y dejan que desempeñemos parte de su trabajo; a la demás gente, quizá, le molestan más las "hormigas ", los que insisten en hacer más de lo que les corresponde, ¡cómo si el mundo no pudiera seguir adelante sin ellos!. A algunos nos fastidia que alguien silbe mientras tratamos de concentrarnos. El que lo hace, podrá decir que es la única forma que le ayuda a pensar, pero no reflexiona que precisamente esa es una de las razones que impide hacerlo a los que le rodean. ¿Cuál es la contestación a este, al parecer, complejo enigma? ¿Qué podemos hacer respecto a los comportamientos molestos de la otra gente, y a los nuestros que incomodan a los demás? La respuesta queda dicha en la palabra CONSIDERACION. Si queremos ajustarnos a la sociedad, debemos procurar no ser ofensivos. Primero que nada debemos averiguar cuáles son los hábitos molestos que tenemos. Luego, escudriñar nuestra Conciencia Intima para saber si estamos justificados o no en retener aquello que puede ser desagradable, estético, inmoral, o que infrinja los derechos de otra persona y, en mayor escala, los de una nación. Mientras más íntimamente estemos con alguna persona más concienzudo e inquisitivo deberá ser nuestro examen personal que le atañe. El que estemos poco o bien dispuestos afectuosamente hacia tal o cual persona no debe tomarse en cuenta en este cuidadoso análisis interno, ya que debemos estimar lo bastante a cada ser humano para respetar su individualidad, y esto, por supuesto, incluye a nuestra familia inmediata. Es de igual importancia que rebusquemos en lo íntimo de nuestra Consciencia para saber si estamos justificados o no en experimentar disgusto por el comportamiento, de los otros. En esta búsqueda deberíamos recordar aquella frase trivial que reza: “Vive y deja vivir” Esto no quiere decir que deberemos sentarnos con una expresión de mártir en los ojos, y dagas en el corazón, mientras nos arrojan humo en la cara. Si llegamos a la conclusión de que nuestra incomodidad es justificada, entonces deberemos idear alguna manera para decírselo a esa persona en forma razonable, constructiva y agradable. Puede que tal persona no haya tenido las mismas oportunidades que se nos han presentado para aprender lo que respecta a la sociedad, y que quizá se alegre de cooperar al bienestar de otro ser humano. Es bueno retener en la mente que aún cuando el mundo está habitado por varias razas o gente de diferente manera de ser, cada uno de nosotros es un microcosmos o mundo pequeño del mismo macrocosmos o mundo más grande. Debemos, pues, respetar a cada individuo, a cada raza y nación, al grado de otorgar nuestra mayor consideración, y no permitir que nuestra conducta ofensiva nos ponga en conflicto, extinguiendo de ese modo el Amor Divino hacia nuestros semejantes, que es la esencia misma de la Vida.