¿Sabe usted cuán valioso es? Estimado (a) amigo (a), Por más de cincuenta años he tratado de ayudar a personas con un sinnúmero de problemas diversos. Con el tiempo he llegado a una conclusión inesperada: nuestro problema fundamental como seres humanos es que no comprendemos lo valiosos que somos. En consecuencia, cometemos los errores más funestos. Somos como los legítimos herederos de una inmensa fortuna que entregamos toda nuestra herencia a cambio de algo de ínfimo valor: una noche de pasión, un cigarrillo de marihuana, una borrachera o un negocio fraudulento. También puede suceder que nos valoramos en exceso y tal vez buscamos afanosamente alcanzar una posición de prestigio en la política o en el mundo del entretenimiento, o incluso un cargo eclesiástico importante. Aún así, todo ese prestigio no se compara con el valor de nuestra herencia, la cual entregamos a cambio. Si hemos de apreciar nuestro verdadero valor como seres humanos, debemos considerar la manera especial y maravillosa como fue creado Adán, nuestro ancestro. El milagro de la creación de Adán En Juan 1:1–2 descubrimos que el verdadero agente creador no fue Dios Padre, sino la Palabra divina, presente con Dios desde la eternidad, y encarnada en la Persona que se manifestó después en la historia humana como Jesús de Nazaret: “Todas las cosas por él [la Palabra] fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. La Palabra hablada de Dios fue el origen de la creación entera: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios”.1 “Porque Él dijo, y fue hecho, Él mandó, y existió”.2 Sin embargo, la creación de Adán, como la describe Génesis 2:7, fue un suceso excepcional: “Entonces Jehová Dios formó [modeló] al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente [en sentido literal: un alma viviente]”. ¡Imagine la escena! El Señor, arrodillado, tomó polvo en sus manos, añadió agua y le dio al material la forma del cuerpo de un hombre. Y ahí estaba, la escultura más perfecta jamás realizada, más excelente que cualquier obra maestra de Miguel Ángel. Sin embargo, estaba sin vida. Entonces sucedió algo extraordinario. El Creador se inclinó, acercó sus labios divinos a los de la figura de barro, con sus aberturas nasales tocó las del barro, y sopló en ellas. Su aliento penetró la figura de arcilla y la transformó en un ser humano viviente cuyos órganos funcionaban con precisión absoluta, y fue dotado de todas las facultades espirituales, intelectuales y emocionales que puede tener un ser humano. Ningún otro ser fue creado de esa manera. Las palabras empleadas para describir este milagro son especialmente gráficas. En el idioma hebreo los sonidos de ciertas palabras se relacionan directamente con la acción que describen. El sonido de la palabra hebrea traducida sopló corresponde a yipakh, que se pronuncia como una pequeña “explosión” interna, seguida de una exhalación vigorosa y continua que sale de la garganta. Por eso representa claramente la acción que describe. Cuando el Señor se inclinó sobre esos labios y esa nariz de barro, no lanzó un débil suspiro, sino que emanó su propia esencia en aquel cuerpo de arcilla, recibiendo así la vida misma de Dios por impartición milagrosa. El hombre quedó de inmediato convertido en un ser trino, compuesto por espíritu, alma y cuerpo. El espíritu provino del aliento que Dios inspiró en él; su cuerpo era barro transformado en carne viva y palpitante; su alma, fruto de la unión del espíritu y del cuerpo, se convirtió en una personalidad única y singular, capaz de tomar decisiones, libre para elegir. Junto con la compañera que le dio el Creador, Adán fue designado para gobernar la Tierra en calidad de representante de Dios. La unidad trina de su naturaleza interna representaba la semejanza con el Dios trino. Su forma externa reflejaba la imagen del Señor que lo creó.3 Tanto en su naturaleza interna como en su forma externa, el hombre representaba de manera singular a Dios ante el resto de criaturas terrestres. Además, Adán y Eva gozaban de una comunión permanente y personal con el Señor. Al final del día Él se acercaba para pasar tiempo con ellos.4 ¿Quién sabe qué misterios pudo haberles revelado acerca de Él? Sabemos, sin embargo, que Dios le concedió a Adán el privilegio de elegir los nombres de todas las otras criaturas vivientes.5 Lo que siguió constituye la mayor tragedia de la historia humana. Engañados por Satanás, Adán y Eva canjearon su herencia recibida de Dios por un vil trozo de fruta. Esta desobediencia afectó cada parte de la naturaleza trina de Adán. Su espíritu, separado de Dios, murió. De ahí en adelante se volvió un rebelde en su alma, en permanente actitud de oposición a su Creador. Su cuerpo quedó sometido a la enfermedad y el envejecimiento, y fue destinado a morir. Dios le había advertido a Adán acerca del árbol del conocimiento: “el día que de él comieres, ciertamente morirás”.6 El espíritu de Adán murió al instante; su cuerpo alcanzó a durar más de 900 años. El milagro de la redención de Cristo Aunque la desobediencia de Adán acarreó consecuencias funestas, dejó ver un aspecto de la naturaleza de Dios que, de otra manera, nunca habría quedado revelado plenamente: la insondable profundidad de su amor. Dios nunca se dio por vencido con Adán y su descendencia. Su anhelo es acercarnos de nuevo a Él. Santiago 4:5 lo expresa bellamente: “El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente”, es decir, el espíritu que Adán recibió por soplo divino al ser creado. Por increíble que parezca, Dios aún anhela aquella comunión personal que disfrutó con Adán y que fue rota por causa de su rebelión. Esa misma rebelión se ha perpetuado en cada descendiente de Adán. Además, a un costo incalculable, Dios ha dispuesto un camino para que podamos ser restaurados y volver a Él. Envió a Jesús “a buscar y a salvar lo que se había perdido”.7 Por medio de su sacrificio expiatorio en la cruz, Jesús ha hecho posible que cada uno de nosotros sea perdonado y limpiado de pecado, y que llegue a ser miembro de la familia de Dios. En Mateo 13:45–46 Jesús contó una parábola que, en mi opinión, presenta la más bella descripción del prodigio de nuestra redención: “También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró”. Yo creo que esto describe la redención de un alma humana. Jesús es el mercader; no un turista ni un visitante ocasional, sino un verdadero experto que conocía, por su experiencia de toda la vida, el valor exacto de cada perla. La perla que Él compró es sólo un alma humana, la suya o la mía, y sin embargo le costó absolutamente todo cuanto tenía. Si imaginamos una versión contemporánea del relato, puedo recrear la escena del momento en el cual el mercader le cuenta la noticia a su esposa. –Querida, acabo de vender el auto. –¿Vendiste el auto? Bueno, al menos aún tenemos dónde vivir. –No, ¡también vendí la casa! –¿Y por qué lo hiciste? –Encontré la perla más hermosa que haya visto. Toda mi vida he buscado una perla así. Me costó todo lo que tenía, ¡tienes que verla! ¿Qué sentido tiene todo esto para usted y para mí? Pues cada uno de nosotros puede imaginar que es aquella perla preciosa. Recuerde que a Jesús le costó todo lo que tenía poder comprarlo a usted y recuperarlo. Aunque era Señor del universo entero, se despojó de todo y murió en la pobreza absoluta. Quedó sin nada. El manto y la tumba en la cual fue sepultado eran prestados. “Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”.8 Quizá usted nunca se ha considerado tan importante; tal vez tiene una baja autoestima. Quizás al mirar su vida solo recuerda sufrimiento y desilusión: una infancia desdichada y menesterosa, un matrimonio que terminó en divorcio, una carrera que nunca se hizo realidad, o años perdidos en drogas y alcohol. Su pasado y su futuro concuerdan en repetir el mismo mensaje: FRACASO. ¡Pero no es así para Jesús! Él lo amó tanto que renunció a todo con tal de redimirlo para Sí. Repita las bellas palabras del apóstol Pablo y aprópiese de ellas: “Él me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Dígalo de nuevo: “Él me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Y otra vez: “Él me amó y se entregó a sí mismo por mí”.9 Ahora véase a usted mismo como esa perla en la mano de Jesús traspasada por los clavos. Escuche cómo Él le dice: “¡eres tan preciosa! Tenerte me costó todo cuanto tenía, pero no me pesa. ¡Ahora me perteneces para siempre!” Nada puede hacer usted para merecer esto. Es imposible para usted cambiarse a sí mismo o volverse bueno. Lo único que puede hacer es aceptar lo que Jesús ha hecho por usted, y darle gracias. ¡Usted es Suyo para siempre! Su amigo al servicio del Maestro, Derek Prince Hebreos 11:3 Salmo 33:9 3 Génesis 1:26–27 1 2 Génesis 3:8 Génesis 2:19 6 Génesis 2:17 7 Lucas 19:10 8 2 Corintios 8:9 9 Gálatas 2:20 4 5