Seminario de actualización teológica 2010, caritas in veritate.

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CARITAS IN VERITATE
El desarrollo, una cuestión antropológica
Antes de entrar en el contenido de la encíclica, vale la pena destacar el hecho de su
publicación. ¿Por qué el Papa publica una encíclica? Si los procesos sociales se
riegieran por leyes inexorables, si las leyes del mercado actuaran con la
necesidad de la ley de gravedad, la publicación de una encíclica social no
tendría ningú sentido, porque no habría anda que hacer sino conteplar como
observadores. Por ello, el mismo hecho de escribir una encíclica ya contiene la
fundamental afirmación de que no somos víctimas, sino actores de la sociedad
en que vivimos y, por tanto, somos responsables de la historia.
La razón de la caridad
Una de las insistencias centrales del magisterio de Benedicto XVI es su llamado
a iluminar la fe y la vida humana con la razón. Por ello, al leer la encíclica nos
preguntamos cuál es el lógos de la caridad. Si la caridad fuera sólo un impulso
de la emotividad, no podría ser propuesta como alma de las relaciones
humanas, no sólo individuales, sino sociales. Pero, precisamente, porque ella no
es un simple sentimiento, sino que tiene un fundamento en la estructura del
hombre, ella tiene alcance universal. Entonces, nos preguntamos ¿dónde radica
su fundamento?
Antropología y cuestión social
En el número 75 de su nueva encíclica, el Papa Benedico, declara: «Hoy es preciso
afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión
antropológica» (CIV, 75). Tal vez, se pueda decir que esta afirmación encierra el
corazón de la encíclica, precisamente porque el fundamento de todo proyecto
de desarrollo humano es una idea acerca del hombre. Si se quiere beneficiar al
hombre de modo auténtico, se debe saber qué es el hombre.
De este modo, la misma búsqueda del auténtico desarrollo humano, cuando se
hace responsablemente, implica una pregunta anterior acerca de qué es este ser
humano al que se quiere beneficiar. No cualquier tipo de crecimiento es, por
ello mismo, un verdadero desarrollo. No basta producir más y consumir más.
La historia se ha encargado de demostrarlo.
Cada idea de desarrollo implica, entonces, una idea de hombre, es decir, una
antropología. Y, por lo tanto, cualquier visión reductivista del hombre inspirará
un proyecto, también reductivo, de desarrollo. En esto, nadie puede alegar
neutralidad, porque no es posible proponer un proyecto de desarrollo para el
hombre sin tener, al menos implícita, una idea de qué es el hombre.
Desgraciadamente, estas cuestiones fundamentales muchas veces ni siquiera se
discuten. Se dan por supuestas, o simplemente no se reflexionan, porque se
consideran poco prácticas, y la urgencia de los problemas exige soluciones
rápidas. Pero, de este modo, se producen, en el mejor de los casos, severos
desacuerdos y malos entendidos, y, en el peor, resultados contrarios a los
buscados que, en definitiva, en vez de liberar al hombre, lo atan.
El desarrollo es auténtico sólo cuando corresponde a la verdad del hombre, a la
verdadera estatura del hombre. Por ello, en un documento como este, el Santo
Padre, por fidelidad al ser humano sostiene que no cualquier tipo de desarrollo
está a la altura del hombre (cf. CIV, 9).
De hecho, la cuestión del desarrollo se ha vuelto «radicalmente una cuestión
antropológica». Por ello la Doctrina Social de la Iglesia no ofrece soluciones
técnicas a los problemas sociales, sino que proclama, y muchas veces defiende,
la riqueza y la amplitud del ser humano, siempre susceptible de ser reducida
unilateralmente sólo a algunos de sus aspectos. Una visión del hombre que no
logra integrar armónicamente las diversas riquezas del hombre no es capaz de
inspirar un modelo de desarrollo que beneficie al ser humano en su integridad.
Si no se tiene en cuenta al hombre completo, no se beneficia a todo el hombre.
Si un aspecto del hombre es valorizado en desmedro de los demás, el desarrollo
no logra responder a la verdad del hombre. Por ejemplo, cada vez que la lógica
del mercado, que es tan útil para comprender y regular cierto tipo de relaciones,
se la utiliza como modelo de comprensión total de la realidad, entonces se
vuelve ideología. «La actividad económica —afirma el Papa— no puede resolver
todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil» (CIV, 36). El
mercado no puede producir lo que está fuera de su alcance (cf. CIV, 35).
Por otra parte, la convicción de la unidad del ser humano implica que las
diversas dimensiones humanas no pueden ser abordadas sin tener en cuenta las
demás. La naturaleza del hombre es indivisible, y, por ello, cada dimensión
debe ser abordada en íntima conexión con las demás: la vida, las relaciones
sociales, la sexualidad, el cuidado de medio ambiente, la economía, las
relaciones laborales, la familia, etc., como actividades humanas forman una
unidad armónica que debe ser custodiada en su integridad.
Por ello, en la cuestión social, no basta la caridad si ella no está iluminada por la
verdad. Sólo un amor que responde a la verdad del hombre es capaz de
beneficiar de modo auténtico y eficaz. Sin la verdad, la caridad puede quedar
encerrada en los límites de una emotividad que selecciona de modo arbitrario
qué es lo que se considera digno de respeto; sin la verdad, la caridad pierde su
sentido universal y queda reducida al ámbito privado (cf. CIV, 3; 75). Así se
comprende que Caritas in veritate es un modo de decir desarrollo auténtico, en que
la caritas impulsa el desarrollo y la veritas asegura que este desarrollo sea
auténtico. El amor es eficaz en la medida que corresponde a la auténtica
naturaleza del hombre.
¿Cuál es, entonces, el aporte específico de la Iglesia en la cuestión social?
La teología trinitaria como fundamento de la moral social
La fe cristiana tiene un aporte específico a la cuestión social, porque ilumina la
verdad del hombre. El ser humano reconoce que él mismo no es su propio autor
y se experimenta a sí mismo como un don. Un don que supone un Bien anterior
a sí mismo. Esta experiencia humana es ampliada a la luz de la teología
trinitaria.
La revelación cristiana afirma que el hombre es imagen de Dios, y proclama una
cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los seres
humanos. Por eso Jesús reza al Padre: «Que todos sean uno, como tú y
yo» (Jn 17,11). Es decir, hay una semejanza entre el modo como el Padre y el
Hijo son uno, y la unidad de los discípulos. Esta verdad revelada, abre una
perspectiva inaccesible a la sola razón humana, e ilumina la vida no sólo de los
creyentes, sino de todo hombre. ¡Esta es la convicción cristiana! La fe amplia la
razón y permite comprender de modo más profundo la realidad.
La revelación del Dios uno y trino nos enseña que las tres personas divinas, en
su unidad, «son relacionalidad pura» (CIV, 54), es decir, que no se definen en sí
mismas sino en sus relaciones con las demás: el Padre es aquel que es, no
referido a sí mismo, sino en relación a su Hijo. Esta verdad, aplicada
analógicamente al hombre, nos señala que la relación, para la persona humana,
no es algo accidental. La relacionalidad es un elemento constitutivo de la
naturaleza humana (cf. CIV, 55). Lo más auténticamente humano es el «yo»
volcado a los demás; por el contrario, el «yo» encerrado en sí mismo es una
perversión de lo humano. En sus años de profesor de teología, Joseph Ratzinger
enseñaba que ser hombre significa «ser desde alguien y hacia alguien. [...]. El
hombre, cuanto más capaz es de ir más allá de sí mismo, cuanto más está en y con el
otro, tanto más está en y consigo mismo» (Presona en teología). La total referencia al
otro no suprime ni anula al hombre, sino que lo lleva a su máxima posibilidad
de ser. San Alberto Hurtado, en un contexto bien diverso decía en 1947, algo
muy semejante: «el que se da, crece». Es decir, el verdadero desarrollo se recibe en
el don de sí mismo.
El hombre experimenta su vida como un don y, por lo tanto, está hecho para
darse: encuentra su propia plenitud «en la entrega sincera de sí mismo a los
demás» (GS, 24). Lo más auténticamente humano no es ver al otro como un
adversario o como un competidor, sino como aquel desde el cual y hacia el cual yo
soy. De este modo, lo más genuino en el hombre es la generosidad, la apertura,
la donación, en definitiva, la caridad. Por ello, porque pertenece a la estructura
del ser humano, la caridad no sólo es principio de micro-relaciones, sino que
está llamada a configurar las relaciones sociales. Si la caridad forma parte de la
estructura del hombre, debe estar presente también en la estructura social.
Pero este carácter relacional del ser humano no se agota en la sola dimensión
horizontal. El que experimenta su vida como un don, presiente un Bien que lo
ha precedido y que le abre una perspectiva trascendente. Es la referencia última
que le otorga valor definitivo a la existencia humana, pues, sin una referencia al
Absoluto y a la vida eterna, el mismo desarrollo humano se queda sin aliento
(cf. CIV, 11). Por ello es necesario insistir en que la referencia a Dios forma parte
de la verdad del hombre. Sin esta referencia al Absoluto, todo lo humano se
vuelve negociable. Si en siglos anteriores la razón y la fe se oponían, hoy como
aliadas luchan para liberar al hombre de yugo del sentimentalismo, el
fundamentalismo o la simple lógica del poder. Sin una referencia al Absoluto, el
hombre queda a merced de la arbitrariedad. No se puede esperar respeto
absoluto a los derechos del hombre si no hay una verdad del hombre con
referencia al Absoluto.
Si reconocemos la existencia como un don, y no el resultado de una
autogeneración, entonces la verdad del ser humano ya no está a merced de
nuestro capricho. Hay un auténtico bien para el hombre que no es sujeto de la
arbitrariedad (cf. CIV, 68).
La cristología como fundamento de la universalidad de la moral cristiana
Pablo, en su carta a los romanos, declara que Adán 'era figura del que había de
venir' (cf. 5,14). La afirmación nos sorprende, dado que la manifestación de
Jesucristo es posterior a la de Adán. Estamos habituados a pensar que Cristo se
hizo semejante a Adán, y que, por tanto, Cristo es copia del primer hombre.
Pero la realidad es otra: el Adán original es Cristo, y una copia de él es el Adán
que pecó. Estas reflexiones, que podrían parecer tan teóricas, encierran un
contenido de una gran trascendencia, aún en ámbito práctico. Lo que está detrás
de la teología del Apóstol es que la verdadera humanidad se encuenta en Cristo
y que en Adán encontramos la humanidad, pero la humanidad deformada por
el pecado.
Esta convicción fue espléndidamente expresada por el Concilio Vaticano II en la
Gaudium et Spes 22: «Tan sólo en el misterio del Verbo Encarnado se aclara
verdaderamente el misterio del hombre... Cristo, el nuevo Adán... manifiesta plenamente
el hombre al hombre». De este modo, la cumbre de la vida humana se alcanza en
Cristo.
De acuerdo a lo anterior, la auténtica humanidad no se encuentra en el pecador
sino en Cristo. Asemejarse a Cristo no significa renunciar a ser humano, para
transformarse en algo como un ángel o en alguna cosa parecida. No, asemejarse
a Cristo significa humanizarse; asemejarse a Cristo provoca un crecimiento en
humanidad. En definitiva, somo verdaderamente hombres en la medida en que
estamos en comunión con Cristo.
Por lo tanto, no hay contradicción entre Cristo y el ser humano. Dios no es
adversario del hombre, sino su modelo primordial y su meta definitiva. Cristo
es el único camino para la auténtica realización humana. Y, por ello, no es
necesario rechazar nada humano para ser santo. Al contrario, es el pecado lo
que nos obliga a negar nuestra verdadera humanidad; el pecado deshumaniza,
la santidad humaniza. Por ello, Cristo es más hombre que el Adán herido por el
pecado.
Conclusión
«Sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es» (CIV,
78). «Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer
a Dios», afirmaba Juan Pablo II en la Centesimus annus, citando a Pablo VI (CA,
55). La referencia a Dios no disminuye al hombre, no lo empequeñece, sino que
lo manifiesta en su verdad. Por ello, el Papa Benedicto recuerda, tal como Pablo
VI, que la evangelización es un factor de desarrollo humano.
Si por amor al hombre se quiere ser fiel a la verdad del hombre, entonces, hay
que reconocer toda la amplitud del ser humano y buscar un modelo de
desarrollo que tome en cuenta al hombre completo, una tarea muy propia de
una universidad católica. Comprendida así, la Doctrina Social de la Iglesia no es
un conjunto de normas restrictivas que amenazan con entorpecer el desarrollo,
sino una luz clara acerca de la verdad del hombre, que orienta el verdadero
desarrollo. Y así, la enseñanza social de la Iglesia es una buena noticia, es decir,
un evangelio.
El desarrollo no es el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don, por lo cual,
el desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración. Y,
por ello, el Papa concluye la encíclica rezando a María que nos obtenga por su
intercesión la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar
generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los
hombres».
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