el autor de teatro ante el espacio dramático imaginario y la puesta

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EL AUTOR DE TEATRO ANTE EL ESPACIO DRAMÁTICO
IMAGINARIO Y LA PUESTA EN ESCENA DE SUS OBRAS
Este artículo trata de investigar en el espacio imaginario del autor teatral a la
hora de escribir sus obras y de la puesta en escena de ellas. Es necesario para los
nuevos dramaturgos que salen de las Escuelas Superiores de Arte Dramático
descubrir las perspectivas reales con las que se enfrentará en su profesión.
EL DRAMATURGO DESPUÉS DE TERMINAR LOS ESTUDIOS DE ARTE
DRAMÁTICO
El joven dramaturgo, o autor teatral, ha aprendido los conocimientos necesarios
para desarrollar estructuras dramáticas y plasmarlas en forma de diálogo, utilizando
varias metodologías y sistematizaciones que le sirven para centrar su proceso creador.
Como en todas la enseñanzas artísticas, lo que se aprende es básicamente a
analizar y estudiar modelos clásicos y representativos, así como últimas tendencias, y
a realizar prácticas que son rudimentos de aprendizajes con determinados modelos o
fórmulas. Pero es después, una vez que se terminan los estudios, cuando el artista va
tomando una línea, una personalidad, que determinará su propio proceso creador. Es
decir, su estilo.
El autor dramático debe activarse pero también debe ser activado. La creación
dramática no puede desarrollarse exclusivamente en la soledad creadora de la “mesa
de camilla”. Hay que buscar diferentes caminos dinámicos a través de equipos de
producción, de proyectos en los que acoplarse, de ofrecerse a inventar, lanzar,
hilvanar, promover, ordenar, dialogar…
Si es necesario activar a los nuevos autores, también es preciso mantener un
diálogo vivo con los ya existentes buscando que fluyan y se intercambien ideas entre
ellos…, sin dejar de conocer dramaturgias alejadas… Y zarandeando a políticos
culturales, creadores, directores de teatros, productores, animadores y gestores
culturales para que los textos de los nuevos autores lleguen a tomar cuerpo. Este es el
proceso para alcanzar en la realidad lo que algunos llaman en abstracto dramaturgia
andaluza.
Quiero exponer a la reflexión dos temas que desde mi faceta de autor y director
me llaman al análisis sobre los autores de teatro, y estos son: el espacio dramático
imaginario del autor, frente a la puesta en escena de las obras.
EL AUTOR DE TEATRO AL MODO CLÁSICO Y EL ESPACIO ESCÉNICO
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En una definición clásica, y mayoritariamente aceptada, decimos que autor de
teatro es aquel que escribe historias dialogadas para ser llevadas a un escenario. En
España también son conocidos como dramaturgos, aunque en centro Europa los
dramaturgos tienen funciones diferentes a lo que entendemos en España, de
meramente la escritura teatral.
Es importante conocer en qué espacio imaginario, el dónde y cómo inventa el
autor el drama. Desde dónde se sitúa, en su proceso creador: el espacio escénico, los
personajes, las situaciones, vestuarios, objetos, luces, etc. Y finalmente, en cómo son
trasladadas al escenario.
Toda gran dramaturgia, de una época, o de un país, está emparejada a
espacios concretos. Todo gran teatro fue escrito para escenarios que dominaba el
autor. Así, nuestro teatro del Siglo de Oro fue concebido para corrales de comedias,
lugar muy determinante con unas leyes escénicas y códigos que entendían a la
perfección tanto el autor como espectador. Lope, Calderón y su pandilla áurea,
concibieron y escribieron en su espacio imaginario encajado a la perfección en los
corrales de comedia. Shakespeare para el modelo de teatro isabelino. Sófocles para el
personalísimo teatro griego, etc.
Esto ha estado ocurriendo a lo largo de la historia del teatro. Y tanto fue así,
que las grandes modificaciones históricas en los espacios escénicos, también dieron
lugar a crisis dramatúrgicas.
En nuestra historia teatral hispánica descubrimos que el paso de los corrales
de comedias a teatros cubiertos, y seguidamente a la construcción de edificios
teatrales de estilo o modelo llamado teatro a la italiana, tuvo un tiempo o periodo de
asimilación y aceptación de los nuevos escenarios por parte de los autores. Los
teatros se llenaron de comedias populares o de magia, donde los dramaturgos
escribían al servicio de efectos y artificios escenográficos que deslumbraban al
público. Algo así como ocurre con las superproducciones de cine cargadas de efectos,
efectismos y mil trucos del almendruco, resultado: mucho ruido y poco drama.
El autor tardó en dominar las nuevas innovaciones espaciales (también el
público de cansarse de ellas). Y llegaron con fuerza románticos, realistas,
naturalistas… Incluso nuestras cabeceras de cartel del siglo XX, Valle y Lorca,
escribieron sus obras pensando en el espacio teatral clásico y concreto que conocían,
con sus maquinarias, tramoyas, telones, forillos, etc. Así que cuando Lorca decide
lanzarse a la locura de un nuevo teatro, y escribe El público lo considera
irrepresentable, porque en su cabeza era incapaz de establecer un nuevo espacio
escénico para sus personajes.
Por tanto la dramaturgia y el espacio han ido de la mano hasta bien entrado el
siglo veinte.
El drama ordenó un espacio, aunque a veces también fue el espacio el que
configuró al drama. Unas el huevo, otra la gallina.
LA RUPTURA DEL ESPACIO TEATRAL
¿Pero qué ocurre en el siglo XX? En sus albores, el teatro como refugio de
diversión burguesa estaba dando bostezos. Las primeras corrientes vanguardistas
buscaban un teatro diferente en todos los sentidos. Los teóricos daban por muerto el
espacio conocido como teatro a la italiana, y estaban convencidos de que el siglo
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regalaría un lugar diferente con otra interrelación público actores. Los autores
abrazados a las vanguardias escribían a la búsqueda de otros caminos que,
inconscientemente, ayudarían a repensar en un nuevo espacio teatral. Sigue sirviendo
el ejemplo de Lorca y de su Público.
Los años fueron pasando y no se consiguió dar el salto en el espacio teatral.
Los teatros decimonónicos siguen funcionando al 100 por 100, se restauran e incluso
se construyen de nueva planta siguiendo el modelo de antaño. Ése que desde hace
más de cien años ya se sabe que no sirve para un nuevo teatro.
Y la dramaturgia ha seguido avanzando... Por eso a veces me pregunto ¿en
qué espacio imaginario se coloca ahora el autor mientras escribe sus dramas? Parto
de que el autor de hoy tiene difícil acceso a los grandes teatros (los clásicos del
modelo italiano) y relega su imaginario espacial a salas independientes, alternativas,
casas de cultura y vaya usted a saber qué otro chiringuito teatral. El autor entra en
laberintos espaciales de diferentes posibilidades, tantos, que no sabe donde encajar
su universo creativo.
Caso diferente, y entre paréntesis, es la situación de aquellos autores ligados a
determinados teatros o salas y que escriben para ellas. Esto sólo ocurre en el
extranjero. Qué extraño, todo lo bueno sucede allende nuestras fronteras. Son los
famosos dramaturgos residentes o invitados que tan bien funcionan en Alemania,
Austria, Holanda, Inglaterra,… Qué ocurriría en Andalucía si se tomase alguno de
estos modelos y le dijeran a un autor, pongamos por ejemplo a Antonio Onetti que
tiene que escribir una obra anual para estrenarla en el Teatro Central de Sevilla
durante un periodo X de años.
Pero sigamos y no soñemos. El autor actual, decía, está perdido buscando
espacios imaginarios concretos donde crear. Está despistado. Por eso se refugia en lo
que más conoce, el cine. Se pervierte a través de imágenes. El autor teatral está más
cerca del concepto de escritura para primer plano, plano medio, secuencia…, que del
teatro a la antigua usanza. El autor teatral se protege en territorios cinematográficos
antes que en los propiamente teatrales porque le dan más seguridad.
PERDIDOS
A un compañero autor le comentaba estos asuntos sobre la perdida del espacio
imaginario teatral en el momento de la concepción del drama. Y él me contó su táctica,
y como me parece muy interesante voy a desgranarla por si a alguien le puede servir.
Me dijo:
Yo siempre empiezo a escribir situando mis obras en un teatro clásico, en
forma de herradura, tamaño mediano, capacidad para unas cuatrocientas localidades,
y con butacas en color azul eléctrico. Lo del color de las butacas es una manía. Pero
me va el azul eléctrico butaquil. Escenografía y personajes están frente al público,
metidos en la caja escénica. Y allí los empiezo a mover. Al principio tengo el teatro
vacío, pero a medida que avanzo en el texto, el teatro se va llenando de espectadores.
Y cuando estoy terminando de escribir la pieza ya tengo el teatro abarrotado de
público que espera expectante el final. Así que cuando escribo Telón o Fin el público
se pone en pié aplaudiendo y gritando bravo, bravo…
Hizo una pausa, forzadamente dramática, cambió el tono y continuó:
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Claro que la realidad siempre es otra. Nunca he visto una de mis obras en un
teatro clásico de herradura con butacas azul eléctrico. Mis obras sólo han llegado a
pequeños teatros. La que más alto lo ha hecho fue en la Cuarta Pared, de Madrid. Las
grandes paredes donde había encerrado a mis personajes no existían. La única
escenografía que había era un suelo. Un suelo, algo que yo no había visto era sobre
dónde pisaban mis personajes. Y del resto no te quiero ni contar porque el director
hizo lo que le dio la gana…, aquello no se parecía ni por asomo a lo que yo había
imaginado.
Lo que le pasaba a mi amigo era lo típico, su mundo ilusorio de autor se
derrumbaba en el momento en que veía su texto trasladado al escenario. Con un par
de sucesos como éste, terminaría escribiendo en el vacío espacial.
Estamos en una época en que el autor ya no escribe para un espacio sino para
un vacío.
Porque si su espacio no corresponde con su imaginario, para rematarlo viene a
darle la estocada el director de escena.
El director de escena es un profesional relativamente moderno del teatro.
Ciento y pico años en el mejor de los casos. Y ahora me incluyo. Los directores somos
individuos con una especial tendencia a desgranar, triturar y recomponer los textos
sobre el espacio tridimensional del escenario. Con una labor a veces tan alocada y
peregrina como intentar encontrar la cuadratura del círculo teatral. Y con tanto darle
vueltas y vueltas, a veces los textos terminan mareados y hechos unos zorros. Por lo
que autores y directores nos ponemos fácilmente de los nervios.
Tampoco hay que darle mucha importancia porque esto viene de largo y no
tiene buen arreglo. El ejemplo más claro de nuestras discrepancias lo encontramos en
dos genios que siguen influyendo en gran medida en todo el teatro contemporáneo.
Son el autor Antón Chejov y el director Constantin Stanislawsky. Un director como
Stanislawsky con nuevas metodologías de trabajo sacó a la luz el teatro de Chejov que
hasta entonces no parecía haber interesado mucho. Sus concepciones y lecturas
siguen siendo fundamentales para entrar en el extraordinario teatro de Chejov. Sin
embargo Chejov siempre creyó que el tal Constantin nunca entendió del todo sus
textos, le molestaba que el director cambiara el género de las obras, donde él había
escrito comedias, le representaban dramas. En el otro lado el director Stanislawsky no
comprendía como Chejov escribía determinadas acotaciones o réplicas de sus
personajes sin saber qué querían decir en todos sus matices.
Como yo he estado en un lado y en otro he sentido los embates del viento en
ambas caras, puedo afirmar que: Como director, los autores, me han dicho de todo.
Como autor, los directores, me han hecho de todo. Y así uno se va curtiendo y
mirando con cierta relatividad este asunto.
Hay cosas muy simples en este trabajo, y es que los autores deben escribir y
los directores dirigir. Aunque a veces nos encontremos con que algunos no saben el
lugar que ocupan.
EXPERIENCIAS
Para muestra un botón. Recuerdo que me propusieron dirigir una obra que
había obtenido un importante premio nacional, y me encontré con el autor para charlar
sobre el texto. Fue en su casa. Salón amplio y acogedor. Los dos solos y yo sentado
en un cómodo sillón orejero. Mesita de servicio con una cafetera y pastelitos, me
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parecieron demasiados pastelitos para los dos. ¿O quizá aparecería alguien más?
Bueno, vamos al trabajo. Saqué el texto y la libreta de anotaciones. Principió el autor
soltándome un florilegio sobre la genialidad que había escrito, y después se puso a
leerme su obra. Sólo con explicarme el sentido y significado del título se extendió en
extremo. La acotación inicial de la escenografía la presentó con tal cúmulo de detalles
que hasta me concretó el tipo de picaporte de las puertas. Con los personajes no se
andaba a la zaga, parecían más complejos que los hermanos Karamazov, sólo le faltó
darme una fotocopia de la partida de nacimiento. Me indicaba en cada réplica la
intención con que debía expresarla el personaje: lo dice con rabia contenida y sufrida
muy sufrida. O, debe decirlo con una pausa, para crear más tensión y luego con
desolación angustiosa. Y continuaba con indicaciones de movimiento, aquí ella se
levanta y debe colocarse detrás de él, y muy despacio ponerle la mano sobre el
hombro. Yo estaba perplejo, acogotado sobre el sillón orejero mientras el autor, que ya
había cogido confianza estaba de pie frente a mí representándome personajes,
movimientos, acciones… Aquello sí que era un auténtico performance. Una visión
posmoderna de la crisis del teatro. Y mientras el autor seguía desmenuzando su obra
y dándome indicaciones que empezaban a ser órdenes, encontré huida con los
pastelitos y el café. Me pimplé la cafetera, me zampé aquella torre de pastelitos y el
autor seguía y seguía. Ya puestos, y digo yo que por el exceso de azúcar, tuve el
descaro de pedirle un güisquicito a mi anfitrión. Solícito me trajo botella y cubitera de
hielos. Y así, perdido entre trago y trago, llegué al final de aquel viaje dramático.
¿Y qué se puede decir después de esto? Nada. Sacudirme otra copa y explicar
algo básico. Cuando un autor las tiene tan claras no necesita un director, necesita
dirigirse él mismo. Tampoco es para tanto.
Y en el otro lado, cuando uno ejerce de autor he llegado a algunas
conclusiones. Primero, si alguien va a montar un texto tuyo hay que estar muy
agradecido. Entre tanta obra disponible es una suerte que se hayan fijado y decidido
por la tuya. Después, no hacer preguntas sobre cómo o de qué manera van a llevar
cabo la puesta en escena, porque te puedes llevar un soponcio.
Cuando era joven, alguna vez caí en este pecado. En cierta ocasión iban a
montar varias de mis farsas. Una de ellas era el monólogo de una niña que tenía una
nariz enorme, y que la traía a mal traer. Se reían de ella en el cole, en la casa, por
todos lados. Se llamaba Kiki, y todos agregaban el apellido de narizotas. Una historieta
tan simple y clara como una palangana con agua fresca. Se me ocurrió preguntar al
director, mal hecho por mi parte, si a la actriz le iban a poner una prótesis nariguda
realista o se limitarían a un artificio más teatral, una narizota con gomillas, por ejemplo.
El director, sacudido por mi blasfemia, me dijo que nada de nada, porque en realidad
la niña no era narizotas, tenía una nariz bonita y normal, lo que le ocurría era que
sufría de un complejo de no sé qué mandangas y todo lo que le pasaba se lo
imaginaba. Entró en detalles de la personalidad de aquel personaje farsesco y me dejó
anonadado, tenía tal cúmulo de matices y complejidades psíquicas que no quedaba la
menor duda, aquel director venía de la escuela argentina, y todo lo analizaba desde un
diván.
Por eso hay que tener cuidado cuando los directores se ponen, perdón, nos
ponemos a pensar, peligro, puede ocurrir de todo.
Siempre me ha resultado atractiva la relación que se produce entre autores y
directores. Entre autores y directores creo que hay un par de cosas que les une. Una
evidente, el texto, palabras sobre un papel. Sólo palabras. Y la otra, una pasión
desmedida por los muertos.
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“El mejor autor es el autor muerto”, me dice un director después de su última
experiencia con un autor vivo.
“El mejor director es el director muerto”, me dice un autor después de asistir al
estreno de su obra.
Es en esa necrópolis, ideal espacio dramático, donde por fin nos entendemos.
Alfonso Javier García Zurro
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