ENTREVISTA A MARTIN BOHMER, JURISTA "La idea de diálogo está fuera de nuestra cultura jurídica" La formación de abogados, jueces y dirigentes en general sería más democrática si el Derecho los entrenara (como en la Colonia) en ponerse en el lugar del otro y no cerrarse a una interpretación unívoca de las leyes. Claudio Martyniuk. [email protected] Se suelen escuchar quejas sobre nuestra cultura jurídica. ¿Desde cuándo se pueden señalar deficiencias? —Desde la Colonia. Entre el viejo derecho colonial y el derecho que viene del racionalismo europeo de la codificación (cuando Occidente decide articular sus leyes), se dio el nacimiento de nuestro Estado nacional. En tiempos de su construcción —hacia 1860—, la discusión sobre lo que era científicamente aceptable y políticamente necesario se conjugó para romper con la tradición hispana, que era una tradición interesante y abierta. Castelli y Moreno aprendieron con el método de casos, teniendo que defender a clientes simulados ante sus profesores. Terminaba de formar al abogado una pasantía en un estudio y un examen ante un tribunal. ¿La de la Colonia era una cultura realmente abierta? —Erróneamente se tiene la idea de que el pasado colonial era autoritario y cerrado al diálogo. Pero el fin del diálogo comenzó precisamente con la codificación. En 1872, más o menos, este modo de formar a nuestros dirigentes —jueces, abogados, presidentes—, terminó luego de dictado el Código Civil. Y estudiar cuatro años, de memoria, significó ser abogado. ¿Qué efectos trajo ese cambio? —Concentró poder en Buenos Aires, dado que con el Código se les quitó a las provincias la posibilidad de intervenir en una enorme cantidad de materias. El Código Civil se aprobó a libro cerrado, escrito por Vélez Sarsfield a pedido de Sarmiento. Alberdi, en una carta a Vélez, denuncia esta tendencia a la centralización que trae el Código. Además, homogeneizó el derecho en el país, impidiendo que hubiera un Código sanjuanino, una interpretación mendocina, y así de seguido. ¿Qué postuló Alberdi? —Alberdi tuvo momentos románticos. La idea de esperar que hable el suelo, que hablen las costumbres, tenía en él a un defensor. Su admiración por Estados Unidos y el derecho anglosajón fundaban su convicción en una cultura jurídica que desarrollara el diálogo entre los jueces, el Congreso y el Presidente y que generara un Estado republicano. Pero hay un Alberdi que se fascina con Urquiza, que escribe Las bases y que es más proclive a justificar la concentración de poder en la figura de un presidente autoritario, casi dictatorial. La concentración y la homogeneidad, ¿qué efectos traen? —Con ellos se llega a la construcción de un Estado nacional poderoso. Pero no olvidemos que esta concentración de poder no era solamente una cuestión judicial o de códigos. Estaba vinculada también con la construcción de un presidencialismo muy fuerte. Al Centenario se llega con una cultura política de la exclusión, en la cual una determinada concepción del poder y del país era hegemónica y los resistentes eran eliminados. Esta discusión entre un país homogeneizador, concentrador de poder, y un país que resiste, puede vincular al Facundo con el Martín Fierro. Recuerde que Borges dice: "Si el Facundo es la acusación, el Martín Fierro es la defensa". Y en esa discusión, que en realidad son dos monólogos que se enfrentan violentamente, se llega al Centenario en una situación de gran prosperidad. Con el ingreso del Partido Radical a la política, los conservadores quedan afuera. Y quedar afuera de este sistema de poder es quedar afuera de todo. No hay manera de entrar. El sistema no estaba diseñado para tener oposición y darle algún lugar. Pero los que quedaron afuera quisieron entrar. Quedaron afuera en 1916, en 1922, en 1928, y en 1930 entraron violentamente. ¿Cómo una cultura jurídica racionalista y formalista termina legitimando la ruptura del orden constitucional, como ocurrió en 1930? —Ese formalismo está vinculado con lo que Carlos Nino llamaba la despolitización del derecho. Esta idea de neutralidad, de que los códigos —el Código Civil, sobre todo— están fuera del sistema constitucional, da algún tipo de fundamento para no discutir las legitimidades políticas o morales del sistema. Entonces, si el Código sigue funcionando, si la autoridad tiene capacidad de ejercicio monopólico de la fuerza, no importa si carece de legitimidad democrática. Como dice la Acordada de la Corte de 1930, se acepta que el que tiene la fuerza tiene el poder político y la legitimidad jurídica. Se tenía la idea de que el sistema funciona más allá de su legitimidad política o moral. ¿Qué rasgos tuvo la instrucción cívica por esos años? —Dominaba la visión de que el derecho, la Constitución, da respuestas correctas, claras y únicas a cualquier problema. Este formalismo, en el cual la ley es una especie de demiurgo a quien uno le hace una pregunta y da una respuesta clara y única, le quita al derecho toda su potencia democrática. Si el lenguaje del derecho no es abierto a diferentes interpretaciones, entonces, la instrucción cívica —como la formación de los abogados y los jueces— es instrucción en contenidos: hay que repetir de memoria qué dice la Constitución, qué dice el Código. Ser ciudadano era conocer de memoria el preámbulo de la Constitución y no deliberar con el otro ni con la Constitución. La cuestión de la cultura cívica está vinculada con preguntas para las que los argentinos no tendríamos muy clara respuesta. ¿Por ejemplo? —¿Por qué uno tiene que escuchar y dialogar con personas a las cuales desprecia? ¿Por qué tengo que escuchar al otro? La idea de diálogo, de escuchar ideas extrañas a las mías, de dar argumentos en favor de las mías poniéndome en el lugar del otro, está fuera de la cultura jurídica y cívica de la Argentina. ¿Esto se expresa en la producción de un solo tipo de abogado: el abogado litigante, el cual trata de imponer la visión de su parte? —Idealmente, el litigio jurídico debería ser como el modelo de liberación intelectual. De hecho, los antecesores de los abogados, que son los sofistas griegos, ayudaban a sus conciudadanos a acceder a las herramientas retóricas, para que la retórica entre los ciudadanos atenienses fuera relativamente igual. Esto es importante porque a retóricos iguales, hay menos capacidad de imponer argumentos falaces. Entonces, la idea era: aumentamos la tecnología retórica entre todos los ciudadanos y ganan los mejores argumentos. Algo parecido debería pasar en un litigio judicial. ¿De qué manera? —Sabiendo que del otro lado tengo un buen abogado y un juez al que no les importa el interés privado de un cliente sino hacerle decir al derecho lo mejor que éste puede decir en un momento determinado de la sociedad. Yo tengo que generar el mejor argumento que puedo, sabiendo que del otro lado un buen abogado va a advertir mis falacias y que voy a perder ante el juez. La mejor imagen de un abogado es la de aquel que frente a un problema se pone en el lugar del otro que es su cliente; luego del otro de su cliente que es la contraparte; luego, en el lugar de su otro, que es el abogado de la contraparte; y luego, del otro que es esta especie de corporización del bien común que debería ser el juez. Pero esto no está en nuestra tradición jurídica. Por eso, nuestra tradición es contraria a la oralidad y la formación jurídica tradicional se basa en la memoria. No está en nuestra tradición el intentar persuadir a alguien que cree de buena fe algo en lo cual nosotros no creemos. ¿Qué relación hay entre abogacía y corrupción? —La corrupción sería la forma más obvia de violar una obligación, que tienen los abogados, que es la de traducir intereses privados al lenguaje del interés público. Cuando uno va al abogado, tiene que estar dispuesto a que el abogado expropie su conflicto y lo convierta en una discusión sobre qué es lo justo en términos constitucionales. Entonces, el ejemplo más obvio de traición a esa obligación de traducción es la corrupción: llevar dinero a quien tome una decisión para que se imponga el interés privado sobre el interés público. El derecho viene trabajando con una determinada interpretación jurídica de una norma; la gente planea su vida teniendo en cuenta esa interpretación: ¿debe un abogado forzar y romper esa visión para favorecer el interés del cliente? Esto debe planteárselo un abogado responsable, que entiende su lugar como el de un traductor del interés privado al interés público. Copyright Clarín, 2006. AMPLIAR PREDOMINIO AUTORITARIO. "NO ESTA EN NUESTRA TRADICION EL INTENTAR PERSUADIR A ALGUIEN QUE CREE DE BUENA FE EN ALGO EN LO CUAL NOSOTROS NO CREEMOS", DICE B«öHMER. Las mujeres, discriminadas Sobre los efectos de la incorporación de mujeres en la abogacía y la Justicia, Böhmer afirma: "Está teniendo algunos impactos, pero los más interesantes son los que muestran lo extendida que sigue estando la discriminación de género en nuestro país. Las mujeres aparecen estratificadas, primero, a nivel vertical: solamente están en algunos fueros judiciales, tradicionalmente el de familia y el laboral; y, segundo, horizontalmente: existe un techo de cristal y aquí hay discriminación también en las reglas por las que se llega a tomar la decisión de tener o no tener mujeres o más mujeres en los lugares de decisión. Por ejemplo, en los concursos judiciales está la idea de que ser profesor en quince universidades es mejor que serlo en una, que tener doscientas publicaciones es mejor que tener cinco buenas. Todo eso atenta contra las mujeres, porque nuestra sociedad es todavía discriminatoria de género en lo privado, y esto impacta en lo público. Porque, ¿quiénes pueden estar corriendo todo el día de una universidad a la otra y escribir decenas de trabajos? Solamente los varones. Señas particulares Argentino, 42 años. Abogado y profesor de derecho de la Universidad de Buenos Aires; master en derecho (Univ. de Yale). Director de la Carrera de Derecho de la Universidad de San Andrés. Becario de la Fundación Fulbright. Director del programa de justicia del Centro para la Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y Crecimiento.