NATURALEZA Y RELIGIÓN ARTÍSTICA EN JOHN RUSKIN Roberto

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NATURALEZA Y RELIGIÓN ARTÍSTICA
EN JOHN RUSKIN
Roberto A. Cabrera
En uno de sus conocidos estudios sobre el amor, Ortega y Gasset distinguía entre
la figura del teorizador genuino y la de aquellos que, siendo escritores, ofrecen la
apariencia de filósofos. Estos «descarriados en la literatura», frente al filósofo verdadero —que mantiene en rigurosa unidad y cohesión sus ideas—, «aman y odian en
conceptos», razón por la que sus doctrinas son muchas, dispares, antagónicas. Si estudiásemos, ya apartándonos de Ortega, la suerte de este pensador sui generis, que cabría denominar orgánico, descubriríamos su peculiar rareza. A la sombra de las mentes parmenídicas, de los arquitectos de sistemas, o por delante de éstos, su figura suele
manifestarse como heterodoxia, como desviación inclasificable, incluso como extravagancia.
Creemos que John Ruskin (1819-1900) reúne los rasgos inequívocos que le convierten en un pensador orgánico. No podríamos aceptar que fuera, de seguir el sentido
riguroso (¿o, tal vez, convencional?) del término, un filósofo. Prolífico escritor y crítico de arte, moralista, educador, su pensamiento aparece diluido y desorganizado en
sus muchas páginas, en las que la incoherencia lógica aparece como nota dominante,
cosa que debió importar muy poco a nuestro autor, como es de esperar igualmente en
todo pensador orgánico que se precie. El brillo de su producción es irregular. Por lo
demás, como buen victoriano, Ruskin comparte los rasgos inequívocos, incluso los
más antipáticos, de su generación y su patria. Defendió hábitos y pautas estéticas que
hallan entre nosotros difícil consentimiento, alabando autores de entre sus contemporáneos que hoy casi hemos olvidado. No es éste el Ruskin que ha trascendido. De tal
personaje poco hablaríamos en la actualidad si de su pluma no hubiesen surgido algunas intuiciones felices y análisis no desprovistos de profundidad e interés. Este parecer encontrado se condensa en el juicio que mereció a ojos de Marcel Proust, que fue
su traductor, y que en el año de la muerte de Ruskin publicó un largo ensayo sobre
éste, en dos partes, en la Gazzette des Beaux-Arts. El novelista francés estimaba que
«las obras de Ruskin suelen ser estúpidas, monomaníacas, desagradables, falsas e
irritantes», si bien matizaba de inmediato la severidad de su juicio indicando que «aparecen siempre en ellas cosas grandes y dignas de estimación».
Lionello Venturi, en un libro ya clásico, reivindica para Ruskin el papel de pensador precursor (paradójico) de las vanguardias. Profeta, sin intención de serlo, sin la
menor consciencia de serlo. Paradójico, porque su defensa de una religión artística, su
concepto religioso del mundo —que le lleva a ver en la obra de arte la manifestación
de lo divino, la consciencia del carácter místico de la intuición artística—, pese a
Laguna, Revista de Filosofía, nº 6 (1999), pp. 267-271
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engastarse en una estética de rasgos retrógrados, contradictorios, abren horizontes
inéditos en la percepción artística y en la metodología de la crítica de arte. Mejor
dicho, los abren, sorprendentemente, a pesar de ellos.
Al igual que el joven Nietzsche, Ruskin opondrá el arte a la ciencia, hará que se
disputen la legitimidad del conocimiento. De tal confrontación, saldrá airoso el arte,
que concibe como vía privilegiada de acceso a la realidad. En esto, como en otras
vertientes, Ruskin demuestra su condición decimonónica. Sus coordenadas están
emparentadas con las de Nietzsche cuando, en El nacimiento de la tragedia, revela la
gran oposición establecida entre Dionisos y Sócrates, entre el arte y la ciencia: el arte
trágico, reivindicado por rendir cuenta del rostro verdadero del mundo, Gorgona insufrible, por mostrarnos su mueca de espanto; la ciencia, despreciada por presentar una
apariencia de orden, una iluminación engañosa, por su optimismo, del mundo.
Ruskin, al hilo del antagonismo arte-ciencia, manifiesta su negativa a aceptar la
perfección en el arte. «La pretensión de la perfección es siempre signo de incomprensión de los límites del arte. (...) La imperfección es (...) el signo de la vida en un
cuerpo mortal, es decir, del progreso y del cambio. Nada de lo que vive es rigurosamente perfecto (...). Y en todas las cosas que viven hay ciertas irregularidades y carencias que no sólo son signos, sino fuentes de belleza. (...) Desterrar la imperfección es
destruir la expresión, oponerse al esfuerzo, paralizar la vitalidad»1. En otras páginas,
leemos: «Se comprenderá todo el mérito de la inteligencia que de esta imperfección
misma hace un nuevo medio de expresión y todo el valor de la diferencia que existe
cuando los toques son rudos y raros, entre los de un espíritu negligente y los de un
espíritu cuidadoso»2. Apología de la imperfección próxima a Schiller, que defendía,
en Sobre la gracia y la dignidad (1793), la tesis de que la belleza puede ser no sólo
perfección, sino gracia en la imperfección. Apología, también, cercana a Nietzsche,
que en su primera obra reivindica decididamente la fealdad, entendida en sentido
schopenhaueriano, esto es, fealdad de la vida como naufragio, espacio afirmador de la
muerte, la fealdad, pues, como elemento constituyente de la vida, que el arte trágico
refleja. Así mostró Nietzsche el rostro oculto de Grecia. Frente a la imagen luminosa
heredada del mundo de los griegos, Nietzsche afirma su lado oscuro, la sombra de
Dionisos. Ruskin, por su parte, a la perfección, precisión y ciencia del arte griego,
opondrá la impresión y la falta de destreza del arte gótico. Sólo un concepto moral del
arte permite liberarlo de ese carácter intelectualizante impuesto a partir de Policleto,
esa «ciencia del sepulcro: la anatomía», ese arte científico que mata el arte.
Ciertamente, el vínculo entre arte y religión es el rasgo dominante, y más fecundo, de la obra de Ruskin. Las exigencias morales y religiosas no residen tanto en su
pretensión de que la obra de arte enseñe moral o religión cuanto en la necesidad de
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Stones of Venice, II, cap. VI, pars. 23-25.
The Seven Lamps of Architecture, cap. V, par. XXII.
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que la actitud del artista para con su propia creatividad esté preñada de seriedad moral
y de anhelo de infinitud y de universalidad (Venturi). En su Historia de la estética,
Sergio Givone aclara al respecto que no se invoca el concepto originario, donde la
religión se hacía arte, sino aquel en el que el arte «se eleva hasta la religión, se pone a
su servicio, traduce sus ideales y sus contenidos, se hace, en suma, religión». A partir
de este punto, se desprende el principio fundamental de la estética ruskiniana, que
nuestro historiador eleva a fórmula: «La verdad está en la forma —en toda forma— y
la forma es la revelación del viviente infinito, es decir, Dios, al hombre». El arte,
frente a la ciencia —que concibe el mundo como un sistema mecánico en el que todo
es reducible a relaciones elementales de fuerza—, es «el auténtico guardián de la
diferencia, pues descubre lo eterno no en lo general, sino en lo que hay de más individual y cambiante» (Givone).
El concepto moral del arte conduce al principio fertilísimo de que la verdad reside en la forma. La preeminencia de la forma tiene como corolario la independencia
del arte respecto de la naturaleza. Ruskin se lamentó de la falta de comprensión que
sus contemporáneos mostraron hacia sus opiniones sobre la naturaleza como fuente
necesaria de verdad en el arte y sus puntos de vista sobre el naturalismo.
La verdad de la naturaleza ha de existir siempre en la obra de arte. La verdad
(truth) es un baremo, se erige en un criterio sólido. La naturaleza, ciertamente, como
matriz obligada de la verdad, pero captada a través de la imaginación, que la
conceptualiza y recrea. La verdad sólo puede entenderse como fruto del proceso de
transformación en realidad mediante la imaginación. Esta facultad es revelación divina. «El valor de la imaginación está en obtener una verdad más esencial que la que se
ve en la superficie de las cosas por medio de la intuición y la penetración, y no por la
vía del raciocinio, sino por el derecho de la inspiración y la potencia de la revelación»3. Tanto el milagro como la naturaleza confluyen como métodos de arte, se yuxtaponen. El contenido moral condiciona tanto el método natural como el método de la
revelación. Y ese contenido moral es la sinceridad del artista, en donde Venturi ha
querido ver un punto de vital importancia en la teorización de Ruskin, dado que «es en
la sinceridad del artista, por lo tanto, donde radica un poder soberano, capaz de prescindir de la naturaleza. El problema de lo real y lo irreal pasa del objeto al sujeto y, en
consecuencia, se resuelve rápidamente a la perfección». Constituye, sin duda, una
genial iluminación el haber transferido de esta manera el criterio de elección al modo
de ver del artista, del objeto a la relación entre sujeto y objeto, de la naturaleza al arte.
La sinceridad del creador, esa autenticidad, ese sentimiento religioso, permiten descubrir la esencia del arte en la comunión mística con la naturaleza. Religiosidad del arte
que no consiste, como antes indicamos, en el ideal religioso, sino en «sentir religiosamente la verdad», en puro éxtasis, donde reside «la condición del arte, (...) el punto de
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Modern Painters, parte III, serie II, cap. III, par. 29.
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llegada de la sensibilidad moral y religiosa que quiere ser comprensión del arte, (...) la
esencia del proceso artístico en la adhesión mística a la naturaleza» (Venturi).
Con todo, la relación entre naturaleza y arte requiere una explicación más detenida. Ruskin antepone como prerrequisito para la belleza la imitación de las formas
naturales. «Todas las bellas formas y los bellos pensamientos están tomados directamente de los objetos naturales, (...) todas las formas que no estuviesen tomadas de los
dichos objetos naturales, son necesariamente feas»4. Ahora bien, la idea ruskiniana de
imitación precisa de una mayor atención. En nota suya al aforismo arriba citado, Ruskin
afirma que dicho aforismo «es totalmente cierto, pero su aplicación, a menudo trivial
o falsa». Con ello, parece indicarnos las frecuentes malinterpretaciones que sufrió su
naturalismo, a las que ya hemos aludido. Por lo pronto, se apresura a aclarar que «las
formas no son bellas por el mero hecho de estar copiadas de la Naturaleza; pero no le
es posible al hombre concebir la belleza sin su ayuda»5. No defiende, en absoluto, una
mera transcripción del mundo natural, como la efectuada por el clasicismo académico, que denostaba, sino que apuesta por la formación del artista mediante la observación permeable a la intervención de procesos imaginativos. La perfección absoluta de
la forma imitativa es algo sobre cuyos riesgos no cesa de advertir quien, pese a aceptar
a grandes rasgos la perfección formal como criterio del grado de progreso del arte,
sostiene que «una perfección más grande acusa progreso en el arte, una perfección
absoluta acusa decadencia; la perfección absoluta de la forma imitativa es, pues, frecuentemente supuesta como mala en sí. Pero ella no siempre es mala, sino peligrosa»6.
En definitiva, hay en el arte algo tan vivo y orgánico como la naturaleza; ésta no
se manifiesta simplemente como lo dado, sino como lo que ha de crearse en colaboración con el espíritu. El arte opera reductivamente, mediante procesos de selección y
abstracción, frutos del examen cuidadoso de la realidad. La imagen de la naturaleza
que el artista plasma en su obra «representa lo que no puede percibir en ella sino por
un real esfuerzo intelectual que ella exige de nosotros por todas partes por donde
aparece un esfuerzo intelectual del mismo orden que el que nosotros necesitaríamos
para poderla comprender y sentir. Es la transcripción o el sello de una impresión producida por un objeto que se busca y se encuentra, es una forma que resulta de una
investigación, es la expresión corporal de una idea»7. Las únicas cualidades de tal
imagen que el artista puede asegurar son «las referentes a los caracteres severos de las
formas, que el hombre no verá en la naturaleza sino después de un examen atentísimo
y de una atención perfecta y sostenida de su vista y de sus pensamientos»8. Ruskin
4
Seven Lamps, IV, III.
Ibid.
6
Ibid, IV, XXX.
7
Ibid, IV, XVI.
8
Ibid.
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propone como una de las condiciones necesarias de la arquitectura la «abstracción de
la forma imitada»9, y lo referido a la arquitectura puede extenderse al arte en general,
pues a ello nos invita el propio autor cuando escribe: «Digo la arquitectura y todas las
artes, porque, según yo, la arquitectura debe ser la matriz de las artes; las otras la
deben seguir a su tiempo y en su orden»10.
«Todo arte es abstracto en su origen; es decir, que no expresa más que un pequeño número de las cualidades del objeto que él representa (...); la observación penetrante de las formas es rara, y una buena parte de ella es simbólica y convencional»11.
Ruskin, como indicamos, movido por una convicción religiosa del arte, hace residir
en la sinceridad del artista el vehículo que posibilita una comunión mística con la
naturaleza, aunque trascendiéndola. Así se da la paradoja de afirmar, partiendo del
naturalismo, la independencia del arte con respecto a la naturaleza, lo que sin duda
abrirá las puertas al simbolismo y demás corrientes de vanguardia.
9
Ibid, IV, XXX.
Ibid, VII, VI.
11
Ibid, IV, XXXI.
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